Dos aspectos nos interesan particularmente en San Camilo, 1936 de Camilo José Cela[1]. La perspectiva o punto de vista y la instancia narradora, es decir la «voz». Son dos puntos difíciles de separar y hay que hablar del primero, de quien «ve» la historia, para precisar el segundo, quien «habla», pues a veces coinciden pero no siempre.

En un trabajo anterior, «El estatuto del narrador en San Camilo, 1936» subrayábamos que esta novela marcaba un notable avance técnico sobre el resto de la obra celiana a la vez que representaba una síntesis de ella[2]. Basada en una estructura narrativa tradicional, con un ordenamiento temporal casi cronológico, San Camilo aparece, sin embargo, al lector como bastante revolucionaria en su presentación exterior: capítulos de un solo párrafo, puntuación casi totalmente arbitraria, y sobre todo relación del sujeto enunciador al referente muy ambigua. Otro factor de extrañeza es la variedad de focalizaciones, pues se pasa de la focalización interna fija, a la cero y hasta a la externa, según la clasificación de Gérard Génette en Figures III[3]. Las perspectivas se multiplican y a menudo el destinatario virtual, el lector, no logra sino con muchos esfuerzos desenmarañar el hilo de Ariadna, aclarar la confusión.

Concluíamos en nuestro estudio sobre el estatuto del narrador con la constatación de que el establecer «quién habla» en San Camilo resulta, por lo tanto, muy complejo y que, como la mayoría de las novelas del escritor gallego, ésta no responde a ninguna categoría fija, a ningún criterio preestablecido: el punto de vista siempre varía y fluctúa. En realidad podríamos afirmar con Judith Ann Canales, autora de una tesis de Ph. D. en la Universidad de Stanford, California, en 1975 sobre el punto de vista en las novelas de Cela: «El narrador de San Camilo es ciertamente el más privilegiado de los narradores de Cela, pues no revela sólo su propia mente sino las palabras, las acciones y pensamientos de otros»[4].

De hecho, no se puede hablar de «un» narrador en San Camilo; hay que hablar de narradores, a no ser que aceptemos la definición de Wolfgang Kayser:

El narrador novelesco es análogo al dios (o a los dioses) omnisciente (s) y omnipresente (s). El narrador de la novela no es ni el autor ni tampoco el personaje ficticio y de un acceso a menudo tan familiar… El narrador novelesco es, en términos claros y analógicos, el creador mítico del universo[5].

Así, para crear su universo, el narrador de San Camilo se subdividiría en varios elementos que presentarían cada uno, una o unas facetas del caos.

De esta forma, se podrían distinguir cinco principales puntos de vista en la novela: el del «yo» autodialogante ante el espejo, que se desdobla en el hombre joven que vivió los acontecimientos trágicos y en el hombre maduro que reflexiona sobre ello; el de un narrador omnisciente que ha visto y presenciado todo, el tío Jerónimo, que también en varias ocasiones puede confundirse con el narrador de cierta edad que tiene la capacidad de enjuiciar y que aconseja a su sobrino, y finalmente, el organizador del conjunto del texto, con su dedicatoria, sus epígrafes y sus divisiones del discurso en diez inmensos párrafos, que se puede también calificar de autor implícito. Sobre todos ellos iremos dando detalles y precisiones a lo largo de esta ponencia. Nos detendremos de ahora en adelante en estudiar sobre todo las relaciones entre la instancia enunciadora y la enunciación a través de la distancia temporal y el nivel narrativo de quien narra.

En una novela en primera persona —y la novela en segunda persona no es más que una variante estructural de ésta— «visión, voz y personaje se funden coherentemente»[6]. Ya hemos señalado que en San Camilo no existe fusión, unidad de visión sino multiplicidad de ellas, si bien hay un personaje principal, un antihéroe, no es únicamente su punto de vista sino varios más los que se nos presentan. A la pluralidad de enfoques corresponderá una pluralidad de voces. De allí la afirmación de Fernando Uriarte:

La estructura narrativa que Cela ha impuesto a San Camilo, 1936 convierte la obra en un coro de voces que surge caprichosamente sin intermitencia de punto aparte en un contrapunto de monólogos rotundos[7].

