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Algunos pasajeros que venían de Tampa y aun de más al norte se habían quitado la corbata y la chaqueta. Eddie casi nunca se ponía cómodo en público. Se mantenía tan tieso como en un autocar, mirando vagamente ante sí, a veces echando una ojeada sin curiosidad a la jungla verde y rojiza que sobrevolaban. A la azafata, que le preguntó sonriendo si prefería té o café, se limitó a responderle con un movimiento de cabeza. No se creía obligado a ser amable con las mujeres. Tampoco era grosero. Desconfiaba.

Durante toda su vida había desconfiado de muchas cosas, y no le había ido del todo mal. De vez en cuando, por la ventanilla divisaba la carretera reluciente paralela a la línea casi recta de un canal por el que no pasaba ningún barco. Era un canal de riego, estancado, negro, como viscoso, por cuyo lodo reptaban los caimanes y otros animales que sólo podían adivinarse por las gruesas burbujas que subían sin cesar a la superficie.

En un tramo de carretera de más de trescientos kilómetros no había ni una casa, ni una gasolinera. Tampoco ninguna sombra. Y a veces transcurría una hora sin que pasase un coche.

Siempre se ponía nervioso cuando recorría aquella carretera en coche, sobre todo yendo solo. Hasta el aire, como espesado por el sol, daba la impresión de un hormigueo hostil. En un extremo estaba Miami, sus avenidas de palmeras y sus grandes hoteles que se alzaban al cielo blanquísimos; en el otro, las pequeñas poblaciones tan limpias y tan tranquilas del golfo de México.

Entre los dos había literalmente un no man’s land, una tierra de nadie, una jungla ardiente abandonada a bestias innombrables.

¿Qué sería de él si de pronto se sintiese enfermo al volante?

En el avión, que tenía aire acondicionado, el trayecto apenas duraba el tiempo que necesitaba un autobús, cuando era niño, para ir desde Brooklyn al centro de Manhattan.

Sin embargo, sentía cierto nerviosismo al dejar atrás su feudo, como lo sentía tiempo atrás, cuando salía de su barrio.

En Miami ya no era el jefe. En la calle, en los bares nadie le conocía. Las personas a las que iba a ver vivían en una situación diferente a la suya. Eran más poderosos que él. Dependía de ellos.

En varias ocasiones había tenido que hacer aquel viaje por lo mismo. Casi todos los peces gordos pasaban todos los años algunas semanas en Miami o en Palm Beach. No se dignaban ir a la costa oeste, y cuando querían hablar con él le llamaban.

Siempre se preparaba para aquellas entrevistas, como lo hacía ahora, no preguntándose lo que les iba a decir, sino dándose confianza a sí mismo. Todo dependía de eso. Necesitaba creer que él tenía razón.

Y había tenido razón toda su vida. Incluso cuando algunos de sus compañeros de Brooklyn se burlaban de él y le llamaban el Contable.

¿Cuántos de ellos vivían aún para admitir que él había elegido el buen camino?

Claro que, de estar presentes, probablemente no le reconocerían. Ni siquiera Gino lo reconocía. Eddie siempre había tenido la impresión de que su hermano no le miraba con envidia, sino con cierto desdén.

Pero era Gino, eran los otros los que se equivocaban.

Cuando lograba convencerse del todo de eso se sentía fuerte, y podía pensar fríamente en la entrevista que iba a tener al cabo de muy poco con Phil y Sid Kubik.

A pesar de los humos que tenía Boston Phil, no era su opinión lo que contaba, sino lo que decía Kubik. Y este le conocía.

Eddie siempre había seguido una línea recta.

En la época en la que decidió cuál iba a ser su vida, se abrían ante él muchos otros caminos. La organización no era lo que era hoy. Por así decirlo, no existía. Aún se hablaba de los grandes barones, los que se habían impuesto durante la prohibición. A veces estos se ponían de acuerdo entre sí para alguna empresa, repartirse una región, reunir sus tropas, pero todo eso terminaba casi siempre con hecatombes.

