7

La pareja feliz

Dan condujo hasta el hotel Embassy Suites que había cerca del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, donde había hecho una reserva por teléfono a nombre de «Kent y Josie Mitchell».

Natalie puso los ojos en blanco cuando le contó la tapadera que había ideado para los dos en la cochera del hotel.

—Perfecto. Habrás conseguido camas separadas, ¿no, cariño?

—Por supuesto, querida. Sé lo mucho que odias cuando tiro de las mantas. —Dan sacó una cajita cubierta de terciopelo de su bolsa de lona—. Póntelos.

Ella abrió la caja e hizo ver que admiraba el anillo de compromiso y la alianza que había dentro.

—¡Oh, Kent! Qué romántico. No sé qué decir… Es todo tan repentino…

—¡Basta! Es por tu bien, recuérdalo.

Él deslizó un anillo de oro a juego en su dedo. La presión familiar en torno al nudillo le arrancó una mueca; no la notaba desde hacía más de un año.

—Vamos a registrarnos.

—Yo esperaré aquí. —Ella se puso los anillos y los lució con fingida despreocupación. Dan se limitó a observarla hasta que ella lo miró a los ojos—. De verdad —le prometió.

Esta vez él puso los ojos en blanco.

—Vamos, Natalie. No será tan desagradable como crees.

—Habla por ti. —Ella se desabrochó el cinturón de seguridad—. Y me llamo Josie.

Dan se rio entre dientes sacudiendo la cabeza y la siguió hasta el vestíbulo del hotel. Se acercaron a la recepción, y cuando él se disponía a pedir al recepcionista la llave de su habitación, ella le tocó.

No fue un simple y breve roce con el codo. Le rodeó los hombros con el brazo y se arrimó a él, acariciándole la mejilla con la nariz.

Él dio un paso atrás tambaleándose, al tiempo que sacudía las manos para apartarla.

—¡No!

—Relájate, cariño. —Lo agarró de la cintura y lo atrajo hacia sí, frunciendo la nariz con el descaro de una animadora—. Al fin y al cabo, estamos de vacaciones.

Con el corazón desbocado, Dan observó su cara en busca de señales de ocupación. No había ninguna. Simplemente estaba haciendo de «Josie» para provocarlo. Pero ¿cuánto tardaría en «llamar» el hombre al que había disparado aquella noche en el callejón?

El recepcionista presenció su disputa doméstica con una expresión de educado desinterés. Si al empleado del hotel le pareció extraña su conversación, no lo demostró.

Dan se calmó e intentó no hacer caso a Natalie cuando le despeinó el cabello.

—Tenemos una reserva a nombre de Mitchell.

—Desde luego, señor.

El recepcionista pulsó unas teclas en su ordenador y luego entregó una tarjeta de acceso a Dan y un recibo de la tarjeta de crédito para que lo firmara.

—Aquí tiene, señor Mitchell.

—Doctor Mitchell —dijo Natalie al recepcionista en tono alegre, frotando el bíceps izquierdo de Dan—. Mi Kenny es el conferenciante principal del congreso de ginecólogos. Lo crea o no, nos conocimos en su consulta. Pero bueno, seguramente le he dicho más de lo que usted quería saber. —Se llevó los dedos a los labios y se echó a reír tontamente—. ¡Dios, estoy como una cuba!

El recepcionista no pudo contener una sonrisa.

—Habitación ochocientos cinco. Los ascensores están a su derecha.

Dan notó que la cara se le encendía mientras firmaba el recibo y lo devolvía.

—¿Pueden llamar para despertarnos a las cinco de la mañana?

—Cómo no.

—Gracias. Vamos, cariño. —Hizo girar a Natalie en dirección a la entrada del vestíbulo.

—¡Buenas noches! —les dijo el recepcionista mientras se marchaban tambaleándose, con los brazos entrelazados.

Natalie le dijo adiós con la mano.

—¡Adiós!

En cuanto estuvieron en la cochera, ella soltó a Dan y su cara recuperó su solemnidad habitual.