Gérard Génette fue el que descubrió, después de muchos años de tanteos y vacilaciones de tantos investigadores sobre el punto de vista y la visión, desde Henry James hasta Tzvétan Todorov, pasando por Lubbock, Brook y Warren, Friedman, Booth, Pouillon y Oscar Tacca, la necesidad de separar, de escindir en dos este aspecto; así encontramos en su ensayo Discours du récit[8]. Un capítulo dedicado al «modo», «regulación de la información narrativa» que comprende dos modalidades esenciales, la distancia y la perspectiva, y otro dedicado a la «voz», o sea la instancia narrativa, en el cual se analiza el tiempo de la narración, el nivel narrativo y la persona, es decir las relaciones entre el narrador y la historia que cuenta.

En San Camilo, 1936 a pesar del empleo frecuentísimo del presente del verbo, se trata de una narración posterior a los hechos narrados. El creador de este mundo atroz de sexualidad, violencia, machismo y miedo conoce todos los hechos por lo que ha vivido, o lo que le han contado o lo que ha leído. La distancia temporal que domina supera las tres décadas y el tiempo de enunciación se sitúa evidentemente en los años sesenta, cuando en España ya se conocía mejor la historia de la guerra civil y que los españoles podían considerar los acontecimientos pasados con más serenidad, si no con objetividad, como lo prueba la enorme subjetividad de San Camilo. Ignacio Soldevila hace una interesante observación a este respecto:

Es curioso que nadie —a no ser pecado nuestro de ignorancia— haya subrayado hasta ahora el hecho de que el famoso espejo con el que se enfrenta el narrador no devuelva la imagen del presente, sino la del pasado; la del día, la víspera y la octava de 1936 en que Cela festejaba a su santo patrón. Es evidente que la fotografía del joven Cela no aparece gratuitamente al comienzo del libro. Esa imagen, precisamente es la que devuelve el supuesto espejo. Por segunda vez, pues, Cela fabula con su propia historia personal, pero ahora para hacer el proceso de una juventud y de una generación en beneficio de otra juventud y de otra generación. Cuando en el epílogo toma la palabra el tío Jerónimo, que se dirige también a él en segunda persona, todo nos parece aún más evidente[9].

Para Cela, presente y pasado se confunden y a menudo no se sabe si el que medita es el joven protagonista en busca de placeres sexuales, descentrado, desorientado en un Madrid dantesco o el escritor ya mayor, pesimista y desilusionado, si bien no desesperado del todo frente al porvenir de España.

Los varios narradores ya señalados se sitúan a niveles diferentes y distamos aquí mucho de la uniformidad de la novela tradicional. En efecto, podemos encontrar en la obra todos los niveles narrativos indicados por Génette: el extradiegético en la organización general del discurso y el acto narrativo del narrador omnisciente y omnipresente que presenta hechos del tipo siguiente:

N. II, a la hora y media de disparar contra el teniente Castillo, sale para el monasterio de Lebranza en un balilla que pusieron a su disposición, para no levantar sospechas viaja con Marta, la hermana de Miss Ojos, a la que presenta como su legítima esposa, Marta es una chica educada y presentable y ambos tienen la documentación en regla, falsa pero en regla, el viaje llevan casi un mes preparándolo… (87).

Matías el del economato no sabe que deslomaron a la Amanda, no lo sabrá hasta el sábado (132).

Todos los acontecimientos tanto históricos como intrahistóricos de los personajes reales y ficticios de la novela se sitúan a un nivel intradiegético, mientras que una infinidad de relatos más o menos largos podrían calificarse de metadiegéticos, o aún mejor de «pseudodiegéticos», es decir un relato segundo en su principio, «pero inmediatamente llevado al nivel primero y asumido… por el héroe-narrador»[10]. He aquí un ejemplo claro:

Tu padre es hombre de buen criterio, aunque menos brillante, tiene quizá tan buen criterio como tu tío Jerónimo, no hijo, estos bárbaros que se matan por la calle no son lobos, son mansos corderos… por eso mueren jóvenes y ensangrentados, no, tú no eres San Pablo ni Búfalo Bill y las palabras de tu padre te dejan pensativo (136-7).

Se pasa así de la narración, del monólogo interior del narrador primero al del otro narrador en más de una página para volver al monólogo del narrador principal; pero éste asume el monólogo del otro personaje. En otros casos, el narrador omnisciente es el que asume el diálogo de dos personajes:

es lástima que no den la misa por radio para los enfermos aunque fuera a las siete o a las ocho de la mañana, a doña Matilde le regaló un disco con la misa su director espiritual el P. Ramírez, salesiano, no es lo mismo que asistir al santo sacrificio pero ante los ojos del Señor es una especial devoción muy digna de ser tenida en cuenta, gracias don Vicente, que Dios se lo pague, usted siempre tan bueno, no hija, todos somos pecadores, doña Matilde no es muy pecadora esa es la verdad… (76).

