5
El tigre desaparecido
En circunstancias normales, Dan habría comido al volante mientras conducía hacia la residencia de los Gannon, pero, por cortesía, invitó a Lindstrom a un tentempié de veinte minutos en la plaza de detrás del palacio de justicia. Mientras que él se zampó un sándwich de jamón, ella se decidió por un plátano, una manzana y una botella de agua.
Cuando llegaron al Ford Taurus que él había tomado prestado en la oficina del FBI de Los Ángeles, Lindstrom inspeccionó el vehículo como una melindrosa compradora.
—¿Este trasto tiene frenos antibloqueo?
Dan revisó las llaves de su llavero.
—Por supuesto.
—¿Airbag en el lado del pasajero?
—Creo que sí…
—¿Airbags laterales?
Él le lanzó una mirada fulminante por encima del techo.
—No lo sé. ¿A qué viene esa encuesta?
Ella se cruzó de brazos.
—Me gusta ser precavida, eso es todo.
—Pues le garantizo que es más seguro que caminar por esta ciudad. —Abrió los cierres automáticos del coche—. Suba.
—¿Cómo es su historial de conducción?
—No he matado a nadie, si es a lo que se refiere.
«Por lo menos, no con un coche», añadió una voz en su cabeza.
—¿Ha hablado alguna vez con una víctima de un choque frontal?
—No, pero estoy seguro de que es fascinante. Suba.
Finalmente, Lindstrom abrió la puerta y se metió en el lado del pasajero.
Dan se situó al volante y colocó el bolso de Lindstrom sobre el asiento trasero. Sin embargo, nada más cerrar la puerta, se acordó de las órdenes de Clark.
—Maldita sea.
Lindstrom se colocó el cinturón de seguridad.
—¿Qué pasa?
—Un momento…
Dan salió y abrió el maletero. Dobló hacia atrás la lona que había en el interior y dejó al descubierto una pistolera de piel y una caja de seguridad rectangular con cinco botones numerados en lo alto. Tras examinar el aparcamiento para asegurarse de que nadie estaba mirando, introdujo la combinación y abrió la caja.
Dentro, acomodada sobre una capa de gomaespuma, había un revólver Smith & Wesson modelo 10, de seis disparos y calibre 38. En la ranura situada junto al arma había una caja de balas.
Aunque había llevado obedientemente la pistola con él, Dan no la había disparado nunca. De hecho, ni siquiera la había sacado de la caja desde que el FBI se la había facilitado dieciocho meses antes. Pero sabía perfectamente la sensación que experimentaría con la pistola: sabía exactamente el peso que tendría en la mano, la tensión necesaria para apretar el gatillo, el temblor que le provocaría en el brazo la sacudida de su retroceso. Había llevado antes un arma como aquella.
Un callejón oscurecido por la noche. Encima de una puerta, una tenue bombilla rodeada de grueso alambre. Perfilado a la débil luz, un hombre sacude el pomo de la puerta. Los tres —él, Ross y Phillips— apuntan con sus armas a la figura por la espalda, y Phillips grita al hombre que se quede quieto. El hombre se gira, tiene algo en la mano, y alguien dispara primero…
Había estado pensando con la médula espinal. Como cuando el doctor golpea la rodilla del paciente con un martillo; solo era un reflejo.
La cara oscura alza la vista hacia él con los ojos muy abiertos, sin comprender. No es la cara que Dan esperaba ver. «¡Por el amor de Dios, llamad a una ambulancia!», grita Dan a Ross y Phillips, que están detrás de él, mudos de asombro. Desesperado, Dan presiona las heridas del pecho del hombre con su chaqueta acolchada del FBI y nota un líquido caliente que forma un charco bajo el plástico…
Dan cerró la caja de seguridad. Ni siquiera había limpiado y engrasado la condenada pistola. Por lo que tenía entendido, podía volarle la mano la primera vez que la disparara.
