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Como cualquier otro día, los mirlos fueron los primeros en despertarle. No les guardaba rencor. Al principio aquello le ponía furioso, sobre todo porque aún no estaba acostumbrado al clima y el calor le impedía dormirse antes de las dos o las tres de la madrugada.

Empezaban exactamente al salir el sol. Ahora bien, en Florida el sol salía casi de golpe. No había amanecer. De pronto el cielo se ponía dorado, el aire húmedo, vibrante por el parloteo de los pájaros. No sabía dónde habían hecho su nido. Ni siquiera sabía si eran verdaderamente mirlos. Era él quien los llamaba así, y llevaba diez años prometiéndose a sí mismo informarse, aunque olvidaba hacerlo. Loïs, la negrita, les daba un nombre que él hubiese sido incapaz de deletrear. Eran mayores que los mirlos del norte, con tres o cuatro plumas de color. Dos se posaron sobre el césped, cerca de las ventanas, y se pusieron a charlar en sus tonos agudos.

Eddie ya no se despertaba del todo, sólo era consciente de que amanecía, y no era una sensación desagradable. No tardaron en llegar otros mirlos, Dios sabe de dónde, sin duda de los jardines vecinos. Y, Dios sabrá por qué, habían elegido el suyo como lugar de cita matinal.

A causa de los mirlos el universo penetraba un poco más en su sueño, y mezclaba realidades con lo que estaba soñando. El mar estaba en calma. Apenas oía el rumor de una ola que se formaba no lejos de la playa, en una ondulación apenas visible, y que acababa rompiendo en la arena como un reborde brillante, agitando millares de conchas.

La víspera le telefoneó Phil. Nunca acababa de tranquilizarle el hecho de que Phil diera señales de vida. Le llamó desde Miami. Al principio para hablar del hombre cuyo nombre no había citado. Por teléfono raramente mencionaba nombres.

—¿Eddie?

—Sí.

—Soy Phil.

Nunca decía una palabra de más. Era como una afectación. Aunque hablase desde la cabina telefónica de un bar, tenía que cuidar su actitud.

—¿Todo bien por ahí?

—Todo bien —respondió Eddie Rico.

¿Por qué Phil intercalaba silencios entre las frases más anodinas? Incluso cuando hablaban cara a cara, aquello producía una impresión de desconfianza, como si estuviera ocultándole algo.

—¿Y tu mujer?

—Está bien, gracias.

—¿Ningún problema?

—Ninguno.

¿Cómo iba a haber problemas en el sector de Rico?

—Mañana por la mañana te mando un tipo.

No era la primera vez.

—Sería mejor que saliese poco… Y que no le entrasen ganas de ir a pasearse por ahí.

—De acuerdo.

—Es posible que mañana Sid venga a reunirse conmigo.

—¡Ah!

—A lo mejor quiere verte.

No era nada inquietante en sí mismo, ni tampoco nada del otro mundo. Pero Rico nunca había conseguido acostumbrarse a las actitudes ni a la manera de hablar de Boston Phil.

No volvió a dormirse del todo, se quedó medio amodorrado, sin dejar de oír a los mirlos y el susurro del mar. Un coco se desgajó de uno de los cocoteros del jardín y cayó sobre la hierba. Casi inmediatamente después, Babe empezó a rebullir en el cuarto de al lado cuya puerta se dejaba entreabierta.

Era la menor de sus hijas. Se llamaba Lilian, y las mayores la habían llamado desde el primer momento Babe. Eso no le gustaba. En su casa le horrorizaban los apodos. Pero no podía llevar la contraria a las chicas, y todo el mundo terminó por llamarla como ellas.

Babe empezaría a canturrear, dando vueltas y más vueltas en la cama, como para prolongar su sueño. Sabía que su mujer, en la cama vecina a la suya, se estaba despertando también. Era la rutina de todas las mañanas. Babe tenía tres años. Todavía no hablaba. Apenas decía unas cuantas palabras deformadas. Sin embargo, era la más guapa de las tres, tenía una cara de muñeca.

