6

Una noche en la ciudad

—¿Cómo puedes vivir en Los Ángeles sin coche? —preguntó Dan asombrado mientras atravesaban la puerta de seguridad de la urbanización Toluca Lake.

—Cuando me necesitan mandan a alguien a recogerme. Aparte de eso, no salgo mucho.

Natalie señaló un par de ventanas iluminadas de la planta baja de uno de los edificios prefabricados con forma de Lego de la urbanización.

—Ese es mi piso. Puedes aparcar en el garaje por aquí. Yo te abriré.

Dan no pudo evitar protegerse los ojos cuando pasaron de la oscuridad nocturna a la luz deslumbrante del salón de Natalie. Contó como mínimo ocho lámparas y accesorios de iluminación encendidos en la pequeña sala.

«Le da miedo la oscuridad», comprendió. ¿Era porque le recordaba la otra oscuridad, la que no acababa nunca?

—Ahora entiendo por qué tenemos problemas de electricidad —dijo bromeando, para ocultar su incomodidad ante la idea.

—Todos son fluorescentes —replicó Natalie por encima del hombro—. Además, esta luz alegra la casa. —Cogió un par de libros en rústica gastados de una de las estanterías que flanqueaban el sofá—. No tardaré mucho. Estoy acostumbrada a recoger mis cosas deprisa.

Atravesó rápidamente la puerta del dormitorio y desapareció, dejando que Dan echara una ojeada al contenido de sus estanterías. Ahora faltaban un par de ejemplares de una colección de novelas de Jane Austen, que compartían espacio con clásicos de la novela romántica como Una habitación con vistas, de E. M. Forster, y Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Otros estantes lucían una extensa colección de DVD: en su mayor parte, comedias románticas y musicales de la Metro Goldwyn Mayer de los años treinta y cuarenta. La pared del fondo estaba adornada con pósters de Gigi y Cantando bajo la lluvia, y encima del modesto equipo audiovisual situado enfrente del sofá había colgada una foto enorme de Ginger Rogers y Fred Astaire vestidos de noche.

«Si el mundo fuera solo champán y romanticismo…», pensó Dan tristemente.

Un jarrón con unos lirios mustios se hallaba en la mesita situada delante del sofá, y a su alrededor había varios dibujos al pastel de las flores realizados con un estilo que recordaba a Georgia O’Keeffe. Dan ladeó la cabeza a un lado y al otro para ver todos los dibujos esparcidos boca arriba hasta que vio el cuaderno abierto que reposaba contra una estantería con pinturas pastel.

Lanzando una mirada furtiva a la puerta del dormitorio, cogió el bloc de dibujo y hojeó sus páginas. Además de otros bodegones, encontró una serie de bocetos hechos con pastel, lápiz y carboncillo: estudios de carácter, en su mayoría, algunos de personas famosas y otros de extraños vistos en la calle. Aunque a Dan todos los dibujos le parecieron buenos, como mínimo la mitad estaban tachados furiosamente con equis negras.

—¡Me gustan tus obras! —gritó en dirección al dormitorio—. ¡Tienes muy buen ojo!

—Ah. —La voz de Lindstrom se tornó insípida por la vergüenza—. Bueno, aparte de asesinos con hacha, puedo dibujar otras cosas.

—¿Por qué no te ponen a trabajar con Van Gogh o Rembrandt o alguien por el estilo?

—Porque el cuerpo tiene más necesidad de que se resuelvan asesinatos que de que se pinten los cuadros de los grandes maestros. —Su tono traslucía un dejo de amargura—. Solo hay media docena de puestos en la sección de artes visuales, y yo no daba la talla. Después de licenciarme, me metieron en el departamento de arqueología unos meses y luego me trasladaron a la sección criminal de la costa Oeste, y aquí estoy.

—Lo siento. Tienes mucho que ofrecer.

Él pasó otra página del cuaderno y volvió a uno de los primeros dibujos.

Evan Markham lo miraba desde la página, con los ojos tristes y los labios gruesos en un mohín de poeta. Natalie debía de haberlo dibujado de memoria; saltaba a la vista que recordaba a Evan muy bien, pues era un retrato perfecto.