Se disponía a cerrar el maletero cuando vislumbró el perfil de Lindstrom a través de la ventanilla trasera del Ford. Estaba mirando distraídamente por la ventanilla lateral.
«Es usted su última línea de defensa».
Dan dejó que la puerta del maletero se abriera de nuevo. Con los ojos clavados en la caja de seguridad, se quitó la chaqueta y se puso la pistolera de piel.
Pocos minutos más tarde, volvió al coche con su chaqueta sport colocada sobre los hombros. Debajo, el revólver del 38 le rozaba el costado izquierdo.
Lindstrom le lanzó una mirada burlona.
—¿Ha hecho ya lo que tenía que hacer?
—Eso espero.
Dan se secó el sudor de la frente con su pañuelo manchado de chocolate y arrancó el coche.
Conforme se dirigían al sur por la autopista 101 e iban a dar a la autopista de Santa Ana, Dan cobró plena conciencia de la presencia distante de Lindstrom en el espacio reducido del Taurus. Para distraerse, se puso a toquetear el aparato de aire acondicionado, lo puso más fuerte porque parecía que hacía demasiado calor y lo bajó minutos más tarde cuando empezó a hacer demasiado frío.
—No está casado —dijo Lindstrom, como si estuviera hablando del tiempo. Era una afirmación, no una pregunta.
Dan comenzó a tamborilear con sus dedos sin alianza sobre el volante y soltó una risita seca.
—Brillante deducción, Holmes. —Le lanzó una mirada de reojo—. Usted tampoco.
—Ajá. —Ella se quedó mirando al frente—. ¿Ha estado casado?
Dan cambió de carril.
—Usted no pierde el tiempo con trivialidades, ¿verdad?
Ella restó importancia al sarcasmo del comentario con un movimiento de mano.
—Está bien. No importa.
Durante un rato, el único sonido que se oyó dentro del coche fue el soplo del aire acondicionado.
—Sí —dijo él finalmente.
Lindstrom ladeó la cabeza.
—¿Qué?
—La respuesta a su pregunta. ¿Puede coger la guía del suelo? Está debajo de su asiento.
Ella cogió el grueso libro de planos de debajo de sus pies, mientras él salía de la interestatal 5 en Ditman Avenue. Tras parar en el aparcamiento de una pequeña tienda de comestibles mexicana situada en Olympic Boulevard, Dan cogió la guía que ella tenía y alzó la vista hacia el distrito residencial en el que se encontraban.
Lindstrom observó cómo él entornaba los ojos para leer los nombres de las calles.
—¿Le importa si le pregunto qué pasó?
—Sí. —Él dejó el libro abierto a su lado en el asiento y sacó la llave de contacto—. Venga conmigo. Tengo que comprar una cosa.
—¿No puedo esperar aquí?
—Lo siento, señora. Tengo que llevarla conmigo a todas horas.
Ella puso los ojos en blanco.
—Como quiera. Pero no me llame «señora».
Dan entró pausadamente en la tienda seguido de Lindstrom y se dirigió al pasillo de las latas de conserva. Allí cogió cuatro latas de atún del estante.
—No me diga que esa es nuestra cena —murmuró Lindstrom.
—No. Solo cumplo una promesa. —Señaló los estantes llenos de comestibles que había a su alrededor—. ¿Necesita algo?
—Una nueva identidad.
Ella se dirigió a la caja registradora del mostrador de la parte delantera.
Con la bolsa de plástico con las latas de atún debidamente colocada en el espacio situado entre ellos, se adentraron en el barrio; Dan reducía la velocidad en cada cruce para leer los letreros de las calles.
—No me acuerdo. ¿Tenemos que girar a la derecha o la izquierda en Crescent?
—¿Para el número doscientos? A la derecha. —Lindstrom giró la guía ciento ochenta grados y la miró más detenidamente—. No, a la izquierda.