El médico había asegurado que aquello se solucionaría un día u otro.

¿Creía en sus palabras el médico? Rico desconfiaba de ellos. Casi tanto como de Phil.

Babe balbuceaba. Al cabo de cinco minutos, si no iban a levantarla se pondría a llorar.

Rico casi nunca tenía que despertar a su mujer. Sin abrir los ojos, la oía suspirar, apartar la sábana, poner los pies desnudos sobre la alfombrilla, y así se quedaba unos segundos, sentada al borde de la cama, frotándose la cara y el cuerpo antes de alargar el brazo para coger la bata. Invariablemente, en aquel instante recibía una oleada de su olor, un olor que le gustaba. En el fondo, era un hombre feliz.

Ella no hacía ruido, se dirigía de puntillas hacia el cuarto de Babe, cuya puerta cerraba sigilosamente. Ya suponía que él no estaba dormido, pero era una tradición. Además, después él tenía la costumbre de volver a dormirse. No oía a las otras dos, Christine y Amelia, cuya habitación estaba más lejos, cuando a su vez se levantaban. No volvía a oír a los mirlos. Justo el tiempo de pensar brevemente en Boston Phil, que le había telefoneado desde Miami, y se hundía de nuevo como en una almohada en el sabroso sueño matinal.

En el piso de abajo, Loïs debía de estar preparando el desayuno de las niñas. Las dos mayores, que tenían doce y nueve años, se peleaban en su cuarto de baño. Desayunaban en la cocina, y luego iban a esperar, en la esquina de la calle, el autocar de la escuela.

El enorme autocar amarillo pasaba a las ocho menos diez. A veces Eddie oía sus frenos, otras no. A las ocho Alice subía, abría con mucha suavidad la puerta y entonces notaba el olor del café que ella le traía.

—Son las ocho, Eddie.

Bebía un primer sorbo en la cama, y luego ella dejaba la taza en la mesilla de noche, y se dirigía hacia las ventanas para descorrer las cortinas. Pero no se veía nada de fuera. Detrás de las cortinas había unas persianas venecianas cuyas hojas de color claro sólo dejaban pasar finas rayas de sol.

—¿Has dormido bien?

—Sí.

Ella aún no se había bañado. Tenía los cabellos castaños y espesos, la piel muy blanca. Aquella mañana llevaba una bata azul que le sentaba muy bien.

Mientras él estaba en el cuarto de baño ella se peinaba, y todo eso, esas menudencias de cada día, era reconfortante. Vivían en una casa bonita, muy nueva, moderna, de una blancura deslumbrante, en el barrio más elegante de Santa Clara, entre el lagón y el mar, a dos pasos del Country Club y de la playa. Rico le había puesto un nombre del que estaba satisfecho: Sea Breeze, Brisa de Mar. Aunque el jardín no era grande, porque en aquel sector el terreno era muy caro, la casa estaba rodeada de una docena de cocoteros, y desde el césped surgía una palmera real de tronco liso y plateado.

—¿Crees que irás a Miami?

Él estaba en el baño. El cuarto de baño era realmente notable, con las paredes recubiertas de azulejos verde pálido, la bañera y los demás sanitarios del mismo tono, y todos los accesorios cromados. Pero lo que más le gustaba, porque era algo que sólo había visto en los grandes hoteles, era la ducha, cerrada por una puerta de cristal con un marco metálico.

—Todavía no sé si iré.

El día anterior, mientras cenaban, había dicho a Alice:

—Phil está en Miami. Tal vez tenga que verle.

No estaba lejos. Apenas unos cuatrocientos kilómetros. En coche la carretera era desagradable, desierta, atravesando los pantanos en medio de un calor sofocante. A menudo tomaba el avión.

