El recepcionista le tendió la llave sin decir nada, como si no le viera. El ascensorista, mientras la cabina iba subiendo, tuvo la mirada fija en la solapa de la chaqueta de Eddie, donde había una mancha de color violáceo.
Eddie entró en su habitación con el propósito de echarse sobre la cama. Al empujar la puerta aflojó la tensión nerviosa, dejó de controlar la expresión de su cara. No sabía qué aspecto tenía. Sólo había dado un paso dentro de la habitación cuando cayó en la cuenta de que no había cerrado con llave.
En aquel mismo instante vio al hombre, y antes de que su cerebro pudiese reaccionar el terror le paralizó, con una horrible sensación a lo largo de la espina dorsal. Fue automático, como el hecho de apretar un botón y se encienda la luz o se ponga en marcha un motor. No había pensado nada. Simplemente creyó que había llegado su hora, y sintió que no tenía saliva en la boca.
Había conocido a docenas de personas que terminaron así, y entre ellos, algunos compañeros suyos. A veces estaba bebiendo en su compañía a las diez de la noche, por ejemplo, y a las once o a las doce, al volver a su casa encontraban a dos hombres que les estaban esperando, y que no necesitaban decir nada.
En alguna ocasión se había preguntado qué se piensa en esos momentos, un poco más tarde, en el coche que se dirige a un descampado o hacia un río, cuando, todavía por unos minutos, se pasa junto a luces, gente, incluso el coche se detiene ante un semáforo en rojo, al pie del cual se ve el uniforme de un policía.
Aquello sólo duró unos segundos. Estaba convencido de que no había movido ni un músculo de la cara. Pero también sabía que el hombre lo había visto todo, primero aquel vacío que le habitaba cuando empujó la puerta, aquel aflojamiento de su carne y de su cerebro, luego la corriente eléctrica del miedo, y ahora, por fin, la sangre fría que volvía a él, con la mente que trabajaba muy aprisa.
No era lo que había temido porque su visitante estaba solo, y para aquel tipo de paseos siempre van dos, más otro que espera, fuera, en el coche.
Además el hombre no daba el tipo. Era alguien importante. Los del hotel no hubieran dejado que un desconocido entrara en su habitación. No sólo se había instalado allí sino que había llamado al camarero para encargarle soda y hielo. En cuanto al whisky, se había servido de la botella de petaca, que estaba empezada, aún sobre la mesilla, al lado del vaso.
—Take it easy, son! —dijo sin soltar su grueso cigarro, cuyo olor había tenido tiempo de invadir la habitación.
Lo cual podía traducirse por: ¡No te acalores, chico!
Tenía más de sesenta años, tal vez cerca de los setenta. Había visto muchas cosas, sabía interpretar todos los signos.
—Call me Mike.
Llámame Mike. No había que llamarse a engaño. No es que le diera permiso para tratarle familiarmente, de cualquier modo. Se trataba de esa familiaridad respetuosa, que se tiene en ciertos grupos, en ciertas ciudades pequeñas, con el personaje que cuenta.
Parecía un político, un senador de Estado o un alcalde, quizá también el que dirige la maquinaria electoral y se encarga de fabricar jueces y sheriffs. Hubiera podido representar cualquiera de esos papeles en el cine, sobre todo en una película del Oeste, lo sabía y se adivinaba que aquello le gustaba, y que cultivaba el parecido.
—¿Un whisky? —propuso señalando la petaca.
—No bebo nunca.
La mirada de Mike se posó sobre la mancha de vino.
No se tomó la molestia de sonreír, de mostrarse sarcástico. No fue más que un movimiento furtivo de las pupilas, eso le bastó.
—Siéntate.
Llevaba un traje no de hilo blanco, sino de shantung, y una corbata pintada a mano que debía de haberle costado treinta o cuarenta dólares. No se había quitado el sombrero, seguramente lo llevaba siempre puesto, un stetson de alas anchas y de un gris casi blanco, sin una mancha ni una mota de polvo.
