Aquella noche tuvo el sueño más deprimente de su vida. Pocas veces sufría pesadillas. En esos casos, muy de tarde en tarde, casi siempre era la misma: se despertaba sin saber dónde estaba, rodeado de gente a la que no conocía y que no le prestaba atención. A eso lo llamaba para sí mismo el sueño del hombre perdido. Porque, desde luego, jamás hablaba de ello a nadie.
Aquel sueño no tenía ninguna relación con los otros. De pronto se sintió muy cansado al llegar al hotel. Le parecía que todo el sol del desierto se le había metido en los poros, y sin esperar a la noche, sin siquiera bajar para la cena, se acostó. El hotel El Presidio, adonde le condujeron, el mejor, había afirmado el taxista, era de estilo vagamente moruno. Todo el centro de la ciudad parecía datar de la época de los españoles, y las casas estaban recubiertas de un enlucido amarillo ocre, quemado y requemado por el sol.
Los menores ruidos de la calle principal llegaban hasta su habitación, pocas veces había visto una calle tan ruidosa, ni siquiera en Nueva York. Sin embargo, se zambulló casi inmediatamente en el sueño. Tal vez tuvo otros sueños, ya que su cuerpo seguía participando del movimiento del avión. También debió de soñar con el avión, pero este sueño se diluyó, y al despertar no se acordaba de él. Por el contrario iba a acordarse hasta de los menores detalles del sueño de Tony. Aquel sueño tenía además una particularidad: era en color, como algunas películas, excepto en lo concerniente a dos personajes, Tony y su padre, que eran en blanco y negro.
Al comienzo, pasaba sin duda alguna en Santa Clara, en su casa, a la que había puesto el nombre de Sea Breeze. Por la mañana salía en pijama para recoger el correo en su buzón, al borde de la acera. En la realidad no sucedía casi nunca que saliese a la calle sin vestirse. Tal vez lo había hecho dos o tres veces, mañanas en las que se había levantado tarde, y siempre se había puesto un batín.
En su sueño había algo muy importante en su buzón. Era ineludible que fuese a recogerlo enseguida. Alice estaba de acuerdo. Incluso le había dicho en un murmullo: «Tendrías que llevarte el revólver».
Sin embargo no lo había cogido. Lo importante era su hermano Tony, que estaba dentro del buzón.
Lo extraño es que en aquel momento se daba perfecta cuenta de que era imposible, y que debía de estar soñando. En efecto, el buzón de metal plateado, que llevaba pintado su nombre, como todos los buzones norteamericanos no era mucho mayor que una revista ilustrada. Además, al principio tampoco era a Tony lo que veía, sino una muñeca de caucho gris que reconoció porque la había robado, cuando tenía cuatro o cinco años, a una niña de la vecindad. La había robado de veras. Sólo se había apoderado de ella por el hecho de robar, ya que no tenía ningún interés por tenerla, y durante mucho tiempo la guardó en un cajón de su cuarto. Es posible que su madre aún la guardase en el baúl en el que conservaba los juguetes de sus tres hijos.
Es decir, que hasta en su sueño sabía de qué se trataba. Hubiera podido decir el nombre de la niña. No cometió aquel robo por placer, sino por cometer un robo, porque juzgaba que era necesario.
Después había un salto. Sin transición, la muñeca ya no era una muñeca, sino su hermano Tony, y eso a él no le sorprendía lo más mínimo. Parecía saberlo por anticipado.
Tony era exactamente de la misma materia esponjosa que la muñeca, del mismo gris apagado, y era evidente que estaba muerto. «¡Tú me has matado!», decía sonriendo.
No estaba enfadado. Ni resentido. Hablaba sin abrir la boca. En realidad no hablaba. No se oían sonidos, como en la vida, y sin embargo Eddie no dejaba de oír las palabras. «Perdóname», respondía. «Entra.»
Entonces comprobaba que su hermano no estaba solo. Se había llevado a su padre como testigo. Y su padre era del mismo material fofo, y lucía también una sonrisa muy amable.