Y aparte de ellos había cientos de reyezuelos. Algunos sólo dominaban un barrio, o simplemente dos o tres calles. Y los había que no se ocupaban más que de un único garito.

Eso es lo que sucedía en Brooklyn y en la parte baja de Manhattan. A los veinte años, gente con la que Eddie había ido al colegio se creían jefes, y, ayudados por dos o tres compañeros, intentaban ser los amos de un territorio. No sólo tenían que eliminar a los que les estorbaban, sino que también estaban obligados a matar para mantener su reputación.

Ciertamente, tenían reputación, y toda una calle les miraba con admiración y envidia cuando, vestidos con lujo, bajaban de un coche descapotable para entrar en un bar o en unos billares.

¿Fue eso lo que deslumbró a Gino? Francamente, Eddie no lo creía. Gino era un caso aparte. Nunca había presumido, nunca había querido aparentar, no le preocupaba que las mujeres le admirasen. Se había hecho un asesino, pero por vocación, a sangre fría, como si tuviese que ejecutar una venganza, o, mejor dicho, como si apretar el gatillo de su automática ante un blanco viviente le proporcionara secretas voluptuosidades.

Algunos lo decían con expresiones muy crudas. Eddie prefería no ahondar en el asunto. Se trataba de su hermano. ¿Acaso Gino, en aquellos momentos, se encontraba de nuevo zarandeado en el rincón de un autocar, en dirección a Mississippi o a California?

Eddie nunca había intentado trabajar solo. Tampoco nunca había sido detenido. Era uno de los pocos supervivientes de aquella época que no estaba fichado, y sus huellas digitales no figuraban en los archivos de la policía.

Cuando recogía modestas apuestas en la calle, en la época en que aún no se afeitaba, era por cuenta de un corredor de apuestas local que no le daba comisión, pero que al final del día, si no lo había hecho del todo mal, le daba dos o tres dólares por su ayuda.

En la escuela fue un buen estudiante. El único de los tres hermanos Rico que había seguido estudiando hasta los quince años.

Un día se creó una importante agencia de apuestas en la trastienda de una peluquería, y allí fue donde hizo realmente sus primeras armas. Una pizarra en la que se apuntaban los nombres de los caballos y su cotización ocupaba un lienzo de pared. Había unos diez aparatos telefónicos, por lo menos otros tantos empleados, y bancos para los jugadores que esperaban los resultados. El dueño se llamaba Falera, pero todo el mundo sabía que no trabajaba por su cuenta, y que tras él había alguien más importante.

¿Era todavía el mismo de ahora?

Porque, por encima de Phil, de Sid Kubik e incluso de un hombre como Old Mossie, que poseía varios casinos y que había construido en Reno un club nocturno de varios millones, existía otro escalón del que Eddie no sabía casi nada.

De la misma forma que los encargados de Santa Clara y de los dos condados que dependían de Eddie ignoraban quién estaba tras él.

Se hablaba de «la organización». Algunos hacían suposiciones, trataban de saber, hablaban demasiado, otros se creían lo bastante fuertes como para no necesitar protección, querían ser sus propios dueños, y eso era raro que saliese bien. En realidad, Eddie no conocía ni un solo caso en que hubiera salido bien. Unos después de otros, los Nitti, los Caracciolo (que sin embargo apodaban Lucky, los de la suerte), los Dillon, los Landis y unas cuantas docenas más, un buen día habían dado un paseo en coche para terminar en un descampado, o bien, como Carmine, más recientemente, habían caído, acribillados a balazos, después de una buena cena.

Eddie siempre había seguido la regla. Sid Kubik lo sabía, y conocía a su madre. Los demás, que estaban por encima de él, también debían de saberlo.

Durante años enteros, fue él, Eddie Rico, al que se enviaba a todas partes donde se abría una nueva agencia. Se convirtió en un verdadero experto. Había trabajado en Chicago, en la Louisiana, y en el curso de varias semanas ayudó a poner en orden los asuntos de Saint Louis, Missouri.

Era tranquilo, formal. Nunca reclamó más que su parte.