«Qué desperdicio», pensó Dan sin pararse a analizar si se refería a la capacidad artística sin usar de ella o a su desafortunado gusto en materia de hombres.

Le sorprendió un sonido de pies arrastrándose procedente de la puerta abierta. Volvió a dejar el cuaderno de dibujo a toda prisa en la página inicial y lo colocó de nuevo en la mesita, y a continuación entró sin prisa en el dormitorio.

—¿Necesitas ayuda?

—No. Ya casi está.

Natalie se encontraba ante un tocador de teatro con un espejo rodeado de bombillas encendidas. Seis cabezas de maniquíes idénticas brotaban de la superficie de la mesa, tres a cada lado del espejo. Todas estaban calvas menos una, que, a modo de broma irónica, lucía unos puntos tatuados en su cuero cabelludo liso y blanco, y unos iris violeta pintados en sus ojos negros. Natalie cogió la peluca rubia de la última cabeza y metió el postizo en una de las seis cajas que llenaban la maleta abierta colocada sobre la cama. A continuación, se volvió de nuevo hacia el tocador.

—¿Has olvidado algo? —preguntó Dan.

Ella clavó la mirada en un collar que colgaba de uno de los portalámparas del espejo, y por un momento, la nieve acumulada de su expresión amenazó con desmoronarse y convertirse en una avalancha. Levantó la cadena para mirar el colgante que pendía de ella. Su aro de plata rodeaba un par de serpientes enroscadas que formaban un ocho horizontal.

Naturalmente, Dan había visto antes una joya igual. Russell Travers la había empleado como piedra de toque para invocar a Evan Markham.

Los labios de Natalie se pusieron blancos, y dejó que el collar se balanceara como el péndulo de un reloj.

—No. Lo tengo todo.

«Es dura», pensó Dan, avergonzado de su reacción despectiva ante el retrato del hombre muerto.

Natalie cerró la cremallera del bolso que contenía sus pelucas y se lo entregó a Dan, junto con otra maleta y su bolso de noche.

—Y ahora —dijo—, que yo recuerde, me prometiste una cena…

• • •

Esa noche Verdi’s estaba lleno, y pasó casi una hora hasta que una camarera los condujo a un reservado situado en la parte de atrás del restaurante. Al sentarse, Lindstrom examinó con recelo el mural realista de un canal veneciano y las uvas de plástico y luces de colores que colgaban de un armazón en el techo encima de ellos.

—Bonito sitio. ¿De dónde es la decoración? ¿De Disneylandia?

Dan empezó a quitarse la chaqueta y de repente se acordó de la pistolera que llevaba debajo del brazo.

—Eh, relájate. A la mayoría de las personas les gustan estas cosas.

Señaló con la cabeza una gran fiesta que se estaba celebrando en el centro de la sala. Un grupo de camareros y camareras con chalecos negros y pajaritas se habían congregado alrededor de una mesa para cantar una versión operística de «Aniversario feliz» a una pareja de ancianos ruborizados y risueños y sus hijos y nietos reunidos. La imagen pareció entristecer a Lindstrom; es decir, a Natalie, se corrigió Dan.

—Sí, ya veo a lo que te refieres. —Ella suspiró y se frotó la cara—. No me hagas caso. Solo estoy cansada y gruñona.

Apenas miró al camarero que acudió a su mesa: un actor que luchaba por abrirse camino, dedujo Dan por su atractivo de revista y su pelo perfectamente engominado. Dan pidió las famosas berenjenas con parmesano y media jarra de cabernet sauvignon, mientras que Natalie simplemente pidió caracoles de pasta con salsa marinera y agua helada para beber.

—¿No estás técnicamente de servicio? —preguntó cuando el camarero trajo el vino para Dan.

—Considéralo un permiso. —Dan se sirvió una copa—. ¿Quieres un poco? Parece que no te vendría mal.

—No, gracias. Todas las bebidas con alcohol matan las neuronas, ¿sabe?

—Me da igual, mientras sean las neuronas adecuadas. —Ella ni siquiera sonrió—. Por cierto, es una broma.