Eddie le hacía preguntas interesándose por él, y su padre meneaba la cabeza sin contestar. Tony decía: «Ya sabes que está sordo».
Probablemente esto era lo más inquietante en aquel sueño. Se daba cuenta de que era un sueño, y no dejaba de hacer reflexiones lúcidas.
Su madre nunca les dijo que su padre fuese duro de oído, ni tampoco nadie del barrio. ¿Es que nadie se había dado cuenta? Pero ahora Eddie estaba casi seguro de haber hecho un descubrimiento. De su padre había conservado la imagen de un hombre tranquilo, con la cabeza inclinada sobre el hombro, y que sonreía con una curiosa sonrisa interior. No hablaba casi nunca, hacía su trabajo de la mañana a la noche con una paciencia incansable, como si fuera su destino, como si nunca se le hubiese ocurrido la idea de que podía hacer otra cosa.
Sin duda su madre le hubiera objetado que era un recuerdo de niñez, que su marido no era diferente de los demás, pero estaba convencido de ser él quien tenía razón.
Cesare Rico vivía en un mundo aparte, y después de tantos años era un sueño lo que daba la explicación a su hijo: era sordo.
«Entremos…», decía Eddie, que se sentía incómodo con su pijama.
En aquel momento cambiaba el decorado. Los tres entraban en algún lugar, pero no era la casa blanca de Santa Clara. Cuando estuvieron en el interior, resultó ser la cocina de Brooklyn, donde la abuela estaba sentada en su sillón y había chianti sobre la mesa.
«No te guardo rencor», decía Tony. «Pero es una lástima.»
Se le ocurrió ofrecerle algo de beber. Era costumbre de la casa ofrecer un vaso de vino al visitante. Se acordó a tiempo de que Tony y su padre habían muerto, y que no debían de tener la posibilidad de beber.
«Sentaos.» «Ya sabes que padre no se sienta nunca.»
Cuando vivía, pocas veces se le podía ver sentado, sólo para comer, pero en el sueño era más importante, lo que estaba en juego era su dignidad, el papel que representaba. No tenía que sentarse. Era una cuestión de ser quien era.
«¿Qué esperamos para empezar?», preguntó una nueva voz.
Era su madre. Estaba sentada y golpeaba la mesa con una cuchara para atraer la atención.
«¡Eddie ha matado a su hermano!», decía con voz enérgica.
Y Tony murmuraba: «Lo peor es que eso hace daño».
Había rejuvenecido. Sus cabellos estaban más rizados que en los últimos tiempos, con un rizo sobre la frente, como cuando tenía diez años. ¿Volvía a tener diez años? Era muy guapo. Siempre había sido el más guapo de los tres, ahora Eddie se daba cuenta. Incluso con aquel gris apagado, incluso de aquella sustancia blanduzca que ahora era la suya, seguía siendo atractivo.
Eddie no intentaba protestar. Sabía que lo que decían era verdad. Hacía un esfuerzo por recordar cómo había sucedido todo, pero no lo conseguía.
No podía hacer la pregunta. Hubiese sido una inconveniencia preguntar: cómo le había matado.
Y sin embargo este era el punto crucial. Mientras no lo supiese no podría decirles nada. Tenía mucho calor, sentía el sudor chorreándole por la frente e introducirse entre sus párpados. Se metió la mano en el bolsillo para coger el pañuelo, y lo que sacó fue una petaca de whisky.
«¡Aquí tenéis la prueba!», dijo su madre triunfalmente.
Él balbuceó: «Ni lo he probado».
Quiso hacerle ver que la botella estaba llena como cuando el tipo aquel de Tucson se la había puesto en la mano, pero no consiguió desenroscar el tapón. Su abuela le miraba con ironía. Ella también era sorda. Tal vez fuese algo de familia, es posible que él también acabase por ser sordo.
«¡Es a causa de la norma!»
