Cuando el ganado se va, escapando de la sequía que ya empieza a agostar los campos y a hacer duros los pastizales, y se lleva lejos, por la montaña arriba, la leche y la carne, en el pabellón de reposo los enfermos siguen echados en sus chaise-longues, mirando para el cielo, tapados con sus mantas, de las que en este tiempo ya empiezan a sacar los brazos, pensando en su enfermedad.
Son los primeros días de julio y ya las cigarras comienzan a cantar entre los cardos; si entornamos los ojos un poco, nos figuramos que son los mismos cardos los que cantan, frotando unas contra otras sus ásperas florecitas azules y amarillas.
Hay árboles que nacen —¡por el invierno no se da uno cuenta de nada!— de una manera inverosímil, encima de una piedra, y en sus raíces, como quedan al aire, anidan las hormigas de cabeza roja, que no son simpáticas, como las otras, las que son todas negras, bullidoras y brillantes; también allí se guarecen las arañas de largas y delgadas patas, esas arañas zancudas que uno se estremece sólo de pensar que pudieran corrernos por la espalda y que, sin embargo, según dicen, son dulces y cariñosas y bajan por las noches a la almohada, buscando el calor de nuestras orejas.
El pájaro negro del tejado levanta el vuelo, y debajo de las tejas quedan las crías armando un alboroto horrible. ¿Qué pájaro será? Yo no lo sé; el otro día estuvimos hablando de él en la galería; unos decían que era un cuervo; otros, que era un estornino; otros, que una urraca. La señorita del 37 decía que seguramente sería un mirlo y añadía, soñadora, que si estuviese allí su novio se lo cogería vivo para que ella le enseñase a silbar.
—No —le dije yo—; estoy seguro que no es un mirlo, jovencita. Los mirlos son agradables y meditativos.
—Sí; agradables y meditativos, como los mendigos que tocan el violín. ¿No es cierto?
La muchacha se quedó pensativa. En sus ojos azules, que se quedaron mirando el horizonte, había una tristeza inaudita.
—Oiga —me preguntó—, ¿y los violinistas pobres?…
No acabó su pregunta. ¿Qué querría haberme dicho?
Las golondrinas pasan raudas entre los hilos del telégrafo, sin miedo a tropezar, y cuando ya va siendo de noche, los murciélagos, que se han pasado el día en la bodega, colgados como si fueran chorizos, dibujan veloces líneas quebradas en el aire, detrás de los mosquitos y de las hormigas de alas.
Sí; es el mes de julio que llega, trayéndonos hasta aquí arriba su poquito de calor. Uno quisiera estar bueno y sano, como el cocinero, y pasear a la noche por los caminos, del brazo de las criadas. Las criadas son alegres, y en las noches de luna les gusta cantar los viejos aires cadenciosos de su país; el cocinero las oye, complacido como un gallo, y les dice frases picantes, que yo oigo, un poco a lo lejos, desde mi cama. ¡Bien sabe Dios que yo me cambiaba ahora mismo por el cocinero! Le daba todo: mi título universitario, mis treinta y dos años, la casa que me dejaron mis padres en la costa, con su emparrada que llega hasta la misma orilla, mis libros, mis amigos…
Él me daría su alto gorro blanco, sus fuertes brazos, su cuchillo de trinchar, su voz, que resuena como el viento cuando llama a las criadas; su reuma… ¡Bah, el reuma no es enfermedad! Le duele a uno un codo o una pierna de vez en cuando… El dolor bien se aguanta.
Dos meses pronto pasan, bien es cierto, y después de dos meses, cuando ya se acerque de nuevo el invierno, con sus nieves y con sus ventiscas, nos volveremos a los paisajes conocidos; otra vez a las afueras de la capital, con sus latas oxidadas y sus viejos periódicos, sus misteriosas parejas de enamorados y sus desvencijados y chirriantes tranvías. ¡Qué bien!
Ahora me acuerdo de aquellas viejas latas oxidadas, de aquellas latas que tuvieron dentro sardinas en aceite, o bonito en escabeche, o quién sabe si hasta perdiz estofada, o espárragos, o cualquier otro manjar delicado. ¡Cómo me gustaban a mí los espárragos en conserva! Cuando tenía dinero compraba una lata, me encerraba en mi habitación, y zas, zas, zas, me los engullía enteros, como si fuera un avestruz.
