Hablando de oro
Bond subió por los escalones, cruzó las imponentes puertas de bronce y penetró en el espacioso y suavemente resonante vestíbulo del Banco de Inglaterra. Miró a su alrededor. Bajo sus pies relucían los dorados esquemas brillantes de los mosaicos de Boris Anrep; más allá, al otro lado de abovedados ventanales de siete metros de altura, un césped verde y unos geranios resplandecían en el patio central. A derecha e izquierda había espaciosas vistas de la piedra pulida de Hopton Wood. Sobre todo ello se cernía el olor neutro del aire acondicionado y la atmósfera pesada y grave de inmensas riquezas.
Uno de los conserjes de aspecto atlético y levita rosada se le acercó.
—¿Sí, señor?
—¿El coronel Smithers?
—¿Es usted el comandante Bond, señor? Por aquí, por favor.
El conserje se dirigió a la derecha por entre las columnas. Las puertas de bronce de un ascensor discretamente oculto estaban abiertas. Entraron en él y subieron unos pocos metros, hasta el primer piso. Salieron a un largo pasillo artesonado que terminaba en una alta ventana estilo Adam. El suelo estaba recubierto por una tupida alfombra Wilton beige. El conserje llamó a la última de varias puertas de roble primorosamente tallado que eran más altas y elegantes que las puertas corrientes. Una mujer de cabellos grises estaba sentada detrás de un escritorio. Tenía el aspecto de primera de la clase. Las paredes de la habitación estaban llenas de archivadores metálicos grises. La mujer había estado escribiendo en un cuaderno de notas amarillo tamaño holandesa. Sonriendo con aire de complicidad, descolgó un teléfono y marcó un número.
—El comandante Bond está aquí. —Colgó el auricular y se puso de pie—. ¿Tiene la bondad de seguirme? —Cruzó el antedespacho hasta una puerta forrada de fieltro verde y la mantuvo abierta para que Bond pasara.
El coronel Smithers se había levantado de su escritorio.
—Muy amable por haber venido —dijo con acento grave—. ¿Quiere sentarse? —Bond se sentó—. ¿Fuma? —El coronel Smithers acercó una caja de plata de Sénior Service, se sentó a su vez y empezó a llenar una pipa. Bond cogió un cigarrillo y lo encendió.
El coronel Smithers tenía exactamente el aspecto de alguien que se llamara coronel Smithers. Resultaba evidente que había sido coronel, casi con toda seguridad de Estado Mayor, y tenía el porte afable, distinguido y básicamente serio que iba con su nombre. Si no hubiese sido por sus gafas de montura de concha, habría podido ser un eficiente y no muy bien alimentado cortesano de una corte real.
Bond sintió el aburrimiento acumulado en los rincones del despacho.
—Parece ser que usted tiene que explicármelo todo sobre el oro —dijo alentador.
—Eso creo. He recibido una nota del gobernador del Banco de Inglaterra. Entiendo que no debo ocultarle nada. Por supuesto, usted se hace cargo —el coronel Smithers miró por encima del hombro derecho de Bond— de que la mayor parte de cuanto voy a decirle es confidencial. —Su mirada pasó rápidamente por el rostro de Bond.
La expresión de Bond era pétrea.
El coronel Smithers acusó el silencio que Bond tuvo la intención de hacerle sentir. Miró hacia el techo, se dio cuenta de que había metido la pata y trató de arreglarlo.
—Es evidente que no necesitaba ni mencionarlo. Una persona con su formación…
—Todos creemos —dijo Bond— que nuestros secretos son los únicos que importan. Usted está en lo cierto recordándomelo. Los secretos de otros nunca son tan importantes como los nuestros. Pero no tiene por qué preocuparse. Discutiré estas cosas con mi jefe, pero con nadie más.
—Claro, claro. Es muy amable tomándoselo así. En el Banco se adquiere la costumbre de ser excesivamente discreto. Entonces, bien… —El coronel Smithers buscó refugio en su tema—. Este asunto del oro. ¿Me imagino que no es un asunto en que usted haya pensado mucho?
—Sé que es oro cuando lo veo.
