Durante unos segundos pareció que Eddie había recogido a un desconocido al borde de la carretera. No miró a su hermano cuando este subió al coche, ni tampoco le preguntó nada. En cuanto a Gino, con un cigarrillo sin encender entre sus delgados labios, se instaló tan aprisa que la portezuela ya estaba cerrada antes de que el semáforo se pusiera rojo.
Eddie conducía mirando fijamente ante sí. Pasaron junto a gasolineras, un lugar donde vendían coches de ocasión, un motel con bungalós amarillo limón agrupados en torno a una piscina.
Hacía dos años que los hermanos no se habían visto. La última vez fue en Nueva York. Gino sólo había ido una vez a Santa Clara, cinco o seis años atrás, cuando Eddie aún no se había hecho construir Sea Breeze; o sea que no conocía a la menor de sus hijas.
De vez en cuando adelantaban a un camión. Llevaban ya recorridos casi dos kilómetros fuera de la ciudad cuando Eddie por fin preguntó, casi sin abrir la boca, y sin dejar de mirar la carretera:
—¿Saben que estás aquí?
—No.
—¿Creen que estás en Los Ángeles?
—En San Diego.
Gino era delgado. No era guapo. Era el único de la familia que tenía una nariz larga y un poco torcida, ojos hundidos pero brillantes, la piel de color gris. Sus manos eran curiosas, todo huesos y nervios, con dedos extraordinariamente largos y finos, cuya piel dibujaba el esqueleto. Y aquellos dedos siempre estaban jugando con algo, miga de pan, una bolita de papel o una canica de goma.
—¿Has venido en tren?
Gino no preguntaba a su hermano mayor adónde le conducía. Habían dejado la ciudad a su espalda. Eddie tomó a la izquierda una carretera casi desierta, orillada de pinares y de campos de estoques.
—No. Y tampoco en avión. He venido en autocar.
Eddie frunció el ceño. Comprendía. Era más anónimo. Había venido en uno de esos inmensos autocares azul y plata, con un lebrel pintado en la carrocería, que recorrían los Estados Unidos como antaño lo hacían las diligencias, deteniéndose de ciudad en ciudad en estaciones que son como las paradas de las antiguas diligencias; siempre con una abigarrada multitud en la que la mayoría son negros, sobre todo en el Sur, con viajeros cargados de maletas y de paquetes, madres rodeadas de niños, gente que va muy lejos, otros que bajan en la etapa siguiente, bocadillos que se llevan y que se comen durante la espera, con una taza de café ardiendo junto al mostrador, de pie, dormidos, inquietos, charlatanes que desgranan confidencias.
—Ya les dije que iría en autocar.
De nuevo silencio, cuatro o cinco kilómetros de silencio. Unos presos, desnudos de cintura para arriba, al menos una treintena, casi todos jóvenes, llevando en la cabeza un sombrero de paja, segaban los bordes de la carretera, y dos guardianes, con la carabina en la mano, los vigilaban.
Ni siquiera les miraron.
—¿Alice está bien?
—Sí.
—¿Y los niños?
—Lilian todavía no habla.
Se querían. A los hermanos Rico siempre se les había visto muy unidos. No sólo eran de la misma sangre, sino que también habían ido a la misma escuela, y de chicos, en las calles habían pertenecido a las mismas pandillas y participado en las mismas batallas. En aquella época Gino sentía por su hermano verdadera admiración. ¿Seguía admirándole? Era posible. Con él nunca se sabía. Había en él un aspecto sombrío, apasionado, que no descubría a nadie.
Eddie nunca le había comprendido, ante él siempre se había sentido incómodo. Además le chocaban algunos detalles nimios. Por ejemplo, Gino seguía vistiéndose de la forma ostentosa de los maleantes a los que imitaban cuando eran adolescentes. Había conservado aquellos gestos, la manera de moverse, la mirada fija y huidiza a la vez, y hasta aquel cigarrillo pegado al labio, la manía de jugar perpetuamente con un objeto en su larga y pálida mano.
