La confusa andadura de un libro sencillísimo

Quizás mi libro más sencillo, más inmediato y directo, sea el Viaje a la Alcarria; también es el de más confusa andadura, el que presenta mayor número de variantes. De él hay tres versiones y ésta que aquí ofrezco y que doy por definitiva, hace la cuarta: la de Revista de Occidente, que sigue Espasa Calpe, la de Destino, con los versos de su cancionero, cada uno en su debido lugar, que sigue Philip Polack, aun sin hacer la aclaración dicha, y la de los Papeles de Son Armadans, en la que sus frecuentes cambios y añadidos vinieron determinados, con frecuencia, por motivaciones más tipográficas que necesarias al hilo de la narración, más estéticas que literarias. Debo aclarar un poco lo que acabo de decir. Uno de los motivos de ornato de la edición de los Papeles, fueron las elegantes y airosas capitulares que grabó el artista catalán Jaume Pla para encabezar cada uno de los doce grandes apartados del libro (la dedicatoria y los once capítulos en los que el libro se divide). Pues bien: al enfrentarnos, Pla y yo, con la realización de la idea que entendíamos conveniente y que terminamos realizando, nos dimos cuenta de que en el libro, que había sido redactado, claro es, sin preocupación alguna a este respecto, figuraba la letra E como inicial de seis capítulos y la letra A como inicial de otros tres. Esta circunstancia —y el lógico deseo de que todas las capitulares fueran diferentes, ya que lo contrario no tendría sentido— me obligó a cambiar el arranque de varios capítulos, curiosa experiencia —o adiestramiento— que me enseñó, entre otras cosas, a ser más humilde y a huir de la estúpida y tan generalizada idea de la última perfección de los logros terrenales. También alargué o acorté líneas, según se iba precisando, e hice mangas y capirotes con mi texto en el mejor servicio, repito, de la belleza tipográfica.

Ahora, al releer aquella versión encorsetada, me doy cuenta de que le sobran no pocas ligas y afeites, pero también me entero —y ahí la lección— de que varias, y aun bastantes, de las correcciones hechas con tan inusual motivo, se vuelven a favor de la belleza, o de la claridad, o de la mejor terminación y remate del texto, lo que me hace pensar muy seriamente en la provisionalidad de la forma literaria. Si después de no creer en los géneros literarios, caigo en el escepticismo ante la expresión, es posible que me encuentre, aun sin saberlo, en el gozoso y saludable camino de entender a la literatura como un temblor íntimo y afable que se desentiende de ropajes, marbetes y otras suertes de constreñidoras policías. Los animales, los eficaces y bellísimos animales, viven en análogo estado de angélica pureza. Lo curioso, en este caso mío de hoy —curioso al menos para mí, que sigo muy de cerca el proceso—, es que llego a estas desnudas consecuencias no por adivinación (o inspiración) sino tras haber lidiado al morlaco del orgullo y a la lechuza de la perfección formal con sus propias armas. Si la literatura fuera un cúmulo de sabidurías, la literatura dejaría, automáticamente, de interesarme. Por el contrario, pienso que la literatura es un camino —nítido, a veces, y a veces, borroso y desdibujado— que no se camina jamás. De ahí mi entrega, cada día con menores reservas y mayor y más viciosa fruición, a su menester.

En la versión de mi Viaje a la Alcarria que aquí ofrezco y que es la que, desde este momento, doy por buena, he procurado recoger las enseñanzas de todo orden que coseché en la preparación de las tres anteriores. Si acerté o me equivoqué, es cosa que no me compete dilucidar, aunque mi ilusión fuera el haber atinado con buen pulso y mejor suerte.

Tomé como base las iguales ediciones de Destino, que siguen a la de Revista de Occidente con los versos del Cancionero de la Alcarria embutidos donde mejor pensé que habían de caber, y tras haber lavado el texto de los inevitables cortes, cambios y añadidos que se le fueron pegando a su paso por las imprentas, tuve presentes las ediciones de la Revista de Occidente y de los Papeles de Son Armadans —y el original manuscrito, cuando lo precisé—, para fijar el texto con cierta calma y no pocos buenos deseos de cumplir, lealmente, con el leal lector.

No consideré las ediciones de Espasa Calpe ni las de Philip Polack porque, de haberlo hecho, el cúmulo de notas hubiera resultado innecesariamente agobiador.

Y aquí termina, si los dioses se me muestran clementes y piadosos, la confusa andadura de este libro sencillísimo y de vida llena de misterio y de atroces (y también dolorosos) vaivenes. La seta del bosque y la tímida flor que crece a la sombra de la más olvidada tapia, tampoco viven en paz (aunque se muestren como la insignia de la paz).

Palma de Mallorca, 21 de diciembre de 1963