Dan se metió en una calle tranquila bordeada de bungalós de vivos colores. Vallas de tela metálica rodeaban los céspedes necesitados de lluvia, y barrotes de hiero forjado protegían la mayoría de las ventanas. El sol estaba bajo y abultado hacia el oeste, y debido a los tonos anaranjados y las sombras negras como el hollín que proyectaba, daba la impresión de que toda la zona hubiera sido abrasada por el fuego.
Tras examinar los números de la calle, Dan aparcó el coche frente a una casa descolorida por el clima cuyo estuco rosa parecía carne de gallina.
—Doscientos cuarenta y siete. Aquí es.
Lindstrom dejó el cinturón de seguridad abrochado mientras se inclinaba hacia delante para contemplar la casa a través de la ventanilla del lado del conductor.
—Por cierto, ¿qué espera que haga yo aquí?
—No lo sé. Lo averiguaremos cuando lo haga.
Cogió la bolsa con el atún y salió del coche. Ella frunció el ceño y dio un golpe al botón que desenganchaba el cinturón.
En los bordes de la puerta principal del número 247 había tiras de pintura desconchada que se estaban abarquillando. Cuando llegaron al escalón superior, Dan sacó su placa y llamó al timbre, esperando el momento en que la dueña de la casa eclipsara el punto de luz de la mirilla.
—¿Señora Gannon? Soy el agente especial Atwater, del FBI. —Abrió de un golpe su placa y la mostró en dirección a la mirilla—. ¿Podemos hablar con usted un momento?
Se oyó el ruido de un cerrojo y una cadena, y la puerta se entreabrió unos cinco centímetros. Una mujer delgada con el pelo moreno greñudo los miró a través de la barra de una aldaba de seguridad.
—¿Tiene a Laurie?
—No, señora. Pero mi socia, la señora Lindstrom, y yo hemos hablado con ella. ¿Podemos pasar?
—Sí, claro. Vuelvan cuando la hayan encontrado.
La mujer se movió con intención de cerrar la puerta, pero Dan la detuvo con la voz.
—Laurie está muerta, señora Gannon. Lo siento.
La mujer se inclinó de nuevo hacia delante.
—¿Por qué iba a creerle? Que yo sepa, ustedes son los cabrones que se la llevaron.
Dan se apartó.
—Señora Lindstrom, ¿puede enseñarle sus credenciales?
Lindstrom estudió la expresión de él y la de Gannon e inclinó la cabeza. Manteniendo el párpado levantado con una mano, se quitó la lente del ojo derecho y, sujetándola en equilibrio con la punta del índice, alzó la vista hacia Gannon con sus iris de distinto color.
—Es verdad.
La madre de Laurie se quedó mirando el ojo violeta de Lindstrom, que no pestañeaba, y se puso a temblar.
—No… no, están mintiendo. ¡Están mintiendo! ¡ESTÁN MINTIENDO! —Se desplomó contra la jamba de la puerta y se deslizó hasta el suelo chillando.
Plantado en el umbral, Dan aguardó con incomodidad e impotencia mientras Amelia Gannon lloraba. La más mínima contracción del cuello o las manos le hacía sentirse como un figurante eclipsando a la heroína trágica de la función, y no sabía si era peor contemplar su angustia o evitar su mirada. Era evidente que Lindstrom estaba experimentando la misma parálisis, pues también se sentía demasiado cohibida para colocarse la lente que tenía en la punta del dedo.
—Lo siento. Pensamos que debería saberlo. —Dan no estaba seguro de que Gannon le hubiera oído—. Podemos volver en otro momento…
—¡No! Esperen.
Arrodillada todavía, la mujer se aclaró la vista frotándose los ojos y cerró la puerta de un empujón. Cuando desenganchó la aldaba se oyó el sonido del metal raspando contra metal.
Cuando la puerta volvió a abrirse, Gannon había desaparecido. Dan entró en la casa a tiempo para verla alejándose a toda prisa por un corto pasillo.
—¡Un momento! —gritó.