—¿Has recibido carta de mamá?
—Esta mañana.
—Ya suponía que iba a escribirte.
Volvían a estar junto al agua, un lagón más ancho que en Siesta Beach, con un larguísimo puente de madera en el que había pescadores y que conducía a una isla. Los maderos del puente temblaron bajo las ruedas. En la isla cruzaron un pueblo, siguieron una carretera asfaltada. No tardaron en encontrarse en medio de la vegetación, el pantano, una maraña de palmeras y de pinos, y por fin dunas. Había pasado media hora desde que se encontraron, y no se habían dicho casi nada; Eddie llevó el coche hasta una pista entre las dunas, y fue a detenerse en el último extremo de la isla, en una playa deslumbrante donde la resaca era violenta y sólo se veían gaviotas y pelícanos.
No abrió la portezuela, después de parar el motor siguió sentado en su sitio y encendió un cigarrillo. Bajo los pies la arena debía de arder. Unas hileras de conchas señalaban el límite que el mar había alcanzado en mareas precedentes. Una ola muy alta, demasiado blanca, demasiado luminosa para fijar en ella los ojos, se elevaba a intervalos regulares y volvía a caer con un movimiento lento formando una nube de polvo brillante.
—¿Tony? —preguntó por fin Eddie volviéndose hacia su hermano.
—¿Qué te decía mamá en la carta?
—Que se ha casado. ¿Es verdad?
—Sí.
—¿Sabes dónde está?
—No exactamente. Le buscan. Han encontrado a los padres de su mujer.
—¿Son italianos?
—De origen lituano. El padre tiene una pequeña granja en Pennsylvania. Parece que tampoco sabe dónde está su hija.
—¿Está enterado de lo de la boda?
—Tony fue a anunciárselo. Según me han dicho, la chica trabajaba en una oficina de Nueva York, pero Tony la conoció en Atlantic City, donde ella pasaba las vacaciones. Seguramente volvieron a verse en Nueva York. Hará más o menos unos dos meses fueron a ver al viejo para anunciarle que acababan de casarse. Se quedaron en casa unos diez días.
Eddie tendió el paquete de cigarrillos, y su hermano cogió uno que no encendió.
—Yo sé por qué le buscan —dijo lentamente Gino, casi sin mover los labios.
—¿Por el asunto Carmine?
—No.
A Eddie le repugnaba hablar de aquellas cuestiones. Ahora aquello quedaba lejos de él, casi pertenecía a otro mundo. En el fondo hubiera preferido no saber nada. Siempre era peligroso saber demasiado. ¿Por qué sus hermanos no se habían alejado de todo aquello como lo hizo él? Hasta aquel mote de Bug (el insecto), con el que aún conocían a Gino, le resultaba desagradable como una inconveniencia.
—Fui yo quien liquidó a Carmine —anunció tranquilamente este.
Eddie no parpadeó. Gino siempre había matado por gusto. También aquello impedía que su hermano mayor, a quien le horrorizaba la brutalidad, se sintiese cómodo con él.
No le juzgaba, aquello no le parecía mal en sí mismo. Era más bien un malestar físico, como cuando Gino empleaba ciertos términos barriobajeros que él había dejado de usar desde hacía mucho tiempo.
—¿Era Tony el que conducía el coche?
Conocía la rutina. Cuando aún era un niño, en Brooklyn, había visto aquella técnica perfeccionarse poco a poco, y ahora el sistema era casi invariable.
Cada cual tenía su papel, su especialidad, y no era frecuente que hiciera otra cosa. Estaba en primer lugar el que proporcionaba el coche en el momento oportuno, un coche rápido, no demasiado vistoso, con el depósito lleno, a ser posible llevando matrícula de otro estado, ya que eso retrasaba las investigaciones. Aquel trabajo él lo había hecho dos veces, cuando apenas tenía diecisiete años. Tony también empezó igual, pero más joven aún. Llevaba el coche a un lugar determinado, y le daban diez o veinte dólares.