El sillón que señaló a Eddie se encontraba junto al teléfono. Con un dedo perezoso señaló el aparato.
—Tienes que llamar a Phil.
Eddie no discutió, descolgó y pidió el número de Miami. Mientras esperaba con el auricular en la oreja, Mike seguía fumando su cigarro y le miraba con indiferencia.
—¡Oiga! ¿Phil?
—¿Quién habla?
—Eddie.
—Sí.
—Yo… Me dicen…
—Un instante, que voy a cerrar la puerta.
No era verdad. El silencio de Phil duraba demasiado.
O había ido a hablar con alguien o lo hacía para ponerle nervioso.
—¡Oiga, oiga!
—Sí. Dime.
Hubo un silencio. Eddie no quería ser el primero en hablar.
—¿Está ahí Mike?
—En la habitación, sí.
—Bueno.
Otro silencio. Eddie hubiese jurado que se oía el ruido del mar, pero evidentemente no era posible.
—¿Has visto a Gino?
Se preguntó si había oído bien el nombre o si Phil se había equivocado de hermano. No esperaba que le hablasen de él. No tuvo tiempo para reflexionar. Mintió sin pensar en las consecuencias.
—No. ¿Por qué?
—Porque no ha llegado a San Diego.
—¡Ah!
—Debería estar allí desde ayer.
Sabía que Mike no dejaba de observarle, y ello le obligaba a vigilar las expresiones de su rostro. Su cerebro trabajaba aprisa, sobre todo con imágenes, como un momento antes había pensado en el paseo en coche. Aunque era casi la misma imagen con personajes diferentes. De no ser Phil quien le hablaba, sino Sid Kubik por ejemplo, esta idea no se le hubiera ocurrido.
Phil era vicioso. Eddie siempre había sabido que le detestaba, y debía de detestar a todos los hermanos Rico. ¿Por qué había telefoneado a San Diego cuando quien les preocupaba era Tony?
Gino era un asesino. San Diego estaba cerca de El Centro, a dos horas de coche, menos de una hora en avión.
Phil ya había conseguido reunir a dos de los hermanos.
—¡Oiga! —decía Eddie al aparato.
—Quería saber si Gino no había ido a verte en Santa Clara.
No tenía más remedio que seguir mintiendo.
—No.
Aquello podía ser grave. Nunca lo había hecho. Iba contra todos sus principios. Si se enteraban de que mentía tendrían razones para desconfiar de él.
—Le han visto en Nueva Orleans.
—¡Ah!
—Bajaba de un autocar.
¿Por qué le seguían hablando de Gino y no de Tony? Había un motivo. Phil nunca hacía algo porque sí. Era vital para Eddie adivinar lo que su interlocutor tenía en la cabeza.
—Hay quien dice que iba en un barco que se dirigía a Sudamérica.
Intuyó que aquello debía de ser verdad.
—¿Por qué va a hacer una cosa semejante? —protestó sin embargo.
—No lo sé. Tú eres de la familia. Le conoces mejor que yo.
—No estoy al corriente de nada. No me ha dicho nada.
—¿Le has visto?
—Quiero decir que no me ha escrito.
—¿Has recibido alguna carta?
—No.
—¿Cómo está Tony?
Ahora comprendía. Le había metido miedo hablándole de Gino. Phil no había inventado nada, se limitó a utilizar la verdad. Era una forma de prepararle para el asunto de Tony.
No podía volver a mentir. Además, Mike estaba allí, lo sabía y seguía fumando su cigarro en silencio.
—He hablado con él. —Y continuó, como quitándole importancia—: También he conocido a su mujer. Espera un niño. He explicado a mi hermano…
Phil le interrumpió.
—Mike ha recibido instrucciones. ¿Me oyes? Él te dirá lo que hay que hacer.
—Sí.
—Sid está de acuerdo. Está aquí. ¿Quieres que te lo confirme?
—Sí.