—Ah, ¿sí? —Los ojos de un azul artificial de Natalie lo miraron de forma penetrante.

Dan removió el vino en su copa.

—Caramba, estoy deseando beber este vino.

Se bebió el primer trago tan rápido que apenas notó un picor en la lengua. ¿Qué le pasaba a aquella mujer con la salud y la obsesión por la seguridad? El ascensor, los airbag del coche, la dieta vegetariana…

«Es porque sabe que la oscuridad eterna la está esperando —contestó una voz en su interior—. Le da un miedo terrible, y está retrasando lo inevitable todo lo humanamente posible. Pero la oscuridad también te está esperando a ti, ¿verdad, Dan?».

Sí, también le estaba esperando a él, y si la conociera tan íntimamente como ella la conocía, seguramente se escondería debajo de las mantas de la cama y no saldría nunca de casa. «Ya lo creo que es dura», pensó mientras apuraba el resto de vino y se servía otra copa.

Un estrépito de carcajadas y aplausos llamó nuevamente la atención de Natalie hacia la familia de la mesa de aniversario.

—¿Tienes hijos?

—No. Fue un error que no cometí.

Dan agradeció la conversación, por desagradable que fuera.

—¿Algún otro familiar?

—Pareces muy interesada en mi historia personal…

—Solo intento estar en igualdad de condiciones. Yo no tengo un informe sobre ti.

Dan le dedicó una sonrisa con la boca cerrada.

—De acuerdo. Mis padres están jubilados, viven en el norte de California, cerca de la familia de mi hermano. Mi sobrina cumple seis años en octubre. Esperaba poder estar para su cumpleaños, pero… —Se encogió de hombros y bebió otro sorbo de vino.

—¿Y tu exmujer?

El camarero intervino.

—Ensalada de espinacas con vinagreta de frambuesa para la señora y ensalada César para el caballero. —Dejó los platos sobre la mesa—. Y aquí tienen pan caliente y aceite de oliva. ¿Desean algo más?

Dan se rio entre dientes.

—¡Salvado por los primeros platos! No, gracias, de momento nos basta con esto.

Cuando el camarero se marchó, Dan partió un pedazo de pan y lo mojó en el cuenco con aceite de oliva, haciendo como si se hubiera olvidado de la última pregunta de Natalie.

—¿Y tú? ¿Ves a tu gente a menudo?

Ella pinchó su ensalada con el tenedor.

—Visito a mi madre de vez en cuando, pero… ya sabes…

Dan dejó de masticar el pan, consciente de la metedura de pata que había cometido. Entonces recordó haber leído que Nora Lindstrom había pasado los últimos veinte años en un hospital psiquiátrico privado de Ventura.

—Sí… lo siento. Debe de ser duro para ti.

La compasión le resbalaba como las olas en una roca.

—Mi padre y mi madrastra viven en New Hampshire —añadió en tono despreocupado—. A veces voy allí por Navidad, pero no hemos estado unidos desde que mi padre me mandó a la escuela.

Se oyó un estallido de carcajadas procedente de la fiesta de aniversario. El patriarca de la familia, un hombre corpulento con la coronilla calva y unas gafas de montura metálica, acababa de desenvolver unos calzoncillos anchos estampados con corazones rojos y querubines. Los nietos se pusieron a silbar mientras él agitaba los calzoncillos con una sonrisa de bobo.

El ruido pareció aumentar la ansiedad de Natalie. Se movía nerviosamente en su silla, como si hubiera dejado encendido el horno de su casa.

—¿Ocurre algo? —preguntó Dan.

—Esta noche tengo que ir a un sitio —dijo ella—. ¿Tienes algo que ponerte que no anuncie a gritos que eres del FBI?

• • •

Solo había ciento ochenta y tres violetas conocidos que siguieran vivos en toda Norteamérica, pero al ver las tiendas de Hollywood y Vine, cualquiera diría que todos vivían en Los Ángeles. Prácticamente cualquier persona con suficiente dinero para comprarse unas lentes de contacto moradas podía hacerse pasar por un médium profesional. El gobierno intentaba tomar medidas enérgicas contra el fraude prohibiendo que los canales operaran sin permiso del CCUN, pero miles de autoproclamados «canales espirituales» seguían haciendo su agosto con las personas afligidas e ingenuas de todo el país. Varios de esos charlatanes habían abierto negocios en West Hollywood entre los tarotistas y los estudios de tatuajes, y fue a uno de esos establecimientos adonde Natalie llevó a Dan esa noche.