No sabía si iba a ir a Miami. Lo había dicho porque sí. Se afeitó mientras su mujer, a sus espaldas, se preparaba a su vez un baño. Estaba un poco gruesa. No demasiado. Lo suficiente como para no poder comprarse ropa de confección. Su piel era extraordinariamente suave. Mientras se afeitaba, de vez en cuando la miraba a través del espejo, y se sentía satisfecho.

Él no era como los demás. Siempre había sabido lo que quería. La había elegido, muy joven aún, con conocimiento de causa. Casi todos los otros pecaban por sus mujeres.

También él tenía la piel blanca y fina, y, lo mismo que Alice, los cabellos muy oscuros. Incluso algunos de sus compañeros de colegio, en Brooklyn, le llamaban Blackie. Pero no se lo había permitido durante mucho tiempo.

—Me parece que hará calor.

—Sí.

—¿Vendrás a almorzar?

—No lo sé.

De pronto, mientras se miraba en el espejo frunció el ceño y se le escapó una exclamación de contrariedad. Se le veía un poco de sangre en la mejilla. Usaba maquinilla, y no se cortaba casi nunca. Sólo de vez en cuando, alguna vez la cuchilla tropezaba con el lunar que tenía en la mejilla izquierda, y eso siempre le causaba una sensación desagradable. Despellejarse no le hubiera producido peor impresión. Aquel lunar, que a los veinte años apenas tenía el tamaño de una cabeza de alfiler, poco a poco había llegado a ser como un guisante. Era moreno y peludo. La mayor parte de las veces Eddie conseguía que la maquinilla pasara por encima sin que sangrase.

Buscó el alumbre en el botiquín. Durante varios días aquello iba a sangrar cada vez que se afeitase, y le parecía que aquella sangre no era sangre normal.

Había preguntado a su médico acerca de aquel asunto. No le gustaban los médicos, pero iba a visitarles por cualquier problema, por pequeño que fuese. Les miraba de reojo, siempre sospechaba que le mentían, se esforzaba por hacer que se contradijeran.

—Si fuera menos profundo se lo sacaría con un bisturí. Pero está tan arraigado que dejaría una cicatriz.

En algún sitio había leído que las verrugas de esa clase a veces se hacen cancerosas. Sólo de pensarlo, sentía una flojera en todo el cuerpo.

—¿Está seguro de que no es nada?

—Seguro.

—¿No podría ser un cáncer?

—¡No, claro que no!

Sólo se tranquilizaba a medias. Sobre todo después de que el médico añadiese:

—Si tiene que quedarse más tranquilo, le sacaré un cachito y lo haremos analizar.

No había tenido el valor de hacerlo. Era muy sensible. Y lo curioso es que de chico no tenía miedo a los golpes. Pero las cuchillas, los instrumentos cortantes le producían aquel efecto.

Aquel estúpido incidente le dejó preocupado, más que por el hecho en sí porque veía en él como una señal. Pero siguió afeitándose minuciosamente. Era minucioso. Le gustaba sentirse limpio, pulcro, tener el pelo brillante, una camisa de seda sobre la piel, ropa recién planchada. Dos veces por semana se hacía la manicura y le daban un masaje en la cara.

Oyó el coche que se detenía delante de la quinta de al lado, luego, delante de Sea Breeze, y supo que era el cartero; no necesitaba entreabrir las persianas para imaginarse al hombre que alargaba el brazo por la portezuela, abría el buzón, dejaba el correo y volvía a cerrar el buzón antes de volver a poner el coche en marcha.

El día empezaba de acuerdo con sus ritos. A la hora de siempre ya estaba a punto. Alice se ponía el vestido. Él bajaba primero, salía de la casa, cruzaba el jardín, luego ya en la acera sacaba el correo del buzón. El viejo coronel de al lado, con pijama a rayas, hacía lo mismo, y se saludaban vagamente, aunque nunca se hubiesen hablado.