Tony asintió. Él estaba más bien de su parte. Su padre también. Pero todo el resto, la multitud, todos estaban contra él. Porque había un gentío. La calle estaba llena de gente, como en un día de protestas populares. Todos se empujaban para intentar ver. Decían: «¡Ha matado a su hermano!».
Él se esforzaba por hablarles, por explicarles que Tony estaba de acuerdo con él, y también su padre, pero de su boca no salía el menor sonido. Boston Phil se reía sarcásticamente. Sid Kubik dijo entre dientes: «He hecho todo lo posible porque tiempo atrás tu madre me salvó la vida, pero no puedo hacer nada más».
Lo terrible es que aseguraban que era un mentiroso, que Tony no estaba allí. Y al mirar a su alrededor él tampoco le vio.
«Tony, diles que…»
Su padre tampoco estaba allí, y los demás, amenazadores, comenzaron a desaparecer, a fundirse, dejándole completamente solo. Ya no había ni calle ni cocina, sólo el vacío, un inmenso lugar vacío en medio del cual levantaba los brazos pidiendo socorro.
Se despertó inundado en sudor. Estaba amaneciendo. Pensó que quizá no había dormido más que unos minutos, pero cuando fue hacia la ventana vio que la calle estaba vacía, que la luz era la del amanecer. Fue a beber un vaso de agua helada, y como hacía mucho calor puso en funcionamiento el aparato de aire acondicionado.
Le apetecía una taza de café cargado y telefoneó a recepción. Le respondieron que los camareros no llegaban hasta las siete. Eran las cinco. No tuvo ánimos para volver a acostarse. Estuvo a punto de llamar a su mujer por teléfono, para tranquilizarla. Pero pensó que la asustaría despertándola a aquellas horas. Sólo cuando ya estuvo en la calle se dio cuenta de que había sido estúpido, porque había tres horas de diferencia con Florida. Allí las mayores ya estaban camino de la escuela, y Alice estaría desayunando.
En el vestíbulo del hotel nadie parecía espiarle. El recepcionista le vio salir con cierta sorpresa. Nadie le siguió mientras anduvo por la calle principal, donde había soportales a lo largo de las aceras.
Los bares, restaurantes y cafeterías eran incontables, pero tardó más de media hora antes de encontrar un lugar abierto. Era un local barato del tipo del que tenía Fasoli, con el mismo mostrador, los mismos fogones eléctricos, el mismo olor.
—Un café solo.
Estaba solo con el dueño, que aún parecía amodorrado. Tras él, junto el tabique se alineaban cuatro máquinas tragaperras.
—¿No dice nada la policía?
—Cada seis meses se las llevan.
Ya conocía el asunto. Una redada de vez en cuando calmaba a las ligas de la moralidad. Se suponía que las máquinas se destruían. Unas semanas después reaparecían en otros establecimientos.
—¿Cómo van las cosas?
—A todo gas.
—¿Se juega?
—Hay crap games en casi todos los bares. ¡La gente no sabe qué hacer con el dinero!
El café le devolvió los ánimos, y pidió huevos con tocino. Se iba calmando lentamente, volvía a sentirse él mismo. El dueño había comprendido que era un hombre con el que se podía hablar.
—El Centro está en pleno auge. Falta mano de obra. Llega gente de todas partes, y tienen que comprar o alquilar caravanas porque no saben dónde meterles. Y sobre todo vienen tipos que trabajan en la recolección de verduras, hasta doce o trece horas al día. Se contrata a toda la familia: el padre, la madre, los hijos. Es un trabajo duro, porque el sol pega fuerte, pero no hace falta tener mucho cerebro. A pesar de eso no llegan a tener suficientes brazos, y hay que ir a buscar obreros clandestinos a México. La frontera sólo está a quince kilómetros.