—Ajá, sí. Bien, lo más importante que hay que recordar respecto al oro es que se trata del artículo más valioso y de más fácil comercialización del mundo. Se puede ir a cualquier ciudad del mundo, casi a cualquier aldea, entregar un pedazo de oro y obtener a cambio bienes y servicios. ¿De acuerdo? —La voz del coronel Smithers había adquirido una energía nueva. Una luz especial iluminaba sus ojos. Se sabía la lección al dedillo. Bond se echó hacia atrás en su silla. Siempre estaba dispuesto a escuchar a cualquiera que dominase un tema, cualquiera que fuera—. Y la segunda cosa a recordar —el coronel Smithers sostenía la pipa en señal de advertencia— es que el oro no deja rastros. Los soberanos no tienen número de serie. Si los lingotes de oro llevan grabadas marcas de la Casa de la Moneda, dichas marcas se borran, o se funde el lingote y se hace uno nuevo. Esto imposibilita hacer un seguimiento del oro, de su origen o de sus movimientos alrededor del mundo. En Inglaterra, por ejemplo, nosotros en el Banco sólo podemos contar el oro de nuestras cámaras acorazadas, el de las cámaras de otros bancos y el de la Casa de la Moneda y hacer una estimación aproximada de las cantidades de este metal en poder de las joyerías y de las casas de empeño.
—¿Por qué tiene usted tanto interés en saber cuánto oro hay en Inglaterra?
—Porque el oro y el dinero respaldado por ese oro son la base de nuestro crédito internacional. Sólo sabemos cuál es la auténtica fuerza de la libra, y los demás países sólo pueden saberlo, si conocemos el valor en divisas que respalda a nuestra moneda. Y mi principal tarea, señor Bond —los suaves ojos del coronel Smithers se habían hecho inopinadamente penetrantes—, es vigilar cualquier fuga de oro fuera de Inglaterra, o de cualquier lugar en el área de la libra esterlina. Y cuando detecto una fuga, un escape de oro hacia algún país donde pueda cambiarse con mayor beneficio que a nuestro precio de compra oficial, tengo el deber de poner a la Brigada del Oro del Departamento de Investigación Criminal tras el metal fugitivo, tratar de devolverlo a nuestras cámaras acorazadas, cegar la fuga y arrestar a los responsables. Y el problema es, señor Bond —dijo el coronel Smithers encogiéndose de hombros con resignación—, que el oro atrae a los mayores criminales y a los más ingeniosos. Son muy difíciles, realmente muy difíciles, de atrapar.
—¿Esto no sucede sólo temporalmente? ¿Por qué ha de continuar escaseando el oro? Se diría que en África lo extraen a un ritmo suficiente. ¿No basta para compensar esas pérdidas? ¿No sucede como con cualquier otro mercado negro, que desaparece cuando los suministros aumentan, como ocurrió con el tráfico de penicilina después de la guerra?
—Me temo que no, señor Bond. El asunto no es tan fácil. La población mundial está creciendo al ritmo de cinco mil cuatrocientas personas por cada hora del día. Un pequeño porcentaje de éstas se convierte en acumulador de oro, gente que desconfía de los bancos y las monedas, que gusta de enterrar unos cuantos soberanos en el jardín o debajo de la cama. Otro porcentaje necesita oro para dientes postizos. Otros, para gafas con montura de oro, joyas o anillos de compromiso. Todas esas nuevas personas retirarán del mercado toneladas de oro al año. Las nuevas industrias necesitan hilo de oro, placas de oro, amalgamas de oro. El oro tiene propiedades extraordinarias que se aplican a nuevos usos cada día. Es brillante, maleable, dúctil, casi inalterable y más denso que cualquiera de los metales corrientes, salvo el platino. Su utilidad es interminable. Pero tiene dos defectos. No es lo bastante duro. Se desgasta con rapidez, se queda en las arrugas de nuestros bolsillos y en el sudor de nuestra piel. Cada año, la provisión mundial se reduce sin darnos cuenta por fricción. He dicho que el oro tiene dos defectos. —El coronel Smithers pareció afligido—. El otro, y de lejos el principal defecto, es que es el talismán del miedo. El miedo, señor Bond, retira oro de la circulación y lo acumula en previsión de desgracias. En un período de la historia en que la desgracia puede llegar cualquier día, es posible decir con bastante justicia que una gran proporción del oro que se extrae en un rincón de la Tierra es enterrado de inmediato en otro rincón.
Bond sonrió ante la elocuencia del coronel Smithers. Aquel hombre vivía oro, pensaba oro, soñaba oro. Bueno, era un tema interesante. Podría muy bien revolcarse en oro. En los días en que Bond había ido tras los contrabandistas de diamantes, antes tuvo que educarse en la fascinación y el mito de las gemas.
