¿Cuántas veces había salido de la misma casa, a la misma hora tardía, con su madre en el umbral que se asomaba para ver cómo se iba? Incluso con ciertos detalles incongruentes que eran idénticos, como el hecho de que había dejado de llover. Entonces ella le decía: «Al menos espera a que ya no llueva».
¡Había visto tantas veces secarse la lluvia en las aceras, y aquellos charcos que hubiera jurado que seguían estando en el mismo sitio! Algunas tiendas no habían cambiado. Había una esquina, la segunda, en la que tiempo atrás, sin ninguna razón seria, siempre esperaba una emboscada. Volvió a sentir hasta la punzada en el pecho que experimentaba en el momento de penetrar en la zona oscura.
Volvía a encontrarse con todo aquello sin alegría. Era su barrio. Creció entre aquellas casas, que debían de reconocerle. Y sin embargo parecía que sintiese vergüenza. No de ellas. Más bien de sí mismo. Era difícil de explicar. Su hermano Gino, por ejemplo, aún era de aquí. Hasta Sid Kubik, que se había convertido en alguien importante, podía volver a aquellos lugares sin pesadumbre.
No era sólo aquella noche cuando Eddie se ponía sombrío al regresar al decorado de su niñez. Otras veces, al volver allí, en tren o en avión, se había alegrado sinceramente imaginando que el contacto iba a producirse. Luego, al llegar a su calle, a la casa de su madre, no pasaba nada. No había emoción. No sólo en él, sino también en los otros.
Le acogían del mejor modo posible. Le ponían de comer sobre la mesa. Le servían vino. Pero le miraban de una manera distinta a como hubieran mirado a Gino o a Tony.
Le hubiera gustado volver a ver a sus amigos. Pero nunca había tenido amigos de verdad. No era culpa suya. Todos eran diferentes a él.
No obstante, era escrupuloso. Había seguido la regla. No por miedo, como la mayoría de ellos, sino porque comprendía que era indispensable.
Irónicamente, era a él a quien su madre observaba siempre como con recelo, como con sospecha. También aquella noche. Sobre todo aquella noche.
Flushing Avenue, con sus luces, no estaba lejos. Antes de llegar a la avenida un policía se volvió para mirarle. Era un hombre de mediana edad. Eddie, que no le reconoció, estaba seguro de que el policía le conocía.
Llegó a la arteria brillantemente iluminada, con sus bares, sus restaurantes, sus cines, sus tiendas aún abiertas, con parejas que deambulaban por las aceras, grupos de soldados y marineros con chicas, que iban a hacerse fotografiar por aparatos automáticos, comer perritos calientes o tirar al blanco.
Se había propuesto volver enseguida al Saint George y acostarse. No podía irse aquella noche. Necesitaba reposo. Además, sólo le quedaban unos doscientos dólares en el bolsillo, y tenía que cobrar un cheque. Había conservado una cuenta corriente en un banco de Brooklyn. Tenía otras en distintos bancos, cuatro o cinco, era algo necesario para sus operaciones.
Alice y las niñas estarían durmiendo, y de pronto tuvo la impresión de que estaban muy lejos, y que corría el peligro de no volver a verlas, de no regresar a su casa, a aquella vida que había organizado de un modo tan paciente y minucioso. Sintió pánico. Sintió unas ganas locas de volver inmediatamente allí, despreocupándose de Tony, de Sid Kubik, de Phil y de todos los demás. Se rebelaba. No tenían ningún derecho a arrancarle así de su vida.
La avenida había cambiado tan poco que era alucinante. Sobre todo los olores, cada vez que se acercaba a un mostrador de perritos calientes o a un restaurante. Y los ruidos, las músicas que salían de los locales de diversión.
En aquel mismo lugar había tenido la edad de esos soldados que se reían dando empujones a los viandantes, de esos jóvenes que, con el cigarrillo en los labios y las manos metidas en los bolsillos, pasaban delante de los escaparates con un aire misterioso.