¿Acaso Eddie iba a pronunciar el nombre? Porque había recordado el nombre del hijo de Josephina. Se había acordado en el avión, cuando no era consciente de estar pensando en aquello. Quizás hubiese preferido no recordarlo. Sabía que era un apellido que parecía un nombre de pila de mujer.
Tenía los ojos cerrados y estaba amodorrado cuando las sílabas parecieron escribirse en su cabeza: «Felici».
Marco Felici. En la cafetería estaban solos el dueño y él. Unos pocos coches empezaban a pasar por la calle.
Un poco más lejos había unos mecánicos trabajando en un garaje.
—¿Conoce a un tal Marco Felici?
—¿A qué se dedica?
—Primicias.
El hombre se limitó a señalarle, sobre una repisa, cerca de un aparato de pared, el listín telefónico.
—Seguro que lo encuentra ahí.
Hojeó el libro, y no encontró lo que buscaba en El Centro, sino en un pueblecillo de los alrededores que se llamaba Aconda.
—¿Está lejos?
—A unos nueve o diez kilómetros en dirección al canal grande.
Uno de los mecánicos del garaje entró para almorzar, y luego una mujer que parecía no haber dormido, y que llevaba corrido el maquillaje. Pagó, salió a la calle y se quedó en la acera sin saber qué hacer.
Le hubiera desconcertado menos de haber visto a alguien vigilándole. Le parecía imposible que no hubiera nadie. ¿Por qué le dejaban ir y venir sin preocuparse de lo que hacía?
De pronto le asaltó una idea: le llevaban más de un día de ventaja. En efecto, desde que salió de Nueva York sabían que iba a El Centro. Sin ninguna duda aquí había alguien con quien podían contar para seguir el rastro de Tony.
No sabían lo de la pista Felici, pero esto no era indispensable: Tony tenía un camión, iba acompañado de una joven, habría tenido que alojarse en algún motel o en un cámping de caravanas.
No era seguro. No era más que una posibilidad. ¿Qué había ocurrido si le habían encontrado?
¿Esperaban a saber lo que él, Eddie, iba a hacer? ¿No sospechaba Phil que quería engañarle?
Volvió al hotel para dejar la chaqueta, porque aquí nadie la llevaba. Dos o tres veces tocó el auricular. Su sueño le obsesionaba, dejándole un vacío desagradable en todo el cuerpo.
Por fin descolgó y pidió que le pusieran con el Hotel Excelsior de Miami. Tardaron cerca de diez minutos, durante los cuales el auricular se fue calentando en su mano.
—Quisiera hablar con Mister Kubik.
Dio el número de la suite.
—Mister Kubik ya no está en el hotel.
Iba a colgar.
—Pero su amigo, Mister Philippe, no se ha ido. ¿Se lo paso? ¿De parte de quién?
Masculló su nombre y no tardó en oír la voz de Boston Phil.
—¿Te he despertado?
—No. ¿Le has encontrado?
—Todavía no. Estoy en El Centro. No tengo la seguridad de que esté en esta zona, pero…
—¿Pero qué?
—Se me ha ocurrido una cosa. Supón que el FBI, que también le busca, me esté siguiendo.
—¿Has visto al suegro?
—Sí.
—¿Has ido a Brooklyn?
—Sí.
O sea que había estado en lugares donde la policía le había podido ver y hacerle seguir.
—Dame tu número de teléfono. No hagas nada hasta que yo te llame.
—Muy bien.
Leyó el número en el aparato.
—¿No has visto a nadie sospechoso?
—Me parece que no.
Sin duda Phil iba a hacer la pregunta a Kubik o a otro de los grandes jefes. Después de la declaración de Pieter Malaks la policía debía de tener muchas ganas de echarle el guante a Tony. Las idas y venidas de su hermano Eddie es muy probable que no pasaran inadvertidas.
De momento lo único que podía hacer era esperar. Ni siquiera se atrevió a bajar al vestíbulo por miedo a que el botones no le localizara cuando Phil le telefonease. Por el mismo motivo no llamó a Alice. Podrían llamarle cuando estuviera hablando. Phil creería que lo hacía a propósito. Eddie estaba convencido de que sospechaban que quería traicionarles. Era una idea imprecisa, pero pensaba en ello desde Miami.