—¿Qué más tengo que saber —dijo Bond— antes de abordar su problema inmediato?
—¿No le aburro? Bien, usted ha insinuado que la producción de oro se ha incrementado de tal manera en la actualidad, que debería bastar para todos esos distintos consumidores. Desgraciadamente, no es así. En realidad, el contenido en oro del planeta se está agotando. Si piensa que quedan enormes superficies de la Tierra por explorar en busca de oro, se equivoca. A grandes rasgos, sólo queda la tierra sumergida y el propio mar, el cual tiene un contenido en oro notable. La gente ha estado arañando la superficie terrestre en busca de oro durante miles de años. Hubo los grandes tesoros de oro de Egipto y Micenas, de Moctezuma y los incas. Creso y Midas vaciaron de oro los territorios medio-orientales. Toda Europa fue recorrida buscándolo: los valles del Rin y del Po, Málaga y las llanuras de Granada. Se vaciaron Chipre y los Balcanes. La fiebre llegó a la India. Unas hormigas que salían de la tierra transportando granos de oro condujeron a los indios a sus yacimientos de aluvión. Los romanos explotaron Gales, Devon y Cornualles. En la Edad Media los indígenas descubrieron oro en México y Perú. Después siguió la apertura de la Costa de Oro, entonces llamada Tierra de Negros, y luego aparecieron las Américas. Las famosas carreras por el oro del Yukon y Eldorado, y los ricos hallazgos de Eureka señalaron la primera Edad del Oro moderna. Mientras, en Australia, Bendigo y Ballarat habían iniciado la producción, y los depósitos rusos del Lena y los Urales hicieron de Rusia el mayor productor de oro del mundo a mediados del siglo XIX. Entonces llegó la segunda Edad del Oro moderna, los descubrimientos de Witwatersrand. A ello contribuyó el nuevo método de separar con cianuro el oro de la roca, en vez de hacerlo con mercurio. Hoy estamos en la tercera Edad del Oro, con la apertura de los depósitos del Estado Libre de Orange[6]. —El coronel Smithers levantó rápidamente las manos—. Podemos decir que el oro está saliendo a raudales de la tierra. Mire, la producción total de Klondike, Homestake y Eldorado, que en un tiempo asombró al mundo, ¡supondría sólo dos o tres años de la actual producción de África! Sólo para que se dé cuenta, entre 1500 y 1900, en que tenemos datos aproximados, el mundo entero produjo unas dieciocho mil toneladas de oro. ¡Entre 1900 y el momento actual hemos extraído cuarenta y una mil toneladas[7]! A este ritmo, señor Bond —el coronel Smithers se inclinó hacia delante con un semblante serio—, y por favor no me cite, ¡no me sorprendería que en cincuenta años hayamos agotado totalmente el oro contenido en la tierra!
Bond, anonadado por esa catarata de historia del oro, no tuvo dificultad en parecer tan serio como el coronel Smithers.
—Ciertamente —dijo Bond—, hace de ello una historia fascinante. Quizás la situación no sea tan mala como dice. Ya se está extrayendo petróleo bajo el mar. Tal vez se encuentre la forma de extraer oro. Hablemos de ese contrabando.
Sonó el teléfono. El coronel Smithers asió el receptor con impaciencia.
—Al habla Smithers. —Escuchó, mientras la irritación crecía en su rostro—. Estoy seguro que le mandé una nota sobre los partidos del verano, señorita Philby. El próximo encuentro es el sábado contra las Cooperativas. —Escuchó de nuevo—. Bueno, si la señorita Flake no quiere jugar de portera, me temo que se quedará sentada en el banquillo. Es la única posición del campo que tenemos para ella. Todo el mundo no puede jugar de delantero centro. Sí, hágalo, por favor. Dígale que le estaría muy agradecido si aceptara sólo por esta vez. Estoy seguro de que lo hará muy bien, tiene el físico adecuado y todo eso. Gracias, señorita Philby.
El coronel Smithers sacó un pañuelo y se enjugó la frente.
—Lo siento. Los deportes y la seguridad social se están convirtiendo casi en una obsesión en el Banco. Ya me ha caído encima el equipo femenino de hockey. Como si no tuviera bastante con la gimcana anual que ya se aproxima. Sin embargo —prosiguió el coronel Smithers, apartando con un gesto esas irritaciones menores—, como usted ha dicho, ya es hora de que vayamos a lo del contrabando. Bien, para empezar, y ciñéndonos a Inglaterra y el área de la libra esterlina, es un negocio muy grande. Tenemos tres mil empleados en el Banco, señor Bond, de los cuales no menos de mil trabajan en el departamento de control de cambios. De ellos, por lo menos quinientos, incluyendo mi pequeña organización, se ocupan de controlar los movimientos ilícitos de divisas, los intentos de pasar oro de contrabando o de evadir las normas de Control de Cambios.
