El encargado del garaje que le alquiló el coche en Harrisburg le indicó el camino en un mapa que tenía sujeto con chinchetas en la pared de su despacho. Se oían truenos, pero no llovía aún. Seguir por la autopista de peaje hasta Carlisle, y girar primero a la derecha, por la 274, luego a la izquierda, por la 850, después de un pueblucho llamado Drumgold, teniendo cuidado de no continuar hasta Alinda. Vería un gran edificio de ladrillo con una chimenea muy alta, una antigua fábrica de azúcar. El camino estaba al lado.
Todo eso lo había registrado automáticamente en la memoria, como en la escuela, con el número de kilómetros de un lugar a otro. Había empezado a llover cuando aún estaba entre las líneas blancas de la autopista. Fue muy brusco. En dos segundos cayó un alud de agua ante el cual los limpiaparabrisas resultaron casi inútiles, y en el cristal delantero la capa líquida era tan espesa que el paisaje se veía deformado.
Había dormido mal. El día anterior por la tarde, al bajar del avión en Washington le dijeron que había un avión para Harrisburg una hora después, y decidió cogerlo sin tomar la precaución de reservar una habitación por teléfono. Durante el viaje estuvo muy nervioso. En la escala de Jacksonville vio al final de las pistas un avión igual que el suyo y que se había estrellado envuelto en llamas una hora antes; aún humeaba.
No había ninguna habitación libre en los dos o tres buenos hoteles de Harrisburg, a causa de algún acontecimiento, probablemente una feria, porque había banderolas en todas las calles, habían levantado un arco de triunfo y las bandas de música seguían yendo de un lado a otro pasada la media noche.
Por fin su taxi le condujo a un hotel de medio pelo en el que el esmalte de la bañera tenía churretes amarillos, y al lado de la cama podía verse, junto a una Biblia Gedeón, un aparato de radio que funcionaba introduciendo en una ranura una moneda de veinticinco centavos.
Durante toda la noche, una pareja borracha, a la que el botones había subido una botella de whisky, estuvo alborotando, y Eddie aporreó en vano varias veces el tabique.
Evidentemente, en su juventud había estado en lugares peores. Cuando era niño no había ninguna clase de cuarto de baño en toda la casa, se lavaban en la cocina una vez por semana, los sábados. Tal vez si había luchado tanto fue por tener algún día un cuarto de baño de verdad. ¡Tener un cuarto de baño y cambiarse de ropa todos los días!
Había dejado atrás Carlisle. A lo largo de toda la autopista no faltaban paneles indicativos, pero los coches circulaban aprisa, los neumáticos, en un asfalto empapado, hacían un ruido ensordecedor, había que mantener una velocidad, y en medio de tanta agua no se tenía tiempo de leer todos los letreros que pasaban ante los ojos.
Cuando pudo salirse de la autopista de peaje ya había dejado atrás la 274, y tuvo que dar un largo rodeo por los campos, luego por unos arrabales de aspecto hostil, antes de volver a meterse en la carretera. Como por una ironía del destino, tres kilómetros más lejos el camino estaba cortado: un largo panel con una flecha de varios metros anunciaba un desvío.
A partir de entonces avanzó a ciegas, inclinado hacia delante para distinguir algo en medio de la tempestad, pasando de un camino vecinal a una carretera asfaltada que le dio un poco de esperanza, pero que volvió a convertirse en un simple camino después de cruzar una aldea.
Ahora estaba entre montañas, donde los árboles parecían negros, y de vez en cuando una alquería, unos campos de labor, unas vacas inmóviles y ateridas que le miraban pasar.
Debía de estar perdido. No veía ni rastro de Drumgold, que hubiera tenido que cruzar mucho antes, y no había ni una sola señal orientadora. Para preguntar, hubiese tenido que parar el coche delante de una granja, bajar, empaparse para ir a llamar a la puerta, y ni siquiera estaba seguro de encontrar a alguien; hubiérase dicho que el universo se había vaciado de todos los seres humanos.
Por fin acabó por encontrar una gasolinera. Un hombretón pelirrojo, con un impermeable, se acercó a la portezuela después de haber hecho sonar el claxon unas diez veces.