Inmediatamente se dio cuenta de que aquello sonaba como una muestra de desconfianza para Phil.
—Te lo paso.
Oyó un murmurio, y a continuación la voz y el acento de Kubik.
—Mike la Motte va a ocuparse de todo. No quieras pasarte de listo conmigo. ¿Está a tu lado?
—Sí.
—Que se ponga.
—Kubik quiere hablarle.
—¿A qué esperas para darme el aparato? ¿No llega el cable?
Llegaba.
—¡Sí! ¡Qué tal, hombre!
Quien hablaba era sobre todo Kubik, y Eddie oía su voz lejana sin distinguir las palabras. Mike asentía con monosílabas o con frases muy cortas.
Ahora que conocía su nombre, Eddie le miraba con otros ojos. No se había equivocado al pensar que era un personaje importante. Lo que hacía ahora lo ignoraba, porque ya no se hablaba mucho de él. Pero hubo un tiempo en el que figuraba en la primera página de los periódicos.
Michel la Motte, llamado Mike, que debía de ser de origen canadiense, durante los años de la prohibición fue uno de los grandes jefes de la cerveza en la Costa Oeste.
La organización aún no existía. Se hacían y deshacían alianzas. Los jefes solían pelearse entre sí por un territorio, a veces por una partida de alcohol o por un camión.
Como no había organización, tampoco existía jerarquía ni especialización. La mayor parte de la población estaba a su favor, la policía también, y muchos políticos.
La batalla se libraba sobre todo entre los clanes, entre los jefes.
La Motte, que empezó en un barrio de San Francisco, no sólo se había anexionado toda California, sino que además había extendido sus operaciones hasta los primeros estados del Medio Oeste.
Cuando los hermanos Rico eran sólo unos niños que merodeaban por las calles de Brooklyn, decían que Mike se había desembarazado, por su propia mano, de más de veinte competidores. También liquidó a varios más de su propia banda, que cometieron la imprudencia de levantar la voz.
Terminaron por detenerle, pero no pudieron probar ninguna acusación de homicidio. Le condenaron por fraude fiscal, y pasó algunos años, no en San Quintín, como un preso ordinario, sino en Alcatraz, la fortaleza reservada a los criminales más peligrosos, que estaba sobre un roquedo en medio de la bahía de San Francisco.
Eddie no volvió a oír hablar de él. Si le hubieran preguntado qué había sido de Mike, hubiese respondido que debía de haber muerto, porque ya era un hombre de cierta edad cuando él era niño.
Ahora le miraba con respeto, admiración, y ya no le parecía cómico que quisiera parecerse a un juez o a un político de película del Oeste.
De pie debía de ser muy alto, y mantenerse aún erguido. No había perdido nada de su corpulencia. En cierto momento se quitó el Stetson para rascarse la cabeza, y Eddie vio que aún tenía los cabellos tiesos, tupidos, de una blancura sedosa que contrastaba con la piel casi del color de ladrillo.
—Sí… Sí… Yo también he pensado en eso. No te preocupes… Se hará lo que haya que hacer… He telefoneado a Los Ángeles. No he podido hablar con quien tú sabes, pero a esta hora seguro que ya le han avisado… Les espero a los dos antes de la noche.
Tenía la voz ronca, de los que beben y fuman mucho desde hace lustros. También eso parecía propio de un político. En la calle todo el mundo debía de saludarle, la gente iba a estrecharle la mano, orgullosos de su familiaridad con el gran Mike.
Cuando le juzgaron le decomisaron varios millones, pero no era probable que lo hubiese perdido todo, y que se hubiera encontrado sin un centavo al salir de Alcatraz.
—De acuerdo, Sid… Parece que ha entrado en razón… No creo… Voy a preguntárselo… —Y dirigiéndose a Eddie—: ¿Quieres decirle algo a Sid?
¡No, así no! ¿Qué iba a .decirle improvisadamente en una situación como aquella? Se dio cuenta de que todo estaba decidido sin contar para nada con él.