—Eso es mucho. —Bond lo comparó con el Servicio Secreto, que tenía un personal total de doscientos—. ¿Puede ponerme un ejemplo de contrabando? En oro. No entiendo todas esas estafas con dólares.
—De acuerdo. —El coronel Smithers hablaba ahora con la voz suave y cansada de un hombre abrumado por el trabajo al servicio de su Gobierno. Era la voz del especialista en un aspecto concreto del cumplimiento de la ley. Daba a entender que sabía la mayor parte de cosas en relación con dicho aspecto y que era capaz de calibrar bastante bien las del resto. Bond conocía bien aquel tono de voz, el adecuado de un funcionario de primera clase. A pesar de ser tan prosaico, a Bond empezaba a caerle bien el coronel Smithers.
—De acuerdo —repitió el coronel—. Supongamos que tiene un lingote de oro en su bolsillo del tamaño aproximado de un par de cajetillas de Players. Pesa unos dos kilos y medio. No importa de dónde lo ha sacado: robado, heredado o algo así. Debe ser de veinticuatro quilates, el que llamamos de mil milésimas. Ahora bien, la ley dice que tiene que venderlo al Banco de Inglaterra al precio estipulado de dos libras tres por gramo. Esto representaría unas mil libras. Pero usted es codicioso. Tiene un amigo que va a la India o quizás está en buenas relaciones con un piloto de aviación o conoce a un camarero de vuelo que cubre la línea del Lejano Oriente. Todo lo que debe hacer es cortar el lingote en láminas o placas finas más pequeñas que un naipe (encontrará fácilmente quien se lo haga), coser las placas a un cinturón de algodón y abonar a su amigo una comisión por llevarlo. Puede muy bien permitirse pagar cien libras por el trabajo. Su correo vuela hasta Bombay y va al primer tratante en oro del bazar. Éste le dará mil setecientas libras por su lingote de dos kilos y medio, y usted será más rico que antes. Fíjese —el coronel Smithers gesticuló con la pipa—, eso supone un beneficio de sólo un setenta por ciento. Nada más acabarse la guerra se podía sacar un trescientos por ciento. Si hubiese hecho sólo media docena de pequeñas operaciones como ésta al año, ahora podría jubilarse.
—¿Por qué es tan elevado el precio del oro en la India? —En realidad a Bond no le importaba, pero pensó que quizás M se lo preguntaría.
—Es una larga historia. En resumen, la India tiene una mayor escasez de oro que ningún otro país, en especial para su comercio de joyería.
—¿Qué magnitud tiene este tráfico?
—Enorme. Para que se haga una idea le diré que el Servicio de Inteligencia indio y sus aduanas capturaron mil doscientos kilos de oro en 1955. Dudo que eso alcance el uno por ciento del tráfico. El oro ha estado llegando a la India desde todos los puntos cardinales. El último truco es volar desde Macao y lanzarlo en paracaídas a un comité de recepción, una tonelada cada vez, del mismo modo en que solíamos lanzar suministros a la Resistencia durante la guerra.
—Ya entiendo. ¿Hay algún otro lugar en que pueda obtener una buena prima por mi hipotético lingote de oro?
—En la mayor parte de países; en Suiza, por ejemplo, pero no valdría la pena. La India sigue siendo el lugar adecuado.
—Muy bien —dijo Bond—. Creo que tengo una idea de conjunto. Ahora bien, ¿cuál es su problema concreto? —Se recostó en la silla y encendió un cigarrillo. Estaba extremadamente ansioso por tener noticias del señor Auric Goldfinger.
Los ojos del coronel Smithers adquirieron su clásica mirada dura y taimada.
—Hay un hombre que llegó a Inglaterra en 1937. Era un refugiado de Riga, de nombre Auric Goldfinger. Sólo tenía veinte años, pero debía ser un muchacho brillante, porque se olió que los rusos se tragarían su país muy pronto. Era joyero y orfebre de profesión, como su padre y su abuelo, que habían refinado oro para Fabergé. Tenía un poco de dinero y quizás uno de esos cinturones con oro de los que le he hablado. No me sorprendería que se lo hubiese robado a su padre.
