Mal arreglo le veo a esto mío, muy malo.
Me alegro, sin embargo, de haber venido al Sanatorio. Esto está limpio y ordenado, el aire es puro y agradable, el silencio es profundo… Sí, no hay duda que estoy mejor que en la ciudad. Hasta me parece, ahora, que desde aquí soy mejor, que quiero más a mi padre, que temo menos la idea de la muerte. Soy joven, es cierto, muy joven incluso; pero ¿es mala edad la juventud para la muerte? Se muere mejor de joven, cuando uno está enfermo, pero no gastado, cuando la vida aún no tuvo ocasión de gobernarnos, sino que hemos sido nosotros los que, todavía, ni un instante siquiera hemos dejado de hacer nuestra voluntad. La lucha es dura, muy dura, dura y tirana, y sé que en la lucha voy a sucumbir; pero soy feliz, porque ese pensamiento quita empuje a mi vida y me permite ir viendo poco a poco, entre risueño y entristecido, aquella tierna infancia mía que tan dichoso me hizo cuando aún mi mente gozaba con aquellos fantásticos y espléndidos proyectos que me apasionaban. ¡Ah! Yo me sentía patriota, yo ansiaba para mi dulce país las duras glorias guerreras que jamás tuvo, aunque yo me obstinara en atribuírselas; yo me sentía poeta, cantor del mar y de la ruda vida de los pescadores; yo componía largos y toscos poemas en aquellos toscos y largos alejandrinos que no siempre tenían catorce sílabas; yo era un apasionado amante de la Antigüedad, de los poetas homéricos y de los paisajes virgilianos; yo era —todavía mi pobre padre guarda aquellas fotografías de duro cartón en las que estoy parado, entre retador y temeroso, ante un lujoso fondo de arcos y macetas—, yo era, decía, un muchachito pálido, con las facciones un poco femeninas, con el claro pelo peinado a raya, según la moda, con el cuerpecito largo y delgado, como los tallos de esas flores bonitas y sosas que no huelen a nada, con los ojos profundos y asustados, inefablemente asustados, en sus seis o siete años. Yo era la flor de estufa, el único hijo, el único nieto, el niño a quien jamás nadie contrarió, el niño triste que lloraba por las noches cuando se acordaba de los niños pobres que no tenían donde dormir, el niño que nunca hizo daño a los pájaros, que siempre los quiso, con un cariño rara vez correspondido, demasiado entrañablemente quizás…
El colegio era una cárcel fría, deshabitada. Éramos muchos, muchos escolares, muchos profesores, pero estábamos todos solos, tan tristemente solos, que llorábamos de pena por las esquinas sin saber por qué, como si las esquinas nos acompañasen, como si fueran más cariñosas, más amparadoras que aquellas inhóspitas altas salas, donde en medio de un silencio de funeral pasaban nuestras horas lentas, resbalando sobre los pupitres en cuyas tapas tamborileábamos con los dedos, por entretenernos, mientras nos devolvía la madera su vacío resonar como de caja de muerto. Dios mío, pensaba, ¿por qué me habéis abandonado? Ángel de la Guarda, dulce compañía, ¿dónde estás? No, no en la fría capilla, con aquel Santo de ojos espantados; ni en el comedor, con sus largas mesas de mármol que nos quitan el apetito; ni en la sala de estudio, donde a veces, por el invierno, se está caliente, cuando todos tosemos y encienden la estufa por las tardes. Yo sé que existe un ángel que va siempre al lado nuestro, que marcha con nosotros a todas partes. Es un guardián celoso de su deber. Ángel de mi guarda, ángel mío, ¿por qué no me hablas?, ¿por qué no me dices: estoy aquí, ¿no me ves?, haciéndote compañía, dispuesto a ayudarte contra esos compañeros que son mayores que tú y que se ríen de tu candor? Ángel de mi guarda, ángel mío, no le pido a Dios salud, no le pido que me devuelva la libertad; le pido solamente que borre de mi memoria el recuerdo de aquellos lúgubres y feroces maestros. Ayúdame en mis oraciones.