A Tony le apasionaban tanto la mecánica y la velocidad que hacía eso por juego, birlaba un coche que le gustase estacionado junto a una acera, sólo por el placer de correr durante unas horas por la carretera, donde terminaba por abandonarlo. Una vez se estrelló contra un árbol, su acompañante resultó muerto y él no recibió ni un rasguño.
A los diecinueve años le confiaban un trabajo más serio. Él era el conductor del coche que llevaba al asesino y a su ayudante, y el que luego, perseguido o no por la policía, tenía que llevarles a un lugar en el que otro vehículo del que nadie sospechaba les esperaba a todos.
—En lo de Carmine quien conducía era Fatty.
Gino hablaba de eso con una especie de nostalgia. Desde luego, Eddie conocía a Fatty, un tipo muy robusto, hijo de un zapatero, más joven que él, al que de vez en cuando encargaba algún recado.
—¿Quién era el jefe?
—Vince Vettori.
Hubiese sido mejor no hacer la pregunta, sobre todo tratándose de Vettori, porque aquello significaba que el asunto era importante y que se trataba de un ajuste de cuentas entre peces gordos.
Carmine, Vettori, eran, lo mismo que Boston Phil, hombres que trabajaban en un plano muy superior al suyo. Daban órdenes, y no les gustaba que nadie se metiese en sus cosas.
—Todo funcionó tal como estaba previsto. Sabíamos que Carmine saldría a las once de El Charro, porque tenía una cita en otro lugar un poco más tarde. Estacionamos a unos cincuenta metros de distancia. Cuando ya estaba en el guardarropa nos hicieron la señal. Fatty arrancó muy despacio, y llegamos delante del restaurante en el mismo momento en que Carmine abría la puerta. Yo sólo tuve que llenarle de plomo.
La expresión chocó a Eddie. No miraba a su hermano, sino que observaba a un pelícano que se cernía sobre aquel bucle blanco, a veces dejándose caer para coger un pez. Las gaviotas, envidiosas, giraban en torno a él lanzando chillidos cada vez que conseguía una presa.
—Pero dejamos un cabo suelto. Me enteré luego por los chismes que corrieron.
Siempre pasaba lo mismo. Era difícil saber con exactitud lo que sucedía. Los peces gordos procuraban no soltar prenda. Se oían vagos rumores. Se sacaban conclusiones.
—¿Te acuerdas del tío Rosenberg?
—¿El que vendía tabaco?
Eddie recordaba muy bien aquella tienda de periódicos y de tabaco, que estaba justo enfrente de El Charro. En los tiempos en que Eddie hacía de intermediario de un corredor de apuestas, a veces se instalaba delante de la tienda de Rosenberg. Este lo sabía, le enviaba clientes a cambio de una pequeña comisión. En aquella época ya era viejo. O al menos lo parecía.
—¿Qué edad tiene?
—Sesenta y tantos. Parece que no le perdían de vista desde hacía cierto tiempo. Dicen que daba soplos a la policía. El caso es que O’Malley, el sargento, fue a verle dos veces. Luego, la tercera vez se lo llevó para que hablara con el fiscal del distrito. No sé si Rosenberg llegó a hablar. Tal vez sólo quisieron que no se corriera ningún riesgo. Estaba cerrando su tienda cuando liquidamos a Carmine. Decidieron que había que suprimirle.
La rutina de costumbre. Veinte veces, cuando vivía en Brooklyn, Eddie había oído la misma historia. ¿Cuántas veces, después, la había leído en los periódicos?
—No sé por qué, pero no quisieron que yo interviniera, y eligieron a un novato, un pelirrojo alto llamado Joe.
—¿Era Tony quien conducía?
—Sí. Ya debiste de leer lo que pasó. Es probable que Rosenberg efectivamente hablara, porque le pusieron un guardaespaldas, un tipo de paisano que no es del barrio. Rosenberg solía abrir su tienda a las ocho de la mañana. A causa de la estación de metro que está al lado, hay bastante tránsito en aquel lugar. El coche se acercó. El viejo estaba ordenando su escaparate cuando recibió tres tiros en la espalda. No sé si Joe se fijó en el tipo que estaba al lado y si olfateó que era un policía. Seguramente lo único que pasó fue que quiso rematar el asunto. También lo liquidó, y antes de que la gente supiera lo que estaba sucediendo el coche había desaparecido.