»Bien, poco después de nacionalizarse (era un tipo inofensivo, perteneciente a un comercio útil y obtuvo sus documentos sin dificultad) empezó a comprar pequeñas casas de empeño por todo el país. Puso sus propios empleados, les pagaba bien y cambió el nombre de las tiendas por el de Goldfinger. Entonces varió la orientación de las tiendas y se dedicó a vender bisutería y a comprar oro viejo. Esa clase de lugar del tipo de: “Los mejores precios por su oro viejo. Nada es demasiado grande o demasiado pequeño”, y tenía su eslogan particular: “Compre su anillo de compromiso con el medallón de la abuela”.
»Le fue muy bien. Siempre escogía buenos lugares, justo en la divisoria entre las calles de la gente acomodada y las de clase media baja. Nunca tocó artículos robados y, entre la policía, adquirió un buen nombre en todas partes. Vivía en Londres, hacía una gira por sus tiendas una vez al mes y recogía todo el oro viejo. La parte de joyería no le interesaba. Dejaba que sus encargados la llevasen a su gusto. —El coronel Smithers miró inquisitivo a Bond—. Usted puede pensar que esos medallones, cruces de oro y otros objetos así son asuntos de muy poca monta. Lo son, pero aumentan si se tienen veinte tiendecitas, cada una de las cuales compra tal vez media docena de pedazos y pedacitos cada semana.
»Bien, llegó la guerra y Goldfinger, como todos los joyeros, tuvo que declarar sus existencias de oro. He mirado el dato en nuestros registros antiguos. ¡Tenía un kilo cuatrocientos para toda la cadena!, justo lo suficiente para mantener el suministro a las tiendas de monturas de anillos, etcétera, lo que en el comercio llaman “cantidad de mostrador”. Naturalmente, se le permitió quedárselo. Durante la guerra se ocultó en una fabrica de herramientas en Gales, lejos de la línea de fuego, pero mantuvo abiertas todas las tiendas que pudo. Le debe haber ido bien con los soldados norteamericanos, que por lo general viajan con un Águila de Oro o una pieza mexicana de cincuenta pesos como última reserva. Después, cuando llegó la paz, Goldfinger se puso en movimiento.
»Se compró una mansión, un edificio ostentoso, en Reculver, en la desembocadura del Támesis. Invirtió también en la adquisición de un sólido pesquero Brixham y de un viejo Rolls Royce Silver Ghost, un coche blindado construido para algún presidente sudamericano asesinado antes de poder recibir el encargo. Puso una pequeña fábrica llamada “Investigaciones en aleaciones Thanet” en los terrenos de su casa, dando trabajo en ella a un metalúrgico alemán (un prisionero de guerra que no quería regresar a Alemania) y media docena de estibadores coreanos que recogió en Liverpool. Éstos no sabían ni una palabra de ningún idioma civilizado, por lo que no suponían riesgo alguno para la seguridad. Después, durante diez años, todo lo que sabemos de él es que hacía un viaje anual a la India en su pesquero y varios viajes al año a Suiza en su coche. Instaló una sucursal de su compañía de aleaciones cerca de Ginebra. Mantuvo sus tiendas en funcionamiento. Dejó de recoger el oro viejo personalmente, empleando para ello a uno de los coreanos a quien había enseñado a conducir.
»De acuerdo, quizás el señor Goldfinger no sea un hombre muy honrado, pero como se comporta bien y mantiene buenas relaciones con la policía (y con fraudes mucho más escandalosos por todo el país), nadie le prestó atención.
El coronel Smithers se interrumpió y miró a Bond con aire de disculpa.
—¿No estaré aburriéndole? Quiero que se haga una idea de la clase de hombre que es Goldfinger: tranquilo, cuidadoso, respetuoso con la ley y con la clase de energía y resolución que todos admiramos. Ni siquiera oímos hablar de él hasta que sufrió un ligero percance.
»En el verano de 1954, su pesquero, con rumbo a casa desde la India, embarrancó en los Goodwin[8] y vendió el barco a precio de saldo a la Compañía de Salvamento de Dover. Cuando los trabajadores de dicha compañía empezaron a desguazar el pesquero y llegaron hasta la bodega, encontraron las cuadernas impregnadas de una especie de polvo marrón que no pudieron identificar. Entonces enviaron una muestra del mismo a un químico local. Quedaron muy sorprendidos cuando les comunicó que el material era oro.