—Tenías razón. No ha sido ni mucho menos tan desagradable como yo creía.

Dan cerró la puerta del coche de golpe cuando ella intentó abrirla.

—¡Deja esa actitud! Tu vida está en peligro, y estoy intentando protegerte. Para ser alguien que tiene miedo de morir, deberías agradecérmelo.

Natalie abrió mucho los ojos y se estremeció, muda de furia. Por un momento, Dan pensó que iba a marcharse sin él.

«Oh, no, Atwater. Ahora sí que la has hecho buena». No era la primera vez que deseaba que su boca tuviera un botón de borrado.

Entonces ella agachó la cabeza.

—Lo sé.

Él bajó la voz.

—Lo que has hecho ahí dentro podría haber arruinado nuestra tapadera. No dejes que vuelva a pasar.

Ella asintió con la cabeza sin mirarlo. De repente, él echó de menos a «Josie».

—Oye, no pasa nada. —Sonrió—. Siempre quise ser ginecólogo.

Las comisuras de la boca de ella se torcieron hacia arriba, y soltó una risita.

Después de aparcar el coche, Dan descargó el equipaje de Natalie junto con sus propios bolsos y los arrastró hasta el interior como un botones sobrecargado de trabajo. Se detuvo junto al ascensor y lanzó una mirada suplicante a Natalie.

—Ocho pisos. ¿Podemos…?

Ella observó las puertas de metal. Su boca se frunció.

—Prefiero no hacerlo —dijo tímidamente.

La máscara gélida de su rostro revelaba su miedo con su misma inexpresividad. Le asustaba profundamente la idea de meterse en aquella caja de metal, pero era demasiado orgullosa para mostrarlo. Dan se preguntó si alguna vez habría invocado a la víctima de un accidente de ascensor. ¿Oía el restallido del cable al romperse, experimentaba el instante de ingravidez en el que la caja baja en picado, la salpicadura de la carne pulverizada al chocar contra el suelo? ¿Era eso lo que se imaginaba cada vez que se acercaba a unas puertas correderas? De ser así, ¿quién podía culparla de querer usar la escalera?

—Pensándolo bien, olvídalo. —Dan se subió los tirantes de los bolsos en los hombros y le dedicó una sonrisa alegre—. Como dijiste, es un ejercicio saludable.

Natalie puso cara de sorpresa, e incluso de cierto embarazo.

—Oye… yo puedo llevarlos.

Lo alivió del peso de su equipaje, y fueron juntos en busca de la escalera de emergencia.

Cuando por fin llegaron a su habitación, Dan cerró la puerta con dos vueltas y dejó sus bolsos en la cama más próxima.

—A esta altura es poco probable que alguien entre por la ventana —dijo, tratando todavía de recobrar el aliento—. Yo dormiré aquí para vigilar la entrada.

—Como quieras. Me pido el cuarto de baño. —Se dirigió al lavabo con su bolso de viaje en la mano.

—Espera. —Él registró el cuarto de baño para asegurarse de que estaba vacío—. Lo siento. Es el procedimiento habitual.

Ella pasó por su lado dándole un empujón, al tiempo que movía la cabeza con gesto de incredulidad, y cerró la puerta.

Dan se quitó la sudadera y sacó el revólver de debajo de la pretina de sus pantalones, donde le había estado rozando la culata de la pistola contra el ombligo. Metió el arma debajo de la almohada y a continuación se quitó la ropa que le quedaba y se puso una camiseta y unos boxers de franela grises.

La puerta del cuarto de baño se abrió un poco, y Natalie lo llamó por la rendija.

—¿Estás visible?

—Estoy mejor que visible. ¡Estoy irresistible! —Él se rio entre dientes ante su gemido de disgusto—. Relájate. He cubierto mis partes viriles.