La libertad no existe para mí; jamás existió. La libertad es una sensación. A veces puede alcanzarse encerrado en una jaula, como un pájaro; cuando yo era pequeño y me creía libre, nunca salía del jardín. Allí iban a jugar los niños de los jornaleros de mi abuela, los niños que me miraban con cariño, porque era más débil que ellos, y con envidia, porque llevaba un hermoso traje de terciopelo granate. Aquellos niños eran joviales y triscadores como cabras. Yo me acuerdo de ellos y me invade una nostalgia infinita. Cuando merendábamos, en aquel prado donde el abuelo jugaba al golf con el chófer y con el encargado de los billares, y en donde un viejo y venerable ciervo de arborescente cuerna y cariñoso mirar cuidaba de que la hierba no creciera demasiado, ellos, mis amigos, se sentaban a mi alrededor, sobre el césped, escuchándome atónitos cómo yo les contaba los reflejos de la lámpara de la sala o los complicados encajes del peinador de mi madre, que era entonces una joven casada, rubia y encantadora como un hada. ¡Mi pobre madre! Dios quiso que jamás fuera vieja, que nunca llegara a tener arrugas, que siempre se conservara sonrosada y esbelta, y un buen día, cuando mi padre estaba lejos, en la ciudad, y no podía pensar en lo que sucedía, se la llevó el cielo como una liviana nube, sin que nadie se atreviera a evitarlo. Sonreía tristemente cuando la abuela me llevó a su lado a que me dijera adiós; pero en su sonrisa existía una inefable belleza, que me cuesta mucho trabajo recordar. Había tenido un vómito de sangre, que vino de repente, sin avisar, y estaba pálida, bellamente pálida y con unas negras ojeras bordeando sus ojos azul claro. El pelo lo tenía revuelto sobre la almohada, y las manos caían a lo largo de su cuerpo, tan pálidas como las teclas del piano. Lloraba cuando me cogió de los hombros para decirme.
—Mi querido pequeño, tu mami poco va a durar. Ahora no te puede dar un beso, hijito mío, no te puede dar un beso en la boca, como todas las noches, cuando iba a bendecirte a tu cama; pero te lo da con todo su corazón… Sé muy bueno, que Dios te proteja y que jamás —se lo pido por lo más santo— te rompa las venitas de los pulmones.
Mi madre, hecha un mar de lágrimas, me estrujó contra su pecho, contra su pobre pecho, que sonaba como el líquido de una botella. Mi abuela me llevó de la habitación, y a mi madre no la volví a ver ya más. Cuando mi padre volvió, ya estaba su pobre mujercita bajo tierra…
La tradición es la tradición, y mi abuelo así me lo hizo comprender. El entierro lo presidí yo; a mi derecha se colocó el abuelo, y a mi izquierda su hijo, el hermano mayor de mi madre. No lloré en todo el tiempo; supe contenerme. Cuando más ganas de llorar tuve, cuando la tierra empezó a caer pesadamente sobre la caja, cerré los ojos para no ver nada. Todos los señores me dieron la mano, y mi abuelo, cuando regresamos a casa, me dijo que en mí reconocía su sangre, y me regaló la casa de la carretera. Con ella estoy ahora pagando el sanatorio… Después íbamos los domingos mi padre y yo, cogidos de la mano, a poner ramitos de olorosas madreselvas sobre la tumba, y cuando volvíamos, él, todo triste, me miraba a los ojos y me daba largos besos en silencio y con el mirar brillante como por las lágrimas. Yo también tengo los ojos azules.
Pues sí, mis amigos se sentaban a mi alrededor, y a mí me traía el jardinero una sillita baja, para que no me acatarrase.
Mi padre hacía largos viajes de negocios, y desde la muerte de mi madre yo andaba un poco como evadido, paseando por entre los vetustos castaños de la finca, componiendo versos.
¡Ah! ¡Tiempos felices, en que la tristeza era como un aliciente más para aquella vida que se sostenía como de milagro, pendiente siempre de un hilo! Ahora os recuerdo con pena y con amargor. Mi vida, que acaba, no dejará rastro alguno; será como esa suave brisa que pasa a la caída de la tarde y que nadie recuerda después, o como esa agua tibia de las lluvias de agosto, que tanto nos agradan y que tan pronto echamos en el profundo pozo del olvido. Ningún rastro, ninguna huella dejará, y, sin embargo, entonces, cuando era niño y soñador, cuando hablaba con la olorosa violeta y con la golondrina que pasaba, cuando me sonreía la hierática camelia y cantaba para mí el jilguero del cerezo grande, estaba convencido, plenamente convencido, de que el porvenir grandes empresas me depararía. Quisiera —quizá sea demasiado pedir; quizá Dios castigue mi soberbia—; quisiera, digo, haber sido, al menos, verde agua de mar, que deja su señal en el acantilado, o ardiente corazón, que dejara un vacío profundo al morir, o padre de un hijo que rezara por mi alma cuando desapareciera, una esquela que siempre perduraría, al cabo de los años, en las amarillas páginas que ya todos habrían olvidado… Pero la voluntad divina no ha sido ésa; la voluntad divina ha sido menos cariñosa conmigo, quizá yo no me merezca otra cosa, y me ha dado un destino efímero, como el de esa nubecilla de vaho que queda ante nosotros un instante, mientras respiramos, allá por el invierno. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Dadme esa conformidad que me falta! ¡Haced que mi alma alcance esa vida eterna que habéis prometido a los buenos! Yo no soy malo, Dios mío; os lo aseguro. Yo no he tenido tiempo de ser malo; yo confío en Vos…
Y esa nubecilla de vaho, ese tibio globito de aliento que se esfuma ante nosotros, como nosotros nos esfumamos ante Dios; ese copo de respiración, que vive un instante y muere, como las estrellas fugaces, en las noches de agosto, ¿volveré todavía a verlo una vez más? ¿Tendrán aún mis pulmones fuerza bastante para calentar de nuevo una taza del frío aire del invierno?
