Yo le dije:
—Quisiera leer algo de los clásicos. ¿Podría usted prestármelo?
Estábamos solos y teníamos las manos enlazadas. Él, en su máximo orgullo, su excesivo pudor, me había dicho ya alguna vez:
—Prefiero no tener testigos; démosle la vuelta a la fotografía.
Y la fotografía de mi pobre amigo, a quien tanto quiero, de mi pobre y lejano novio; la fotografía, con su fondo de mar embravecido, quedaba, a lo mejor, horas y horas, de cara a la pared.
Sus manos eran largas y elegantes, y al accionar parecían gráciles avutardas a punto de posarse sobre el suelo.
Él me dijo:
—De los clásicos podría prestaros…
Y se abalanzó sobre mí y me besó. Yo, ciertamente, hice poca resistencia.
Mi amigo el 52 dice que soy una romántica y una soñadora. No lo sé. Quien sí me parece soñador y romántico es él, con su sensible corazón. Hoy no ha venido a visitarme; quizá tema que le reproche su actitud de ayer. Jamás lo haría. Ayer se olvidó —ya se va olvidando con cierta frecuencia, afortunadamente— de los fríos hábitos de la Universidad. Él tiene un corazón de oro, ahogado por todo ese caparazón de cultura que se obstinan en colgarle como lastre a los que hubieran podido nacer para poetas. Me gustaría leer esas cuartillas que escribe con tanto afán y que no quiere enseñarme.
El calor es grande y en la galería no se puede reposar. El aire no se mueve y hasta las moscas parecen estar como aletargadas. Mal tiempo éste para las congestiones.
Las cosas, en realidad, son siempre más fáciles de como nos las figuramos. Yo he pensado mucho sobre esto. Es más fácil vivir, o ponerse enfermo, o curarse, o hasta morir. Cuando muere cualquiera nos dan ganas de pensar:
—¡Ah, si hubiera resistido un poco, si se hubiera negado! ¡Si hubiera dicho: no, no, todavía no!…
Hoy tuve dos veces algo de sangre; quizá sea de la garganta, quizá de la nariz. Con esto del calor, ¡se congestiona una de tal manera!
Cuando tengo algún esputo rojo, ya es sabido: suben las décimas, suben las pulsaciones, suben las respiraciones, sube la velocidad de sedimentación… Lo único que baja y baja sin parar es el peso, que no hay quien lo detenga. Estoy preocupada, profundamente preocupada. Quizá sea lo mejor seguir el consejo del médico: una Monaldi, preparatoria de una pequeña plastia de cinco o seis costillas. ¡Es horrible, horrible, no tener a nadie a quien preguntar, no tener a nadie a quien decir: ¿qué hago?, ¿me opero?, ¿no me opero?; no tener a nadie a quien pedir un poco de cariño, un poco del mucho cariño que necesito! ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Soy la mujer maldita, la señalada; soy la mujer a quien nadie puede besar en la boca, porque un mal terrible y pegadizo le come las entrañas.
52, amigo mío, hoy más que nunca…
Estoy decaída, profundamente decaída; no tengo fuerzas para nada. El pobre 52 es un santo. Habla con una tristeza sin límites y sus ojos castaños brillan como empañados por las lágrimas.
Hoy prefiero dormir al arrullo de las cigarras que viven entre los cardos, de los grillos que sólo asoman medio cuerpo fuera del agujero, del pájaro que pasa, todo salud y alegría, casi rozando el tejado.
He tomado tres gotas y he dormido con un sueño pesado, con uno de esos sueños que no descansan, durante largas horas. Me desperté tarde, cuando me trajeron el desayuno; lo tomé bebido y seguí echada en la cama, semidormida. A las doce me desperté de nuevo; el sol estaba muy alto y entraba en mi habitación haciendo dibujos en el techo y en las paredes. He estado un rato leyendo el libro de poesías que me prestó el 52; son unas poesías tristes, de amores no correspondidos y hermosos proyectos que el tiempo enfría y después echa por tierra. He cerrado el libro y he estado hojeando mi álbum de fotografías. La tristeza me pesa como una losa y yo no encuentro entretenimiento que la disipe. Voy a rezar; voy a pedir a Dios que me dé unas gotas de alegría, que ahuyente mis negros pensamientos.
Ayer por la tarde me llamó mi amigo el 52 por teléfono. Me dijo que quería verme, que se había enterado de que había tenido esputos rojos. Este sanatorio es como un patio de vecindad; las noticias corren veloces de boca en boca y crecen como esos incendios que nadie puede parar: pavorosamente.
Me da tristeza pensar que pueda inspirar compasión.
Ayer trajeron una nueva compañera al pabellón. La metieron en el 40; ya será el 40 para siempre. Es joven aún, pero tiene la cara como cansada. Es guapa, se pinta y tiene una tos terrible. ¡Pobre!
Mi amigo ha estado muy cariñoso conmigo. Ha entrado muy sonriente, se ha sentado a los pies de mi cama y me ha contado divertidas anécdotas de pescadores, de las que tiene un amplio repertorio. Yo he reído con sus bromas y he sentido cómo mi espíritu descansaba.
Estuvo conmigo, por lo menos, hora y media. Lo he podido contemplar a placer; es realmente hermoso, aunque quizás esté algo desnutrido. Es el tipo del Norte, el tipo alto y como soñador del Norte.
Cuando acabó de contarme sus historias del mar, cuando empezamos a conversar, nuestras palabras salían como temerosas, como azoradas.