Lindstrom volvió a ponerse la lente y entró en la lúgubre sala de estar mientras Dan cerraba la puerta. La luz anaranjada que entraba oblicuamente por la rendija de las cortinas estampadas no hacía más que acentuar la sordidez de la enmarañada alfombra de tripe y los muebles gastados de segunda mano. Un caótico mosaico de colillas cubría el fondo de un cenicero colocado sobre la mesita de café llena de rozaduras, y el aire viciado de la casa olía a nicotina. Lindstrom se echó a toser, y Dan empezó a jadear en medio de la miasma de monóxido de carbono.
Un sonido de agua corriente recorrió las viejas tuberías de la casa durante unos minutos antes de que Amelia Gannon volviera a aparecer, con la cara ajada por la tensión y el pelo recogido en una coleta desordenada. La camiseta lavanda holgada que llevaba acentuaba la lívida delgadez de sus brazos, y el agujero de la pernera de sus tejanos parecía la carne desgarrada de la rótula que dejaba al descubierto.
—¿Les apetece algo? —preguntó, en tono apagado. Era evidente que funcionaba con el piloto automático—. Puedo preparar café…
—No, no se moleste. ¿Podemos sentarnos? —Dan señaló el sofá de aspecto desastrado.
—Oh… claro.
Dan y Lindstrom se sentaron en el sofá, mientras que Gannon se colocó en el borde de un sillón que había al lado y sacó un cigarrillo de un paquete de la mesita.
—Lamento la forma en que les he tratado en la puerta. Como son del gobierno, pensé que podían trabajar para el cuerpo.
Encendió el cigarrillo y expulsó humo.
—Ha dicho que han hablado con Laurie. ¿Estaba… bien?
Lindstrom se aclaró la garganta.
—No sufrió.
—La echa mucho de menos —añadió Dan antes de que la violeta pudiera dar más detalles.
—Sí. —Gannon dio otra calada, y las arrugas de preocupación de las comisuras de su boca y su frente se volvieron más profundas—. ¿Podría hablar con ella?
Lindstrom se removió en su asiento, incómoda.
—No creo que ahora mismo sea buena idea.
Gannon se sorbió la nariz.
—Seguramente tenga razón. Solo quería… decirle que lo siento. —Se llevó el puño a la boca para reprimir un sollozo—. Si no hubiera tenido que trabajar, no la habría dejado con esa estúpida canguro.
—¿Sabe quién podría haber querido hacer daño a su hija? —preguntó Dan.
La punta del cigarrillo de Gannon emitió un brillo naranja cuando inhaló más humo.
—Solo los cabrones del CCUN. Me dijeron que si metía la pata, los de protección de menores me la podían quitar.
—Veo que sus tácticas no han cambiado —dijo Lindstrom con un dejo de cinismo en la voz—. Pero el cuerpo jamás la mataría. Es demasiado valiosa para ellos.
—Yo pensaba que estaban haciendo lo mejor para ella —prosiguió Gannon, como si hablara consigo misma—. Le daban ataques continuamente… Yo no podía hacerme cargo. En la escuela parecían tan amables…
Dan intentó volver a centrar su atención.
—¿Y el padre de Laurie?
—¿Jeff? —Ella arrugó la cara en actitud de incredulidad y soltó una risita amarga—. No ha mandado ni una miserable tarjeta de cumpleaños desde que ella nació. En cuanto vio lo que era, se largó.
Expulsó otra columna de humo, y Lindstrom volvió a toser.
—Lo siento. Lo apagaré. —Gannon apagó la colilla medio consumida en el borde del cenicero—. Lo dejé cuando me quedé embarazada, ¿saben? Me aguantaba las ganas. En seis años no di una sola calada, hasta ayer. Aunque ahora da igual, ¿no?
La mujer contempló el cigarrillo apagado por un momento y a continuación lo metió de nuevo en el paquete para fumarlo más tarde.
Lindstrom se aclaró la garganta nuevamente.
