Esta segunda edición[1] —o tercera, si contamos, a la usanza francesa, la aparición del libro en las páginas del semanario «El Español»; o cuarta, si no olvidamos la tirada de veinticinco ejemplares para amigos que se hizo aprovechando el plomo del periódico— de Pabellón de reposo, sale a la pública y violenta luz de los escaparates cuando ya la anterior es no más que un recuerdo casi remoto.

Novela escrita con una preocupación estética, más que estilística, que por ahora no he continuado, por lo menos en el libro, sus páginas pienso que pueden ser sintomáticas e incluso clave para quienes me honran siguiendo, con cierta atención, mi labor.

Muy lejos —y muy cerca también, girando un poco sobre nosotros mismos— de mis últimas cosas, Pabellón de reposo marca, a mi entender, un compás de espera en mi obra narrativa, un remanso de paz, una sosegada laguna, entre tanta y tanta página atormentada. Y no porque no haya tormento en el lento y desesperanzado Pabellón del que sus personajes no salen sino por la negra puerta que los ha de llevar al otro mundo, sino porque ese tormento es de signo diferente, cuando no contrapuesto, al que después ha venido preocupándome.

Y por diferentes, quizás, siento una especial devoción por estas páginas dulcemente amargas y sin consuelo como la última flor viuda que late, más aromada que nunca, en el yermo erial.

Pabellón de reposo tanto pudiera tener, puestos a hilar delgado, de novela como de poema en prosa. Su pretendidamente mantenida angustia, sin más compás de espera que un breve intermedio, así nos forzaría a considerarlo.

En él he pretendido recoger una experiencia casi personal que marcó en mis días una señal indeleble y venenosa. Como las drogas, el reposo llega a ser un vicio del que no es nada fácil sustraerse una vez iniciados en él. Y como las drogas, el reposo es también un mundo deleitoso y lento en el que la ansiada meta se confunde con el diluirse, como un brevísimo terrón de azúcar, en el mar inmenso de la muerte, un mar que nos parece una muerte que no duele y que se nos presenta vaporosa y puntual como una recién casada en pecado.

En el trance de escribir estas líneas que encabecen esta nueva salida a la palestra editorial de mi Pabellón de reposo, me asalta la duda, que ya en tiempos me desasosegó, de si no sería más caritativo para todos —y quizás para mí el primero— correr un tupido velo sobre la tinta y velar en el misterio las desazones y las malaventuras de los hombres y de las mujeres que sufren, casi con gozo, y que mueren, como pájaros atónitos, en sus varadas chaise-longues.

Después de pensarlo de nuevo —y el no creer lo que el prójimo dice es el último derecho que asiste a los mortales— he decidido volver a esconder la cabeza debajo del ala y tirar, una vez más, para adelante. Me anima a ello tanto el hecho de que el libro esté prohibido en los sanatorios antituberculosos, como la idea de que los tuberculosos gozan con su lectura. Pido perdón por disfrazar la ternura de crueldad y advierto paladinamente que sé bien que, a veces, las excepciones no son lo extraordinario sino lo habitual y torpemente y aburridamente cotidiano.

C. J. C.

Los Cerrillos, Sierra del Guadarrama, septiembre de 1952.