7

Aún seguían frente a frente, con la mirada brillante y la respiración agitada, cuando un gran camión que venía de los campos de cultivo se detuvo junto al porche en medio de un estremecimiento de chatarra. Desde el lugar en que estaba Eddie no podía mirar por la ventana, pero por la expresión ansiosa de Nora comprendió que era Tony.

¿Estaba trabajando con los demás hombres y había visto llegar el taxi? Si este se hubiera ido enseguida tal vez Tony no se hubiera inquietado, pero al quedarse durante tanto rato decidió ir a ver qué pasaba.

En la habitación los tres personajes le oyeron subir los peldaños de la escalera, permaneciendo inmóviles en la postura exacta en la que les había sorprendido el ruido del camión.

Se abrió la puerta de un empujón, Tony llevaba un pantalón de hilo azul, y en la parte superior del cuerpo sólo una camiseta blanca que dejaba ver los brazos y gran parte de sus hombros. Era muy musculoso y el sol le había curtido la piel.

Al ver a su hermano se paró en seco. Las cejas, que tenía muy espesas y muy negras, se arquearon, y una barra vertical dividió su frente en dos partes desiguales.

Antes de que nadie dijese ni una palabra, la niña corrió hacia él:

—¡Cuidado, tío Tony, es él!

Al principio Tony parecía no comprender del todo lo que pasaba, acarició la cabeza de la niña mirando a su mujer y esperando una explicación. Su mirada era afable y confiada.

—Bessie me ha preguntado si este era el señor con quien ella no tenía que hablar, y le he dicho que sí.

Se abrió la puerta de la cocina. Por un momento se entrevió a la señora Felici, que llevaba en la mano una sartén en la que chisporroteaba el tocino.

—¡Bessie, ven aquí!

—Pero, mamá…

—Anda, ven.

De forma que quedaron los tres solos, al comienzo con una cierta sensación de incomodidad. A causa de su piel tostada, la córnea, alrededor de las pupilas de Tony, parecía más blanca, de un blanco casi luminoso en la penumbra de la habitación, y eso daba un curioso brillo a sus ojos.

Aclaró, sin mirar a Eddie a la cara:

—Como siempre esperamos que venga alguien a hacer preguntas, hemos dicho a la niña…

—Ya lo sé.

Tony, levantando la cabeza, murmuró realmente sorprendido:

—¡No suponía que ibas a ser tú!

Le asaltó una idea. Miró a su mujer y luego a su hermano.

—¿Te has acordado de que pasé aquí mis vacaciones?

Era obvio que le costaba creerlo. Eddie no se vio con ánimos de mentir de manera convincente.

—No —confesó.

—¿Has ido a ver a mamá?

—Sí.

Nora estaba apoyada en la mesa, y su vientre sobresalía. Tony se acercó a ella sin dejar de hablar y le puso la mano sobre el hombro en un ademán que se veía habitual.

—¿Te ha dicho mamá que estaba aquí?

—Cuando se enteró de que te habías ido con un camión…

—¿Cómo se enteró?

—Yo se lo dije.

—¿También has ido a White Cloud?

—Sí.

—¿Comprendes, Tony? —intervino su mujer.

Él la calmó con una presión de su mano, y luego con el brazo le rodeó cariñosamente los hombros.

—¿Qué te dijo mamá exactamente?

—Me recordó que cuando volviste de aquí estabas entusiasmado con la idea de todo lo que se podía hacer en estos campos con un camión.

—¡Y has venido! —dijo Tony, agachando la cabeza. También él necesitaba ordenar sus ideas. Nora intentaba una vez más decirle algo, pero él la hacía callar estrechando el abrazo de sus hombros.

—Ya suponía que me ibais a encontrar un día u otro…

Hablaba como para sí mismo, sin amargura ni protestas, y Eddie tuvo la impresión de estar en presencia de un Tony al que no conocía.

—Lo que no había imaginado es que serías tú.

Volvió a erguir la cabeza, la sacudió para apartar un rizo que le caía sobre los ojos.

—¿Te han enviado ellos?

—Sid me telefoneó. Para ser exactos, hizo que Phil me telefoneara para decirme que fuera a verle a Miami. Lo mejor sería que hablásemos tranquilamente los dos.

Nora se puso rígida, como rebelándose. Si Tony le hubiera dicho que saliera, sin duda le hubiese obedecido, pero Tony negaba con la cabeza.