Podía calcular, con un posible error de pocos dólares, el rendimiento de una máquina tragaperras instalada en un sitio determinado, la recaudación de una partida de ruleta o de crap game, y las loterías no tenían secretos para él. Decían: «¡Sabe contar!».

En los primeros tiempos de casado siguió con sus viajes. Sólo al nacer su primera hija pidió un puesto fijo. Otros lo hubieran exigido, porque se lo había ganado sobradamente. Él no. Pero hizo una propuesta muy concreta.

Desde hacía tiempo, su ambición era tener un territorio propio, y conocía al dedillo el mapa de los Estados Unidos. Todos los buenos puestos parecían haberse ya asignado. Miami y la costa este de Florida, con sus casinos, sus hoteles de gran lujo, la crema del mundo entero que acudía allí todos los inviernos, constituían uno de los bocados más grandes, tan grande que se lo repartían entre tres o cuatro, y a menudo Boston Phil tenía que ir a ponerles de acuerdo y a vigilarles.

En la costa oeste no había nadie. Nadie se interesaba por aquellos lugares. Las pequeñas poblaciones escalonadas a lo largo de la playa y del lagón, a razón de una cada treinta o cuarenta kilómetros, eran frecuentadas por personas tranquilas, militares de alta graduación retirados, altos funcionarios, industriales, que venían un poco de todas partes para ponerse al abrigo de los fríos del invierno o retirarse definitivamente.

—¡De acuerdo, chico! —le dijo Sid Kubik, que se había convertido en un hombre con un gran corpachón, y una cabeza como tallada en piedra blanca.

¿Quién, pues, sino Eddie había convertido la costa del Golfo en lo que ahora era? Los jefes no lo ignoraban. Tenían las cifras de las ganancias de cada año.

Y en cerca de diez años no había habido ni un tiro, ni una campaña de prensa.

Fue Eddie quien tuvo la idea, como fachada, de comprar por casi nada el negocio de las frutas y verduras, que en aquella época no daba beneficios.

Ahora la West Coast Fruit Imporium tenía tres sucursales en tres localidades diferentes, y Eddie habría podido vivir de sus beneficios.

No se hizo construir una casa enseguida. Empezó por alquilar una vivienda en un barrio que estaba bien, pero no demasiado lujoso. No se precipitó a la oficina del sheriff ni fue a ver al jefe de la policía, como otros hubieran hecho.

Esperó a tener la reputación de un honrado comerciante, de un buen padre de familia, de un hombre respetable que iba a la iglesia todos los domingos y que contribuía generosamente a las obras benéficas.

Sólo entonces abordó al sheriff, después de haberse preparado como, en el avión, se preparaba para su entrevista de Miami. Lo que le dijo fue muy razonable:

—Hay en el condado ocho lugares en los que se juega, unos diez en los que se aceptan apuestas, y al menos trescientas máquinas tragaperras repartidas por todas partes, incluso en los salones de los dos Country Club.

Eso era exacto. Todo eso estaba en manos de una serie de chapuceros que trabajaban como francotiradores.

—Periódicamente las ligas se indignan, hablan del vicio, de la prostitución, etcétera. Usted detiene a unos cuantos tipos. Les condenan o no les condenan. O bien vuelven a empezar enseguida, o bien otros ocupan su sitio. Usted sabe que estas cosas no se pueden suprimir.

Si a Eddie le dejaban las manos libres y se limitara el número de esos locales, se establecería una vigilancia, se impondría una disciplina. Los jugadores ocasionales ya no volverían a quejarse de que les habían desplumado en una partida trucada. No volverían a verse a menores haciendo la calle o en los bares. En resumen, no habría más escándalos.

No fue necesario que hablara de una retribución. El sheriff comprendió sin más. En su jurisdicción no entraba la ciudad misma, pero unas semanas después el jefe de la policía llegaba a un acuerdo con Eddie.

Con los dueños de los locales se mostró más persuasivo todavía, pero también más frío. A estos les conocía a fondo.