Con los pulgares enganchados en los bolsillos de la sudadera que ahora llevaba puesta, Dan escrudriñaba el oscuro escaparate preguntándose si el propietario estaba dentro. Él quería avisarle por teléfono, pero Natalie le había informado de que su excéntrico amigo no tenía teléfono.

A diferencia de los establecimientos vecinos con sus deslumbrantes neones, el escaparate de la tienda solo tenía escritas las palabras ASESORAMIENTO ESPIRITUAL y unos ojos morados pintados. Esos ojos eran un reclamo tan descarado como el trío de bolas doradas colocadas encima de una casa de empeños. Unas hojas de papel de aluminio ocultaban el interior de la tienda y convertían la ventana en un espejo borroso de la calle.

—Un sitio encantador —comentó Dan—. ¿Eres cliente o empleada?

Natalie le hizo callar lanzándole una mirada de reprobación. Abrieron la puerta cubierta de papel de aluminio y accedieron a una pequeña entrada iluminada con dos lámparas de camping colgadas de unos ganchos en la pared. El papel de aluminio cubría cada centímetro cuadrado del techo y las paredes hasta las esteras de goma que tapaban el suelo. «Todo esto debe de afectar a la recepción de la señal de la tele», pensó Dan.

Él y Natalie se acercaron a la puerta que había a la izquierda y miraron a través de una ventana rectangular entrecruzada con una malla metálica. En la habitación que había detrás se hallaban dos personas sentadas ante una mesa redonda. En todos los rincones de la estancia había candelabros, que iluminaban a los ocupantes con las llamas parpadeantes de las velas blancas. Aunque Dan solo podía ver la espalda de la primera figura, consideró que se trataba de una mujer por su constitución menuda y el pelo rizado que le llegaba hasta el cuello.

Su atención estaba centrada en el hombre sentado enfrente de ella, que aparentaba sesenta y pocos años, con el cabello plateado y ondulado y unas mejillas caídas. Llevaba una camisa blanca con el cuello desabotonado que resaltaba la rojez de su piel. La grasa de su cara se movía al exagerar la agonía de un violeta al ser poseído, sobreactuando como un actor de una película muda. Una lámpara de aceite colocada sobre la mesa acentuaba el efecto dramático proyectando sombras fabulosas sobre su cara.

—Tu amigo es todo un artista —dijo Dan—. ¿Actúa en celebraciones familiares?

Natalie frunció el ceño y se llevó el dedo índice a los labios.

En la habitación contigua, el hombre pronunció gimiendo una última declaración que ellos no oyeron y a continuación se desplomó de lado en su silla, jadeando del esfuerzo. La mujer saltó de su asiento y se agachó ante él, agarrando una de sus manos sin fuerza entre las suyas. Él le dedicó una sonrisa de agotamiento y le acarició la cabeza en actitud paternal.

Dan y Natalie se apartaron de la ventana cuando el «asesor» espiritual y su cliente salieron de la habitación. Cuando la puerta se abrió hacia dentro, sonó una campana, y las palabras del asesor se hicieron audibles.

—… por lo menos ahora sabes que él es feliz.

Rodeando los hombros de la cliente con el brazo, la condujo por la entrada en dirección a la puerta. Su sonrisa beatífica se apagó ligeramente al ver a Dan.

La mujer parecía tener unos cuarenta y tantos años, con una nariz puntiaguda y una boca arrugada por la preocupación. Se subió sus gafas redondas sin montura hasta la frente y se limpió los ojos con un pañuelo de papel arrugado.

—Muchas gracias, Yuri. —Sacó un sobre cerrado del bolso que llevaba en la mano y se lo pasó al hombre—. Ojalá pudiera traer a Harold. No ha sido el mismo… desde que pasó.

«Yuri» asintió con la cabeza.