—¿White Cloud?
El otro se rascó la cabeza, volvió a entrar en la casucha que había al lado de la gasolinera para informarse. Y fueron nuevas cuestas, bosques, un lago tan lúgubre como el cielo. Por fin, en una hondonada, cuando ya llevaba horas en el coche, y no había tomado nada desde la taza de café de la mañana, vio unas casas de madera, una de ellas pintada de amarillo oscuro, con unas letras negras: EZECHIEL HIGGINS TRADE POST.
Era lo que el hombre del garaje le dijo que buscara. Estaba en White Cloud, donde vivía el viejo Malaks.
En la fachada del edificio había un porche. La parte de la izquierda era una tienda de la época de los pioneros, donde se vendía de todo: sacos de harina, palas, azadones, arneses, conservas, lo mismo que caramelos y monos de trabajo. La puerta del medio llevaba un letrero: HOTEL. La de la derecha, la palabra TAVERN.
El agua caía del tejado del porche. Al abrigo de este, un hombre fumaba un cigarro muy negro, balanceándose en una mecedora, y parecía divertirle ver cómo Eddie corría bajo la lluvia.
Al principio Eddie no se fijó mucho. Se preguntó hacia qué puerta tenía que dirigirse, acabó por empujar la de la taberna, donde había dos viejos sentados delante de su vaso sin decir ni una palabra, como momificados. La verdad es que eran muy viejos, de esos ancianos que ya sólo se encuentran en los lugares campesinos más remotos. Sin embargo, uno de ellos, después de un largo silencio, abrió la boca para llamar:
—¡Martha!
Entonces una mujer salió de la cocina secándose las manos en su delantal.
—¿Qué pasa?
—¿Es esto White Cloud?
—¿Qué quiere que sea?
—¿Es aquí donde vive Hans Malaks?
—Sí y no. Su granja está a unos siete kilómetros al otro lado de la montaña.
—¿Sería posible comer algo?
El hombre del porche estaba de pie en el quicio de la puerta, y le miraba irónicamente, como si para él la escena fuese muy divertida, y fue entonces cuando Eddie frunció el ceño.
No le conocía. Estaba seguro de que nunca le había visto. Pero no estaba menos seguro de que había pasado su niñez en Brooklyn, y de que no estaba allí por casualidad.
—Puedo hacerle una tortilla.
Dijo que sí. La mujer se fue, pero volvió para preguntarle si no quería nada de beber.
—Un vaso de agua.
Parecía estar en el extremo del mundo. Las litografías de las paredes databan de veinte o treinta años, y algunas eran las mismas que habían adornado la tienda de su padre. El olor era también casi el mismo, con los añadidos del olor a campo y a lluvia.
Los dos viejos, inmóviles como para la eternidad, no dejaban de mirarle con sus ojos ribeteados de rojo, y uno de ellos llevaba una barbita de chivo.
Eddie fue a sentarse junto a la ventana, más incómodo aún que en Miami, con la desagradable sensación de ser un extraño.
El día antes, en lugar de dirigirse allí, había estado a punto de ir directamente a Brooklyn para visitar a su madre. ¿Sabía por qué no lo había hecho? ¿Quizá porque se sentía vigilado? Ya en el avión de Miami a Washington había examinado uno tras otro a todos los pasajeros, preguntándose si alguno de ellos no estaría allí para seguirle.
Aquí, ese hombre que le había estado mirando cuando bajó del coche, mientras sonreía satisfechamente, sin duda pertenecía a la organización. Tal vez hacía ya varios días que estaba allí. ¿Había ido a ver al viejo Malaks para tratar de sonsacarle?
En cualquier caso le esperaba. Había debido de telefonearle desde Miami. Daba vueltas en torno a Rico como si dudase de dirigirle la palabra.
—¡Vaya tiempo, eh!
Eddie no respondió.
—No es fácil encontrar la granja del viejo.
¿Se burlaba de él? Iba sin chaqueta, sin corbata, porque a pesar de la tormenta aún hacía calor, un calor húmedo que se pegaba a la piel.