Había periódicos, facturas de compras y de la casa, una carta en la que reconoció la letra y el papel. Cuando se sentó a la mesa, Alice, que le estaba sirviendo, se limitó a preguntar:

—¿Tu madre?

—Sí.

Leía sin dejar de comer. Su madre siempre le escribía a lápiz, en el papel que ella misma vendía en bolsitas. Las bolsitas contenían seis hojas y seis sobres de colores diferentes, malva, verdosos, azulados, y cuando las páginas estaban llenas no añadía una nueva hoja, sino el primer pedazo de papel que encontraba. «Mi querido Joseph…»

Este era su verdadero nombre. Le bautizaron como Joseph. Desde los diez u once años se había hecho llamar Eddie, y todo el mundo le conocía por Eddie, su madre era la única que seguía llamándole Joseph. Aquello le irritaba. Se lo había dicho, pero era algo más fuerte que ella.

«Hace mucho tiempo que no tengo noticias tuyas, y espero que al recibo de esta te encuentres en buena salud, igual que tu mujer y tus hijas.»

A su madre no le gustaba Alice. Apenas la conocía, sólo la había visto dos o tres veces, pero no le gustaba. Era una mujer extraña. Sus cartas no eran fáciles de descifrar, porque, aunque nacida en Brooklyn, mezclaba el inglés y el italiano, y escribía las palabras de ambas lenguas con una ortografía personal.

«Aquí la vida continúa como ya sabes. El viejo Lanza, el que vivía en la esquina de la calle, murió en el hospital la semana pasada. Tuvo un entierro muy bonito, porque era un buen hombre que vivía en el barrio desde hace más de ochenta años. Su nuera vino de Oregon, donde vive con el marido, pero él no pudo hacer el viaje, porque hace solamente un mes que le amputaron una pierna. Es un hombre bien plantado y con salud, que sólo tiene cincuenta y cinco años. Se hirió con una herramienta del jardín, y casi enseguida se le gangrenó.»

Levantando la cabeza, Rico podía ver el césped, los cocoteros y, entre dos paredes blancas, una amplia faja de mar centelleante. Con la misma exactitud podía imaginarse la calle de Brooklyn desde la que su madre le escribía, la tienda de caramelos y de soda que regentaba, al lado de la verdulería en la que nació, y que abandonó al morir su marido. El metro elevado no estaba lejos. Se podía ver desde las ventanas casi como desde aquí se divisaba el mar, y a intervalos regulares se oía el estruendo de los convoyes de vagones que se perfilaban contra el cielo.

«La pequeña Josephine se ha casado. Seguro que te acuerdas de ella. Hice que viniera a vivir conmigo cuando no era más que un bebé y su madre acababa de morir.»

Se acordaba vagamente, no de uno, sino de dos o tres bebés a los que su madre había dado hospitalidad.

En sus cartas siempre había unas páginas en las que sólo se hablaba de vecinos, de personas que tenía más o menos olvidadas. Se ocupaba sobre todo de muertos y de enfermos, a veces de accidentes, cuando no de chicos del barrio a los que la policía había detenido. «Un buen muchacho que no ha tenido suerte…», solía decir.

Luego, sólo hacia el final, venían las cosas serias, las que en realidad habían hecho que se escribiese la carta.

«Gino vino a verme el viernes pasado. Tenía un aire de cansancio.»

Era uno de los hermanos de Eddie. Eddie, que era el mayor, tenía ahora treinta y ocho años. Gino tenía treinta y seis, y no se parecían. Eddie era más bien grueso. No es que fuese gordo, pero todo él estaba hecho de curvas, y tenía tendencia a criar grasa. Por el contrario, Gino siempre había sido delgado, con rasgos mucho más acusados que sus dos hermanos. De niño parecía enclenque. Incluso ahora nunca daba una impresión de salud.