—Ella puede oírlo todo.

Luego, con la mirada señaló la cintura de su mujer, y en su cara había una expresión que su hermano nunca le había visto.

—¿Ya lo sabes?

—Sí.

No volvió a hablarse del hijo que ella esperaba.

—¿Qué encargo te han dado exactamente?

En su voz era perceptible una pizca de desdén, de acritud. Eddie necesitaba toda su sangre fría. Era importante.

—Para empezar, tienes que saber lo que ha pasado.

—¿Me necesitan? —preguntó Tony con sarcasmo.

—No. Es más grave, infinitamente más grave. Por favor, escúchame bien.

—Va a mentir —anunció Nora a media voz.

Y su mano cogió la mano de su marido, que reposaba sobre su hombro, como para formar un bloque con él.

—Deja que hable.

—Tu cuñado fue a ver a la policía.

Nora, muy agitada, se rebeló de nuevo:

—¡Eso no es verdad!

Una vez más Tony la calmó con un gesto.

—¿Cómo lo sabes?

—Sid tiene espías en la casa, lo sabes tan bien como yo. Pieter Malaks repitió al jefe todo lo que tú le dijiste.

—Yo no le dije nada.

—Pues todo lo que le dijo su hermana.

Tony seguía tranquilizándola. No manifestaba ningún enfado con ella. Eddie nunca le había visto tan tranquilo, tan reflexivo.

—¿Y qué?

—Según él, estás dispuesto a hablar. ¿Es verdad?

Tony retiró su brazo del hombro de Nora para encender un cigarrillo. Se plantó a dos metros de Eddie, a quien miraba de hito en hito.

—¿Tú qué crees?

Antes de responder, Eddie miró a la mujer encinta, como para explicar su respuesta.

—Yo no lo creí. Ahora ya no sé qué pensar.

—¿Y Sid? ¿Y los otros?

—Sid no quiere correr ningún riesgo.

Después de un silencio, Eddie volvió a preguntar:

—¿Es verdad?

Entonces fue Tony quien miró a su mujer. En vez de contestar directamente, murmuró:

—A mi cuñado no le he dicho nada.

—Pero él fue a hablar con el jefe de la policía, y probablemente con el fiscal del distrito.

—Creía que era lo mejor que podía hacer. Le comprendo. También comprendo por qué Nora le habló. Pieter no quería que ella se casase conmigo. Y no le faltaba razón. Se había informado acerca de mí.

Abrió una alacena y sacó una botella de vino.

—¿Quieres?

—No, gracias.

—Allá tú.

Llenó un vaso y se lo bebió de un trago. Era chianti, como el que tenían en casa de su madre. Iba a llenarse otro vaso cuando Nora le susurró:

—¡Cuidado, Tony!

Vaciló, pareció que a pesar de todo iba a servírselo, miró a su hermano y sonrió dejando sobre la mesa la botella enfundada en paja.

—O sea que has visto a Sid y te ha dado un encargo para mí.

Volvió a su lugar de antes, de espaldas a la mesa, con los brazos en torno a los hombros de Nora.

—Te escucho.

—Supongo que comprendes que después de lo que les han contado, la policía tiene muchas ganas de echarte el guante.

—Es normal.

—Se figuran que por fin tienen el testigo que buscan desde hace mucho tiempo.

—Sí.

—¿No se equivocan?

En vez de responder, Tony le soltó:

—Continúa.

—Sid y los demás no están dispuestos a correr un peligro así.

Por vez primera Tony se puso agresivo.

—Lo que me extraña —dijo, adelantando el labio inferior de un modo que Eddie reconoció— es que te hayan mandado a ti y no a Gino.

—¿Por qué?

—Porque Gino es un asesino.

Hasta Nora se estremeció. Eddie se había puesto muy pálido.

—Espero la continuación —dijo Tony.

—Te hago observar que aún no me has dicho si estás dispuesto a hablar o no.

—¿Y qué?

—Los temores de Sid no tienen nada de ridículos. Durante años han confiado en ti.

—¡Vaya!

—La suerte de muchas personas y hasta la vida de algunas dependen de lo que podrías decir o no decir.

Una vez más Nora abrió la boca, y Tony la hizo callar. Sus ademanes eran siempre afectuosos, protectores.

—Déjale hablar.

Eddie empezaba a encolerizarse. No le gustaba la actitud de su hermano. Veía algo hostil para con él, y tenía la impresión de que desde el principio Tony le miraba con una ironía despectiva, como si leyese en el fondo de su pensamiento.