—No. Muy bien. Te llamo cuando todo haya terminado.
Tendió el auricular a Eddie para que él colgara, bebió un sorbo de whisky y conservó en la mano el vaso empañado.
—¿Has comido?
—No he tomado nada desde el desayuno.
—¿No tienes hambre?
—No.
—Haces mal en no tomar un trago.
Tal vez. Tal vez en efecto el whisky le quitaría aquel regusto al vino tinto que había vomitado. Se sirvió de beber.
—¡Sid es un gran tipo! —suspiró Mike—. ¿No tuvo algo que ver con tu padre hace ya mucho tiempo?
—A mi padre le mató una bala que dispararon contra Kubik.
—¡Eso es! Enseguida he visto que te apreciaba. ¿Te parece que hace suficiente calor?
—Demasiado.
—¿Más que en Florida?
—No es la misma clase de calor.
—Yo nunca he estado en Florida.
Dio una chupada a su cigarro. Raramente decía dos frases seguidas. ¿Se había vuelto lento su cerebro o difícil su elocución? Tenía la cara blanda, fofa, los labios blandos como los de un bebé, y siempre un líquido en los ojos que subrayaban grandes ojeras. Las pupilas, todavía de un azul claro, seguían siendo lo suficientemente inquietas como para que no pudiera fijarlas durante mucho rato.
—Tengo sesenta y ocho años, muchacho. Puedo presumir de que he tenido una vida muy llena, y yo diría que aún no ha terminado. ¡Pues bien! No sé si me creerás, pero nunca he tenido la curiosidad de ir más allá de Texas y de Oklahoma por el sur, de Utah e Idaho por el norte. No conozco ni Nueva York, ni Chicago, ni Saint Louis ni Nueva Orleans. Y a propósito de Nueva Orleans, tu hermano Gino ha hecho mal en largarse de esa forma.
Dejó caer de su pantalón un poco de ceniza del cigarro.
—Pásame la botella.
Su whisky se había hecho demasiado aguado.
—No sabes la cantidad de gente que he llegado a conocer que se creían listos y que han cometido el mismo error. ¿Qué crees que va a pasarle? En alguno de esos países, tanto da que sea en Brasil, Argentina o Venezuela, tratará de ponerse en contacto con determinados tipos. Hay cosas que no se pueden hacer solo. Pero ellos ya saben cómo se ha ido, y no tendrán ningunas ganas de ponerse a mal con los grandes jefes de aquí.
Era verdad, Eddie lo sabía. Estaba sorprendido por aquella cabezonería de Gino. Y aquello le inquietaba sobre todo porque intuía confusamente la razón.
Él hubiera hecho lo mismo. Tal vez su hermano había ido a verle a Santa Clara para pedirle que le acompañase. Pero Gino comprendió que no valía la pena hablar del asunto.
Eddie se sintió avergonzado. Trató de acordarse de la última mirada de Gino.
—Si se empeña en trabajar solo, la policía le echará el guante o tropezará con alguien que defienda su propio garito. Y entonces, ¿qué? Se irá desmoronando más o menos aprisa, y antes de seis meses será un vagabundo al que recogerán borracho en las aceras.
—Gino no bebe.
—Beberá.
¿Por qué Mike no le hablaba de las instrucciones que le habían dado acerca de Tony?
Apagó su cigarro en el cenicero, sacó otro del bolsillo, quitó cuidadosamente la funda de celofán, y por fin cortó la punta con un precioso instrumento de plata.
Parecía dispuesto a quedarse mucho tiempo en aquella habitación.
—Te estaba diciendo que yo nunca he salido del Oeste.
Se dirigía a él con condescendencia, como si hablara con alguien muy joven. ¿Ignoraba que en la costa del golfo de México Eddie era casi tan importante como lo era él aquí?
—Pues bien, lo curioso es que a lo largo de mi vida he conocido a todas las personas importantes de Nueva York o de cualquier otro sitio. Porque, bueno, porque todo el mundo pasa un día u otro por California.