«Vino a despedirse porque aquella misma noche se iba a California. Al parecer se va a quedar allí cierto tiempo. Eso no me gusta. Nunca es buena señal enviar a alguien como él al Oeste. Intenté sonsacarle, pero ya sabes cómo es tu hermano.»

Gino seguía soltero, nunca le habían interesado las mujeres. En toda su vida no debía de haber hecho confidencias a nadie.

«Le pregunté si era a causa del jurado de acusación. Evidentemente, aquí se habla mucho de eso. Al principio se creyó que sería como las otras veces, que harían preguntas a unos cuantos testigos y que al final todo iba a quedar en agua de borrajas. Todo el mundo estaba seguro de que estaba “amañado”.

»Ha debido de pasar algo que el fiscal del distrito y la policía mantienen en el mayor de los secretos. Hay quien dice que alguien debe de haber hablado.

»De todas formas, Gino es el único que se va lejos. Uno de los grandes jefes se ha ido súbitamente de Nueva York, y los periódicos han dado la noticia. Seguro que la has leído.»

No la había leído. Empezaba a preguntarse si no se trataba de Sid Kubik, de quien Phil le había hablado por teléfono.

Notaba una inquietud en la carta de su madre. Brooklyn estaba inquieto. No se había equivocado la víspera al desconfiar cuando Phil le llamó.

Lo malo es que nunca se sabe exactamente lo que pasa. Hay que adivinarlo, sacar conclusiones de hechos minúsculos que en sí mismos no quieren decir nada, pero que juntos adquieren a veces un significado.

¿Por qué habían enviado a Gino a California, donde teóricamente no tenía nada que hacer?

También a él le habían mandado a alguien, que debía llegar aquella misma mañana, con la recomendación de que no le dejara alejarse mucho.

Había leído las crónicas de las sesiones del jurado de acusación de Brooklyn. Al parecer se ocupaban del asunto Carmine, a quien habían matado delante de El Charro, en plena Fulton Avenue, a trescientos metros del Ayuntamiento.

Ahora hacía seis meses que Carmine había recibido seis balazos. La policía no había encontrado ninguna pista seria. Lo normal habría sido que el asunto hubiera sido archivado tiempo atrás.

Eddie ignoraba si su hermano había tenido algo que ver en el caso. Según las reglas, no hubiera tenido que participar en aquello, porque no se suele elegir a la gente que vive cerca para operaciones llamativas.

¿Tenía eso alguna relación con la llamada telefónica de Phil? Boston Phil no se tomaba una molestia porque sí. Todo lo que hacía era siempre para algo, y eso es lo que le hacía inquietante. Además, cuando se le mandaba a algún sitio, en general aquello significaba que algo iba mal.

Hay personas así en los grandes negocios como la Standard Oil o en los bancos que tienen muchas sucursales, tipos que sólo desembarcan en un lugar cuando los peces gordos olfatean una irregularidad grave.

Esto es lo que hacía Phil. Y también lo que le gustaba aparentar. Le encantaba dárselas de hombre que está en el secreto de los jefes, y se envolvía en misterio.

«Hay otro asunto del que ya quería hablarte en mi última carta. No lo hice porque aún no eran más que rumores. Suponía que Tony tal vez ya te había escrito acerca de eso, o iba a hacerlo, porque siempre te ha tenido muy en cuenta.»

Era el menor de los Rico, que sólo tenía treinta y tres años, y que había vivido con su madre mucho más tiempo que los demás. Desde luego, era su preferido. Era moreno como Eddie, a quien se parecía un poco, en más guapo, en más zalamero. Eddie no había tenido noticias suyas directas desde hacía más de un año.

«Yo ya sabía», continuaba escribiendo la madre, «que desde que estuvo en Atlantic City el pasado verano, aquí había gato encerrado. Ha hecho varios viajes sin decirme adónde iba, y he comprendido que se trataba de una mujer. Pero ahora hace cerca de tres meses que nadie le ha visto. Varias personas han venido a hacerme preguntas sobre él, y no era solamente por curiosidad. Hasta Phil vino a verme con el pretexto de saber cómo estaba, pero sólo me habló de Tony.