Su hermano Gino tal vez estaba en la población. Iba a San Diego. No hacía el viaje en avión, sino en autocar. Eso llevaba varios días. Calculando aproximadamente, Eddie llegó a la conclusión de que su hermano había pasado por El Centro el día anterior, o llegaba aquel mismo día.
Le hubiera gustado verle. Pero tal vez era mejor que no se vieran. No podía prever las reacciones de Gino. Eran demasiado diferentes el uno del otro. Iba y venía por la habitación, se impacientaba.
—¿Todavía no hay ninguna llamada para mí, señorita?
—Nada.
Sin embargo, Sid Kubik estaba en Florida. En aquella época del año solía pasar allí varias semanas. En el Este llevaban unas horas de adelanto. ¿Habría salido en coche? ¿Estaría bañándose en alguna playa?
¿O no se atrevía a cargar él solo con la responsabilidad de una decisión? En este caso telefonearía a su vez a Nueva York, y quizás a Chicago.
El asunto era grave. Con un testigo como Tony, si realmente Tony estaba decidido a hablar, la organización entera estaba amenazada. Vince Vettori era demasiado importante para que dejaran que alguien le acusase.
Ya hacía años que el fiscal del distrito se obstinaba en encontrar un testigo. Por dos veces había estado a punto de lograrlo. Incluso una vez, con el pequeño Charlie —que también hacía de chófer— llegó a estar muy cerca del triunfo. Detuvieron a Charlie. Por precaución, no le encerraron en los Tombs, donde un preso hubiera podido hacerle callar definitivamente. Eso ya había sucedido. Albert «el Tuerto», cinco años antes, fue estrangulado durante el paseo, sin que los guardianes se dieran cuenta. Así que condujeron a Charlie, con gran secreto, al piso de uno de los policías, donde, día y noche, había cuatro o cinco hombres custodiándole. Pero también acabaron con él. Una bala disparada desde un tejado de enfrente mató a Charlie en el dormitorio del policía.
Era normal que se defendieran. Eddie lo comprendía. Incluso tratándose de su hermano.
Y también se daba cuenta de que era muy complicado. La policía de Brooklyn no podía actuar aquí, en California. En cuanto al FBI, en principio no tenía ningún derecho a intervenir a no ser que se tratara de un delito federal.
El asesinato de Carmine y el del vendedor de cigarros no lo eran. En estos crímenes sólo tenía jurisdicción el Estado de Nueva York. No sería así de haberse empleado un coche robado en otro estado, por ejemplo. Pero los que habían organizado los dos asuntos eran demasiado listos para caer en eso.
Todo lo que los federales podían intentar, si echaban el guante a Tony, era tal vez acusarle de haber robado el camión y de habérselo llevado a California. Antes de que el viejo Malaks pudiese intervenir tal vez ya hubieran tenido tiempo de llevarse a Tony al estado de Nueva York.
Había otras soluciones. Su mente trabajaba demasiado. Necesitaba que el timbre del teléfono le impidiera pensar.
Se estremeció cuando llamaron a la puerta, se acercó de puntillas y la abrió bruscamente. Sólo era la doncella, que preguntaba si podía hacer la habitación.
Desde luego, a veces pasa que molestan a un viajero que tarda demasiado en salir de su habitación. Pero también era posible que ellos quisieran asegurarse de que Eddie seguía allí.
Ahora ellos podían aludir tanto a los de la organización como a los policías, a los del FBI como a los del estado.
Eddie había dormido cerca de catorce horas, pero no se sentía descansado. Hubiera necesitado unas horas de sosiego, no para pensar, como lo estaba haciendo, de una forma agitada, nerviosa, embrollando las ideas, sino para reflexionar con sangre fría, como tenía por costumbre.