»No le fastidiaré con la fórmula, pero resulta que el oro se puede disolver con una mezcla de ácidos clorhídrico y nítrico y unos agentes reductores (dióxido de azufre y ácido oxálico) precipitan el metal como polvo marrón. Este polvo puede ser reconstituido en lingotes de oro fundiéndolo a una temperatura de unos mil grados centígrados. Hay que tener cuidado con el gas de cloro, pero aparte de eso, es un proceso sencillo.
»El fisgón habitual de la compañía de salvamento se lo cotilleó a un empleado de la aduana de Dover y, a su debido tiempo, un informe se filtró a través de la policía y del Departamento de Investigación Criminal hasta llegar a mí, junto con una copia de los documentos de embarque visados por la aduana de todos los viajes de Goldfinger a la India. Todos los cargamentos aparecían consignados como polvo mineral de base para fertilizantes, todo de lo más plausible, dado que los fertilizantes modernos emplean pequeñísimas cantidades de diversos minerales en su composición. Todo el cuadro estaba claro como el cristal. Goldfinger se había dedicado a refinar su oro viejo, precipitándolo en forma de ese polvo marrón, y a enviarlo a la India como fertilizante. Pero ¿podíamos probarlo? En absoluto.
»Con gran discreción examinamos sus balances bancarios y declaraciones de impuestos. Veinte mil libras en el Barclays de Ramsgate. Impuesto sobre la renta y suplementarios pagados puntualmente cada año. Las cifras mostraban el progreso natural de un negocio de joyería bien dirigido. Disfrazamos a un par de agentes de la Brigada del Oro y los mandamos a llamar a la puerta de la fábrica de Goldfinger en Reculver. “Disculpe, señor, es una inspección de rutina de la Sección de Pequeñas Industrias del Ministerio de Trabajo. Tenemos que cerciorarnos del cumplimiento de los decretos sobre Fábricas relativos a seguridad y salud”. “Pasen, pasen”. El señor Goldfinger los recibió con verdadera amabilidad. Mire, pudo haberle pasado el soplo el director de su Banco o cualquier otra persona, pero la fábrica estaba dedicada por entero a buscar una aleación barata para el consumo corriente de las joyerías; probaban metales poco habituales, como el aluminio y el estaño, en lugar de los corrientes cobre, níquel y paladio utilizados en las aleaciones de oro. Había rastros de oro, desde luego, y hornos capaces de alcanzar temperaturas de dos mil grados y todo eso, pero después de todo, Goldfinger era joyero y fundidor a pequeña escala y aquello era de lo más normal.
»La Brigada del Oro se retiró desconcertada, nuestro departamento legal decidió que el polvo marrón en las cuadernas del pesquero no era prueba suficiente para acusarlo, y eso fue más o menos todo. —El coronel Smithers agitó lentamente la boquilla de su pipa—. Excepto que dejé el expediente abierto y empecé a husmear por los bancos de todo el mundo.
Smithers hizo una pausa. El rumor de la City les llegaba a través de la ventana medio abierta en lo alto de la pared de detrás de su silla. Bond miró con disimulo su reloj: las cinco. El coronel se levantó de la silla, puso las palmas de las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.
—He tardado cinco años, señor Bond, en descubrir que el señor Goldfinger es, en dinero contante y sonante, el hombre más rico de Inglaterra. En Zurich, Nassau, Panamá, Nueva York, tiene el equivalente a veinte millones de libras esterlinas en lingotes de oro guardados en cajas de seguridad. Y esos lingotes, señor Bond, no son de la Casa de la Moneda. No llevan marca de origen oficial alguna. Son lingotes que el mismo Goldfinger ha fundido.
»Fui a Nassau y eché un vistazo a unos cinco millones de libras en oro que tiene allí en las cámaras acorazadas del Royal Bank canadiense. Curiosamente, como todos los artistas, no pudo evitar firmar su trabajo. Es preciso un microscopio para verla, pero en alguna parte de todos los lingotes de Goldfinger, hay grabada una Z diminuta en el metal. Y ese oro, o la mayoría de él, pertenece a Inglaterra. Dado que el Banco nada puede hacer al respecto, le pedimos a usted, señor Bond, que traiga a Goldfinger a rendir cuentas, y que recupere usted ese oro. ¿Está al corriente de la crisis monetaria y de los elevados tipos de interés? Por supuesto que sí. Bien, Inglaterra tiene una acuciante necesidad de este oro, y cuanto antes mejor.