Ahora ya no sé si me gustarán. Hoy, cuando pasen el menú, voy a decir que quiero espárragos, que me los den a la comida y a la cena. Bien me doy cuenta; espárragos es lo que yo debo pedir para que se me abra el apetito. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?
También me acuerdo de los viejos periódicos. ¡Qué gusto poder ir acordándonos de todo! No me quisiera morir sin ir de nuevo a todos los sitios por donde pasé alguna vez, y poderles decir:
—Adiós, viejo rincón, querido gallinero; adiós, oscura piedra del acantilado donde bate el mar; adiós, sucio papel que vas volando, macizo de las dalias, caseta del guarda; adiós, jugosa y verde yedra del cementerio; adiós, cariñosa pareja de novios, gruesas criadas de mi casa, a quienes mi pobre madre os despidió por sucias cualquier tarde, y yo ya no os volví —y ¡ah! ya no os volveré— a ver jamás. Yo os amo a todos; yo me voy a morir, pero soy feliz porque os veo y os hablo otra vez, porque os puedo tocar otra vez. Desde el Cielo os estaré siempre mirando, y cuando Dios me pregunte cualquier día:
—Hijo mío, ¿en qué quieres que te convierta?
Yo le responderé sin pararme a pensarlo:
—En aquella pareja de enamorados que camina cogida de la mano, Padre mío, o enlazada por la cintura; o si Vos queréis, en esa centenaria pared, toda cubierta de musgo, o en aquel seto de mirto, que es tan hermoso, o en aquel otro periódico que el viento lleva como una paloma de un lado para otro. En cualquiera de esas cosas, Señor, que Vos habéis creado para que siempre vivan, para que los que marchamos por la vida como caminantes sin rumbo en ellas aprendamos su serena lección.
No; nunca me olvidaré de vosotros, mis viejos y queridos amigos; siempre os tendré presentes en mi memoria. ¿Por qué no le pedís a Dios que me conceda una memoria tan amplia y tan lisa como una bahía, para poderos ver a todos al tiempo?
Los viejos diarios olvidados… ¡Qué bellos y qué nobles son los viejos diarios olvidados! Si ahora me levantase y revolviese en los bolsillos de mi chaqueta gris, encontraría aquella página a la que tanto quiero, a pesar de estar la pobre tan ajada. El viento la enredaba en mis pies, toda extendida; yo la sacudía con violencia y le daba patadas para que se marchara; pero ella, buscándome, se me pegaba como un perro a quien se da de comer. La cogí del suelo y vi que era de fecha muy atrasada; de hacía ya cerca de cuatro años. En una esquina, pequeñita y con su recuadro negro, aparecía la esquela de aquella joven, tímida, novia mía, que se marchó una mañana dulcemente, dejándome un abismo de negrura en el corazón. Ya casi la tenía olvidada. ¡Cómo somos los hombres!
Se gastó sus ahorros para morirse. Como no era rica, murió en el Pabellón del Norte.
¿Verdad, Dios mío, que la tienes contigo en la Gloria? Ella era buena, muy buena…, y se murió. Su alma no estaba tuberculosa; su alma estaba sana, muy sana, tan sana como una manzana. ¡Pobre muchacha!
Hay recuerdos, bien es cierto, que nos acompañan toda la vida; unos son amargos, como las picaduras de la viruela o como las ciruelas agraces; pero otros son dulces, muy dulces, como aquella primera sonrisa que nos dedicó hace años nuestra vecina del patio y que después no olvidamos jamás.
Las parejas de enamorados deambulan por los desmontes enlazadas del talle, recitando pensativas poesías; como son pobres, tienen que esperar a que se haga de noche para besarse. Cuando yo llegaba a mi casa, a la hora de cenar, los veía sentados al borde de la carretera, tímidos como ladrones, abrazándose en los descuidos de los caminantes. ¡Cómo los envidiaba yo aquellas tibias noches de abril, cuando bajaba las persianas de mi balcón, cuando me disponía a quedarme hasta las dos o hasta las tres de la madrugada, sentado a la mesa de escribir, sobre los áridos textos de la carrera!
Su recuerdo me distraía la atención y yo me forjaba en la mente fantásticas y divertidas escenas con aquellas fabulosas figuras que a pocos metros de mí, tan sólo separadas por un tabique, unos pasos en el jardín y una verja de madera, se decían: «Te quiero, te quiero, vida mía», como los personajes del teatro clásico.