Era curioso que hubiese soñado con su padre. Raras veces recordaba su imagen. Apenas llegó a conocerle. Sin embargo le parecía que había más puntos comunes entre él y Cesare Rico que entre sus hermanos y su padre.
Le recordaba sirviendo a los clientes de la tienda, siempre tranquilo, un poquitín solemne tal vez, pero no era solemnidad. Era una zona de calma que le envolvía.
Eddie también era tranquilo, pensaba las cosas él solo a lo largo de todo el día. ¿En alguna ocasión se había confiado a su mujer? Quizás una vez o dos, confidencias sin mucha importancia. Nunca a sus hermanos, ni a los que se suele llamar amigos.
Tampoco su padre se reía nunca, tan sólo mostraba, como solía hacer Eddie, una vaga sonrisa difuminada.
Uno y otro seguían su camino, nunca se desviaban de él, testarudos, porque, de una vez para siempre, habían decidido lo que iba a ser su vida.
En lo referente al padre, esto era difícil de precisar. Cesare Rico probablemente tomó su decisión al conocer a Julia Massera. Ella era más fuerte que él. Estaba claro que ella era la que mandaba, tanto en el hogar como en la tienda. Se casó con Julia, y Eddie nunca le había oído levantar la voz ni quejarse.
En cuanto a él, había elegido pertenecer a la organización y aceptar las reglas del juego, seguir la regla, dejando que los demás se rebelaran o intentasen engañarles.
¿A qué esperaba Phil para llamarle? No tenía ni un periódico que leer. Ni se le ocurrió que podía pedir que le subieran uno. Necesitaba soledad.
La calle había vuelto a hacerse ruidosa. Los coches se estacionaban junto a las aceras, y un policía apenas lograba poner orden en la circulación. No era como en Florida ni en Brooklyn. Se veían coches de todos los modelos, los más antiguos y los más nuevos, Fords muy altos como ya sólo se ven en las zonas rurales más remotas, con el capó sujeto con cordeles, y Cadillacs deslumbrantes, también camionetas, motos y gente de todas las razas, muchos negros y aún más mexicanos.
Se abalanzó sobre el aparato apenas empezó a sonar el timbre.
—¡Diga!
Seguía oyéndose el timbre. Oía voces de operadores lejanas, luego, por fin, la voz de Phil.
—¿Eddie?
—Sí.
—De acuerdo.
—¿En qué?
—Habla con tu hermano.
—¿Incluso si la policía…?
—Pase lo que pase, es mejor ser los primeros en llegar. Sid insiste en que me telefonees cuando le hayas visto.
Eddie abrió la boca sin saber lo que iba a decir, pero no tuvo tiempo de hablar, porque Phil ya había colgado. Entonces fue a lavarse las manos y la cara para refrescarse, se cambió de camisa, se puso el sombrero y se dirigió hacia el ascensor. Había dejado sobre la mesa la botella de whisky intacta. No le apetecía beber. No tenía sed. Tenía la garganta reseca, pero a pesar de ello encendió un cigarrillo.
En el vestíbulo, donde había bastante gente, no miró a su alrededor. Había varios taxis esperando delante de la puerta. No eligió, subió al primero que se puso a su alcance.
—Vamos a Aconda —dijo, dejándose caer sobre el asiento, que quemaba por haber estado expuesto al sol.
Al salir de la ciudad vio los moteles de los que le habían hablado aquella mañana, y las caravanas que formaban verdaderas aglomeraciones en los descampados, con ropa secándose en tendederos improvisados, mujeres en pantalón corto, gordas y delgadas, que cocinaban al aire libre en hornillos.
Eran los primeros campos. En la mayoría, hombres y mujeres en hileras, inclinados sobre el suelo, procedían a la recolección, mientras se iban acercando camiones que se cargaban progresivamente.
La mayor parte de las casas eran nuevas. Unos años atrás, antes de abrir el canal, esta región no era más que un desierto en medio del cual se levantaba la ciudad española. Se construía aprisa. Algunos se conformaban con barracas.