Cuando ella salió, Dan se dio cuenta de lo mucho que se había acostumbrado a su cabello rojo y sus ojos azules. Ahora parecía un alienígena invasor. Los puntos tatuados parecían perforar su cuero cabelludo rasurado como si fueran conexiones de micrófonos, y los contornos de sus ojos morados absorbían la luz que entraba en ellos. Se había puesto una camiseta de talla muy grande y unos pantalones cortos de deporte holgados, y Dan se sorprendió admirando la forma impecable de sus pantorrillas desnudas y la parte inferior de sus muslos, cuya piel era lisa y de una cremosa palidez.

—¿Puedo ayudarte?

Ella dejó el bolso de viaje al pie de su cama y lo observó con recelo. Era evidente que lo había visto mirándola fijamente.

Dan parpadeó y carraspeó.

—Esto… ¿ya has terminado? Vuelvo enseguida.

Cogió su bolsa de lona y cruzó la puerta apresuradamente.

Cuando acabó de cepillarse los dientes, Natalie ya se había metido debajo de las mantas de su cama. Estaba tiesa como un palo sobre el colchón, con la sábana hasta el pecho y los brazos descubiertos estirados a los lados, como un cadáver esperando a un celador de la morgue. Únicamente el movimiento de un pie nervioso hacía agitarse la manta.

Dan se encaramó a su cama y alargó el brazo para apagar la lámpara situada entre ellos. La voz de Natalie lo detuvo.

—No la apagues.

Él la miró, con los dedos todavía en el interruptor.

—¿Qué pasa?

La cara de ella se puso tensa.

—Por favor, déjala encendida.

Dan recordó sus desesperados esfuerzos por desterrar la oscuridad de su piso.

—Lo que tú digas.

Soltó la lámpara y se recostó sobre la almohada.

—La hora de dormir es un momento muy… vulnerable para mí —dijo Natalie, como si él le hubiera pedido una explicación—. Si tengo que despertarme en plena noche, me gusta ver lo que me rodea. Me ayuda a volver a tomar contacto con la realidad. ¿Te molesta?

—En absoluto… No hay problema.

Él se acomodó debajo de las sábanas, cerró los ojos e intentó hacer caso omiso del resplandor anaranjado que se filtraba por sus párpados.

—Gracias, Dan —dijo ella antes de quedarse dormida.

Él había estado dormido un rato —no sabía exactamente cuánto— cuando sus sentidos animales lo despertaron de golpe. Abrió los ojos, permaneció inmóvil y esperó a que la parte consciente de su mente comprendiera lo que le había dictado su instinto.

Alguien estaba susurrando en la habitación. Las palabras a medio formar se oían más fuerte y se alejaban como el viento del otoño.

Dan cogió el revólver de debajo de la almohada. Calculó de dónde venía el sonido y saltó hacia delante, apuntando con la pistola en aquella dirección.

No había ningún extraño en la habitación. El susurro del aire salía de los labios de Natalie, que se sacudía de un lado a otro, haciendo esfuerzos por levantar los párpados y agarrando las sábanas con las manos como para evitar que su cuerpo se fuera volando.

Dan bajó la pistola.

A Natalie se le cortó la respiración y le entraron arcadas. A continuación, una extraña calma se dibujó en su rostro, y habló en voz alta.

—Hay una larga lista de corderos, niña. Más vale que tengas cuidado con el lobo con piel de borrego. —Era la voz de Natalie, pero entonada mucho más bajo; un gruñido áspero que brotaba de lo más profundo de su pecho—. Él nos conoce, niña. Él nos conoce.

Con la espalda arqueada, reanudó sus frenéticos e inconexos susurros.

Dan, que se había olvidado de la pistola que tenía en la mano, observó cómo ella se agitaba de un lado a otro y dudó si despertarla. ¿Seguiría siendo Natalie si lo hacía?

Al final, decidió que fuera lo que fuese lo que le estaba pasando, era algo que solo ella podía manejar. Volvió a guardar el revólver debajo de la almohada, se metió bajo las mantas y se tapó la cabeza con las sábanas.

Tardó un buen rato en volver a dormirse.