Un coche se acercó el bordillo, dirigiéndose hacia él, y creyó reconocer una cara, se alargó un brazo, una mano se agitó asomándose por la portezuela, y el coche se detuvo.
Era Bill, a quien llamaban Bill «el Polaco», con dos chicas a su lado en los asientos delanteros, y detrás, en la penumbra, otra chica y un hombre al que Rico no conocía. Bill no bajó del coche.
—¿Qué haces por aquí?
—Estaba de paso y he venido a ver a mi madre.
El Polaco se volvió hacia las mujeres y explicó:
—Es el hermano de Tony. —Y luego, dirigiéndose a él—: ¿Hace mucho que has llegado? Te hacía en algún lugar del Sur en Louisiana, ¿no?
—En Florida.
—Eso, en Florida. ¿Te va bien por allí?
A Eddie no le gustaba Bill. Este trataba de darse importancia. Alborotaba, era pendenciero, siempre rodeado de mujeres ante las que presumía. ¿Qué puesto ocupaba en la organización? Seguramente uno que no era de primer orden. Traficaba en la zona de los muelles, se ocupaba de los sindicatos. Eddie sospechaba que prestaba dinero a los cargadores de semana en semana, y que les compraba mercancías robadas.
—¿Vienes con nosotros a tomar una copa?
Le invitaba con desgana. Bill se había detenido por curiosidad, y había dejado en marcha el motor.
—Vamos a Manhattan. Un local en un sótano, hacia la Calle Veinte, donde las mujeres bailan en cueros.
—Gracias. Prefiero acostarme.
—Como quieras. ¿Sabes algo de Tony?
—No.
Aquí terminó la conversación con Bill. El coche se alejaba por el asfalto, y el Polaco debía de hablar de él a sus compañeras y al hombre que iba sentado en la parte trasera. ¿Qué les estaría diciendo?
Eddie raras veces necesitaba a otros. Sus desalientos no eran frecuentes. Sin embargo, aquella noche, a pesar de su decisión, no se resignaba a ir a acostarse. Tenía ganas de hablar con alguien que le manifestase simpatía, y que también pudiera inspirársela.
Volvieron a su memoria caras que hubiese podido volver a ver empujando la puerta de algunos de los bares y de los restaurantes de la avenida. Ninguna le convencía.
Ninguna respondía a lo que él buscaba.
Sólo al notar un olor a cocina con ajo pensó en Pep Fasoli, un hombretón que había sido compañero suyo en la escuela y que había montado una fondita en la que se podía comer de día y de noche. Era un cuchitril, una especie de pasillo estrecho sin ensanchamientos, con un mostrador y unas cuantas mesas separadas por tabiques; allí servían espaguetis, perritos calientes y hamburguesas.
A veces, en Florida, cuando comía espaguetis con Alice en un restaurante italiano, decía a su mujer, con una pizca de nostalgia, que no podían compararse con los de Fasoli.
Sintió hambre y entró. Detrás del mostrador, dos cocineros con algún mandil manchado trabajaban delante de los fogones eléctricos. Unas camareras con uniforme negro y delantal blanco iban y venían con el lápiz detrás de la oreja. Parecía que después de tomar nota se clavaban el lápiz entre los cabellos como un peine.
La mitad de las mesas estaban ocupadas. Un fonógrafo automático tocaba algo sentimental. Allí estaba Pep, también vestido de cocinero, más bajo y más gordo de lo que recordaba. Sin duda reconoció a Eddie cuando este se sentó en uno de los taburetes, pero no se precipitó hacia él tendiéndole la mano. ¿Había vacilado antes de acercársele?
—Sabía que estabas en el barrio, pero no estaba seguro de que vinieras a verme.
Pep solía ser expansivo.
—¿Cómo te has enterado de que estaba en Brooklyn?
—Te han visto entrar en casa de tu madre.
Eso le inquietó. En la calle había vuelto la cabeza varias veces para asegurarse de que no le seguían; no había visto a nadie. La calle estaba desierta cuando salió de la casa.
—¿Quién?