El coche giró a la izquierda por un camino arenoso, que también seguía el tendido eléctrico, y de tarde en tarde algunas casas formaban una aldea.
Aconda era más importante. Algunas viviendas eran amplias, con césped y flores alrededor.
—¿A qué casa quiere ir?
—A la de un tal Felici.
—No le conozco. Por aquí todo cambia muy aprisa.
El taxista se detuvo delante de una especie de bazar cuyas herramientas agrícolas desbordaban hasta invadir la mitad de la acera.
—¿No vive por aquí un tal Felici?
Les dieron explicaciones complicadas. El taxi salió de la aldea, cruzó nuevos campos, se detuvo delante de unos buzones que estaban al borde de la carretera. El quinto llevaba el nombre de Felici. La casa se alzaba en medio de los campos, y bastante lejos, destacando sobre el fondo del cielo, había una hilera de trabajadores encorvados.
—¿Le espero?
—Sí.
Una niña con un bañador de color rojo jugaba en el porche. Debía de tener cinco años.
—¿Está tu padre?
—Está allí.
Señalaba a los hombres visibles en el horizonte.
—¿Y tu madre?
La niña no tuvo que contestar. Una mujer morena que sólo llevaba encima un pantalón corto de hilo y una especie de sostén del mismo tejido, abrió la puerta protegida por un mosquitero.
—¿Qué pasa?
—¿La señora Felici?
—Sí.
No se acordaba de ella, y ella no debía de acordarse de él. La mujer reconoció solamente a alguien de origen italiano, alguien también sin duda que venía de lejos.
¿Hablaba con ella o era mejor esperar a hacerlo con el marido? Se dio la vuelta. No vio a nadie. No parecían haberle seguido.
—Quisiera preguntarle algo.
Ella vaciló. Seguía manteniendo abierta la puerta. Dijo sin ningún entusiasmo:
—Pase.
La habitación era amplia, casi oscura, porque las persignas estaban corridas. En medio había una mesa grande, en el suelo juguetes, en un rincón una plancha todavía enchufada junto a una camisa de hombre a medio planchar.
—Siéntese.
—Me llaman Eddie Rico, y conocí a su suegra.
Sólo entonces advirtió una presencia en la habitación de al lado. Oyó moverse a alguien. Luego la puerta, que se abría hacia dentro, empezó a abrirse. Al principio no vio más que una silueta de mujer que llevaba un vestido claro con flores. Como los postigos del cuarto no estaban cerrados, la mujer se dibujaba sobre un fondo luminoso, y se distinguía la sombra de las piernas y de los muslos a través de la falda.
En lugar de responder, la señora Felici se volvió y llamó a media voz:
—¡Nora!
—Sí, ya voy.
Entró en la estancia. Eddie por fin pudo verla bien, más baja de lo que había supuesto al conocer a su padre y a su hermano menor, más baja y más delicada.
Lo que enseguida le llamó la atención es que estaba visiblemente embarazada.
—¿Usted es el hermano de Tony?
—Sí. Usted es su mujer, ¿no?
No esperaba que todo fuese tan rápido. No había preparado nada. Imaginó que iba a hablar primero con Felici, suponiendo que este terminaría por decirle dónde estaba Tony.
Lo que también le inquietaba era el hecho de que Nora estuviese encinta. Él tenía tres hijos, y nunca había pensado en la posibilidad de que sus hermanos pudieran tenerlos.
La joven se sentó en uno de los bancos y posó un brazo sobre la mesa, examinándole con atención.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Tengo que hablar con Tony.
—No es eso lo que le pregunto. ¿Quién le ha dado sus señas?
No tenía tiempo para inventar una respuesta.
—Su padre me ha dicho…
—¿Ha ido a ver a mi padre?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque necesitaba la dirección de Tony.
—Él no la sabe. Mis hermanos tampoco.