Yo guardaría en una cajita de cristal esas tenues esferitas de sudor que les aparece por el bozo a las criadas enamoradas cuando se ruborizan y dicen, todas coloradas como la grana, aquellos dulces «Oh, no; no, por favor; déjeme, señorito; se lo ruego», que jamás les hemos creído. Las guardaría en una cajita de cristal y las colocaría todas en fila en una blanca vitrina; cuando viniesen a visitarme los amigos les diría:
—Vean ustedes mi curiosa colección de gotitas de sudor. ¿No es cierto que parecen perlas? No es éste el sudor de la maldición divina, amigos míos; el sudor de tu frente con el que ganarás el pan, no; éste es el otro sudor, el que pudiera confundirse con la lágrima, aquel que no aparece más que por el suave bozo que va a ser besado…
Y mis amigos, admirados, contendrían la respiración y exclamarían absortos:
—Son bellas, en realidad, estas gotitas de sudor que parecen perlas… ¡Curiosa colección, amigo mío!
Pero uno vuelve, a lo mejor de repente, como sin darse cuenta, a la realidad y piensa:
¡Ah! ¿Cuándo será que yo vaya de nuevo a correr la cortina de mi cuarto de trabajo, aquella cortina de recio terciopelo azul oscuro, a cuyo amparo tan bien estaba, y fuera de la cual quedaba aquel mundo misterioso y entrañable de fábula y de poesía?
Debo sobreponerme a la nostalgia.
¡Cómo me gustaría cambiarme por el cocinero! Si él quisiera, ahorraría además algún dinero para dárselo. Le diría:
—Tome usted, se lo doy; lléveselo, es suyo.
Y yo me marcharía con su reuma y con su vientre a cuestas, caminando sin parar, en busca de trabajo. Diría a las amas de las granjas y de los caseríos:
—Señora, ¿quiere usted que le construya una zanja? ¿Quiere que le vacíe el pozo negro? ¿Quiere que le pode ese manzano que tiene usted tan abandonado? ¿Quiere que le guise un sabroso plato de vaca con patatas y con champiñón? Para todo sirvo, señora; mi lema es hacer el bien por donde paso y dejar un grato recuerdo en mis amigos. Amo al campo y a la libertad, y si me veis dormir, cualquier anochecido, medio desnudo, en un húmedo pajar, no os compadezcáis de mí. Pensad: «Seguramente este hombre tiene la conciencia tranquila; no hay más que verlo dormir», y estaréis en lo cierto.
Pero las amas de las granjas y de los caseríos son suspicaces y desconfiadas y correrían a recoger sus gallinas y a rondar el granero, como vigilándolo. Yo no las quisiera enjuiciar mal.
Verdaderamente, Dios me castigaría si yo intentara este cambio con el pobre cocinero. Él tiene su mundo, en el que se encuentra como el pez en el agua, y yo tengo el mío, en el que, por poco que las cosas se enderecen, tampoco se halla uno demasiado mal. Si todos fuésemos iguales, ¿para qué servirían las enfermedades y la salud?
Pero no, no pensemos en vanos proyectos irrealizables. Pensemos en estos cortos dos meses que nos esperan y seamos sensatos. Pronto volveremos otra vez a la vida activa, al bufete, a la Redacción, a la tertulia con los amigos, y olvidaremos en seguida todo lo pasado. Sí, dos meses se van rápidamente, día tras día, y aunque a veces parezca como que tardan no hay que desesperar; dos meses solamente, dos meses, como dos libros, dos sillas, dos naranjas, como nos decían en la clase de Aritmética.
Ayer, la señorita del 37 tuvo dos esputos rojos.
Cada cual tiene sobre las cosas sus especiales puntos de vista; pero, bien mirado, casi no merece la pena preocuparse de esos pequeños problemas. Al pabellón de reposo venimos los que en realidad no tenemos nada, los que llegamos huyendo del calor de la ciudad, los que lo único que necesitamos es reponernos un poco, es coger unos kilos que nos permitan hacer frente a cualquier eventualidad. Bien sé yo que a la gente le cuesta creer esto, y, sin embargo…
Hay personas, faltas de salud por regla general, a las que un vaso de agua que beban les sirve para hinchar. Tiene gracia: parecen viejos odres llenos de cualquier sustancia blanda y mantecosa. De un hombre gordo, ¿qué se puede esperar, Dios mío?