—¡Es todo un tipo!
Sin duda se refería a Malaks. Eddie se encogió ligeramente de hombros. Y después de haber lanzado dos o tres frases al aire, el otro le volvió la espalda refunfuñando:
—¡Como quiera!
Eddie comió sin apetito. La mujer le siguió hasta el porche para indicarle el camino. Había una cascada al pie de la loma, y el coche tuvo que atravesar un arroyo que había invadido la carretera. Esta vez no se extravió, sólo estuvo a punto de atascarse en un camino en el que los tractores habían dejado profundas roderas.
En un nuevo valle descubrió en medio de las praderas y de los maizales una granja pintada de rojo, sólo con planta baja, y unas ocas que se enfadaron al verle cerca.
Cuando bajó del coche alguien le estaba observando desde una ventana, y al acercarse desapareció la cara, se abrió la puerta y le recibió un hombre fuerte y corpulento como un oso.
Esta vez Eddie no llevaba nada preparado. No era posible. No estaba en su terreno. El hombre, que estaba fumando una pipa de maíz, le miraba sacudirse la lluvia del sombrero y de los hombros.
—¡Está hecho una sopa! —comentó con una alegría de campesina.
—¡Sí, hecho una sopa!
En medio de la habitación había una estufa de un modelo antiguo cuyo tubo iba a perderse en una de las paredes. El techo era bajo, sin encalar, sostenido por gruesas vigas. En la pared, tres fusiles, uno de ellos de dos cañones. Un buen olor a vaca.
—Soy el hermano de Tony —se apresuró a anunciar.
El otro pareció asentir. Que fuera el hermano de Tony le parecía muy bien. «¿Y qué?», parecía decir señalando una mecedora.
Después de lo cual cogió de un estante una botella de aguardiente blanco que debía de destilar él mismo, y dos vasos gruesos. Los llenó con un gesto sacerdotal y empujó uno hacia su huésped, sin decir nada, y Eddie comprendió que lo mejor era bebérselo.
Al lado de aquel viejo, Sid Kubik, que sin embargo daba una impresión de solidez y de fuerza, como máximo hubiera parecido un hombre del montón.
Malaks tenía la piel curtida, surcada por finas arrugas, y los músculos hinchaban su camisa a cuadros rojos; sus manos eran enormes, duras como herramientas.
—Hace ya mucho tiempo —la voz de Eddie carecía de firmeza— que no he recibido noticias de Tony.
El viejo tenía los ojos de un azul muy claro, y la expresión de su rostro era bondadosa. Parecía sonreír al mundo hecho por Dios, en el que él ocupaba un pequeño lugar y donde nada de lo que pudiera suceder era capaz de sorprenderle.
—Es un gran chico —dijo.
—Sí. Según me han dicho quiere mucho a su hija.
A lo cual Malaks respondió:
—Son cosas de la edad.
—Me ha alegrado mucho saber que se habían casado.
El granjero estaba sentado frente a él en una mecedora, y se balanceaba a un ritmo regular, con la botella al alcance de la mano.
—Son cosas que suelen pasar entre un hombre y una mujer.
—No sé si él le ha hablado de mí.
—Un poco. Supongo que usted es el que vive en Florida, ¿no?
¿Qué le habría dicho Tony? ¿Había hecho a su suegro las mismas confidencias que a su mujer, y le había hablado de la actividad de su familia?
Malaks no parecía receloso. La palabra indiferente tampoco era la adecuada. Estaba claro que la visita de aquel señor que venía del sur no le inquietaba. ¿Qué es lo que podía inquietarle? Sin duda nada. Había hecho su vida, se identificaba con el decorado que se había construido. Alguien llamaba a su puerta y él le ofrecía un vaso de aguardiente. Para él era una ocasión para beber, ver una cara desconocida, intercambiar unas frases.
Sin embargo, tenía el aire de no tomarse demasiado en serio todo aquello.
—Mi madre me dice en una carta que Tony ha renunciado a su trabajo.
Era una manera de sondearle. Espiaba su reacción. Si Malaks sabía, ¿no iba a mostrar una sonrisa irónica ante la palabra trabajo?