—Mi joven amiga: estoy perplejo ante mi actitud del otro día. Confío en que habréis sabido perdonarme.
—Pues confiáis en vano, amigo mío; vuestros clásicos…
Él se rió, a grandes y jubilosas carcajadas, y volvió el retrato de mi novio de cara a la pared.
También la felicidad es más fácil de conseguir de lo que parece; sólo que, a veces, el poseerla nos entristece; nos advierte:
—¡Qué feliz eres; aprovecha el instante!
Y una, preocupada por ese instante, desaprovecha esa felicidad que se va también mucho más fácilmente de lo que nos creyéramos cuando la teníamos al alcance de la mano.
He vuelto a bajar de peso; esto no hay quien lo detenga. Debo estar horriblemente fea, tan delgada.
Me he hecho amiga de la señorita del 40, de la que vino el otro día. En la galería aparecieron las dos chaises, juntas.
—Usted me perdonará —me dijo—; pero busco compañía. ¡Estuve tan triste ayer, todo el día sola!
Después le dio un golpe de tos tremendo. La pobre se ahogaba. Se quedó semiincorporada, respirando jadeante.
—Este aire tan puro pronto le quitará a usted la tos, ya verá.
Ella se sonrió.
—Sí, en eso confío. Si no, me hubiera quedado en la ciudad; hubiera tenido menos tiempo para acordarme de que estoy tuberculosa. La tos se quita con codeína… Pero yo confío en salvarme… En poder volver de nuevo a la vida de la ciudad, ¿a usted no le gusta la vida de la ciudad?, en poder bailar otra vez, y otra vez volver a fumar cigarrillos, a beber en el bar con los amigos… ¿Quieres que nos tuteemos?
Ayer ha muerto el pobre muchacho del 14. Mala cosa; neumo bilateral, con fuerte exudado purulento; una siembra extensa en todo el pulmón derecho; uno de los muchos casos de freni fracasada; desviación del mediastino. No tuvo suerte. Quizás una plastia a tiempo le hubiera ahorrado mucho sufrimiento. Quizás le hubiera matado. También habría dejado de sufrir.
Era joven, muy joven, quizás no pasase de los dieciocho años, y componía unas sentimentales poesías, que me enviaba para que las conociese. Escribía en versos de once sílabas.
Tenía los ojos hermosamente tristes y azules.
¡Pobre muchacho!
¡Qué gusto pensar que es cierto que la Gloria existe, que es un aéreo paraje donde los desgraciados poetas tuberculosos encuentran la receta exacta de la poesía, la palabra que pega con todas las palabras, la fácil idea poética que todo lo expresa! En esa Gloria estará ahora el 14, que ha dejado ya de sufrir, recitando aquellos versos suyos que me dedicó y que empezaban hablando del color de mi pelo y de la palidez de mis mejillas.
No puedo, sin embargo, apartar de mí la idea de su cadáver, encerrado en esa funda enternecedora del ataúd. Cuando vine, ahora hace ya año y medio, estaba la puerta de la bodega abierta, bien me acuerdo. Al pasar se veían los ataúdes amontonados cuidadosamente, puestos en fila, esperando su trágico turno. Los había aún sin pintar, aún con la fresca madera de pino al aire; eran los que todavía no estaban preparados, los que tenían aún un respiro —¡quién sabe si largo!— por delante.
El recuerdo del 14 metido en una caja pintada de negro, con metro y medio o dos metros de tierra encima, me sobrecoge.
A los muertos no se les debiera enterrar: es cruel. Se les debiera dejar en los húmedos y verdes prados, a la orilla de los alegres riachuelos, recubiertos con un tul o con una gasa para que las mariposas no les molestasen. Sería, sin duda, más humano.
El 52 está profundamente afectado con la muerte del 14; no quiere ni oír hablar de eso.
El pobre 14 murió con la sonrisa en los labios.
—Me encuentro mejor —había dicho unas horas antes—, mucho mejor.
Y se había quedado triste, hojeando sus cuartillas llenas de versos, mirando para la «foto» de aquella muchacha que tenía sobre su mesa de noche, de aquella muchacha que siempre le había dicho que no, y que siempre, sin embargo, había tenido un altar en aquel corazón.
—Ya poco me queda —había añadido—. ¡Bien conozco yo lo que este bienestar significa!
A veces las mujeres nos damos poca cuenta del mucho mal que hacemos negando nuestro cariño a los tristes y a los abatidos.
Un novio alegre, sí, pero un novio alegre si no hay un pretendiente triste a quien tengamos que levantar el ánimo. Es curioso que yo, que —¡ay!— me encuentro tan hundida, tenga todavía, de cuando en cuando, arrestos para sentirme inclinada a levantar a los demás. Demos gracias a Dios.
Volvió de nuevo el 52, pálido, demudado.
—Señorita —me dijo—, nos unen muchas horas de conversación; la conversación, ¿ha observado lo mucho que une, a veces, la conversación? Nos unen muchas horas de conversación, ciertamente. ¿Le molesta que vuelva ese retrato de cara a la pared? Ya sabía yo que no; gracias, muchas gracias. Abandone su mano, permítame que se la acaricie. Es usted muy buena; sus ojos denotan bondad a todas luces; el color de su pelo es el mismo color de pelo de todas las jóvenes buenas; sus mejillas… ¡Ah, sus mejillas! Quizás usted se extrañe… Su mano es blanca y suave; mi madre también tenía las manos blancas y suaves.