—Ahora estás ganando tantos dólares por semana, pero de esta cantidad tienes que restar gastos. Policías y políticos no dejan de pedirte dinero, lo cual no impide que a veces te cierren la barraca y te lleven a juicio.

»Con la organización empiezas por doblar tus beneficios, porque se acabaron los imprevistos y los problemas, y puedes trabajar casi abiertamente. Todo está solucionado de una vez para siempre. De forma que aun ganas pagándonos el cincuenta por ciento.

»Si me dices que no, conozco a unos chicos un poco violentos que vendrán a darse una vuelta por aquí y a tener una conversación contigo.

Eran los momentos que él prefería. Se sentía seguro de sí mismo. Apenas al comienzo, cuando aún no había entrado del todo en materia, le temblaba imperceptiblemente el labio inferior.

Nunca iba armado. La, única automática que poseía estaba en el cajón de su mesilla de noche. En cuanto a la posibilidad de pegarse con alguien, sentía demasiado horror por los golpes y la sangre. En toda su vida sólo se había peleado una vez, a los dieciséis años, y al sangrar por la nariz tuvo náuseas.

—Piénsalo. No quiero meterte prisa. Volveré mañana.

Luego cambiaron al sheriff, pero todo había ido igual de bien con el sheriff actual, Bill Garret, y con Craig, el jefe de la policía.

Los periodistas se enteraron, pero también sacaban tajada, no en dinero, en la mayoría de los casos, pero sí en cenas, en cócteles y en mujeres.

Eddie sabía lo que Gino pensaba de él. Pero no por eso estaba menos seguro de tener razón. Poseía una de las casas más bonitas de Siesta Beach. Tenía una esposa a la que podía presentar a cualquiera sin ningún temor de que le dejase en mal lugar. Sus dos hijas mayores frecuentaban la mejor escuela privada. Para la mayoría de los habitantes de Santa Clara y de los alrededores, era un comerciante próspero que siempre había hecho honor a su firma.

Tres meses antes intentó una experiencia que hubiera podido ser peligrosa. Presentó su candidatura para ingresar en el Siesta Beach Country Club, muy selecto, que estaba muy cerca de su casa. Eso le hizo ponerse nervioso durante ocho días, hasta el punto de que se comía las uñas. Cuando por fin recibió la llamada telefónica anunciándole que había sido elegido, se le humedecieron los ojos, y abrazó largamente a Alice sin poder pronunciar ni una palabra.

No le gustaba Phil, quien nunca había vivido en Brooklyn, y que había ido subiendo por medios distintos a los suyos. Por otra parte no sabía cuáles, no daba crédito a los rumores que corrían.

En cualquier caso, estaba Sid Kubik, que sabía lo que valía Eddie, y que hacía muchos años se salvó gracias a su familia.

Se levantó, cogió su maleta de la red, se puso en la fila, bajó la escalerilla y de pronto se sintió envuelto por un calor húmedo. Eligió un taxi. Le horrorizaban los taxis viejos con los asientos desfondados, y le gustaba que el taxista tuviera buen aspecto.

—Al Excelsior.

Miami no le deslumbraba. Era una ciudad grande, con un lujo agresivo. Había una suntuosidad real en las largas avenidas bordeadas de palmeras, donde tenían su sucursal los mejores comercios de la Quinta Avenida. Casi todas las amplias viviendas de color blanco o rosa cuyo jardín daba al lagón tenían su yate anclado junto a una escollera privada, y las canoas a motor eran incontables, como los hidroaviones.

En Nueva York y en Brooklyn decían que uno de los grandes jefes vivía todo el año en una de esas inmensas mansiones, que su alcoba estaba blindada y que tenía media docena de guardaespaldas fijos.

Aquello no interesaba a Eddie. No le concernía. Su fuerza consistía en que no le preocupase.

Él estaba en su lugar, no envidiaba a nadie, no quería suplantar a nadie. Por eso no estaba asustado.

El Excelsior tenía veintisiete pisos, una enorme piscina a orillas del mar, tiendas de gran lujo en el vestíbulo, y los uniformes del personal debían de costar una fortuna.