Pep hizo un vago ademán.
—¡Hombre! ¿Cómo voy a acordarme? Pasa tanta gente por aquí…
No era verdad. Pep sabía quién le había hablado de él. ¿Por qué no quería decírselo?
—¿Unos espaguetis especiales?
Le trataba como a un cliente más. Estuvo a punto de decir que no, que ya había cenado. No se atrevió. Aquello era como el chianti de su madre. Su antiguo amigo podría ofenderse.
Afirmó con la cabeza, y Pep se volvió para encargar los espaguetis a uno de los dos cocineros.
—No tienes buena cara.
¿Lo hacía adrede? Eddie ya era demasiado propenso a inquietarse por su salud. Delante de él la pared estaba cubierta de espejos en los que se anunciaban con tiza los platos del día. A causa del vaho de los hornos el espejo ante el que se encontraba estaba empañado, y era probablemente un mal espejo. Eddie veía en él una cara más pálida que de costumbre, ojeras, labios descoloridos. Incluso le pareció que tenía la nariz un poco torcida, como su hermano Gino.
—¿Sabes algo de Tony?
Todo el mundo lo sabía. Todo el mundo estaba al corriente. Había como una conspiración. Y cuando le hacían aquella pregunta le miraban de forma intencionada, como si sospechasen que escondía algo vergonzoso.
—No me ha escrito.
—¡Ah!
Pep no insistió, fue hacia la caja registradora y la hizo funcionar.
—¿Vuelves a tu casa? —le preguntó un poco después, desganadamente, como si la respuesta no le interesase.
—Aún no sé cuándo.
Le sirvieron sus espaguetis con una salsa muy fuerte cuyo olor le dio náuseas. Ya no tenía hambre, tuvo que hacer un esfuerzo para comer.
—¿Un café expreso?
—Bueno.
En la otra puerta del mostrador dos jóvenes le miraban con insistencia, y Eddie tenía el convencimiento de que hablaban de él. Para ellos era un personaje importante. Eran novatos, en los escalones más bajos de la jerarquía, de esos a los que se da de vez en cuando un billete de cinco dólares por algún pequeño encargo.
Antes le hubiera complacido que le miraran de aquella forma. Ahora se sentía incómodo. Tampoco le gustaba la manera como Pep iba de vez en cuando a rondar en torno a él. En cualquier caso, Pep era lo que más podía parecerse a un amigo. Eddie hasta le había hecho confidencias, una noche, bajo la luna, mientras andaban interminablemente por las calles, cuando tenían dieciséis o diecisiete años. Precisamente le habló de la regla, de su necesidad, de la estupidez y del peligro que significaba apartarse de ella.
—¿No están buenos?
—Muy buenos.
Y Eddie se esforzaba por comer todo el plato de espaguetis, que tenían un regusto de grasa quemada, con demasiado ajo. No hubiera tenido que ir al restaurante de Fasoli. No hubiera tenido que ir a casa de su madre.
¿Qué hubiera pasado si hubiese vuelto a Santa Clara y telefoneado sin más a Sid Kubik diciéndole que no había encontrado la pista de su hermano? Era demasiado escrupuloso.
—¿Qué te debo?
—Olvídalo.
—No, no. Te pago.
Le dejó que pagara. Era la primera vez. También a causa de aquel detalle se sintió más extraño en el lugar.
Lo que no acababa de ver con claridad era si los otros le rechazaban o si era él quien se ponía aparte. Su hotel no estaba muy lejos, a dos bocacalles. Decidió ir a acostarse sin más demora, y sin embargo aún entró en un bar. Se acordaba vagamente del camarero de tiempo atrás, con el que hasta había llegado a jugar una partida de dados. El camarero era otro. El dueño también. El mostrador era oscuro, las paredes recubiertas de maderas color marrón, con grabados de carreras de caballos y fotos de jockeys y de boxeadores. Algunas de aquellas fotos eran antiguas; reconoció a dos o tres boxeadores que tiempo atrás había lanzado el viejo Mossie, porque Mossie empezó llevando un gimnasio.