A la confusión de niveles narrativos, Cela añade numerosas, numerosísimas intrusiones del narrador extradiegético en el universo diegético, o sea saltos de un nivel a otro, que Génette denomina «metalepsis». Estas transgresiones vienen a reforzar la existencia de un narrador extradiegético contra los que quieren negarla y reducir todo al mundo del narrador autodiegético ante el espejo que le refleja el universo circundante. Veamos unos ejemplos convincentes:

No tienes que dar detalles ya que la Caobita vive —y muy decentemente por cierto— (34).

(Pudiera ser que las palabras anteriores no hubieran sido pronunciadas en la noche del sábado 11, sino en la del otro sábado el 18, o nunca, pero esto es igual) (35).

La criada que abortó en la calle Paredes, esto es, la Evelina Castellote, a lo mejor no se dijo antes como se llamaba, se repone en seguida (183-4).

Un examen detallado de la «persona» del narrador nos permitirá establecer luego el estatuto global del narrador en San Camilo. El principio de la obra presenta a un joven ante un espejo y que rápidamente se tutea: «es probable que tú estés muerto y no lo sepas» (13); las frases iniciales dan el tono al resto del texto en el cual va a aparecer frecuentemente este personaje que habla en primera persona y se dirige a su alter ego en segunda persona; el espejo ayuda a esta introspección, a este examen de conciencia, a este autoanálisis. Esto «yo» narrador emplea de vez en cuando un plural, el «nosotros»;

Más adelante ya veremos (76).

No digamos para el pecado (76).

Y mírate en el espéjo, todos los españoles debiéramos pasarnos horas y horas ante el espejo… todos los españoles somos culpables, los vivos, los muertos y los que vamos a morir (108-9).

Ya hemos señalado que este «yo» puede ser el hombre maduro, el escritor Cela en 1968 o 1969 que dialoga con el «tú» joven que fue o viceversa, pero este «tú» puede también ser el narratario virtual del discurso, el lector. A este respecto, Philippe Lejeune escribe en Je est un autre:

Si me hablo diciéndome de «tú» doy a la vez esta enunciación desdoblada en espectáculo a un tercero, el eventual auditor o lector; éste asiste a un discurso que le es destinado, aún si no le está ya dirigido. La enunciación se ha teatralizado[11].

Es exactamente lo que ocurre en San Camilo y el narratario extradiegético se hace a veces plural y particularmente en una ocasión el narrador parece ser Cela dirigiéndose a sus compatriotas:

Algunos españoles, quizá bastantes españoles, os resistís a la idea del asesinato como arma política; la única quiebra que tiene vuestra actitud es que al final (no, al final no, más bien al principio) suelen asesinaros, los unos por defender al muerto de los otros, y los otros por defender al muerto de los unos (120).

El «tú» puede también en varios casos representar uno de los varios receptores dentro de la narración misma, siendo el mismo personaje principal el destinatario mayor, al cual se dirige el tío Jerónimo muchas veces a lo largo de las páginas del libro y particularmente en el epílogo. Cela juega al máximo con la polisemia del lenguaje, con la ambigüedad, las posibilidades lingüísticas de la segunda persona.

Al lado de este narrador principal existe otra instancia narrativa, más tenue quizá, más imprecisa aún y más dificil de distinguir: la de un narrador omnisciente y omnipresente que marca y matiza más la distanciación entre el tiempo de la enunciación y el del enunciado. Esta voz en tercera persona, algunas veces impersonal pero otras más personal, hace variar el nivel narrativo y a su vez el enfoque, creando una disyunción a veces muy extraña, otras muy brusca.

En esta variedad de narradores, en la cual no hay que olvidar al tío Jerónimo como otra voz en primera persona, quizá haya que reconocer la modernidad de San Camilo. La transgresión del «yo» al «él», según Génette en su mencionado ensayo, indicaría una idea más libre de la personalidad y respondería a esta afirmación: «Yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres»[12]. Esta poca determinación de la individualidad está claramente expresada en varias frases del texto como:

yo soy un asesino o un asesinado tú eres un asesino o un asesinado él es un asesino o un asesinado, poco importa, lo malo es el plural, nosotros somos unos asesinos o unos asesinados vosotros sois unos asesinos o unos asesinados ellos son unos asesinos o unos asesinados (155-6).

