Dedicatoria

Mi querido don Gregorio Marañanón Estoy en deuda con usted. Hay en mí muchas cosas que no podrían explicarse sin su generosa y aleccionadora amistad. No intento saldar mi deuda con estas páginas que hoy le ofrezco. Entre mis defectos no está, creo yo, el de no saber ver las cosas como son, sobre todo cuando, como en este caso, son claras como la luz de una bombilla. Yo le envío este libro con otra intención. Cuando las deudas no se pagan porque no se puede, lo mejor es no hablar de ellas y barajar. Yo le dedico mi Viaje a la Alcarria porque sé que es usted aficionado a los libros de viajes.

La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir. Yo anduve por él unos días y me gustó. Es muy variado, y menos miel, que la compran los acaparadores, tiene de todo: trigo, patatas, cabras, olivos, tomates y caza. La gente me pareció buena; hablan un castellano magnífico y con buen acento y, aunque no sabían mucho a lo que iba, me trataron bien y me dieron de comer, a veces con escasez, pero siempre con cariño. Hasta hubo un pueblo donde me hicieron huésped de honor del ayuntamiento y me pagaron la fonda; en otro, como para compensar, me encerraron por orden del alcalde, que era un albino borracho y medio tartamudo, y me tuvieron un día con su noche metido en un sótano maloliente y alimentado con unas sopas de ajo y un par de venencias de esperriaca. En el calabozo estaba un gitano, de mi edad poco más o menos, que había robado una mula. Se creyó, vaya usted a saber por qué, que yo era cómico, y no hacía más que preguntarme: si usted es artista, ¿por qué no lo quiere decir? Al hombre no le cabía en la cabeza que no es que no lo quisiera decir, sino que, simplemente, lo que pasaba es que no era artista. De este pueblo no hablo en el libro porque pocas cosas agradables podría decir de él.

Cuando me soltaron seguí caminando, y después, cuando me cansé, me vine otra vez para Madrid. Por la Alcarria fui siempre apuntando en un cuaderno todo lo que veía, y esas notas fueron las que me sirvieron de cañamazo para el libro. No vi en todo el viaje nada extraño, ni ninguna barbaridad gorda —un crimen, o un parto triple, o un endemoniado, o algo por el estilo—, y ahora me alegro, porque, como pensaba contar lo que hubiera visto (porque este libro no es una novela, sino más bien una geografía), si ahora, al escribirlo, me caigo pintando atrocidades, iban a decir que exageraba y nadie me había de creer. En la novela vale todo, con tal de que vaya contado con sentido común; pero en la geografía, como es natural, ya no vale todo, y hay que decir siempre la verdad, porque es como una ciencia.

Pues bien, mi querido don Gregorio: esto es todo lo que hay. Poco es; pero, en fin, menos da una piedra. Le mando también una flor que arranqué de una cuneta; la tuve todo este tiempo metida en un libro y ya está disecada. Yo creo que es bonita.

Le ruego que acepte usted este regalo que le ofrece, con la mejor intención del mundo, su devoto:

C. J. C.