—No quieren hacerte ningún daño.

—¿De veras?

—Sólo quieren ponerte a salvo.

—¿Bajo dos metros de tierra?

—Como dice Sid, Estados Unidos va a resultar pequeño para ti. Si te fueses a Europa, como otros lo hicieron antes que tú, estarías tranquilo, y tu mujer también.

—Y ellos ¿se quedarían tranquilos?

—Sid me ha dicho que…

—Y tú le has creído.

—Pero…

—Confiesa que tú no te lo has creído. Saben tan bien como tú y como yo que al pasar la frontera es donde se corre más riesgo de que me cojan. Si lo que me has contado es verdad…

—¡Es la verdad!

—Admitámoslo. En este caso mi descripción estará en todas partes.

—Podrías pasar a México y embarcarte allí. La frontera está a quince kilómetros.

Eddie no recordaba a un Tony tan musculoso, tan viril. Aunque aún pareciera muy joven a causa de sus cabellos rizados y de su mirada ardiente, daba la impresión de ser todo un hombre.

—¿Qué opina de eso Gino?

—A Gino no le he visto.

Había hecho mal en decir aquello.

—Mientes, Eddie.

—Han mandado a Gino a California.

—¿Y Joe?

—Está en mi tienda, en Santa Clara.

—¿Y Vettori?

—De él no me han dicho nada.

—¿Sabe mamá que estás aquí?

—No.

—¿Le has contado lo que te dijo Sid?

Dudó. Era demasiado difícil mentir a Tony.

—No.

—En resumen, que fuiste a verla para sonsacarla.

Tony se dirigió hacia la puerta, la abrió y de pronto se dibujó un rectángulo de luz tan intensa que quedaron deslumbrados. Haciendo visera con la mano, miraba hacia la carretera.

Cuando volvió hacia la mesa murmuró con aire pensativo.

—Han dejado que vinieras solo.

—No hubiese venido de otra forma.

—Eso quiere decir que confían en ti, ¿no? Siempre han confiado en ti.

—¡También en ti! —le contestó Eddie, que necesitaba apuntarse un tanto.

—No es lo mismo. Yo no era más que un comparsa al que se encargaban determinadas tareas.

—Nunca nadie te obligó a aceptarlas.

Necesitaba hacer daño, más que por Tony, por Nora, cuyo odio era visible. Ante él no tenía solamente una pareja, sino que, a causa del vientre de la mujer, era ya una familia, casi un clan.

—No esperaste a que te lo pidieran para robar coches, y me acuerdo de que…

Con un deje de tristeza más que de indignación, Tony murmuró:

—Todo lo que tú puedas decir, ella ya lo sabe. ¿Te acuerdas de la casa, de la calle, de la gente que frecuentaba la tienda de mamá? ¿Te acuerdas de cómo jugábamos al salir de la escuela?

Tony no insistía, seguía el curso de su pensamiento, y añadió casi en voz baja:

—Sólo que tú no eres lo mismo. Nunca has sido lo mismo.

—No entiendo.

—Sí.

Era verdad. Lo entendía. Siempre había existido una diferencia entre él y sus hermanos, tanto si se trataba de Gino como de Tony. Nunca lo habían hablado entre ellos. Y no era el momento de hacerlo, mucho menos ante una extraña. Porque para él Nora era una extraña. Tony había hecho mal al contarle todo aquello a su mujer. Hacía trece años que Eddie estaba casado con Alice, y no le había hecho ni una sola confidencia que pudiese poner en peligro a la organización.

Era inútil discutir aquellas cuestiones con Tony. Otros se habían enamorado como él. No muchos. Y todos sentían entonces la necesidad de desafiar al mundo entero. Lo único que contaba para ellos era una mujer. El resto les daba igual.

Aquellas cosas siempre acababan mal. Sid también lo sabía.

—¿Cuándo crees que vendrán?

Nora se estremeció de pies a cabeza y se volvió hacia su marido, como si fuera a abrazarle.

—Lo único que piden es que te vayas a Europa.

—No me trates como a un niño.

—Si no fuera así no hubiese venido.

Con la misma sencillez, Tony respondió acusadoramente:

—¡Sí hubieras venido!