El hecho es que estaba sonriendo, pero sin ironía. Era una sonrisa que no afectaba ni a los músculos de la cara ni a los labios, que sólo estaba en los ojos.
—Como pasaba por aquí he venido a verle.
Parecía agradecérselo… Malaks le sirvió un segundo vaso de aquel alcohol que quemaba la garganta.
Era mucho más difícil que con un sheriff o con cualquiera de los dueños de clubes nocturnos. Sobre todo porque no se sentía dominando sus recursos. Tenía un poco de vergüenza de sí mismo, se esforzaba para no manifestarlo. Se sentía pálido y blando, fofo, ante aquella masa de carne apretada que seguía balanceándose frente a él.
No le ayudaba. Pero no tenía por qué ser necesariamente algo deliberado. A los hombres que llevan la vida de Malaks no les gusta hablar.
—Se me ha ocurrido que, si lo necesita, no me sería difícil encontrarle trabajo.
—Yo diría que puede apañárselas solo.
—Es un buen mecánico. Cuando aún era muy joven ya le apasionaba la mecánica.
—En tres días supo poner en marcha el viejo camión que yo ya había abandonado como chatarra cerca del estanque.
Eddie se esforzó por sonreír.
—¡Muy propio de Tony! Eso habrá sido una ayuda.
—Le di el camión. Era lo menos que podía hacer. Además, el año pasado me compré uno nuevo.
—¿Se fueron con el camión?
El viejo asintió con la cabeza.
—Me alegro mucho. Con un camión, un hombre como mi hermano puede emprender un pequeño negocio.
—Eso fue lo que dijo.
Aún era demasiado pronto para hacer la pregunta.
—Su hija… Se llama Nora, ¿verdad? ¿No está asustada?
—¿De qué?
—De dejar su trabajo, Nueva York, una vida segura, para irse por esos mundos sin saber adónde va.
Sólo lo había apuntado: «sin saber adónde va». La frase hubiera podido provocar una reacción, pero no fue así.
—Nora ya es mayor. Cuando se fue de aquí, hace tres años, tampoco sabía lo que iba a hacer. Y cuando yo me fui de mi pueblo a los dieciséis tampoco.
—¿No tiene miedo a las dificultades?
¡Su voz le sonaba a falso, incluso a sus propios oídos! Le parecía estar representando un papel odioso, y sin embargo le era imposible hacer otra cosa en favor de Tony.
—¿Qué dificultades? En mi casa éramos dieciocho hermanos, y cuando me fui jamás había visto el pan blanco, ni sabía que existiera una cosa así, siempre había comido pan de centeno, remolachas y patatas, a veces con un poco de tocino. Siempre encontrarán para comer patatas y tocino.
—Tony es valiente.
—Es un gran chico.
—Me pregunto si ya no tenía algo en la cabeza cuando arregló el camión.
—Probablemente sí.
—En algunos lugares no hay medios de transporte.
—Desde luego.
—Sobre todo en esta estación, a causa de las cosechas.
El viejo asentía con la cabeza, calentaba su vaso en su manaza morena.
—En Florida no le iban a faltar clientes. Es la época de los estoques.
No picó. Había que proceder de una forma más directa.
—¿Ha tenido noticias suyas?
—No desde que se fueron.
—¿No le ha escrito su hija?
—Cuando yo me fui de casa me pasé tres años sin escribirles. En primer lugar, hubiera tenido que pagar los sellos. Y luego, no tenía nada que contarles. Nunca les escribí más de un par de cartas.
—¿Y su hijo tampoco le escribe?
—¿Cuál de ellos?
Eddie no sabía que hubiera varios. ¿Dos? ¿Tres?
—El que trabaja en la General Electric. Tony le habló de él a mi madre. Tiene mucho futuro, ¿no?
—Es posible.
—Parece que a sus hijos no les gusta el campo.
—A esos dos no.
Eddie, perdida ya la paciencia, tuvo que levantarse.
Fue hacia la ventana para mirar la lluvia que seguía cayendo y que formaba círculos en los charcos.
—Creo que tendré que irme.
—¿Se va esta noche a Nueva York?