—Algunas personas no están preparadas para enfrentarse al otro lado. Dale tiempo. Estoy seguro de que acabará viniendo. —El hombre dobló el sobre por la mitad y se lo metió en el bolsillo de la camisa—. No dudes en volver si me necesitas.

Ella se sorbió la nariz y le devolvió la sonrisa. Le estrechó la mano una vez más y salió de la tienda.

«Yuri» se volvió hacia Natalie.

—¡Boo! Me alegro de verte.

—Arthur.

La voz de Natalie transmitía más calidez de la que Dan le había oído hasta entonces, y rodeó el cuerpo fornido del hombre con los brazos.

«¿Así que ahora es “Arthur”?». Dan examinó la cara del asesor más de cerca. Sus ojos eran de un tono morado demasiado oscuro —más violeta azulado que violeta—, lo que indicaba la presencia de lentes de contacto, tal como Dan esperaba. Pero había algo irritantemente familiar en las pequeñas picaduras que salpicaban las mejillas del hombre, cicatrices de un terrible caso de acné.

El charlatán expresó un recelo similar al de Dan.

—¿Quién es tu amigo? —preguntó a Natalie.

Ella se apartó de él.

—Mi conocido es Dan Atwater, agente del FBI.

La incertidumbre asomó a la cara de su anfitrión.

—¿Qué pasa, Boo?

—No es lo que crees. ¿Podemos pasar?

Arthur, alias «Yuri», los observó a los dos un momento y luego abrió la puerta de su sala de consulta. La campanilla de latón colocada sobre la puerta tintineó en el extremo de un muelle para anunciar su entrada en la sala interior.

Allí las paredes estaban cubiertas de estandartes de tela con signos del zodíaco. Sin embargo, Dan se percató de que había papel de aluminio en el zócalo de la habitación, una zona comprendida entre el borde de los estandartes y las esteras de goma del suelo. La estancia olía a incienso y loción de afeitado, ambos baratos.

Había cuatro sillas colocadas alrededor de una mesa circular, pero su anfitrión no les ofreció asiento. En lugar de ello, se dirigió a un candelabro y empezó a apagar las llamas.

—Estaba a punto de cerrar. —Apagó la primera vela con un soplido—. ¿Qué puedo hacer por ti, Boo?

—Jem ha muerto.

El hombre se detuvo encorvado sobre el candelabro.

—Estaba preparado.

Apagó otra vela.

—Gig, Sylvia y Russell, también. Me han dicho que incluso Sondra y Evan.

El hombre la miró.

—Los mataron. Los asesinaron.

Se volvió hacia Dan, como para pedirle una explicación.

—Me temo que sí, señor.

Una vez más, Dan intentó asociar los rasgos del anciano con una cara de su archivo mental de fotos policiales. «Arthur… Arthur… Arthur…».

Conmocionado, el viejo charlatán se sentó en la silla más próxima y dejó caer la cabeza.

—No puedo ayudaros.

—Hemos venido a avisarte. —Natalie se arrodilló junto a él y le tocó la mano—. El asesino está en Los Ángeles. Ayer mató a otra violeta: una niña. Puede que uno de nosotros sea el próximo. Me imaginaba que los demás no podrían decírtelo, así que he venido.

Dan miró más de cerca la frente del hombre y vio un punto azulado tatuado que asomaba entre las raíces plateadas del nacimiento de su cabello. Las pistas encajaron como las ruedas de una máquina tragaperras.

—Bonito detalle, las lentes —soltó Dan—. Le dan un aire artificial de lo más auténtico a su comedia de falso vidente.

El hombre le lanzó una mirada colérica con aquellos ojos demasiado morados.

—Se llama ocultarse a la vista de todos, agente Atwater. Considérelo mi forma de garantizarme la jubilación.

—Tendrás que disculpar a Dan —intervino Natalie—. Como la mayoría de los federales, nació sin tacto.

Dan intentó apaciguar al antiguo canal.

—Soy un gran admirador suyo, señor McCord. Usted trabajó en los casos de Bundy y el estrangulador de la colina; salvó muchas vidas.

—Y enseñó a los mejores violetas de los últimos treinta años.