Y añadió, con cierto cansancio en la voz:

—Tú siempre has hecho y siempre harás lo que hay que hacer. Me acuerdo de que una noche me explicaste tu punto de vista, una de las pocas noches en las que te he visto medio borracho.

—¿Dónde estábamos?

—Andábamos por Greenwich Village. Hacía calor. Me señalaste en un restaurante a uno de los grandes jefes, a los que tú mirabas desde lejos con una admiración temblorosa. «Mira, Tony», me dijiste, «hay quien se cree que es listo porque levanta mucho la voz al hablar».

»Quieres que te repita lo que me dijiste? Podría hacerlo palabra por palabra, sobre todo en lo que se refiere a la regla.

—Ojalá la hubieras seguido.

—Eso te hubiera ahorrado el viaje a Miami, y luego a White Cloud, a Brooklyn, donde mamá debe de preguntarse a qué ibas, y por fin aquí. Que conste que no te guardo rencor. Tú eres así.

Cambiando súbitamente de voz, de cara, con el aire de quien pasa a hablar de negocios, añadió:

—Hablemos claramente, sin hacer trampas.

—No soy yo quien hace trampas.

—Bueno. Por lo menos hablemos con franqueza. Tú no ignoras por qué Sid y Boston Phil te llamaron a Miami. Necesitan saber dónde estoy. Si lo hubieran sabido no te hubiesen necesitado.

—Eso lo dices tú.

—Al menos ten la valentía de mirar la verdad cara a cara. Te convocaron y te hablaron como unos jefes hablan a un empleado de confianza, a una especie de jefe de sección o de encargado. Tú muchas veces me recuerdas a un jefe de sección.

Por vez primera una sonrisa iluminó la cara de Nora, que acarició la mano de su marido.

—Gracias.

—No hay de qué darlas. Te dijeron que tu hermano era un traidor que estaba a punto de deshonrar a la familia.

—Eso no es verdad.

—Fue lo que tú pensaste. Y no sólo deshonrarla, sino comprometerla, y esto es peor.

Eddie estaba descubriendo a un hombre cuya personalidad nunca había llegado ni a sospechar. Para él Tony seguía siendo el hermano pequeño, un buen chico, aficionado a la mecánica, a quien le gustaban las mujeres y que presumía en los bares. Si se lo hubiesen preguntado, probablemente hubiera respondido que Tony sentía por él una gran admiración.

¿Pensaba Tony por sí mismo? ¿O no hacía más que repetir las frases que Nora le había enseñado?

El calor era agobiante. La casa no tenía aire acondicionado. Tony se servía de vez en cuando, con una mano, un trago de vino, sin que la otra mano se apartase del hombro de su mujer.

Eddie también tenía sed. Para tener agua hubiera tenido que abrir la puerta de la cocina, donde estaban la señora Felici y su hija. Por fin cogió un vaso del aparador y se sirvió un culito de vino.

—¡Menos mal! ¿Tenías miedo de perder tus recursos si bebías? Puedes sentarte, aunque ya no tengo mucho más que decirte.

En aquel momento Tony le hizo pensar en aquel sueño. No se parecía al hombre hecho con material de muñeca que esperaba, con su padre en el buzón, y sin embargo tenía su misma sonrisa.

Era difícil de explicar. También en su sueño Tony tenía algo de risueño, de muy juvenil, de «como liberado», junto con un extraño toque de melancolía.

Como si la suerte ya estuviera echada. Como si ya no se hiciera ninguna ilusión. Como si hubiese doblado una esquina más allá de la cual se sabe todo, se mira todo con ojos nuevos.

Por un segundo Eddie le vio muerto. Se sentó, cruzó las piernas, encendió un cigarrillo con una mano temblorosa.

—¿Qué estaba diciendo? —dijo Tony—. Déjame terminar, Nora.

Porque ella había vuelto a abrir la boca.

—Es mejor que Eddie y yo lleguemos al fondo, de una vez para siempre. Es mi hermano. Hemos salido del mismo vientre. Durante años dormimos en la misma cama. Cuando yo tenía cinco años me lo ponían como ejemplo.

»¡Bueno! Volvamos a las cosas serias. No es imposible que te hayan hecho la propuesta que tú me haces.

—Te juro que…

—Te creo. Cuando mientes se te ve en la cara. Pero sabías perfectamente que no era eso lo que querían. Comprendiste desde el principio que no tienen ningunas ganas de verme cruzar la frontera. Prueba de ello es que no se lo dijiste a mamá.