El narrador, por lo tanto, cumple en San Camilo funciones varias, una narrativa, otras de rección, de comunicación, de testimonio. En cuanto a la función ideológica aparece por la voz tanto de los narradores extradiegéticos —piénsese sólo en la dedicatoria—: «A los mozos del reemplazo del 37 […] y no a los aventureros foráneos […]» (9) o en los juicios de valor emitidos como «España es un país de locos» (110), «La sangre llama a la sangre, cría la sangre, hace manar la sangre, a todos os dijeron en la escuela que la sangre es el motor de la historia, no es verdad, la sangre es el freno de la historia» (395); también muchos comentarios salen de boca del personaje principal y del tío Jerónimo que cree en las virtudes teologales pero predica sobre todo el egocentrismo yel amor carnal, físico.

A tí te ha costado mucho trabajo vivir tus veinte años, no desbarates tus veinte años en el servicio de nadie; te aseguro que tu sacrificio sería estéril y lo que es aún peor estúpido, no hijo, no, tus novias te esperan en la cama (442).

El análisis precedente nos permite definir ya el estatuto del narrador en San Camilo: se divide, ya lo hemos afirmado al principio, en cinco voces principales y se pueden clasificar, según la terminología de Génette, en: extraheterodiegético, por ser narrador en primer grado de historias en las cuales está ausente:

1. El organizador del texto (también autor implícito).

2. El narrador omnisciente intrahomodiegético, por ser narrador en segundo grado que cuenta su historia o da consejos.

3 y 4. El «yo» que se dirige al «tú» en sus dos aspectos de 1936 y 1968 ó 1969.

5. El tío Jerónimo.

El tercer y cuarto narrador se podrían calificar de «autodiegético» para mayor precisión, pues se trata de la variante fuerte del narrador homodiegético, en la cual el narrador es la «vedette».

Si a estos narradores añadimos los numerosos más cuyos discursos están asumidos por uno de éstos constatamos que estamos frente a una verdadera polifonía, tal como la entiende Mikhail Bakhtine. Este coro de voces crece aún en número por medio de los «collages» que se encuentran en San Camilo: se trata sobre todo de anuncios publicitarios y de noticias sacadas de los periódicos o radiofónicos; así sucesos reales, partes de guerra o de deportes, comunicados oficiales, etc., se entremezclan constantemente con la ficción para crear un inmenso haz de emisores que dialogan a veces pero más a menudo se contradicen.

«El modo narrativo y la situación del narrador establecen la distancia entre narrador-narración-lector», afirma Ricardo Gullón en Espacio y novela, y prosigue:

Una acumulación de detalles realizada para que el lector se sienta en terreno familiar, reducirá la distancia entre él y lo narrado; se moverá con desembarazo entre personajes cuya existencia no le impone suspensión alguna de la credulidad. Es el procedimiento seguido por los realistas. El engaño a los ojos es aceptado sin dificultad porque el lector se sitúa en el plano de la fábula. Si el propósito del narrador es, por el contrario, presentar lo contado en forma insólita, desfamiliarizadora, la distancia automáticamente será mayor; al sugerir una lectura menos convencional, nos alejará del texto[13].

Por una parte, San Camilo se acerca más a este último tipo de obra pues nada de habitual tienen los párrafos-río ni la puntuación anárquica, ni siquiera el lenguaje a menudo grosero y soez, los leitmotivs, las repeticiones, etc., sin olvidar el juego contrapuntístico constante, los varios narradores, el desdoblamiento del personaje y el empleo del «tú»; pero, por otra parte, el orden cronológico y el narrador omnisciente, entre otros elementos, la asemejan a la novela tradicional. La acumulación esperpéntica lleva al barroquismo y a la repulsión en vez de crear un ambiente familiar. De nuevo, por lo tanto, nos damos cuenta de la disparidad de la obra de Cela, de la dificultad de encasillamiento; siempre escapa el autor a las definiciones, siempre desborda todas la limitaciones.