—¿No tiene apetito?
—Yo nunca almuerzo. Si tienes hambre…
—No.
—Entonces siéntate y enciende un cigarrillo. Tenemos tiempo.
Por un instante Eddie se dijo que Tony iba a aprovechar aquella pausa para huir con Nora. Una idea ridícula. Era evidente que un hombre como Mike había tomado sus precauciones. Sus hombres debían de estar vigilando la casa de los Felici.
Hubiérase dicho que el otro le adivinaba el pensamiento.
—¿Está armado tu hermano?
Fingió no entenderle bien.
—¿Gino?
—Me refiero al pequeño.
Aquella palabra le dolió. Su madre también decía a veces «el pequeño».
—No lo sé. Es probable.
—No tiene importancia.
La habitación era fresca gracias al aire acondicionado, pero aun así se notaba el calor. Se notaba el calor de fuera. El calor pesando sobre la ciudad, sobre los campos, sobre el desierto. La luz era de un oro denso. Hasta los coches en la calle parecían atravesar difícilmente un bloque de aire sobrecalentado.
—¿Qué hora es?
—Las dos y media.
—Van a telefonearme.
En efecto, apenas habían pasado dos minutos cuando sonó el timbre del teléfono. Con toda naturalidad, Eddie descolgó y sin decir una palabra le tendió el auricular.
—Sí… Sí… Bueno. ¡No! Ningún cambio… Sí, me quedo aquí. De acuerdo. Cuando lleguen me dais un telefonazo.
Suspiró. Se repantigó aún más en el sillón.
—No te extrañe si echo una cabezadita. —Y añadió—: Tengo dos hombres abajo.
No era una amenaza. Sólo un aviso. Se lo decía a Eddie para hacerle un favor, para evitar que cometiese una equivocación.
Y Eddie seguía sin atreverse a hacerle preguntas. Tenía como la impresión de haber caído en desgracia y de merecerlo. Vio cómo Mike se sumía progresivamente en el sueño, y no sin respeto le quitó el cigarro de los dedos en el momento en que iba a caérsele.
Pasaron cerca de dos horas. No se movía, permanecía sentado, sólo de tarde en tarde hacía un movimiento para alcanzar la botella de whisky. Por miedo a hacer ruido no se servía agua, contentándose con mojarse los labios bebiendo a gollete.
Ni una sola vez pensó en Alice, en sus hijas, en su preciosa casa de Santa Clara, sin duda porque todo eso estaba demasiado lejos y le hubiera parecido irreal.
Si en algún momento pensaba en el pasado, era un pasado más remoto, las horas difíciles de Brooklyn, sus primeros pasos en la organización, cuando estaba tan preocupado por hacerlo bien. Durante toda su vida le había animado la misma voluntad.
Hasta su mentira de poco antes a propósito de Gino, diciendo que no le había visto, no tenía nada que reprocharse.
Cuando Sid Kubik le llamó a Miami obedeció. Fue a White Cloud y habló de la mejor manera que supo con el viejo Malaks. Fue a Brooklyn. Cuando su madre inconscientemente le puso sobre la pista de Tony, no dudó en coger el avión.
¿Lo sabía Mike? ¿Qué le había dicho Kubik de él? Mike no le había hablado duramente, al contrario. Pero tampoco le había hablado como a alguien importante. Tal vez pensaba que en la jerarquía estaba más o menos al mismo nivel que Gino o que Tony.
Tenían un plan. Todo estaba decidido. En este plan, él, Eddie, tenía que representar un papel. Si no, un hombre como Mike no se hubiera tomado la molestia de esperarle en su habitación y de quedarse allí.
No le había hecho ninguna pregunta, salvo lo del arma de su hermano. Sin duda Tony estaba armado. Él había dicho algo que lo daba a entender, pero Eddie ya no se acordaba de cuáles habían sido sus palabras. Intentó acordarse. La escena era reciente, y sin embargo ya tenía lagunas en la memoria, oía ciertas frases, volvía a ver expresiones de fisonomía, sobre todo las de Nora, pero hubiese sido incapaz de contar de forma coherente lo que había pasado.