Señaló una espita de cerveza.
—Una media.
No conocía al que se la sirvió. Tampoco al hombre que bebía whisky a su lado, y que ya estaba borracho. Ni la pareja sentada al fondo de la sala, que se entregaba al máximo de placer que era posible tener en público.
Estuvo a punto de volver a telefonear a Alice.
—Lo mismo. —Cambió de opinión—: No, un whisky.
Tenía una súbita sed de alcohol, y sabía que hacía mal al ceder a ella. Le ocurría pocas veces. Hay personas a las que les sienta bien. A él la bebida le volvía triste y receloso. Eran las dos de la madrugada y se caía de sueño. Se empeñaba en seguir acodado en aquel bar, donde ni siquiera el borracho le dirigía la palabra.
—Otro.
Tomó cuatro whiskies… También aquí tenía delante un espejo en el que se miraba y en el que se veía desmejorado. La barba le había crecido ensuciando las mejillas y el mentón. Crecía aprisa. En algún sitio había leído que crece más aprisa en la cara de los muertos que en la de los vivos.
Cuando por fin volvió a su hotel andaba titubeante, y cada vez que oía pasos a sus espaldas creía que era alguien a quien Phil había encargado que le siguiera. En un ángulo del vestíbulo, en el que la mayoría de las luces estaban apagadas, había dos hombres sentados que conversaban a media voz y que levantaron la cabeza para mirarle cuando se dirigía hacia el ascensor. ¿Le estaban vigilando? No les reconoció, pero eran millares los que él no conocía, y que en cambio le conocían, porque él era Eddie Rico.
Estuvo a punto de ir a plantarse ante ellos y decirles: «Soy Eddie Rico. ¿Queréis algo de mí?».
El ascensorista le avisó:
—Cuidado con el escalón.
—Gracias, chico.
Durmió mal, se levantó dos veces para beber grandes vasos de agua, se despertó de mal humor, con jaqueca. Desde su habitación telefoneó a la compañía aérea.
—Sí, El Centro, en California, lo antes posible.
Había un vuelo a las doce del mediodía. Ya no había pasajes.
—Está todo vendido para tres días. Pero si viene usted media hora antes del despegue, hay muchas posibilidades de que tenga pasaje. Siempre hay alguna devolución en el último momento.
Fuera brillaba el sol, un sol más pálido, más delicado que en Florida, con un vaho transparente en el cielo.
Se hizo subir un desayuno del que sólo comió unos bocados, y llamó para que trajesen una segunda cafetera. Luego telefoneó a Alice, que a aquella hora debía de estar ocupada arreglando las habitaciones con Loïs, la negrita, que hacía las camas, y Babe, que las seguía tocándolo todo.
—¿Eres tú? ¿Todo bien en casa?
—Todo bien.
—¿No ha habido llamadas?
—No. Esta mañana Babe se ha quemado un dedo al tocar la sartén, pero no ha sido nada. Ni siquiera ha llorado. ¿Has visto a tu madre?
—Sí.
No sabía qué decirle, le preguntó qué tiempo hacía, si ya habían llevado las nuevas cortinas del comedor.
—¿Te encuentras bien? —se inquietó su mujer.
—Claro que sí.
—Pareces acatarrado.
—No. Bueno, no sé.
—¿Estás en el hotel?
—Sí.
—¿Has visto a algunos amigos?
Sin saber por qué, respondió:
—A algunos.
—¿Vas a volver pronto?
—Primero tengo algo que hacer. En otro sitio.
Casi estuvo al borde de confesarle que iba a El Centro. Era peligroso. Se detuvo a tiempo. Pero si ocurría algo en su casa, por ejemplo a una de sus hijas, no sabrían dónde llamarle.
—¿Quieres colgar para que siga con la línea de Santa Clara? Necesito hablar con Angelo.
No hubo ninguna dificultad.
—¿Es usted, jefe?
—¿Nada nuevo en la tienda?