Dijo que sí, sin saber por qué.
—Me hubiera gustado escribir a Tony. Tengo montones de noticias para él.
—No dejó su dirección, señal de que no le preocupa.
En el viejo seguía sin haber ni rastro de sarcasmo. Era sencillamente su manera de pensar, de hablar. O al menos eso pensaba Eddie.
—Suponga que le ocurre algo a mi madre…
Se sentía más avergonzado que nunca de aquel papel tan sórdido.
—Ya tiene años. En estos últimos tiempos no se sentía bien.
—Lo más grave que le puede suceder es morirse. Y Tony no hará que resucite, ¿verdad?
Por supuesto que era cierto. Todo era cierto. Él era el único que zigzagueaba lamentablemente con la esperanza de conseguir que el viejo dijera lo que no sabía o lo que no quería decir.
Se estremeció al ver que fuera había un hombre, con un saco sobre la cabeza a modo de paraguas, que estaba mirando la matrícula del coche, y que luego se asomó por la portezuela para leer el permiso de circulación que estaba arrollado en la barra de dirección. El hombre llevaba unas botas de caucho rojizo. Era joven, se parecía a Malaks en más feo, con rasgos irregulares.
Se sacudió las botas contra la pared, empujó la puerta, miró a Eddie, a su padre, y por fin la botella y los vasos.
—¿Quién es? —preguntó sin saludar.
—Un hermano de Tony.
Entonces el joven dijo a Eddie:
—¿Ha alquilado ese cacharro en Harrisburg?
No era una pregunta, sino casi una acusación. No dijo nada más, no volvió a ocuparse del visitante y fue a servirse un vaso de agua en la bomba de la cocina.
—Ojalá sean felices —dijo Eddie a modo de despedida.
—Estoy seguro de que lo serán.
Eso fue todo. El hijo entró en la habitación con el vaso de agua en la mano, y siguió con la mirada a Eddie, que se dirigía lentamente hacia la puerta. El viejo Malaks, que se había puesto en pie, también le miraba salir, sin acompañarle.
—Gracias por la copa.
—No hay de qué.
—De todas formas, gracias. ¿Quiere que le deje mi dirección para el caso de…?
Era una última tentativa.
—Sería inútil, yo nunca escribo a nadie. Ni siquiera estoy seguro de acordarme de las letras.
Rico cruzó, con los hombros encogidos, el espacio que le separaba del coche, y como no había subido la ventanilla, el asiento estaba mojado. Arrancó súbitamente furioso, creyendo oír una sonora carcajada dentro de la casa.
En la tienda de Higgins, el tipo que seguía balanceándose en su mecedora le vio acercarse con una mirada de burla. Y él, de mal humor, no bajó del coche, pisó el acelerador y emprendió el camino de regreso.
Esta vez no se extravió. La tempestad se había calmado, ya no había ni truenos ni rayos, pero del cielo continuaban cayendo unas gotas cada vez más finas y tupidas. Iba a llover por lo menos durante dos días más.
En Harrisburg el hombre del garaje refunfuñó porque el coche estaba completamente enfangado. Eddie fue al hotel para recoger su maleta, y se hizo llevar en taxi al aeródromo, sin saber a qué hora había un avión.
Tuvo que esperar una hora y media. El suelo estaba empapado, y las pistas de cemento que se cruzaban relucientes. La sala de espera olía a humedad y a urinarios. Al fondo había dos cabinas telefónicas, y se dirigió al mostrador para conseguir monedas.
El día anterior no había telefoneado a su casa. Todavía ahora iba a hacerlo por obligación, porque se lo había prometido a Alice. Cuando ya había pedido la conferencia, aún no sabía lo que iba a decir, no había tomado ninguna decisión. Sentía grandes deseos de volver a su casa lo antes posible, y de no ocuparse de nada, a pesar de Phil y de todas las organizaciones del mundo.
No tenían derecho a complicarle la vida de aquella manera. Él se la había hecho a fuerza de puños, como el viejo Malaks había construido su granja.
No era responsable de lo que hiciera su hermano. No fue él quien conducía el coche desde el que se dispararon los tiros que mataron al hombre que vendía cigarrillos en Fulton Avenue.