De todo eso Eddie no tenía más que una vaga idea, pero la escena le era suficientemente familiar como para que la viese con la misma claridad que si estuviese en el cine. También había asistido a una escena del mismo tipo, o casi, cuando sólo tenía cuatro años y medio. De los tres hermanos Rico él fue el único testigo. Gino, que en aquella época aún no tenía dos años, estaba en el cuarto de su abuela, arrastrándose por el suelo. En cuanto a Tony, aún no había nacido. Su madre aún le llevaba en el vientre, y habían puesto una silla para ella detrás de uno de los mostradores de la tienda.
No la tienda que tenía ahora. El padre vivía. Eddie le recordaba perfectamente, con sus cabellos tiesos y oscuros, la cabeza grande, siempre con un aire tranquilo.
A Eddie también le parecía viejo, aunque en realidad solamente tenía treinta y cinco años.
No había nacido en Estados Unidos, sino en Sicilia, cerca de Taormina, donde cuando era adolescente trabajaba en una cordelería. Llegó a Brooklyn a los diecinueve años, y tuvo que ejercer muchos oficios, oficios muy humildes probablemente, porque era un hombre apocado, tímido, de movimientos lentos y sonrisa un poco cándida. Se llamaba Cesare. En el barrio algunos le recordaban todavía vendiendo helados por las calles.
Hacia los treinta años se casó con Julia, que sólo tenía veinte, y cuyo padre acababa de morir.
Eddie siempre había sospechado que le eligieron porque necesitaban a un hombre para llevar la tienda. Era una tienda de barrio donde vendían verduras, fruta y un poco de ultramarinos. La madre de Julia ya era muy obesa. Eddie creía estar viendo a su padre abrir la trampilla que había detrás del mostrador de la izquierda para ir a buscar mantequilla o queso al sótano, o volviendo a salir con un saco de patatas sobre los hombros.
Una tarde, a primera hora, cuando estaba nevando, Eddie jugaba en la calle con un amiguito. Los dos estaban en la acera de enfrente. Aún había bastante luz, pero ya habían encendido las bombillas de la fachada. Se oyó un ruido por la parte de la esquina, hombres que corrían, voces agudas…
Cesare, con un delantal blanco, salió de la tienda y se quedó de pie entre los canastos. Uno de los que corrían tropezó con él, y en aquel preciso momento se oyeron dos disparos.
¿De verdad Eddie lo había visto todo? ¿Lo recordaba todo? Aquella historia se había contado tantas veces en la casa que seguro que otros testimonios habían tenido que añadirse a sus recuerdos.
En cualquier caso, aún creía estar viendo a su padre, que se llevó las dos manos a la cara, se tambaleó por un momento y luego se desplomó sobre la acera; hubiera jurado que era él quien recordaba que la mitad de la cara de su padre había desaparecido.
—¡La parte izquierda sólo era un enorme agujero! —había repetido a menudo.
El que disparó debía de encontrarse aún bastante lejos, porque el hombre perseguido tuvo tiempo de meterse corriendo en la tienda.
—Era joven, ¿verdad, mamá?
—Diecinueve o veinte años. Tú no puedes acordarte.
—¡Claro que me acuerdo! Iba todo vestido de negro.
—Te lo pareció porque había muy poca luz.
Un policía de uniforme, y luego otro, llegaron a la tienda, en la que entraron sin inclinarse siquiera sobre el cadáver de Cesare Rico. Encontraron a Julia sentada en su silla, detrás del mostrador de la izquierda, con las manos cruzadas sobre la prominente barriga.
—¿Dónde está?