—Nada especial. Esta mañana han empezado a trabajar los pintores.
—¿Y Joe?
—Bien.
La respuesta carecía de entusiasmo.
—¿Difícil?
—Miss Van Ness le ha parado los pies.
—¿La ha molestado?
Probablemente Joe era el primero que faltaba al respeto a Miss Van Ness.
—Le ha pegado un bofetón del que se acordará mientras viva.
—¿Ha intentado salir?
—La primera noche estuve jugando a las cartas con él hasta las tres de la madrugada, y después cerré la puerta con llave.
—¿Y después?
—Anoche vi que estaba muy inquieto y que iba a saltar por la ventana. Entonces telefoneé a Bepo.
Un hombrecillo que siempre iba mugriento y que tenía una casa de citas en la carretera, a igual distancia de Santa Clara y de la población vecina.
—Envió lo que necesitaba. Han vaciado toda una botella de whisky. Esta mañana está hecho cisco.
A las once y media Eddie estaba de nuevo en La Guardia, con su maleta, cerca de la ventanilla. Le habían prometido el primer pasaje disponible. Espiaba a las personas que había a su alrededor, buscando una cara conocida, alguien que pareciera pertenecer a la organización.
Había pasado por el banco para retirar mil dólares. Le faltaba aplomo cuando sabía que no llevaba dinero en el bolsillo. Su talonario de cheques no le bastaba. Necesitaba billetes.
En el aeropuerto no dio su verdadero nombre a la empleada de la ventanilla, sino el primer apellido que le pasó por la cabeza: Philippe Agostini. De modo que cuando le llamaron estuvo unos segundos sin responder, olvidando que era él.
—Ciento sesenta y dos dólares… Ahora le preparo el billete. ¿Lleva equipaje? Por favor, pase por la báscula.
Le parecía imposible que le dejaran irse sin que de una u otra forma trataran de averiguar adónde se dirigía. Volvía la cabeza sin cesar, escrutaba las caras. Nadie parecía preocuparse de él.
Incluso aquello, la falta de vigilancia, terminó por angustiarle.
El altavoz rogaba a los pasajeros de su avión que se dirigieran a la puerta número 12. Allí coincidió con una veintena de personas. Sólo entonces, en el momento en que tendía su billete, sintió dos ojos pardos fijos en él. Porque los sintió literalmente antes de verlos, hasta el punto de que dudó antes de volver la cabeza.
Era un muchacho de dieciséis o diecisiete años, de cabello oscuro y reluciente, piel de color mate, seguramente un italiano, apoyado en un tabique, que le miraba con aire burlón.
Eddie no le conocía, no podía reconocerle puesto que era un bebé cuando él se fue de Brooklyn. Había debido de conocer a sus padres, porque sus rasgos y su expresión le eran familiares.
Se le ocurrió la idea de dar media vuelta y tomar otro avión, en cualquier dirección con tal de que fuese distinta. No serviría de nada: fuera adonde fuese siempre habría alguien esperándole en el aeropuerto.
Además, había la posibilidad de bajar a medio camino. ¿Iban a tomarse la molestia de vigilar todas las escalas?
—¿Qué espera usted para pasar?
—Perdone.
Siguió avanzando con los demás. El joven se quedó allí, con un cigarrillo sin encender pegado al labio inferior, igual que Gino.
El avión despegó. Luego, a una media hora de los rascacielos de Nueva York, que habían sobrevolado a poca altura, la azafata les sirvió el almuerzo. En Washington no se le pasó por la cabeza la idea de interrumpir el viaje. Había trabajado allí. Entre el gentío que había detrás de las vallas de las pistas hubiese sido incapaz de reconocer a alguien encargado de seguirle.
Se durmió. Al despertarse la azafata ofrecía té, y se tomó una taza que le revolvió el estómago.
—¿Cuándo llegamos a Nashville?
—Dentro de unas dos horas.
Volaban muy alto, mucho más arriba de una masa luminosa de nubes con un desgarrón por el que se divisaba a veces el verde de la llanura y el blanco de las granjas.