—Mister Kubik, por favor.

Cortés. Seguro de sí mismo. Esperaba. Mientras el empleado estaba telefoneando.

—Mister Kubik le ruega que espere. Está reunido.

Phil lo hubiera hecho adrede, para debilitar sus recursos o demostrar su importancia. Sid Kubik no. Era natural que estuviese ocupado, que tuviera una reunión. Sus negocios tenían más envergadura que los del mayor comercio de Nueva York, y tal vez incluso más que los de una compañía de seguros. También eran más complicados, porque no existían libros de contabilidad dignos de crédito.

Después de un cuarto de hora estuvo tentado de ir a tomar una copa, Al fondo del vestíbulo se abría un bar, acolchado de penumbra tranquilizadora, como la mayoría de los bares. A veces, antes de una entrevista importante bebía un whisky, raramente dos. Si hoy no quería hacerlo era para demostrarse a sí mismo que no tenía miedo.

¿De qué iba a tener miedo? ¿Qué le podían reprochar? Sin duda Kubik quería hablarle de Tony. Eddie no era responsable de la boda del menor de sus hermanos, ni de su nueva actitud.

Uno de los ascensores estaba cerca de él, subiendo y bajando sin cesar, y cada vez que salía gente se preguntaba si eran los que habían estado reunidos con el jefe.

—¿El señor Rico?

—Sí.

Había sentido como una leve punzada en el pecho.

El ascensor arrancó sin hacer ruido. Los pasillos eran claros, con una mullida alfombra color verde pálido en medio; en las puertas de las habitaciones había los números en cobre.

La 1262 se abrió sin que fuera necesario llamar, y Phil le tendió silenciosamente la mano, una mano impersonal que no apretaba la suya. Era alto, el cabello escaso, los perfiles blandos, y llevaba un traje de shantung crema.

En las ventanas, que debían de dar al mar, las persianas venecianas estaban casi cerradas.

—¿Y Kubik? —preguntó Eddie, dirigiendo una mirada circular al vasto salón vacío.

Phil le señaló con la barbilla una puerta entornada. Allí había habido una reunión de veras; sobre las mesitas quedaban vasos, y en los ceniceros cuatro o cinco puros a medio fumar.

Kubik salió de su alcoba con el torso desnudo y una toalla en la mano, despidiendo un fuerte olor a agua de Colonia.

—Siéntate, hombre.

Tenía el pecho fuerte y peludo. Sus brazos eran tan musculosos como los de un boxeador, todo su cuerpo, sobre todo la barbilla, estaba hecho de una materia muy dura.

—Sírvele un whisky, Phil.

Eddie no protestó porque consideraba que no podía rechazarlo.

—Enseguida vuelvo.

Desapareció de nuevo, y volvió un poco más tarde metiéndose los faldones de una camisa en su pantalón de hilo.

—¿Sabes algo de tu hermano?

Eddie se preguntó si ya sabían que Gino no había ido directamente a California. Era peligroso mentir.

—¿Tony? —prefirió preguntar, mientras Phil echaba hielo en un vaso grande.

—¿Te ha escrito?

—Él no. Mi madre. Esta mañana he recibido la carta.

—¿Qué te dice? Yo quiero a tu madre, es una mujer valiente. ¿Cómo está?

—Bien.

—¿Ha visto a Tony?

—No. En la carta me dice que se ha casado, pero que no sabe con quién.

—¿No ha ido por su casa estos últimos tiempos?

—Precisamente se queja de no haberle visto.

Kubik se dejó caer en un sillón y estiró las piernas. Tendió la mano hacia una caja de cigarros y Phil sacó de su bolsillo un encendedor de oro con sus iniciales.

—¿Es eso todo lo que sabes de Tony?

Era mejor jugar limpio. Sid Kubik parecía que no le observaba, pero Eddie notaba unas miradas furtivas, rápidas y penetrantes, que se posaban sobre él.

—Mi madre me cuenta que varias personas desconocidas fueron a preguntarle acerca de Tony, y no sabe por qué. Parece inquieta.