—Se ha ido por ahí…
Les señaló la puerta del fondo, que daba a un pasadizo. Vivían en una manzana muy vieja, y en la parte trasera había un laberinto de patios donde dejaban los carros. Uno de los comerciantes vecinos hasta tenía una cuadra con un caballo.
¿Quién telefoneó para pedir la ambulancia? Nunca lo supo nadie. Pero llegó una ambulancia. Eddie vio cómo entraba en la calle y se paraba en seco; dos hombres con bata blanca saltaron a la acera, mientras su madre aparecía en la puerta de la tienda y se precipitaba hacia su marido.
Otros policías ayudaron a registrar el barrio. Diez veces cruzaron la tienda. Los patios de atrás tenían al menos dos o tres salidas.
Tuvieron que pasar años para que Eddie se enterase de la verdad. El hombre al que perseguían no se había metido por los patios. Cuando entró en la tienda la trampa del sótano estaba abierta. Julia, que le reconoció, le dijo por señas que se metiera allí, cerró la trampa y puso su silla encima. ¡Ninguno de los policías cayó en aquello!
—Yo no podía correr hacia vuestro pobre padre… —se limitaba a decir por toda explicación.
A todos les pareció natural. En el barrio a todo el mundo le pareció natural.
El joven era un polaco que tenía un nombre extrañísimo, y que en aquella época apenas hablaba inglés. Durante mucho tiempo, años enteros, desapareció de la circulación.
Cuando volvieron a verlo era un hombre de una corpulencia impresionante que se llamaba Sid Kubik, y que ya casi era uno de los grandes jefes. Era el que centralizaba las apuestas de las carreras, no sólo en Brooklyn, sino también en la parte baja de Manhattan y en el Greenwich Village, y Eddie empezó a trabajar para él.
Finalmente, como el padre había muerto y a una mujer le es difícil acarrear cajas de fruta y canastos de verduras, Julia compró al lado la tiendecita de caramelos y soda.
Kubik fue a saludarla varias veces al pasar por el barrio. La llamaba mamá Julia, con su raro acento.
En el coche los dos hombres permanecían callados. Eddie vio muy lejos en la playa una mancha roja, la silueta de una mujer con un bañador escarlata que andaba lentamente y se agachaba a intervalos desiguales. Sin duda estaba cogiendo conchas. Tardaría mucho en llegar cerca de ellos.
Había un detalle que le inquietaba. El asunto Carmine era de seis meses atrás. Cuatro días después de lo que pasó delante de El Charro eliminaron al único testigo. En aquellas condiciones ningún fiscal del distrito estaba lo suficientemente loco como para emprenderla con la organización.
Antes de iniciar el proceso tienen que disponer de bases sólidas, testimonios con los que se pueda contar. Prueba de ello es que habían pasado semanas e incluso meses sin que se oyese hablar del asunto. El jurado de acusación se ocupaba de él desganadamente, porque hay que tranquilizar a la población.
Eddie sabía que su hermano pensaba lo mismo que él.
—¿Es que alguien ha hablado? —terminó por murmurar desviando la cabeza.
—No he podido enterarme de nada concreto. Corren toda clase de rumores. Sobre todo desde hace dos semanas se murmura mucho; en los bares se ven caras nuevas: O’Malley exhibe siempre una sonrisa satisfecha, como si preparase una sorpresa. Ya no sé cuánta gente me ha preguntado con aire inocente si yo sabía algo de Tony.
»También he tenido la impresión de que otros preferían que no se les viera en mi compañía. Algunos me han dicho: “¿O sea que Tony se ha retirado? ¿Es verdad que se ha casado con una chica bien?”.
»Y ahora me han dado la orden de ir a San Diego y de no moverme de allí.
—¿Por qué has venido a verme?
Gino miró a su hermano de una manera extraña, como si desconfiase de él tanto como de los demás.
—Es por Tony.
—Explícate.
—Si le encuentran lo van a liquidar.
Sin verdadera convicción, Eddie murmuró:
—¿Tú crees?
—Querrán correr tan pocos riesgos como con Rosenberg. Además, por regla general no les gusta que alguien deje la organización.