»Hace tres días, una tal Karen, a la que no conoces, una chica del barrio que salió durante varias semanas con tu hermano hace ya bastante tiempo, me soltó a bocajarro: “¿Sabe usted, mamá Julie, que Tony se ha casado?”. Me eché a reír. Pero parece que es verdad. Y que se trata de la chica que conoció en Atlantic City, una muchacha que no es de aquí, ni siquiera de Nueva York, y que dicen que es de una familia de Pennsylvania. No sé muy bien por qué, pero eso me inquieta. Ya le conoces. Tenía montones de chicas, y parecía que era el último hombre que quisiera casarse.

»¿Por qué no se lo ha dicho a nadie? ¿Por qué de pronto tantas personas necesitan conocer su dirección?

»Seguro que me comprendes si te digo que no estoy tranquila. Están pasando cosas y me gustaría saber cuáles. Si por casualidad estuvieras al corriente, escríbeme enseguida para tranquilizarme. No me gusta todo eso.

»Mammy te envía saludos. Sigue muy animosa, aunque ya no se levanta del sillón. Para mí lo más cansado es acostarla todas las noches en la cama, porque cada vez pesa más. ¡No tienes ni idea de lo que llega a comer! Una hora después de las comidas se queja de tener lo que llama un hueco en el estómago. El médico me recomienda que no le dé lo que pide, pero me falta el valor.»

Eddie había conocido casi siempre a su enorme abuela y casi siempre, hasta donde llegaban sus recuerdos, inválida en un sillón.

«Es todo lo que hoy quería decirte. Estoy preocupada. Tú, que probablemente sabes de ese asunto más que yo, por favor dime algo lo antes posible, sobre todo a propósito de Tony.

»¿Ha empezado a hablar la pequeña? En el barrio hay un caso, no de una niña, sino de un niño de la misma edad, que…»

La continuación figuraba en un trozo de papel de otro color, y en la esquina había la palabra tradicional: «Besos». Eddie no tendió la carta a su mujer. Nunca le daba a leer su correo, ni siquiera las cartas de su madre, y a ella ni se le ocurría la idea de pedírselo.

—¿Todo va bien?

—Gino está en California.

—¿Por mucho tiempo?

—Mi madre no lo sabe.

Prefirió no hablarle de Tony. Le hablaba poco de sus asuntos. Ella también era de Brooklyn, pero no del mismo ambiente. Es lo que él quería; de origen italiano, como él, porque si no, no se hubiera sentido cómodo; pero su padre ocupaba un puesto bastante importante en una compañía de exportación, y cuando Eddie la conoció ella trabajaba en una tienda de Manhattan.

Antes de irse fue a dar un beso a Babe, sentada en medio de la cocina y vigilada por Loïs. También besó a su mujer, distraídamente.

—No te olvides de telefonearme si vas a Miami.

Fuera el aire ya era tibio. Lucía el sol. Siempre lucía el sol, excepto durante los dos o tres meses de la estación de las lluvias. También siempre había flores en los parterres, en los matorrales, y palmeras que orillaban las carreteras.

Atravesó el jardín para ir a buscar su coche al garaje. Todos los que iban a Siesta Beach estaban de acuerdo en proclamar que era un paraíso. Las casas eran nuevas, la mayor parte quintas, cada una en su jardín, entre el mar y el lagón.

Cruzó este por el puente de madera, y al final de la avenida penetró en la ciudad.

El automóvil circulaba silenciosamente. Era uno de los mejores coches que había, siempre centelleante.

Todo era hermoso. Todo era claro y limpio. Todo chorreaba luz. Incluso había momentos en los que se tenía la impresión de vivir en un decorado de cartel turístico.