—¿Cree que eran de la policía?

Miró a Kubik de frente, y respondió de manera tajante:

—No.

—¿Sabes dónde está Gino?

—En la misma carta mi madre me dice que le han enviado a California.

—¿Llevas encima la carta?

—La he quemado. Siempre las quemo después de leerlas.

Era exacto. No necesitaba mentir. Hacía todo lo posible para no tener que mentir, sobre todo a Kubik. En cuanto a Phil, alto y flexible, iba y venía a su alrededor con una sonrisa de satisfacción que a Eddie no le gustaba, como si esperase con impaciencia la continuación.

—Nosotros tampoco sabemos dónde está Tony, y eso es grave —dijo Kubik contemplando su cigarro—. Esperaba que te hubiese escrito. Todo el mundo sabe que los tres estáis muy unidos.

—Hace ya dos años que no veo a Tony.

—Hubiera podido escribirte. Es una lástima que no lo haya hecho.

Phil estaba contento, se le notaba. No era un italiano. Era muy moreno, y debía de tener sangre española en las venas. Aseguraban que había ido a la escuela. Eddie sospechaba que sentía cierto desdén, quizá cierto odio, por todos los que empezaron en las calles populosas de Brooklyn.

—La última vez que tu hermano Tony trabajó para nosotros fue hace seis meses.

Eddie no dijo nada. No debía parecer que lo sabía.

—Luego nadie ha vuelto a verle. ¿Ni siquiera te escribió por Navidad o por Año Nuevo?

—No.

Seguía siendo verdad. Eddie sonreía a pesar suyo, porque eran las preguntas que él también hubiese hecho. Nunca había imitado a sabiendas las maneras de Kubik, y aún menos las de Phil, pero instintivamente, donde él mandaba, en su feudo, se comportaba de la misma forma que ellos.

Su vaso, en el que se fundía el hielo, estaba intacto. Los otros dos tampoco bebían. Sonó el teléfono. Lo descolgó Phil:

—¡Sí! Tendrá que esperar media hora. Está reunido. Después de colgar, anunció a media voz a Sid: —Es Bob.

—Que espere.

Se hundía en su sillón, siempre pendiente de su cigarro, cuya ceniza era de un blanco plateado.

—La chica con la que se ha casado tu hermano se llama Nora Malaks. Trabajaba en una oficina de la Calle Cuarenta y Ocho, en Nueva York. Tiene veintidós años y me han dicho que es guapa. Tony la conoció en Atlantic City durante las últimas vacaciones.

Hizo una pausa mientras Phil iba a mirar la calle por las estrechas rendijas de las persianas.

—Hace tres meses el Ayuntamiento de Nueva York concedió una licencia de matrimonio a nombre de Tony y de esa chica. No se sabe dónde se casaron. Pudieron hacerlo en cualquier sitio, en un barrio extremo o en el campo.

Kubik siempre había conservado un leve acento, y su voz era áspera.

—Hace tiempo conocí a unos Malaks, pero no son estos. El padre es granjero en un pueblecito de Pennsylvania. Además, Nora tiene al menos un hijo.

Eddie tuvo la desagradable impresión de que hasta entonces las cosas habían sido demasiado fáciles. La calma sonriente de Phil no presagiaba nada bueno. Phil no hubiera sonreído de aquella manera si la conversación hubiese tenido que seguir en este tono.

—Escúchame bien. El hermano se llama Pieter, Pieter Malaks. Tiene veintiséis años y trabaja desde hace cinco en las oficinas de la General Electric, en Nueva York.

Instintivamente, pronunciaba aquellas palabras con respeto. La General Electric era una empresa muy grande, más grande aún que la organización.

—A pesar de su edad, el joven Malaks ya es subjefe de servicio. No está casado, vive en un modesto piso del Bronx y se lleva trabajo a casa.

Eddie estaba seguro de que estas últimas palabras las decía con intención, y que Sid le miraba con insistencia.

—Es un ambicioso, ¿comprendes? Quiere ir ascendiendo, y seguro que ya se ve formando parte algún día del estado mayor de la empresa.