Eddie también lo sabía, claro, pero detestaba pensar en aquello de forma tan cruda.
—Tony estaba en el último asunto, el mismo del que ahora se ocupa el fiscal del distrito. Suponen que si la policía lo interroga como es debido es posible que hable.
—¿Tú también lo crees?
Gino se asomó a la portezuela, escupió en la arena caliente y después de un silencio dejó caer:
—Es posible.
Luego, siempre con los labios casi inmóviles, añadió:
—Está enamorado. —Y, tras una pausa—: Corre el rumor de que su mujer está embarazada.
Esta última palabra parecía repugnarle.
—¿De verdad no sabes dónde está?
—Si lo supiera iría a verlo.
Eddie no se atrevió a preguntarle por qué. Aunque fueran hermanos, había entre ellos, por encima de ellos, aquella organización de la que sólo hablaban por alusiones.
—¿Dónde puede estar a salvo?
—En Canadá, en México, en Sudamérica… En cualquier sitio. Esperando a que se calmen las aguas.
Gino siguió hablando en otro tono, como si hablase para sí:
—Se me ha ocurrido que tú tienes más libertad de movimientos que yo. Conoces a mucha gente. No tienes nada que ver con el asunto. ¿Crees que podrías saber dónde se oculta y proporcionarle los medios de desaparecer?
—¿Tiene dinero?
—Ya sabes que nunca lo ha tenido.
La mujer de rojo ya sólo estaba a trescientos metros, y de pronto Eddie giró la llave de contacto y pisó el acelerador. El coche hizo marcha atrás en la arena, y dio media vuelta entre las dunas.
—¿Dónde has dejado el equipaje?
—Sólo traigo una maleta. La he dejado en la consigna de la estación de autocares.
En toda su vida Gino sólo había tenido una maleta. Desde que se fue de la casa de su madre, a los dieciocho años, nunca tuvo verdadero domicilio. Vivía en cuartos alquilados, un mes aquí, quince días allá, y sólo en los bares se le podía encontrar o dirigir el correo, aunque no bebía ni licores ni cerveza.
Circulaban en silencio. Gino seguía sin haber encendido su cigarrillo. Eddie se preguntó si alguna vez le había visto fumar de veras.
—Es mejor que no pasemos por la carretera principal —murmuró el hermano mayor, no sin cierta inquietud. Y añadió—: Joe está aquí.
Los dos comprendían. Desde luego era natural que hubiesen alejado a Joe, como habían alejado a Gino. No era la primera vez que enviaban de este modo a alguien a Eddie, por unos días o por unas cuantas semanas. Pero ¿sólo estaba allí para que se olvidaran de él? Había cincuenta sitios donde podían mandarle, y habían elegido que se instalara en casa de uno de los hermanos Rico.
—Ese tipo no me gusta —murmuró Eddie.
Su hermano se encogió de hombros. Seguían un camino paralelo a la carretera principal, y súbitamente, cuando llegaban a un lugar bastante desierto, Gino dijo:
—Es mejor que me dejes aquí.
—¿Qué vas a hacer?
—Autostop.
Eddie prefería aquello, pero no quería demostrarlo.
—Supongo que no te ocuparás de Tony, ¿verdad?
—Claro que sí. Haré todo lo que pueda.
Gino no se lo creyó. Abrió la portezuela, no le tendió la mano, se limitó a agitarla por un momento mientras decía:
—Bye-bye!
Sintiéndose incómodo, Eddie acabó por poner en marcha nuevamente el coche, y sin volver la cabeza vio cómo la silueta de su hermano se iba empequeñeciendo en el espejo retrovisor.
Había anunciado a Miss Van Ness que iba al Club Flamingo. Si Boston Phil telefoneaba desde Miami, ella se lo habría dicho, y sin duda Phil habría llamado al Flamingo. Aquello no le gustaba. Desde luego que no tenía que rendir cuentas de lo que hacía. Podía haberse retrasado por algún motivo, o haberse encontrado con cualquiera. Podía haber tenido una avería. Pero el momento no era el más adecuado.