Los gordos no pueden correr; necesitan andar a paso de buey, como si una honda pena los consumiese. Su gordura excesiva no es en modo alguno natural; a veces da risa. No es como la nuestra, que va progresando paulatinamente, como dice el médico, apoyándose en la coyuntura favorable que nuestro restablecimiento le ofrece. Hoy pesamos 61,200 kilogramos; mañana o pasado, 61,300; dentro de una semana, 61,600.
Ya sabemos todos lo que son los amigos. Cuando regresemos nos saludarán un poco comidos por la envidia. Nos dirán:
—¡Caramba, chico, qué repuesto estás!
Y uno responderá sacando el pecho, como un deportista:
—¡Psch! El campo…
Lo del pobre muchacho del 14 no se puede prodigar; el hombre estaba completamente intoxicado. Se reía, con su triste sonrisa forzada y aburrida, cuando íbamos a verlo. No hablemos de eso.
Me gustaría ser escritor, componer un bello libro, como esos a que son tan aficionados los extranjeros, para poder decir: «¡Cuidad vuestra salud! ¡Atended a vuestra sana conservación, base de la felicidad de las venideras generaciones! ¡La Patria os exige ese pequeño esfuerzo! ¡La Humanidad os lo premiará!»; pero, desgraciadamente, no poseo ese precioso don de la palabra escrita; es bello, realmente, pero…
—¡Bah!
Cuando la doncella pasa, con sus menudos y coquetones pasitos, cerca de nosotros, todas las cabezas se vuelven como si obedecieran una orden. Ya es sabido; ella se aleja hacia el fondo de la galería, con las fundas de almohada o las toallas recién planchadas, aun casi con su poquito de calor, y nosotros, inmóviles, la seguimos con la imaginación cuando se pierde de vista. Pensamos: ahora estará colocando la ropa sobre la mesa; ahora la clasificará según el número, para hacer la distribución; ahora ordenará los pequeños montoncitos de cada galería; ahora quién sabe si se quedará un instante pensativa, si la sonrisa le aparecerá en los labios, si la luz de sus ojos adquirirá nuevos brillos…
La doncella anda bien, a toda prisa, elegantemente. Parece una gacela, una grácil gacela. Da sus carreritas para arriba y para abajo, siempre incansable, siempre con su sonrisa saltándole por la cara; pero en cuanto cualquiera expectora rojo, se para en seco. Se acuerda: la chaise, el oro, la cal, las horas eternas, lentas, tremendas, del pabellón… Se estremece, vuelve de nuevo a sonreír, y se aleja, rauda, por las escaleras abajo. Guapa chica.
La señorita del 37 sigue teniendo sus pequeños tropiezos. ¡Pobre 37, con lo mona que es! Llora por las noches, cuando divisa a lo lejos las luces de la capital. ¡Es una romántica! Cuando se mete en la cama, después de cenar, coge entre las manos la fotografía del novio —un novio que sonríe, apoyado, indiferente al peligro, en la barandilla de un furioso rompeolas— y la aprieta contra su pecho hasta que el llanto la invade, un llanto convulsivo que acabará con ella.
Ella siempre me cuenta, casi misteriosamente, sus tristes cuitas. Me dice, por ejemplo:
—Ayer, ¿no sabe usted?, tuve tres esputos rojos grandes y cinco pequeños. ¿No cree usted que, seguramente, serán de la garganta?
Y se queda pensativa, haciendo inauditos equilibrios para creerse, ella también, que aquella sangre salió, efectivamente, de la garganta.
Cuando me cuenta los vaivenes, las intermitencias, de su salud, suele estar triste, a veces muy triste, pero no llora. El llanto, ya es sabido, es para las noches, y por el día, a pesar de su pena, sonríe siempre con su graciosa y triste sonrisa de florecilla silvestre.
Lo que más teme es la soledad. Quedarse a solas la desazona, porque le saltan a la memoria, una a una, todas las muchachas que ya murieron, solteras como ella, en el pabellón. La vida es triste, profundamente triste, y la humanidad, cruel. ¡Ah, las mujeres casadas pronto olvidan sus ilusiones de solteras, sus doradas ilusiones de solteras, cuando soñaban con los sueños mejores, con los sueños que nunca, nunca jamás, se cumplen!
Es de noche, y el ruiseñor del tilo del jardín canta su dulce melodía. ¡Oh, las tibias noches del verano, cómo le ablandan a uno el espíritu!