—No quería preocuparla.

Tony se encogió de hombros.

—Y tenía miedo de que hablase.

—Mamá nunca ha dicho ni una palabra que no debiera decir. Ni siquiera a nosotros. Apostaría a que todavía no sabes que ella compra los objetos robados por los jóvenes que van a su tienda.

Eddie siempre lo había sospechado, pero sin tener pruebas.

—Yo lo descubrí por casualidad. Ya ves, Eddie, tú estás con ellos del todo, lo mismo hoy que ayer y que siempre. Estás con ellos porque decidiste de una vez para siempre que iba a ser así, y tu vida se basa en eso. Si te preguntasen crudamente qué hay que hacer conmigo…

Eddie hizo un ademán de protesta.

—¡Calla! Si formases parte de una especie de tribunal y te hicieran la pregunta en nombre de la organización, tu respuesta sería idéntica a la suya. No sé lo que hacen en este momento. Lo más probable es que te estén esperando en el hotel. ¿Te alojas en El Presidio? Gracias a ti saben dónde estoy. Lo sabrán incluso si les juras que no me has visto.

Nunca nadie le había mirado con tanto odio como el que leía en los ojos de Nora, que cada vez se pegaba más a su marido.

Tal vez Tony respondía a una idea de su mujer cuando siguió diciendo:

—Aunque yo ahora te matase aquí mismo para que no hablaras con ellos, lo sabrían. Lo saben ya. Y tú, en Miami, cuando empezaste a buscarme, ya sabías que ellos sabrían. Eso es lo que quería decirte. Que me doy cuenta de todo. Y es necesario que tú también te des cuenta.

—Escucha, Tony…

—Todavía no. No te guardo rencor. Siempre había pensado que si se presentaba la ocasión actuarías así. Lo único que hubiese preferido es no ser yo el motivo de todo eso, nada más. Tú ya te arreglarás con mamá. Te arreglarás con tu conciencia.

Era la primera vez que Eddie le oía pronunciar aquella palabra. Lo hacía de un modo casi frívolo, como si bromease.

—Ahora sí que he terminado.

—¡Pues yo quiero decir algo!

Era Nora la que había hablado. Se soltó de su marido y dio un paso hacia Eddie.

—Si le tocan un solo cabello de la cabeza a Tony seré yo quien se lo cuente todo.

Tony sonrió abiertamente, con una sonrisa joven y alegre, y negó con la cabeza.

—No serviría de nada, cariño. Mira, para que tu testimonio tuviera valor, tendrías que haber asistido…

—No me apartaré de ti ni un instante.

—Entonces también te harán callar a ti.

—Prefiero eso.

—Yo no.

—No he querido haceros daño —murmuró Eddie.

—¿No?

—No he venido para eso.

—Es verdad, todavía no.

—No les diré…

—No lo necesitan. Has venido. Con eso basta.

—Telefonearé a la policía —exclamó Nora. Su marido sacudió la cabeza.

—No.

—¿Por qué?

—Tampoco serviría de nada.

—La policía no les dejaría…

Se oyeron fuertes pisadas en los escalones de madera del porche. Fuera un hombre se sacudió la tierra de las botas, abrió la puerta y permaneció inmóvil en el umbral.

—Entra, Marco.

Tenía unos cincuenta años, y cuando se quitó el sombrero de paja de alas anchas descubrió unos cabellos de un hermoso gris uniforme. Los ojos eran azules, la piel bronceada. Llevaba el mismo pantalón que Tony y la misma camiseta blanca.

—Mi hermano Eddie, que ha venido a verme desde Miami. —Y añadió, dirigiéndose a Eddie—: ¿Te acuerdas de Marco Felici?

Se había establecido como una tregua. ¿Era el fin de la tempestad? Marco, todavía vacilante, tendía su terrosa mano.

—¿Se queda a almorzar con nosotros? ¿Dónde está mi mujer?

—En la cocina, con Bessie. Ha querido dejarnos en familia.

—Voy con ella.

—Da igual. Ya hemos terminado. ¿Verdad, Eddie?

Este, a pesar suyo, afirmó con la cabeza.

—¿Un vaso de vino, Marco?

Una extraña sonrisa había vuelto a los labios de Tony. Fue él quien cogió un tercer vaso. Después de una vacilación, sacó un cuarto, y llenó también los otros dos, el suyo y el de su hermano.

—¿Qué os parece si brindamos?