Había pasado muchas veces por Nashville, siempre los pocos minutos de la escala, a veces en tren, a veces en avión, sin salir nunca de la estación o del aeropuerto.
Allí no había nadie de la organización. Era una ciudad tranquila en la que no había mucho que hacer, y que se abandonaba a los chantajistas locales.
¿Por qué no bajar? Allí encontraría trenes y aviones en todas direcciones. Y luego ¿qué iba a hacer? Los grandes jefes ahora ya sabían que había tomado pasaje para El Centro. Le esperarían allí. Tanto si llegaba en aquel avión como en otro, no había manera de despistarles.
¿Qué explicación iba a dar?
Eran tan astutos como él, infinitamente más poderosos que él. Eddie nunca había intentado engañarles. Era su fuerza. A causa de ello había llegado a su posición actual. A los dieciséis años, cuando la mayoría presumen de matones, ¿acaso él no hablaba ya de la regla paseándose al claro de luna con Fasoli?
Se sorprendió a sí mismo echando todas las culpas a Tony, porque en resumidas cuentas era él quien le había puesto en aquel apuro. Eddie siempre había estado convencido de que quería a sus hermanos, a Tony aún más que a Gino, porque se sentía menos diferente de él.
Pero también quería mucho a su madre, y el día anterior no había sentido absolutamente nada hablando con ella. Entre ellos no había habido ni una sombra de afecto. Casi la había detestado por la forma inquisitiva con que le miraba.
Nunca se había sentido tan solo. Incluso Alice se hacía menos real. Apenas conseguía imaginársela en su casa, convencerse de que aquella casa era la suya, que todas las mañanas le despertaban los mirlos que brincaban sobre el césped, y luego los balbuceos de Babe.
¿De dónde era? En Brooklyn no se había sentido en su casa. Y sin embargo en Florida bastaba oír un nombre de allí para sentir nostalgia. Si desconfiaba de Boston Phil, si más bien sentía aversión por él era porque no había nacido en Brooklyn. Phil no había pasado su niñez en las mismas calles, de la misma forma, no había comido lo mismo que él, no había hablado el mismo lenguaje.
Porque, en resumen, se trataba de eso: Boston Phil era diferente, era de otro sitio.
Aunque hoy fuera uno de los grandes jefes, Sid Kubik estaba más cerca de él, e incluso el pelirrojo de Joe. Entonces, ¿por qué huía de ellos?
¿Por qué se aferraba a las imágenes de Florida?
Lo que más le inquietaba era que esos dos polos se habían vuelto inconsistentes, de manera que ya no podía apoyarse en nada.
Estaba completamente solo, en su avión, con la perspectiva de ser un extraño, si no un enemigo, allí donde aterrizase.
No bajó en Nashville. Y tampoco en Tulsa, ciudad de la que sólo vio las luces en medio de la noche. Renunciaba a reflexionar, aplazaba cualquier decisión para más tarde. El cielo era de un azul oscuro, sin contrastes, lleno de estrellas lejanas que parpadeaban irónicamente.
Durmió un poco. La luz del amanecer le despertó, cuando quince o veinte personas dormían aún a su alrededor. Una mujer que daba el pecho a un bebé le miró retadoramente. ¿Por qué? ¿Parecía ese tipo de hombre que mira furtivamente el pecho de las mujeres que amamantan?
Bajo el aparato se extendía una inmensa llanura roja de la que se elevaban montañas doradas, a veces con franjas de un blanco luminoso.
—¿Café? ¿Té?
Tomó café. En Tucson bajó del avión para subir a otro más pequeño que iba a El Centro, y puso en hora su reloj, que ya llevaba tres horas de diferencia con el del aeropuerto. La mayoría de los hombres llevaban sombreros de alas anchas y color claro, a lo vaquero, y pantalones ceñidos. Muchos parecían mexicanos.
—¡Qué tal, Eddie!