Aceleró, volvió a salir de la carretera principal, y poco antes de las doce se detuvo delante del Flamingo, cuyo letrero anunciaba: COCKTAILS-GRILL-DANCING.
Delante de la puerta ya había estacionados tres o cuatro coches. Dejó el suyo entre sol y sombra, a falta de un lugar mejor, empujó la puerta y entró en el bar, donde, gracias al aire acondicionado, se estaba fresco, casi hacía frío.
—Hola, Teddy.
—Buenos días, señor Rico.
—¿Está Pat?
—El jefe está en su despacho.
Había que atravesar la sala, con las paredes decoradas de flamencos rosa, donde un Maître d’Hôtel servía dos mesas. Luego había una especie de salón con sillones de terciopelo rojo, y al fondo una puerta con un letrero: PRIVADO.
Pat McGee abrió enseguida la puerta y le tendió una musculosa mano.
—¿Todo bien?
—Todo bien.
—Precisamente acaban de telefonear preguntando por ti.
—¿Phil?
—Eso es. Desde Miami. Aquí tienes su número. Me ha dicho que le llames.
—¿No ha dicho nada más?
¿Por qué miraba a McGee con aire de recelo? Se equivocaba. Boston Phil no era hombre como para hacer confidencias a un McGee.
Este descolgó el aparato. Dos minutos después se lo tendió a Eddie anunciando:
—Está en el Excelsior. Me parece que no está solo.
Se oyó la desagradable voz de Phil al otro lado de la línea:
—¡Oiga! ¿Eddie?
Este conocía las suntuosas suites del Excelsior en Miami Beach. En la de Phil siempre tenía que haber un salón en el que le gustaba recibir visitas, y donde él mismo preparaba los cócteles. Conocía a una cantidad asombrosa de periodistas y de gente de todos los ambientes, actores, deportistas profesionales, hasta peces gordos del petróleo de Texas.
—He tenido que parar en un garaje porque el coche…
El otro, sin dejarle terminar, le cortó:
—Ha llegado Sid.
No tenía nada que responder. Eddie esperaba. En la habitación del hotel había otras personas, porque podía oír un murmullo de voces, entre ellas una voz aguda de mujer.
—Había un avión a las doce. Ahora es demasiado tarde. Cogerás el de las dos treinta.
—¿Tengo que ir?
—Me parece que es lo que te estoy diciendo.
—Es que no estaba seguro. Perdona.
Había adoptado el tono de un contable ante su director o ante un inspector que había ido a revisar sus cuentas, y la presencia de McGee le incomodaba. No quería mostrarse humilde en su presencia.
Porque, al fin y al cabo, en su sector él era el jefe. Era él quien después daría órdenes a McGee.
—¿Ha llegado el joven?
—Le he puesto a trabajar en la tienda.
—Hasta luego.
Phil colgó.
—Siempre será el mismo —observó McGee—. Cree que está solo en el mundo.
—Sí.
—¿Quieres ver las cuentas de la semana?
—Hoy no tengo tiempo. Me voy a Miami.
—Es lo que me parecía haber entendido. Dicen que allí está Sid.
Era extraordinario cómo todo se sabía. Y sin embargo McGee no era nadie, sólo el propietario de un bar junto a la carretera, donde había unas máquinas tragaperras, y de vez en cuando una partida de dados y apuestas.
Dos veces por semana Rico pasaba por allí y recogía su parte. En cuanto a las apuestas, era Miss Van Ness quien se encargaba de transmitirlas directamente a Miami por teléfono.
Claro que todo lo que recogía así no era para él. Lo más sustancial se enviaba al escalón superior, pero aún le quedaba lo suficiente como para vivir con desahogo, como siempre había soñado vivir.
Él no era uno de los grandes jefes. No se hablaba de él en los periódicos, raramente en los bares de Nueva York, de Nueva jersey o de Chicago. Pero en su feudo no dejaba de ser el que mandaba, y no había ni un club nocturno que no le pagase su contribución sin rechistar.