El orgullo con el que Natalie alzó la barbilla indicó a Dan que era una de las alumnas de McCord.

—¡Exacto! Usted daba clases en la escuela, ¿verdad? Antes de su desaparición…

—Mi retiro. La única forma de que un violeta pueda retirarse y conservar una pizca de salud y cordura. Y me gustaría seguir así.

—Estamos en un país libre. Nadie puede obligarlo a hacer algo que no quiere.

McCord se rio con amargura.

—Evidentemente, a usted nunca lo han considerado un recurso escaso, señor Atwater. Como decimos en el negocio: «La necesidad es la madre de la opresión». La sociedad necesita nuestros servicios, y solo nacen un puñado de los nuestros en cada generación. Eso da a nuestro benévolo gobierno un buen motivo para asegurar nuestro empleo continuado, ¿no cree?

—Puede ser. Pero ¿dejó usted el cuerpo por esto? —Dan señaló con la mano la habitación, con sus velas consumidas y su decoración gitana.

Natalie se colocó entre ellos.

—Dan, ya basta.

—No, Boo. —McCord la apartó—. ¿Quiere saber por qué dejé realmente el cuerpo? —Sus ojos mostraban un brillo casi maníaco—. Porque estoy harto de escuchar a los muertos. No quiero volver a oírlos hasta que sea uno de ellos.

Se levantó de su silla y se acercó a la pared más próxima.

—¿Sabe lo que es una jaula de Faraday, señor Atwater?

Dan recordaba el término vagamente de las clases de física del instituto.

—Tiene algo que ver con la electricidad, ¿no? —Señaló la pared—. ¿El papel de plata…?

McCord asintió con la cabeza, apartó un pliegue del estandarte que tenía al lado y dejó a la vista el papel de aluminio que había debajo.

—Estas habitaciones están totalmente revestidas de varias capas de metal y material aislante; incluso el suelo. El metal conduce toda la energía electromagnética que llega del exterior de la tienda antes de que tenga ocasión de entrar. Les digo a mis clientes que impide que las ondas de radio molesten a los espíritus. —Se rio entre dientes—. En realidad, impide que los espíritus me molesten a mí.

—¿Quiere decir que las almas no pueden entrar aquí? ¿Por eso no tiene luz eléctrica?

—Ni teléfono, ni frigoríficos, ni televisores. —Dejó caer el estandarte en su sitio—. Cualquier cosa que pueda conducir la energía de las almas hasta mi casa. —Señaló una puerta cubierta con una cortina de cuentas situada en el rincón de atrás de la habitación—. Por lo menos, así no siento cómo aporrean las puertas de mi cabeza día y noche, como una horda de hunos. De lo contrario, habría acabado como la pobre Nora.

—No hace falta que la metas a ella en esto —dijo Natalie en voz baja.

McCord inclinó la cabeza.

—Lo siento, Boo. Tu madre se merece algo mejor.

—Entonces, ¿todo ha sido…?

Dan sacudió el pulgar en la dirección por la que se había marchado la cliente de Dan.

—Una farsa. Sí.

—¿Y no le molesta?

—La verdad es que no. —Señaló el lugar donde había estado sentada la mujer llorosa—. ¿Cree que Bárbara quiere oír realmente que su hijo se colocó y se estrelló con su moto porque ella es una harpía sobreprotectora y su marido un tirano dominante? Lo dudo.

—¿Lo sabe con seguridad?

—Me lo imagino por lo que me ha contado. En el mundo de los adivinos, uno se vuelve bueno en ese tipo de cosas. Les digo lo que quieren oír; de todas formas, ellos lo prefieren a la verdad.

—Entonces, no ha tenido ningún contacto con los muertos desde… ¿cuándo?

—Oh, como mínimo unos seis años.

—¿Y no tenía ni idea de que Jeremy Whitman y los demás habían sido asesinados?

McCord negó con la cabeza.

Natalie se acercó a él.

—Arthur, ¿se te ocurre alguna persona que quisiera matarnos?

Él resopló.

—Demasiadas. Pero la mayoría deberían estar entre rejas. ¿Ha revisado los expedientes de libertad condicional y las fugas recientes? —preguntó a Dan.