La señorita del 40 me gusta; es más guapa que la del 37. La del 37 le gusta al 52, que es un pobre iluso; el hombre le tiene un miedo horrible a la muerte. Parece mentira, pero así es. Estoy convencido de que en el fondo me compadece. Él es quien está bien; él es el sano; él es quien tiene la curación resuelta… ¡Pobre hombre! Le gusta la muchacha del 37, quien le mira con ojos cariñosos porque ve en él a un hombre hecho y derecho. A las mujeres no les llega al corazón el calor de otro corazón que arda por su cariño; les impresiona el hombre adulto, el animal macho, aunque esté vacío de ternura, aunque sea incapaz de levantar la brisa con un beso, de dejarse morir de desesperación por una mirada. No ven sino el marchamo, la etiqueta. ¿Es un hombre? Sí. ¿Tiene treinta años? Sí. ¿Tiene 1,80 de estatura? Sí. ¡Pues adelante! ¡Viva la vida, y que se hunda el mundo detrás de mí! ¡Que se mueran los hombres que no tienen treinta años ni 1,80 de estatura! ¿Para qué los queremos? Y esos caminos que hay por todos los países, esos caminos que a veces no llevan a ningún lado, pero que otras nos llevan a la felicidad —¿quién no ha conocido siquiera un día ese camino que lleva a la felicidad?—, aparecerán una mañana sembrados de hombres muertos de repente, en cualquier postura, en el ademán en que les cogiera la maldición de la mujer; algunos, a pocos pasos de la dicha: otros, quién sabe si enfangados en la desgracia, de bruces contra la tierra, boca arriba, mirando el sucederse de las horas, tan muertas como ellos; derribados en la cuneta, recostados dulcemente sobre el mojón que cuenta los kilómetros, sobre el poste del telégrafo, en el que silba el viento. Dios, desde las alturas, encargaría a sus ángeles que hicieran el recuento, y cuando éstos le dijeran: «Señor, entre los millones de muertos que hemos contado ninguno tiene treinta años ni 1,80 de estatura», el Señor fulminaría a la mujer por egoísta. Sería el fin del mundo. ¡Pobre 37!
En cambio, la señorita del 40 es más espiritual. Las señoritas que se pintan son siempre más espirituales; sueñan unas azules y grandes ojeras, unos labios grana, unas uñas sonrosadas y brillantes, y una mañana, al levantarse, se acercan con presteza al tocador, y allí, durante horas y horas, mirándose al espejo, tomando perfumes de los frascos y bellos y olorosos colores de los tarros de fina porcelana, se transforman en hermosas mujeres, en mujeres de una hermosura brillante y cruel, espiritualmente brillante y cruel. ¡Ah! Las mujeres que no se pintan son pérfidas y lujuriosas, nos miran con odio, con un odio inconfesado, canallesco, y nos desean la muerte entre grandes tormentos…
Pero la señorita del 40 es angelical. Canta despacito, para no fatigarse, entre golpe y golpe de tos, «tra-lará-lalá», y su voz es suave como el terciopelo, o como ese apagado color verde que tenía la mantelería de té de la abuela. Por la señorita del 40 daría hasta la poca vida que me queda, solamente porque ella me dijera un día, sonriendo:
—Joven, anoche he soñado con usted.
¡Ah! Yo entonces le diría, todo arrebatado por la pasión, que prefería morirme, ¡morirme!, antes que tener la abrumadora preocupación de ir contando los segundos que pasaran, uno a uno, con una lentitud que a veces hasta nos parece rápida, para tener que clavar cualquiera de ellos en mi corazón, diciendo: «Ahora…, ahora ya no… Fue aquel segundo…, aquel segundo que pasó hace no más que un instante…, aquel segundo que huye veloz, que tan lejano está ya. Fue aquel segundo en el que ella, a lo mejor sin querer, dejó de soñar conmigo.»
No sé si podría soportarlo.
Mi vida poco vale, y, sin embargo, un sonriente «Joven, anoche he soñado con usted», no vale, ciertamente, lo que un minuto del triste vivir de las enfermedades…
Ayer tuve un fuerte vómito de sangre.
El administrador me escribe diciendo que la sequía está arruinando la cosecha.
La señorita del 40 no me quiere. Le dio miedo verme echar sangre por la boca, casi medio cubo…