No trataban de engañarle. Conocía demasiado bien los números. Nunca se enfadaba, nunca profería amenazas.
Por el contrario, hablaba calmosamente, pronunciaba las menos palabras posibles, y todo el mundo comprendía. En el fondo trataba un poco a los demás como Boston Phil le trataba a él. Tal vez algunos, a espaldas suyas, decían que le imitaba.
—¿Un martini?
—No. Tengo que pasar por mi casa para cambiarme.
Cuando hacía calor a veces se cambiaba de traje y de ropa interior dos veces al día. ¿No era lo que había visto que Phil también hacía?
Sin darse cuenta se rascó la mejilla, y el lunar sangró de nuevo. Apenas una gota. Pero se quedó mirando el pañuelo con aire de preocupación.
—¿Es verdad que el Samoa ha vuelto a la ruleta?
—Sólo de vez en cuando, cuando los clientes lo piden.
—¿Se ha puesto de acuerdo con Garret?
—A condición de que no haya reclamaciones.
—Me gustaría tanto…
—¡No! Aquí no. Se vería demasiado, estamos muy cerca de la ciudad. Sería peligroso.
El sheriff Garret era amigo suyo. Cenaban juntos de vez en cuando. Garret tenía buenas razones para no negarle nada. Pero no por eso dejaba de ser un trabajo delicado. Los propietarios como McGee no siempre se daban cuenta, y tendían a exagerar.
—Volveré dentro de dos o tres días.
—Saludos a Phil. Hace más de cinco años que no se le ha visto aquí.
Eddie volvió a su coche preguntándose si Pat había notado su preocupación. Pasó por la tienda y anunció que se iba para uno o dos días. ¿Qué es lo que Miss Van Ness sabía exactamente? Él no la eligió. Se la enviaron desde arriba. Joe, con bata blanca, servía a un cliente, y eso parecía divertirle. Guiñó un ojo a Rico, y a este le pareció que se tomaba demasiadas confianzas.
—Vigílale —recomendó al viejo Angelo, en quien confiaba plenamente.
—Cuente conmigo, jefe.
Las mayores no volvían de la escuela para el almuerzo. Alice, que le estaba esperando, comprendió que había novedades.
—¿Subes a cambiarte?
—Sí. Ven a hacerme la maleta.
—¿Te vas a Miami?
—Sí.
—¿Estarás fuera varios días?
—No lo sé.
No sabía si decirle que había visto a su hermano Gino. Estaba seguro de que ella no iba a traicionarle. Tampoco era mujer como para ir contando chismes a unos y a otros.
Si él casi nunca le hablaba de sus asuntos era más bien por pudor. Naturalmente, ella sabía poco más o menos en qué se ocupaba. Pero él prefería evitar los detalles. Su casa, su familia, tenían que quedar al margen de todo.
Quería a Alice. Y sobre todo apreciaba que ella le quisiese sin restricciones.
—¿Me telefonearás?
—Esta noche.
Telefoneaba todos los días cuando estaba de viaje, en ocasiones dos veces al día. Preguntaba por las niñas, por todo. Necesitaba sentir que la casa seguía estando allí, con todo lo que eso significaba.
—¿Te llevas el esmoquin blanco?
—Es lo más prudente. Nunca se sabe.
—¿Tres trajes?
Ella conocía sus costumbres.
—Te has hecho sangre en la mejilla.
—Ya lo sé.
Antes de irse volvió a ponerse un poco de alumbre, fue a dar un beso a Babe, que ya dormía la siesta, y se preguntó si algún día llegaría a hablar.
¿Qué pensarían, qué dirían de él más tarde, las dos mayores? ¿Qué recuerdo iban a guardar de su padre? A menudo eso le inquietaba.
Abrazó a su mujer, y todo su cuerpo era suave, olía bien, los labios eran dulces.
—No estés fuera mucho tiempo.
Había pedido un taxi para dejar el coche a Alice. El taxista le conocía y le llamó jefe.