¿Quería darle a entender que Pieter Malaks era un tipo como él? No era verdad, Phil no tenía por qué poner aquella cara. Él nunca había apuntado tan alto. Su sector de Florida le bastaba, nunca había dado ni un paso para acercarse a los peces gordos. ¿No lo sabía Sid Kubik?

—Enséñale la foto, Phil.

Este la sacó de un cajón y se la tendió a Eddie. Era una instantánea tomada en la calle, probablemente con una Leica, y que habían ampliado. Era reciente, porque el joven llevaba un traje de algodón y un sombrero de paja.

Era muy alto, más bien delgado, daba la impresión de ser un rubio de piel blanca. Andaba a grandes zancadas, mirando al frente.

—¿No reconoces el edificio?

Sólo se veía un lienzo de pared y parte de una escalinata.

—¿El cuartel general de la policía? —preguntó.

—Exacto. Veo que no te has olvidado de Nueva York. La foto se tomó en la segunda visita que ese caballero hizo al gran jefe, hace exactamente un mes. Desde entonces no ha vuelto, pero un teniente ha ido varias veces a su casa. Entrevistas secretas.

Kubik, que había pronunciado estas dos últimas palabras con cierto énfasis, soltó una carcajada.

—Lo que ocurre es que nosotros también tenemos nuestros informadores en la casa. Lo que el joven Malaks les fue a contar era que su pobre hermanita había caído en las garras de un gángster, y que a pesar de lo que hizo por impedirlo, se había casado con él. ¿Empiezas a comprender?

Eddie, inquieto, hizo una señal afirmativa.

—Eso no es todo. ¿Te acuerdas del asunto Carmine?

—Leí lo que publicaron los periódicos.

—¿No sabes nada más?

—No.

Esta vez no tenía más remedio que mentir.

—Casi inmediatamente después hubo otro asunto: un tipo que había hablado demasiado y a quien hubo que impedir que repitiese su historia delante del jurado de acusación.

Los dos hombres le observaban. Él no despegó los labios.

—En este segundo asunto Tony conducía el coche.

Se esforzaba casi dolorosamente por no manifestar ningún sentimiento, ninguna sorpresa.

—En el primero, el asunto Carmine, tu otro hermano, Gino, intervino haciendo lo que suele hacer.

Kubik hizo caer la ceniza de su cigarro sobre la alfombra. Phil, inmóvil detrás de su sillón, miraba fijamente a Eddie.

—Todo eso es lo que el joven Malaks contó a la policía. Al parecer Tony está tan enamorado que no ha querido ocultar nada de su vida a su mujer.

—¿Y ella se lo contó a su hermano?

—No acaba la cosa ahí.

El resto era mucho más grave, infinitamente más grave de todo lo que Eddie había previsto, y se sintió angustiado, tratando de no mirar a Phil, que seguía mostrando aquella sonrisa maligna.

—Según Pieter Malaks, ciudadano virtuoso que quiere colaborar con la justicia para limpiar los Estados Unidos de gángsteres, y para quien eso sería una excelente publicidad, tu hermano Tony está dispuesto a renegar de su pasado, siente remordimientos. Tú conoces a Tony mejor que yo.

—Ese no es su estilo.

Hubiese querido protestar más vigorosamente, recordar el pasado de los Rico, pero estaba tan impresionado que se sintió sin voz, sin ánimos, hasta el punto de que hubiese sido capaz de echarse a llorar.

—Quizá Malaks quiera darse importancia. Es posible. El hecho es que ha asegurado a la policía que si Tony es debidamente interrogado, si se le da una oportunidad de salir con bien, si no son demasiado brutales, Malaks da por cierto que su cuñado va a cantar.

—¡Eso no es verdad!

Había estado a punto de saltar de su sillón. La mirada de Phil le contuvo. Y también el hecho de que le faltaba convicción.