Se estremeció. Le habían dado una palmada en el hombro. Buscó en su memoria el nombre de quien le tendía la mano sonriéndole alegremente, pero no consiguió recordarlo. Le había conocido en algún sitio, no en Brooklyn, más bien en el Middle West, en Saint Louis o en Kansas City. Si no se equivocaba, por entonces era camarero en un club nocturno.
—¿Qué tal el viaje?
—No va mal.
—Me han dicho que pasarías por aquí y he venido a saludarte.
—Gracias.
—Vivo a quince kilómetros de aquí. Tengo un local con el que me defiendo. En esta tierra son terriblemente jugadores.
—¿Quién te ha dicho…?
Se arrepintió de haberlo mencionado. ¿Para qué hacer la pregunta?
—Pues ya no me acuerdo. Tú ya sabes cómo son los rumores. Anoche, durante una partida, alguien habló de ti y de tu hermano.
—¿Cuál?
—El que…
Entonces fue su interlocutor quien se mordió los labios. ¿Qué iba a decir? ¿«El que ha hecho tonterías»?
Encontró una fórmula:
—El que se ha casado hace poco.
Ahora recordaba su nombre: se llamaba Bob, y en Saint Louis había trabajado en el Liberty, que entonces pertenecía a Stieg.
—Es inútil que te invite al bar del aeropuerto. Sólo sirven sodas y café. He pensado que te gustaría que te trajera…
Y le puso en la mano una botella plana.
—Gracias.
No se la bebería. La botella estaba tibia por el calor de su compañero, pero era mejor no rechazarla.
—Parece que te van bien las cosas en Santa Clara, ¿no?
—No puedo quejarme.
—¿Y la policía?
—Correcta.
—Es lo que yo siempre les digo. Lo primero es…
Eddie ya no le escuchaba. Sacudía la cabeza en señal de aprobación. Fue un alivio cuando por fin llamaron a los pasajeros porque el nuevo avión iba a despegar.
—Me ha encantado saludarte. Si vuelves a pasar por aquí no dejes de ir a verme.
Ya sólo quedaban dos escalas: Phoenix y Yuma. Luego, cuando el avión volviese a descender lo haría sobre las pistas de El Centro. La mano de Bob estaba húmeda de sudor. Seguía sonriendo. Sin ningún género de dudas, unos instantes después iba a precipitarse hacia el teléfono.
—¡Buena suerte!
Durante casi todo el tiempo sobrevolaron el desierto. Luego, sin transición, trazando tajantemente una frontera, había campos surcados por canales, con casas de color claro, todas orientadas en la misma dirección.
Desde la altura seguían una amplia carretera en la que los camiones avanzaban en fila india, llevando incesantemente cajas de verduras a la ciudad. También circulaban por otras carreteras más estrechas que iban a buscar la arteria principal, y el movimiento recordaba el de un hormiguero, con vehículos vacíos que iban en dirección contraria.
Eddie hubiera preferido que el aparato no aterrizase, que siguiese su camino hacia el Pacífico, que no estaba más que a una hora de vuelo. ABRÓCHENSE LOS CINTURONES, ordenó el letrero luminoso.
Se lo ajustó, y cinco minutos después, cuando las ruedas entraron en contacto con el asfalto de la pista, ya lo estaba desabrochando. No vio ninguna cara conocida.
Nadie le dio una palmada en el hombro. Había mujeres, hombres que esperaban a alguien o que iban a enlazar con otro vuelo. Parejas que se besaban. Un padre se dirigía hacia la salida llevando dos niños de la mano, mientras su mujer trotaba a sus espaldas y trataba en vano de hablarle.
—¿Mozo, señor?
Abandonó su maleta al negro.
—¿Taxi?
Hacía más calor que en Florida, un calor distinto, como más brillante, y el sol quemaba los ojos.
Cogió el primer taxi que encontró, y durante todo ese tiempo se esforzó por parecer tranquilo, indiferente, pues tenía la seguridad de que le estaban observando.
—Al hotel.
—¿A cuál?
—Al mejor.
El coche arrancó, y él cerró los ojos suspirando.