De la garganta de Eddie salió un ruido indefinible. Nora le miró con intensidad, pero no comprendió, y él fue el único en saber que había sido un sollozo a punto de estallar.

—¡Por todos los que estamos aquí!

La mano de Tony no temblaba. Tenía de veras un aire alegre, ligero, como si la vida fuese algo fútil y divertido. Eddie, para conservar su sangre fría, se vio obligado a desviar la mirada.

Marco, que sospechaba algo, les iba mirando uno tras otro atentamente, y levantó su vaso con desgana.

—Tú también, Nora.

—Yo nunca bebo.

—Sólo por esta vez.

Se volvió hacia su marido para saber si hablaba en serio, y comprendió que deseaba que ella bebiese.

—A tu salud, Eddie.

Eddie quiso responder: «A la tuya», pero no pudo. Se llevó el vaso a los labios. Nora, sin apartar la vista de él, sólo mojaba los suyos en el vino.

Tony bebió de un trago hasta la última gota, y dejó el vaso vacío sobre la mesa.

Eddie balbuceó:

—Tengo que irme.

—Sí. Es lo mejor.

No se atrevió a estrecharles la mano, buscó su sombrero a su alrededor. Lo más curioso es que tenía la impresión de haber vivido antes aquella escena. Hasta el vientre de Nora le era familiar.

—Hasta la vista.

Había estado a punto de decir adiós. Pero la palabra le asustó. Y sin embargo se daba cuenta de que «hasta la vista» era peor, y que podía sonar como una amenaza.

No era su intención amenazar. Estaba verdaderamente emocionado, sentía agua tibia en los ojos mientras se dirigía hacia la puerta.

No hicieron nada para impedir que se fuese. No se pronunció ni una palabra. Él ignoraba si le estaban mirando, si la mano de Tony apretaba el hombro de Nora. No se atrevió a volver la cabeza.

Abrió la puerta y penetró en un bloque de calor. El taxista, que se había puesto a la sombra, se dirigió al coche. Se oyó el ruido de la portezuela. Lo único que vio fue la niña, que desde la ventana de la cocina le veía irse, y le sacó la lengua.

—¿A El Centro?

—Sí.

—¿Al hotel?

Le pareció oír que un coche arrancaba no lejos de allí. No veía nada en los campos. Una parte de la carretera quedaba oculta por una casa.

Hubiera tenido que preguntarlo al taxista, pero le faltó valor. En toda su vida nunca había sentido tan vacíos el cuerpo y la cabeza. En el taxi el aire era asfixiante, y como el sol pegaba de lleno los oídos le empezaron a zumbar. En la boca reseca sentía un regusto metálico, y hasta cerrando los párpados había puntos negros que bailaban ante sus ojos.

Tuvo miedo. Había asistido a casos de insolación. Estaban cruzando el pueblo. Pasaban delante de una ferretería.

—Pare un momento.

Necesitaba un vaso de agua fresca. Necesitaba estar un rato a la sombra para reponerse.

—¿No se encuentra bien?

Casi deseaba desmayarse al cruzar la acera. Y estar enfermo durante unos días. No tener que pensar ni decidir nada.

Al dependiente le bastó verle para saber lo que le pasaba, y enseguida fue a buscar un vaso de cartón lleno de agua helada.

—No beba tan aprisa. Ahora le traigo una silla.

Aquello era ridículo. Tony sin duda le hubiera acusado de hacer comedia, y en cualquier caso, lo más probable era que Nora no hubiese dejado de pensarlo; ella, que durante la conversación le miraba tan intensamente, con verdadero odio.

—Otro, por favor.

—Respire hondo.

El taxista había entrado tras él, y esperaba como alguien que está habituado a ese tipo de incidentes.

De pronto, cuando se llevaba a la boca el segundo vaso, Eddie sintió náuseas. Apenas tuvo tiempo de desviar la cabeza. Vomitó un gran chorro que el vino hacía de color violeta entre las máquinas de cortar el césped y los cubos galvanizados. Balbuceó con los ojos llenos de lágrimas:

—Discúlpenme… Es algo tan… estúpido.

Los otros dos se miraron significativamente. Cuando se atragantó, el dependiente le dio fuertes palmadas en la espalda para ayudarle.

—Ha hecho mal al beber vino tinto —dijo el taxista sentenciosamente.

Él, entre arcada y arcada, se excusó:

—Me han… me han hecho beber.