Algunos detalles adquirían más importancia que las palabras de su hermano, como el rizo caído sobre la frente, los músculos de los brazos y de los hombros morenos, con el contraste de la blancura de la camiseta. Y también la niña, asomada a la ventana de la cocina, que le sacaba la lengua.
Contaba los minutos, tenía prisa por que Mike se despertara, miraba el teléfono con la esperanza de que se pusiese a sonar. Al final se olvidó de contar, vio la habitación en medio de una niebla, luego ya sólo vio un amarillo luminoso que atravesaba sus párpados, hasta el momento en que se puso de pie y vio ante sí al hombre del sombrero gris que le miraba pensativamente.
—¿Me he dormido?
—Parece que sí.
—¿Mucho rato?
Miró su reloj de pulsera y comprobó que eran las cinco y media.
—¡Pues anoche tú tampoco tuviste precisamente insomnio!
¡Sabía que Eddie se había quedado dormido apenas llegar del aeropuerto! Sus hombres ya le vigilaban. Desde entonces habían estado siguiendo todos sus pasos.
—¿Sigues sin tener hambre?
—Sí.
La botella plana estaba vacía.
—Podríamos pedir que nos suban de beber.
Eddie llamó al camarero. A este le pareció natural verles juntos en plena tarde, en la habitación.
—Una botella de whisky.
El camarero citó una marca mirando no a Eddie, sino a Mike la Motte, como si conociera sus preferencias.
—Muy bien, muchacho —y le llamó en el momento de alcanzar la puerta—: y unos cigarros.
Por fin se había quitado el sombrero, que dejó sobre la cama.
—Me extraña que aún no hayan llegado. Deben de haber tenido una avería al cruzar el desierto.
Eddie no se atrevió a preguntar de quiénes hablaba. Además, prefería que no entrara en detalles.
—Esta mañana he mandado al sheriff a la montaña, a más de cien kilómetros de aquí, y hasta mañana no estará de vuelta.
Eddie tampoco le preguntó cómo lo había conseguido. Mike debía de tener sus razones para hablarle así. Tal vez quería sencillamente darle a entender que la suerte estaba echada, que no había ninguna esperanza para Tony.
Eddie había pensado en ello antes de amodorrarse, se preguntó si a Nora —veía hacerlo más a Nora que a Tony— no se le ocurriría la idea de llamar al sheriff para pedir su protección.
—En cuanto a los sheriffs suplentes, uno está en cama con una infección y cuarenta de fiebre. En cuanto al otro, Hooley, fui yo quien le hizo nombrar. Si ha seguido mis instrucciones, y estoy convencido de que las ha seguido, tiene el teléfono estropeado, y seguirá estropeado hasta mañana.
¿Esbozó Eddie realmente una vaga sonrisa de aprobación?
—Van a volver a llamarme.
Esta vez llevó un poco más de tiempo, pero el timbre acabó por sonar.
—¿Ya están aquí? Muy bien. Que les lleven donde ya sabes, y que no les dejen sueltos por la calle. ¿Han estacionado el coche? ¿Han cambiado la matrícula? Un momento…
El camarero traía el whisky y los cigarros. Mike esperó a que hubiera salido.
—Por ahora que nadie haga nada más. Que les den de comer y que jueguen a las cartas si les da por ahí. Nada de alcohol. ¿Entendido?
Un silencio. Escuchaba la respuesta.
—Está bien. Ahora di a González que venga a verme. Sí, aquí. En la habitación.
El cuartel general no debía de estar lejos. Eddie se preguntó si no estaba incluso en aquel mismo hotel. ¿Y si Mike fuese su verdadero propietario?
Aún no habían pasado diez minutos cuando llamaron a la puerta.
—Pasa.