Todo aquello, visto desde aquí, parecía irreal. ¿Acaso el cliente del Trade Post estaba allí para vigilarle? En este caso, ¿por qué no le siguió? A través del cristal de la cabina Eddie veía toda la sala de espera, donde no había más que dos mujeres de cierta edad y un marinero, con el saco de lona junto a él, en el banco.
Todo era sucio, gris, desalentador, mientras que en Santa Clara la casa era de un blanco inmaculado bajo el sol.
Si no le estaba siguiendo, ¿qué hacía aquel tipo en White Cloud?
Mientras las voces de las telefonistas se llamaban por la línea, encontró una explicación muy sencilla. Sid Kubik no era un niño, era capaz de dar sopas con honda a cualquier policía. En un rincón de la tienda de Higgins, detrás de la puerta, había una ventanilla con un rótulo: OFICINA POSTAL.
Por allí pasaba todo el correo del pueblo. Si había alguna carta dirigida a Malaks aquel tipo podía verla fácilmente al vaciar las sacas.
—¿Eres tú?
—¿Dónde estás?
—En Pennsylvania.
—¿Vas a volver pronto?
—No lo sé. ¿Cómo están las niñas?
—Muy bien.
—¿No hay ninguna novedad?
—No. El sheriff ha telefoneado, pero ha dicho que no era importante. ¿Te quedas ahí?
—Estoy en el aeropuerto. Esta tarde llegaré a Nueva York.
—¿Verás a tu madre?
—No lo sé. Claro. Sí.
Iría a verla. Era lo mejor. Es posible que supiera algo que no hubiese dicho a Kubik.
El resto del día fue igual de aburrido. El avión era un aparato viejo y atravesaron dos tormentas. Cuando llegaron a La Guardia ya se había hecho de noche, unas siluetas negras iban y venían, gente que se besaba, otros acarreaban bultos demasiado pesados.
Por fin consiguió coger un taxi y dio la dirección de Brooklyn. De pronto sintió frío con aquel traje demasiado ligero que se había impregnado de humedad. Estornudó varias veces y tuvo miedo de haberse acatarrado. Cuando era niño se acatarraba a menudo. En realidad, también Tony, que todos los inviernos tenía bronquitis.
Era una imagen que volvió de pronto a su memoria: Tony en la cama, con tebeos desparramados sobre la manta, y unas hojas de papel que llenaba de dibujos. Los tres hermanos dormían en la misma habitación. Entre las camas apenas había espacio para moverse.
Habría una discusión penosa. Su madre insistiría en que se quedase a dormir en su casa. Ahora había cuarto de baño, la antigua habitación de los chicos que habían transformado.
Inmediatamente después de la tienda estaba la cocina, que servía de comedor y de sala de estar, y donde su abuela se pasaba la vida en un sillón. Luego, en un oscuro pasillo se abría la habitación donde dormían las dos mujeres, desde que la abuela tenía miedo de morirse durante la noche. Julia siempre quería que el antiguo cuarto de la anciana fuese el que ocupasen sus hijos cuando iban a verla, y allí subsistía un olor que Eddie nunca había podido soportar.
Llamó al taxista golpeando el cristal, dio la dirección del Saint George, un gran hotel de Brooklyn que sólo estaba a tres bocacalles de su casa. Firmó su ficha y dejó la maleta. Había comido algo antes de despegar del aeropuerto de Harrisburg y no tenía hambre. Sólo tomó una taza de café en el mostrador, cogió otro taxi, porque seguía lloviendo.
La verdulería, al lado de la tienda que ahora ocupaba su madre, había sufrido transformaciones. Aún vendían verduras y comestibles, pero habían modernizado la parte delantera, recubriendo las paredes de la fachada con azulejos blancos, y, de día y de noche, incluso cuando las puertas estaban cerradas, la tienda permanecía brillantemente iluminada con neones.
Eran las once de la noche. Sólo los bares seguían abiertos, y el billar de enfrente, donde los jóvenes iban a dárselas de golfos.