A la izquierda, unos yates apenas se movían en el puerto. Y en Main Street, entre los comercios, se reconocían algunos rótulos que por la noche se iluminaban con neón: el Gipsy, el Rialto, Coconut Grove, Little Cottage.

Sus puertas estaban cerradas. O bien, si alguna estaba abierta era porque las mujeres de la limpieza estaban dentro.

Tomó a la izquierda la carretera de Saint Petersburg, y poco antes de llegar al extremo de la ciudad vio un edificio alargado de madera en cuya fachada podía leerse: WEST COAST FRUIT IMPORIUM, INC., Gran mercado de fruta de la Costa Oeste, sociedad anónima.

La parte delantera no era más que un largo mostrador en el que parecían alinearse todos los frutos de la tierra, las piñas tropicales de color castaño dorado, los pomelos, las naranjas enceradas, los mangos, los aguacates; cada variedad formaba una pirámide no lejos de las verduras a las que el agua pulverizada mantenía en un estado de frescura irreal. No sólo se vendían frutas: en el interior se encontraba la mayor parte de los productos de una tienda de comestibles, y junto a los tabiques se amontonaban latas de conserva desde el suelo hasta el techo.

—¿Qué tal, patrón?

Reservaban un espacio libre, a la sombra, para su coche. Todas las mañanas el viejo Angelo, con bata blanca y delantal blanco salía a su encuentro.

—Todo bien, Angelo.

Eddie sonreía raramente, podría decirse que jamás, pero Angelo, lo mismo que Alice, no se lo tomaba a mal. Era su carácter. Eso no significaba que estuviese de mal humor. Era una manera suya de mirar a las personas y a las cosas, no necesariamente como si supusiese que le estaban tendiendo una trampa, pero sí de una forma calmosa, reflexiva. En Brooklyn, cuando aún no tenía veinte años, algunos le apodaban ya el Contable.

—Hay alguien que le está esperando.

—Ya lo sé. ¿Dónde está?

—Le he hecho entrar en su despacho. Como no sabía…

Dos de los dependientes con bata volvían a llenar los estantes con fruta nueva. Detrás, en un despacho acristalado, tecleaba una máquina de escribir, la de Miss Van Ness, de quien se veían los cabellos rubios y el perfil regular.

Eddie entreabrió la puerta.

—¿No ha habido llamadas?

—No, señor Rico.

La muchacha se llamaba Beulah, pero él nunca la había llamado por su nombre. No le gustaba la familiaridad, y con ella menos aún.

—Le están esperando en su despacho.

—Ya lo sé.

Al entrar procuró no mirar enseguida al hombre, sentado en una silla, a contraluz, que fumaba un cigarrillo y que no se puso en pie. Eddie se quitó la chaqueta y el panamá, y colgó ambas prendas en el perchero. Luego se sentó, se subió las perneras del pantalón para evitar los roces, y también encendió un cigarrillo.

—Me dijeron que viniera…

Rico por fin posó su mirada en el visitante, un joven alto y musculoso que debía de tener veinticuatro o veinticinco años, con el cabello rojizo muy rizado.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó.

—Usted ya lo sabe, ¿no?

No repitió la pregunta, se limitaba a mirar al pelirrojo, y este, que acabó por sentirse incómodo, se levantó murmurando:

—Boston Phil.

—¿Cuándo lo viste?

—El sábado. Es decir, hace tres días.

—¿Qué te dijo?

—Que viniera a verle a estas señas.

—¿Y qué más?

—Que no saliera de Santa Clara.

—¿Nada más?

—Por nada del mundo.

Eddie seguía mirándole fijamente, y el otro añadió:

—También que estuviera quietecito.

—Siéntate. ¿Cómo te llamas?

—Joe. En el norte me llaman Curly Joe.

—Te darán una bata y trabajarás en el mostrador.

El pelirrojo suspiró:

—Me lo temía.

—¿No te gusta?