Era un mexicano de unos treinta años que llevaba un pantalón de tela amarillenta y una camisa blanca.
—Eddie Rico…
El mexicano hizo un leve movimiento.
—González, que es algo así como mi secretario.
González sonrió.
—Siéntate. ¿Qué hay de nuevo por allí?
—El propietario, Marco, ha vuelto de los campos y ha habido una charla que ha durado cerca de dos horas.
—¿Y después?
—Se ha ido con el coche llevándose a la niña. Primero se ha parado en una casa, en la otra punta del pueblo, donde vive un tal Keefer, que es amigo suyo, y ha dejado allí a la pequeña.
Mike escuchaba asintiendo con la cabeza, como si todo aquello estuviera previsto.
—Luego ha venido a la ciudad y en Chambers, el que vende artículos de deporte, ha comprado dos cajas de cartuchos.
—¿De qué clase?
—Para una carabina de repetición calibre veintidós.
—¿No ha ido a la oficina del sheriff?
—No. Ha vuelto directamente a Aconda. Los postigos están cerrados, y la puerta también. Me olvidaba de un detalle.
—¿Cuál?
—Ha cambiado las bombillas que iluminan los alrededores de la casa, ha puesto otras más potentes.
Mike se encogió de hombros.
—¿Cómo es Sidney Diamond?
—Me parece bien. No creo que haya bebido.
—¿Quién le acompaña?, ¿Paco?
—No. Es uno nuevo al que no conozco.
Sidney Diamond era un asesino profesional. Eddie lo sabía, un joven que aún no había cumplido veintidós años, pero del que ya se hablaba. Era evidente que era a él a quien se había hecho venir de Los Ángeles, y a quien no había que dejar beber.
Todo eso lo comprendía. Era pura rutina. Hacía ya mucho tiempo que ese tipo de operaciones estaban cuidadosamente reguladas, como las demás, y se desarrollaban de acuerdo con ritos casi invariables. Era preferible que los ejecutores viniesen de fuera, desconocidos en la región. Antes de que le mandaran a Los Ángeles, Sidney Diamond había trabajado en Kansas City y en Illinois.
Los preparativos se hacían ante los ojos de Eddie, y a veces estaba a punto de abrir la boca para gritarles: «¡Pero es que es mi hermano!».
No lo hizo. Desde que entró en aquella habitación estaba dominado por un estupor. Sospechaba que Mike lo hacía adrede, organizaba todo aquello en su presencia de un modo sencillo, tranquilo, como si fuese lo más natural del mundo.
¿Acaso no pertenecía a la organización?
No hacían más que aplicar las reglas.
Le habían engañado. O, mejor dicho, también a él le habían aplicado la regla. Le habían utilizado para encontrar a Tony. Él nunca se había hecho ilusiones, había buscado a su hermano lo mejor que pudo, había entrado en el juego.
En el fondo siempre había sabido que Tony no aceptaría irse, y que además no dejarían que se fuese.
También Gino lo había comprendido. Y Gino había cruzado la frontera. Esto era lo que más sorprendía a Eddie, lo que le daba más sentimiento de culpabilidad.
—¿A qué hora? —preguntó González.
—¿A qué hora se acuesta la gente de por aquí?
—Muy temprano. Se levantan con el sol.
—¿Digamos a las once?
—Muy bien.
—Lleva a los hombres a la carretera, a doscientos metros de la casa. Tú vas en otro coche, naturalmente.
—Sí.
—Luego les sigues. ¿Has elegido el lugar?
—Está preparado.
—A las once.
—De acuerdo.
—Vuelve con ellos. Y no olvides que Sidney Diamond no ha de beber. Al bajar di que nos suban la cena. Para mí fiambres, ensalada y fruta.
Se volvió hacia Eddie, interrogativamente.
—Lo mismo. Cualquier cosa.
A las nueve de la noche Eddie aún no sabía qué papel le habían asignado, y no había tenido valor para preguntarlo. Mike se había hecho subir el periódico local y lo había leído fumándose un cigarro. Bebía mucho, cada vez tenía la cara más roja, la mirada como extraviada, pero sin perder nada de su presencia de ánimo.