No había luz en la tienda de caramelos y de sodas. Sin embargo allí reinaba una penumbra, porque la puerta del fondo estaba entreabierta. Las dos mujeres se encontraban en la cocina, a la luz de la lámpara, y de no ser por esta puerta les hubiera faltado el aire. Eddie hasta podía ver la falda y los pies de su madre.
A la izquierda, el mostrador no había cambiado, con sus cuatro taburetes fijos en el suelo, los grifos de soda, las tapaderas cromadas que cubrían los recipientes de helado. En la segunda mitad se alineaban las golosinas de todas clases, caramelos, chocolatinas, chicles, mientras que, delante de la pared del fondo, había tres máquinas del millón.
Todavía dudó antes de llamar con los nudillos. No había timbre. Cada uno de los hermanos tenía una manera particular de golpear los cristales. Le pareció que el barrio y la calle eran más tristes que antes, aunque hubiera más luz.
Su madre se movió, se puso en pie, cruzó el espacio que él podía divisar, se volvió un momento hacia la tienda. Entonces, como no estaba seguro de que le hubiera visto, tableteó en la puerta.
Ella nunca dejaba la llave en la cerradura. Eddie sabía de qué rincón del aparador la cogía. Su madre no le había reconocido. Él estaba en la oscuridad. La mujer pegó la cara al cristal, arqueó las cejas, lanzó una exclamación que desde fuera no se pudo oír, y abrió.
—¿Por qué no me has telefoneado? Te hubiera preparado el cuarto.
No se besaron. Los Rico no se besaban nunca. Ella le miró las manos.
—¿Qué has hecho de tu maleta?
Eddie mintió:
—La he dejado en La Guardia. Es posible que tenga que regresar esta noche.
Siempre la había visto igual. Para él no había cambiado desde que le llevaba en brazos. Siempre la había conocido con las piernas un poco hinchadas, el vientre prominente, los gruesos pechos balanceándose dentro de la blusa. Y también siempre vestida de gris.
—Se ensucia menos —explicaba.
Saludó a su abuela, que le llamó Gino. Era la primera vez que aquello sucedía, y él miró interrogativamente a su madre, quien le dijo por señas que no hiciera caso. Con un dedo en la frente le indicó que la anciana empezaba a perder la memoria.
Abrió la nevera, sacó salami, ensalada de patatas, pimientos, y lo puso todo sobre el hule que cubría la mesa.
—¿Has recibido mi carta?
—Sí.
—¿Él tampoco te ha escrito?
Negó con la cabeza. No tenía más remedio que comer para no disgustarla, y beber el chianti que ella le sirvió en un vaso grande y grueso, un vaso que no había visto en ningún otro sitio excepto en su casa.
—¿Por eso has venido?
Hubiera preferido hablarle sinceramente, decirle toda la verdad, lo que había sucedido con Phil y Sid Kubik, su viaje a White Cloud. Hubiera sido más fácil y se hubiese quitado de encima un gran peso.
No se atrevió. Dijo que no. Como ella seguía mirándole interrogativamente, añadió:
—Tenía que ver a alguien.
—¿Son ellos los que te han hecho venir?
—En cierto modo. Pero no ha sido por eso. No especialmente por eso.
—¿Qué te han dicho? ¿Has hablado con ellos?
—Todavía no.
Ella sólo le creía a medias. Sólo creía a la gente a medias, en especial a sus hijos, y de un modo particular a Eddie, sin que este jamás supiera por qué, ya que de los tres era el que menos le había mentido.
—¿Crees que andan tras él?
—No le harán nada.
—No son esos los rumores que corren por aquí.
—He ido a visitar al padre de su mujer.
—¿Cómo has sabido cómo se llama? Ni siquiera yo lo sé. ¿Quién te lo ha dicho?
—Alguien que ha ido a pasar unas semanas en Santa Clara.
—¿Joe?
Su madre sabía más de lo que él había imaginado. Con ella siempre pasaba lo mismo. Llegaban a sus oídos los menores rumores. Y tenía una intuición especial para adivinar la verdad.
—Desconfía de él. Le conozco. Vino aquí varias veces a tomar helados, hace tres o cuatro años, cuando no era más que un granujilla. Es un tipo falso.