—Yo no digo que sea verdad. Pero por lo menos es verosímil. Ninguno de los dos puede saber cómo va a reaccionar Tony si le detienen y le hacen una buena proposición. No sería el primero. En general nunca les damos la oportunidad de caer en la tentación. Eso le hubiera podido pasar a Carmine, por ejemplo, y tu hermano Gino se encargó de evitarlo. Aquella noche Gino no iba solo. Alguien importante le acompañaba en el coche.

Vince Vettori, Eddie no lo ignoraba, pero se suponía que no podía saberlo. Si Vettori no estaba en la punta de la pirámide, contaba casi tanto como Kubik.

Ahora bien, nunca dejan coger a ese tipo de jefes. Es demasiado peligroso. Se correría el riesgo de poner al descubierto toda la cadena.

—¿Conoces a Vince?

—Coincidí con él una vez.

—Él también estaba allí cuando eliminaron al testigo.

Un silencio más impresionante que los anteriores, durante el cual Phil encendió un cigarrillo y acarició su encendedor.

—Estás de acuerdo en que hay que evitar a toda costa que Tony hable, ¿no?

—No hablará.

—Para estar seguros lo primero que habría que hacer es verse con él.

—No creo que sea imposible.

—Tal vez no lo sea para ti. Me imagino que el viejo Malaks, en su granja, sabe muchas cosas. Los tortolitos fueron a visitarle. Si nosotros le interrogamos desconfiará. Pero tú eres el hermano de Tony.

La frente de Eddie se había cubierto de gotitas de sudor. Maquinalmente se había estado rascando el lunar, que sangraba de nuevo.

—Ya ves. Tu padre me salvó la vida sin quererlo. Tu madre también, pero ella queriendo. Ahora hace más de treinta años que nos presta servicios. Gino es un buen tío. Tú siempre has trabajado bien, y hasta ahora nadie ha tenido la menor queja de Tony. Se trata de que no hable. Nada más. Como pasaba por Miami te he llamado porque creo que tú eres quien tiene más probabilidades de sacarnos de ese lío. ¿Me equivoco?

Eddie alzó los ojos y dijo casi a pesar suyo:

—No.

—Estoy seguro de que le encontrarás. Han debido de poner al FBI en su busca, y Estados Unidos va a resultar pequeño para él. La verdad es que no me gustaría verlo ni en Canadá ni en México. Pero, si por ejemplo, supiese que está en Europa, creo que me quedaría más tranquilo. ¿Todavía hay Ricos en Sicilia?

—Nuestro padre tenía ocho hermanos y hermanas.

—Para Tony sería una buena ocasión de conocer a la familia, y si se empeña, de presentar a su mujer.

—Sí.

—Hay que convencerle, encontrar los buenos argumentos.

—Sí.

—Y hay que hacerlo aprisa.

—Sí.

—Yo en tu lugar empezaría por el viejo Malaks.

Volvió a decir sí mientras Sid Kubik se levantaba suspirando e iba a aplastar su cigarro en un cenicero, y Phil se dirigía hacia la puerta.

—Aparte de eso, ¿todo va bien por Santa Clara?

—Muy bien.

—¿Es una buena zona?

—Sí.

—Sería una lástima tener que abandonarla.

Si al menos Phil no siguiera sonriendo.

—Haré todo lo que pueda.

—Buena falta hace.

La cabeza le daba vueltas, y sin embargo no había probado su whisky.

—Yo que tú me iría directamente a Pennsylvania, sin pasar por Santa Clara.

—Sí.

—A propósito, ¿cómo se porta Joe?

—Trabaja de dependiente.

—¿Se le vigila?

—He dado instrucciones a Angelo.

Ya de pie, Kubik le tendió su zarpa, que apretó tan fuertemente la mano de Eddie que este la retiró de color blanco.

—Pase lo que pase, hay que impedir que Tony tenga la oportunidad de hablar, ¿está entendido?

—Sí.

Se olvidó de despedirse de Phil. En el ascensor esperaban dos mujeres con pantalón corto, pero él sólo vio dos manchas claras. En el frescor del vestíbulo sintió un mareo, y fue a sentarse al lado de una columna.