En un momento dado alzó los ojos de su periódico:
—Quiere a su mujer, ¿no?
—Sí.
—¿Y ella?
—Da la impresión de que también le quiere.
—No es eso lo que te estoy preguntando. ¿Es guapa?
—Sí.
—Va a dar a luz dentro de poco, ¿no?
—Dentro de tres o cuatro meses, no lo sé con exactitud.
Hacía ya mucho rato que en las calles se habían encendido las farolas. Se oía el rumor del tocadiscos de un bar, y a veces llegaban hasta ellos voces lejanas, a pesar de las ventanas cerradas.
—¿Qué hora es?
—Las diez.
Luego fueron las diez y cuarto, las diez y media, y Eddie tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a gritar.
—Avísame cuando sean exactamente las once menos diez.
Lo que más temía es que le obligaran a ir hasta allí. Si Gino no hubiese huido, ¿hubiera sido él a quien Phil iba a enviar?
—¿Qué hora es, muchacho?
—Menos veinte.
—Los hombres ya han salido.
O sea que no hacía falta que Eddie les acompañara.
Ya no entendía nada. Sin embargo debían de reservarle para algo importante.
—Lo mejor sería que tomaras un trago.
—Ya he bebido demasiado.
—Es igual, bebe.
No tenía voluntad. Obedeció preguntándose si no iba a volver a vomitar, como al mediodía.
—¿Tienes el número de teléfono de los Felici?
—Está en el listín. Lo he visto esta mañana.
—Búscalo.
Lo buscó con la impresión de verse a sí mismo ir y venir como en un sueño. El universo había perdido consistencia. Ya no existía Alice, ni Christine, ni Amelia, ni Babe, sólo una especie de túnel cuyo final no veía y por el que avanzaba a tientas.
—¿Es la hora?
—Poco más o menos.
—Llámale.
—¿Y qué le digo?
—Di a Tony que vaya al encuentro de los chicos en la carretera. Solo. Sin armas. Verá el coche estacionado.
Sintió una opresión tan grande en el pecho que le parecía que no podría volver a respirar nunca más.
—¿Y si se niega? —consiguió preguntar.
—Me has dicho que quiere a su mujer.
—Sí.
—Repíteselo. Él comprenderá.
Mike seguía mostrando una gran calma en su sillón, con el cigarro en una mano, el periódico en la otra, pareciendo más que nunca un juez de película. Eddie apenas se dio cuenta de que había descolgado el auricular y que después balbuceó el número de los Felici.
Una voz que no conocía llegó hasta él:
—Este es el dieciséis setenta y dos. ¿Quién habla?
Y Eddie se oyó decir, con los ojos siempre clavados en el hombre del traje blanco:
—Tengo que decirle algo importante a Tony. Soy su hermano.
Hubo un silencio. Marco Felici debía de estar dudando. Por los ruidos, Eddie sospechó que Tony, al adivinar lo que pasaba, le quitó el teléfono de las manos.
—Te escucho —dijo secamente Tony.
Eddie no había preparado nada. Su mente no participaba en lo que estaba sucediendo.
—Te esperan.
—¿Dónde?
—A doscientos metros, en la carretera. Un coche parado.
No necesitaba decir casi nada más.
—Supongo que si no voy lo pagará Nora, ¿no? —Hubo un silencio—. Contesta.
—Sí.
—Bueno.
—¿Vas a ir?
Silencio de nuevo. Mike, con los ojos fijos en él, no se movía. Eddie repitió:
—¿Vas a ir?
—No tengas miedo.
Luego una nueva pausa, más corta.
—Adiós.
Él también quiso decir algo, no sabía el qué. Se miraba la mano, que sostenía el auricular, ya mudo.
Chupando su cigarro, Mike murmuró con un suspiro de satisfacción:
—Lo sabía.