—Yo no he dicho eso.

—Dormirás en casa de Angelo.

—¿Es el viejo?

—Y sólo saldrás cuando él te dé permiso. ¿Quién te anda buscando?

Joe frunció el ceño. Puso cara de chico testarudo y dijo:

—Me han dicho que no hablara.

—¿Ni siquiera conmigo?

—Con nadie.

—Pero ¿te han dicho concretamente que no tenías que decirme nada?

—Phil dijo: a nadie.

—¿Conoces a mi hermano?

—¿Cuál? ¿Bug?

Era el apodo que daban a Gino.

—¿Sabes dónde está?

—Se fue un poco antes que yo.

—¿Habéis trabajado juntos?

Joe no respondió, pero tampoco lo negó.

—¿También conoces a mi otro hermano?

—He oído hablar de Tony.

¿Por qué bajó la vista al pronunciar estas palabras?

—¿Nunca le has visto?

—No. Me parece que no.

—¿Qué has oído decir de él?

—Se me ha olvidado.

—¿Hace ya mucho tiempo?

—No lo sé.

Era preferible no insistir.

—¿Tienes dinero?

—Un poco.

—Cuando se te acabe me lo pides. Aquí no vas a necesitar mucho.

—¿Hay mujeres?

—Ya veremos.

Eddie se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—Angelo te dará una bata y te pondrá al corriente.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

A Rico no le gustaba aquel tipo. Sobre todo no le gustaban sus respuestas lacónicas, ni el hecho de que evitara mirarle a los ojos.

—Encárgate de él, Angelo. Dormirá en tu casa. No le dejes salir antes de que Phil me haya dado detalles.

Pasó un dedo prudente por su lunar, en el que se había secado una gotita de sangre, y entró en la oficina de al lado.

—¿No hay nada en el correo?

—Nada interesante.

—¿No ha llamado nadie desde Miami?

—¿Espera alguna llamada?

—No lo sé.

Sonó el teléfono, pero era un productor de naranjas y limones. Volvió a meterse en su oficina y allí no hizo nada más que esperar. El día anterior no se había acordado de preguntar a Boston Phil en qué hotel de Miami estaba. No siempre iba al mismo. Aunque tal vez había sido mejor no haber hecho la pregunta. A Phil no le gustaba la gente curiosa.

Firmó la correspondencia que le presentó Miss Van Ness, y olió su perfume, que no le gustaba. Era sensible a los perfumes. Los usaba muy discretamente. En el fondo no le gustaba el olor de su propio cuerpo. Casi le molestaba, por eso empleaba cremas desodorantes…

—Si me llaman de Miami…

—¿Sale usted?

—Voy a ver a McGee, en el Club Flamingo.

—¿Digo que le llamen allí?

—Allí estaré dentro de diez minutos.

Phil no le había anunciado una llamada telefónica. Sólo le había dicho que Sid Kubik probablemente llegaría aquella mañana a Miami. Como máximo había dado a entender que Kubik tal vez quisiera verle.

¿Por qué daba por seguro que iban a telefonearle?

Pasó de la sombra de la tienda a la cálida luz del exterior. Acompañado por Angelo, el pelirrojo salía de un cuchitril, y parecía más alto y más ancho dentro de una bata blanca de dependiente.

—Voy a ver a McGee —anunció Rico.

Se dirigió a su coche, dio marcha atrás y una vez en la carretera giró a la izquierda. Había un semáforo a menos de cien metros. Eddie se disponía a pasar cuando vio a un hombre que desde el bordillo le hacía una seña.

Estuvo a punto de no reconocer al peatón, a quien al principio tomó por alguien que estaba haciendo autostop. Cuando le miró más atentamente, frunció el ceño y frenó.

Era su hermano Gino, al que se suponía en California.

—¡Sube!

Volvió la cabeza para asegurarse de que nadie les estaba mirando desde la fachada de la tienda.