Una vez dada la organización narrativa de la obra, trataremos de captar la actitud psicológica del narrador respecto a lo narrado. Un aspecto nos aparece fundamental: en medio de la profusión increíble de acontecimientos, detalles, personajes referidos por los varios narradores y que reflejan perfectamente el polimorfismo de la realidad así como el carácter colectivo de la obra, en medio de la multiplicidad, decimos, destacan casi siempre elementos binarios: un individuo enajenado en una sociedad enajenada, un personaje que se desdobla entre 1936 y 196…, el antihéroe y su tío, los vivos y los muertos («en España los vivos son como los muertos pero sin gusanos») (154), los partidarios de la República y los de los militares, el sexo y la muerte, etc., etc… Los contrastes surgen en todo momento pero sobre todo en lo político y en lo personal:

al teniente Castillo lo mataron los falangistas…

al teniente Castillo lo mataron los comunistas…

al teniente Castillo no lo mataron ni los unos ni los otros, fue un crimen pasional, tampoco, fue un crimen de maricones (111).

tú crees que quieres un café pero a lo mejor no es cieno que quieras un café, no quieres un café y estás mintiendo sin dañe cuenta, quiero un café, quiero un café, no, tú no quieres un café pero al final ya crees que quieres un café y hasta suspiras por tomar café, tú crees que quieres a Toisha y a lo mejor no es cierto que quieras a Toisha, no quieres a Toisha y estás mintiendo sin darte cuenta y por egoísmo, lo que quieres es acostarte con Toisha, quiero a Toisha, quiero a Toisha, quiero a Toisha…(355).

no, el problema tampoco está en que tengas o no tengas un espejo plano, paralelepipédico, ovoide, casi esférico, o lo tengas roto porque te lo rompieron los demás, no, no, el problema, el hondo y doloroso problema es que ya no crees en tu espejo plano, paralelepipédico, ovoide, casi esférico, te hartaste de tanto creer y creer a cambio de nada…(318).

Gonzalo Sobejano llama a este procedimiento el «si/no» o deshojamiento de la margarita por el cual una misma aserción, al formularse primero afirmativa y enseguida negativamente, anula su valor dejando al sujeto en un estado de perplejidad sin progreso ni salida[14].

En efecto, esta vacilación del personaje principal, esta incapacidad de decidirse por nada y sobre todo en política («Aquí hace falta una revolución de derechas o de izquierdas, eso no lo sabes tú bien, eso no lo sabe bien nadie…» (126) le sitúa frente a la nada. Este nihilismo le viene de su concepción relativística de la vida y de la realidad: «tú piensas que la verdad es múltiple y plegadiza pero no es verdad, tampoco es verdad que lo pienses» (356-7). La desidia de este desolador antihéroe se equipara a la de sus compatriotas:

Ya verá usted cómo al final sale todo el mundo diciendo, bueno yo me lavo las manos como Pilatos, desde que Pilatos se lavó las manos nadie quiere cargar con la responsabilidad de nada, ¡así da gusto!, ¿que arde un convento?, yo me lavo las manos, ¿que matan a alguien a tiros?, yo me lavo las manos, ¿que aquí no trabaja ni dios y que las huelgas se suceden unas a otras?, yo me lavo las manos, ¿que los militares se sublevan?, yo me lavo las manos, ¿que los mineros asturianos declaran la huelga general revolucionaria?, yo me lavo las manos ¡joder qué país más limpio! (208).

Todo ello junto a la impresión de ineluctabilidad que crea el estilo sin puntuación casi y los párrafos interminables, llena la novela de un profundo pesimismo. El libro, si no es obra de un desesperado es bastante desesperanzador; he aquí la opinión de José Domingo:

La única lección que podría extraerse de estas páginas es la versión del tipo cainita, según la cual los españoles vivimos en plena guerra civil, siempre dispuestos, a la vuelta de unos cuantos años, a lanzarnos a un dramático ajuste de cuentas con nuestros compatriotas de la acera opuesta[15].

El escepticismo de Cela se revela aquí, como en gran parte de su obra, en todas las páginas. Su personaje se enfrenta con el espejo que va cambiando de forma hasta llegar a ser una medusa sangrienta y finalmente nada; en esta dialéctica «yo-espejo», el antihéroe se aniquila poco a poco por encontrar demasiada sangre y su autodiálogo se hace «vómito moral»[16]. «Sobre él pesa ahora la culpabilidad del mundo, la culpabilidad de todos, aunque trate de evadirse egoísticamente de la acción y del compromiso», escribe Gemma Roberts; y con ella concluiremos:

El sentido de la culpa metafísica que presta su dimensión trascendental al tema de la guerra en esta novela de Cela implica el bochorno de haber sobrevivido a la contienda, a tanta sangre y tanto crimen[17].

MARISE BERTRAND DE MUÑOZ

Université de Montreal