—Fue una de las primeras cosas que pensamos. Todavía no hemos descubierto nada, pero seguimos buscando.

—A lo mejor no es alguien a quien hayamos cogido —propuso Natalie—. A lo mejor es alguien que no quiere que lo cojan. Todos los violetas asesinados hasta ahora fueron a la escuela. A lo mejor sabemos algo que el asesino no quiere que contemos.

—Desde luego en ese sitio se han hecho muchas canalladas —murmuró McCord—. Engañando a la gente y engatusándola para que vendieran a sus hijos como esclavos… Me sorprende que los padres no la hayan destrozado ladrillo a ladrillo. ¿Cómo es el sospechoso que buscan?

—Nadie nos lo puede decir —reconoció Dan—. Siempre que mata lleva una máscara y no habla.

—Aunque puede que tenga el pelo rubio ondulado y un bigote grande —añadió Natalie—. Y ojos azules. La última víctima lo vio en la escuela. En torno al metro ochenta, ochenta kilos. Cerca de los treinta o treinta y pocos años.

—¿Le suena a alguien que conozca?

Una vez más, McCord negó con la cabeza.

—No. Pero, por otra parte, hace siete años que no me acerco a la escuela, y hace casi diez que no trabajo en ningún caso. Puede que ese tipo ni siquiera sepa que existo.

—Está obsesionado con los violetas. Se enterará de tu existencia. —Natalie le tocó el antebrazo—. Vigila tu espalda, Arthur.

Él sonrió y le dio un abrazo de oso.

—Tú también, pequeña Boo-berry. —Miró a Dan—. Vigílela bien. Es mi mejor alumna.

—Lo haré, señor. Pero no puedo dejarlo solo. Solicitaré protección policial.

McCord dejó de abrazar a Natalie con delicadeza y soltó una risita sardónica.

—Señor Atwater, si hay algo que temo más que la muerte es la «protección» policial.

Dan se encogió de hombros.

—Si así lo desea…

—Sí. Así lo deseo.

Dan inspiró bruscamente y asintió con la cabeza.

—Está bien.

—Gracias. —McCord le tendió la mano.

Dan se quedó mirando boquiabierto los dedos rollizos del hombre como si estuvieran contagiados de viruela. Cuanto más vacilaba, más vergüenza le hacía sentir Natalie al mirarlo fijamente a la cara.

«Espero que la jaula de Faraday funcione de verdad», pensó, y estrechó suavemente la mano de McCord. Su brazo se estremeció, como si hubiera tocado un quemador de la cocina y en lugar de estar caliente estuviera frío.

No pasó nada.

—Ha sido un honor conocerlo. —Ocultó su alivio cuando McCord asintió con la cabeza y lo soltó.

Natalie abrazó a su viejo maestro una vez más y mantuvo la mirada fija en él mientras ella y Dan se dirigían a la puerta.

McCord sonrió y dijo adiós con la mano.

—Vuelve pronto, Boo.

Dan observó la expresión de Natalie mientras atravesaban la entrada revestida de metal y salían a Vine Street. A continuación sacudió la cabeza en dirección a la tienda que acababan de abandonar.

—¿Para ti también es así?

Ella se detuvo a su lado.

—¿El qué?

—Ya sabes, lo de las almas. —Dan se encogió los hombros dentro de su sudadera, que ahora parecía demasiado fina para hacer frente a la fresca brisa nocturna—. Que te hablen constantemente.

—Sí. Más o menos. —Ni se inmutó ante la pregunta.

—¿Qué quieren?

Ella lo observó con ligera sorpresa.

—Quieren volver, por supuesto. ¿Tú no lo querrías?

Los músculos del intestino de Dan se tensaron como el parche de un tambor.

—¿Cuáles quieren volver?

—Todos. —Natalie agitó la mano a través del viscoso aire nocturno, que de repente parecía lleno de fantasmas. Avanzó calle arriba en dirección al coche y volvió la vista al ver que él se quedaba atrás—. ¿Vienes?

Dan respiró hondo y se apresuró a alcanzarla.