—Su padre me dijo que Tony había reparado un viejo camión, y que él se lo regaló.
Era despierta e inteligente. Comprendió enseguida, y le miró todavía con más fijeza.
—Ha adivinado que vendría aquí.
—Me acordé de que había estado aquí varios meses cuando era niño, y que me hablaba a menudo de camiones.
—O sea que usted es Eddie.
Su mirada le inquietaba. Se esforzó por sonreírle.
—Me alegro de haberla conocido —balbuceó.
—¿Y qué quiere de Tony?
Ella no sonreía, y continuaba examinándole pensativamente, mientras la señora Felici se acurrucaba en un rincón.
¿Qué habría contado Tony a los Felici? ¿Lo sabían? ¿Le habían acogido a pesar de todo?
—¿Qué quiere de Tony? —repitió Nora, en un tono que indicaba que no estaba dispuesta a renunciar a una contestación.
—Tengo algo que decirle.
—¿El qué?
—Os dejo —murmuró el ama de casa.
—No.
—Tengo que ir a preparar el almuerzo.
Entró en la cocina, cuya puerta cerró.
—¿Qué quiere de Tony?
—Está en peligro.
—¿Por qué?
¿Con qué derecho le estaba hablando en el tono de un fiscal? Si Tony corría peligro, si él mismo estaba en un apuro, si estaban amenazados muchos años de esfuerzos, ¿no era por culpa de aquella muchacha?
—Hay quien tiene miedo de que hable —replicó con voz más dura.
—¿Saben ellos dónde está?
—Todavía no.
—¿Usted se lo dirá?
—Terminarán por encontrarle.
—Y entonces ¿qué?
—Podrían querer hacerle callar a toda costa.
—¿Son ellos los que le han enviado?
Cometió el error de dudar. Aunque luego lo negó, ya fue imposible convencerla.
—¿Qué le han dicho? ¿Qué encargo le han dado?
Era curioso, era muy femenina, no había nada duro en sus rasgos, al contrario, y aún menos en las líneas de su cuerpo; no obstante, se advertía en ella más voluntad que en un hombre. Desde el primer momento, Eddie no le había gustado. Tal vez no le gustaba ya antes de conocerle. Tony había debido de hablarle de él y de Gino. ¿Prefería a Gino? ¿Detestaba en bloque a toda la familia, aparte de Tony?
Había cólera en sus ojos oscuros, un temblor de los labios cuando le dirigía la palabra.
—Si su hermano no hubiese ido a hablar con la policía… —atacó él, a su vez encolerizado.
—Pero ¿qué está diciendo? ¿Se atreve a decir que mi hermano…?
Se puso en pie plantándole cara, adelantando el bulto de su vientre. Él creyó que se le iba a echar encima, y no iba a forcejear con una mujer encinta.
—Sí, su hermano, el que trabajaba en la General Electric. Ha contado a la policía lo que usted le contó acerca de Tony.
—¡Eso no es verdad!
—¡Es verdad!
—¡Miente!
—Escuche… Cálmese. Le juro que…
—¡Miente!
¿Cómo iba a prever que se encontraría en una situación tan ridícula? Al otro lado de la puerta la señora Felici debía de oír los gritos. La niña, que también los oía desde el porche, abrió la puerta y dejó ver una cara llena de miedo.
—¿Qué te pasa, tía Nora?
O sea, que en la casa la consideraban como de la familia. También debían de decir tío Tony.
—No es nada, cariño. Discutimos.
—¿Por qué?
—Por asuntos que no puedes entender.
—¿Era este hombre con quien yo no tenía que hablar?
Estaba claro que Tony y su mujer se lo habían contado todo a los Felici. Temían que alguien fuera a preguntar por ellos. Y habían dicho a la niña que si se presentaba un señor y hacía preguntas…
Eddie esperaba la respuesta de Nora, y ella, como para vengarse, afirmó:
—Sí, es él.
Todavía estaba temblando de la cabeza a los pies.