—Yo le creo.
—¿Qué te ha dicho? ¿Cómo lo sabía?
—Oye, mamá, no me hagas tantas preguntas. Me recuerdas a O’Malley.
Entre ellos hablaban siempre un mal italiano mezclado con la jerga de Brooklyn. O’Malley era el sargento que llevaba más de veinte años trabajando en el barrio, y que cuando los tres hermanos eran adolescentes, era su bestia negra.
—Lo único que te digo es que he ido a ver al padre. Es verdad que Tony y su mujer fueron a visitarle hace dos o tres meses. Había un viejo camión descacharrado cerca del estanque. Parece ser que Tony se pasó tres días arreglándolo, y su suegro se lo regaló.
La abuela, que era dura de oído y que ya no oía prácticamente nada, sacudía la cabeza como si siguiese con interés su conversación. Hacía años que se dedicaba a hacerlo, y llegaba a engañar a las personas que le soltaban largos discursos.
¿Por qué Julia sonreía de pronto?
—¿Es un camión grande?
—No se lo pregunté. Probablemente. En las granjas una camioneta no les sirve de nada.
—Entonces no hay que preocuparse por tu hermano.
Él se dio cuenta de que su madre no se lo decía todo, que saboreaba su descubrimiento, espiando a Eddie, sin duda preguntándose si tenía que decírselo o no.
—¿Te acuerdas de su neumonía?
Había oído hablar de ella a menudo, pero en realidad apenas recordaba nada. Aquello se confundía con las numerosas bronquitis de Tony. Además, en aquella época, Eddie, que tenía quince años, casi no ponía los pies en la casa.
—El médico dijo que necesitaba aire libre para ponerse bien. El hijo de Josephina…
Entonces comprendió. También él estuvo a punto de sonreír. Estaba seguro de que su madre tenía razón. Josephina era una vecina que trabajaba de asistenta, y que iba de vez en cuando a echarles una mano. Tenía un hijo, de cuyo nombre Eddie no se acordaba, que se había ido al Oeste. Allí cultivaba la tierra. Josephina aseguraba que le iba muy bien, que se había casado, que ya tenía un hijo, y que insistía en que fuera a reunirse con él.
Del nombre del lugar seguía sin acordarse. Estaba en el sur de California.
Y en efecto, el hijo un buen día fue a buscar a su madre. Esta insistió en que Tony, que no acababa de reponerse, viviera con ellos durante unos meses, porque siempre había tenido debilidad por el chico.
—Tendrá sol, aire puro…
Había olvidado los detalles. El hecho es que Tony permaneció ausente de la casa durante cerca de un año. En aquella época empezó a apasionarse por la mecánica. Apenas tenía once años. Quería que el hijo de Josephina le dejara conducir su camioneta por los campos.
Hablaba a menudo de aquella región.
—Hacen hasta tres o cuatro cosechas de primicias por año. El problema es transportar las verduras.
Su madre dijo:
—Apostaría que está en algún lugar en los alrededores de El Centro.
Era el nombre de la población que buscaba. Un poco avergonzado, desvió la mirada.
—¿No comes más?
—He cenado antes de venir.
—No te irás enseguida, ¿verdad?
—No, enseguida no.
Hubiera preferido irse. Nunca se había sentido tan poco en su casa en aquella habitación que le era tan familiar. Nunca se había sentido tan niño delante de su madre.
—¿Cuándo vuelves a Florida?
—Mañana.
—Creía que tenías que verte con alguien.
—Le veré mañana por la mañana.
—¿No has visto a Sid Kubik en Miami?
Temiendo contradecirse prefirió contestar que no. Se sentía desconcertado. Aquel no era su terreno.
—Es curioso que Gino también haya ido precisamente a California.
—Sí, es curioso.
—Tienes mala cara.
—Seguramente me he acatarrado con la tormenta.
El chianti era tibio, espeso.
—Me parece que ya es hora de que me vaya.
Su madre se quedó en el quicio de la puerta viendo cómo se alejaba, y a él no le gustó la mirada que le dirigía.