—Laurie tenía problemas en la escuela…
—Al principio parecía que le gustaba —contestó Gannon—. Era la primera oportunidad que tenía de hacer amigos que eran… como ella. Entonces, hará cosa de un mes, le cogió mucho miedo a ese sitio. Cada vez que hablaba con ella por teléfono… cada vez que me dejaban hablar con ella… me pedía volver a casa.
Apretó los dientes.
—Me dijeron que solo era una fase, que se calmaría cuando llevara allí un año entero. «¡Y una mierda! ¡Devolvedme a mi niña!», les dije. De hecho, tenía que pedir visita con un mes de antelación para pasar un fin de semana con ella.
Su cara se arrugó.
—Había estado en casa hacía solo unos días.
—¿Habló Laurie alguna vez de un hombre que le diera miedo, un hombre sin cara? —preguntó Dan rápidamente, antes de que ella pudiera romper a llorar de nuevo.
—Sí. —Gannon se mordió la uña del pulgar, y Dan reparó en que tenía todas las uñas roídas y el pintaúñas negro desprendido en algunas zonas—. Pensé que era una cosa de niños, ¿saben? Como el hombre del saco. Si lo hubiera sabido…
—¿Y un hombre con el pelo rubio rizado y un bigote grande? —dijo Lindstrom—. Alguien que vio en el colegio. ¿Habló alguna vez de él?
Gannon frunció el ceño y negó con la cabeza.
—¿Creen que fue él?
—Todavía no tenemos nada concluyente, pero estamos siguiendo todas las pistas que tenemos. La avisaremos en cuanto averigüemos algo. —Dan echó un vistazo a la sala de estar—. Esto… Laurie dijo que tienen un gato.
Gannon puso cara de perplejidad.
—¿Tigre? ¿Qué pasa con él?
Dan cogió la bolsa de la compra de su regazo.
—No sé cómo pedirle esto, pero… ¿tiene un abrelatas?
Cuando le explicó lo que quería hacer, Gannon sonrió con los ojos llorosos y llevó la bolsa de plástico a la cocina. Se oyó el zumbido de un abrelatas eléctrico. Volvió con un pequeño cuenco con atún escurrido y una hoja de periódico y condujo a Dan y a Lindstrom por el estrecho pasillo hasta un pequeño cuarto.
—Seguramente está aquí. Suele dormir con Laurie.
Apretó el interruptor de la luz, y la habitación se iluminó de rosa, el color de los ponis de tono pastel del papel de la pared. Sobre la mesita de noche languidecía una casa de muñecas de Barbie, y al pie de la cama había amontonados diversos animales de peluche como fieles mascotas.
Acurrucado en la cama había un gato anaranjado. Cuando Dan extendió la hoja de periódico en el suelo y dejó el cuenco con atún encima, el animal levantó la cabeza, receloso.
—Aquí tienes, Tigre. Laurie te manda recuerdos.
El gato saltó de la cama y pisó suavemente el papel. Empezó a picar el atún dando pequeños bocados mientras Dan le acariciaba el suave lomo.
—Ha desaparecido…
Dan alzó la vista hacia Gannon, que miraba fijamente la cama con perplejidad.
—¿Qué?
—El tigre de peluche de Laurie. —Señaló con el dedo—. Lo dejé en la almohada para cuando… para cuando volviera.
Dan se levantó y examinó la cama. En la almohada no había nada.
Se metió la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta y sacó unos guantes de cirujano.
—¿Cuándo lo puso ahí?
—Anoche mismo.
Dan se puso los guantes, cuyo látex crujió al tirar fuerte de ellos, y levantó cuidadosamente un pliegue de la colcha con ribete de encaje para mirar debajo de la cama.
—¿Podría haberlo arrastrado el gato a alguna parte?
—Supongo, pero no lo he visto.
Dan dejó caer la colcha de nuevo.
—¿Le importa echar un vistazo para ver si lo encuentra?
—Mmm… claro.
La mujer salió de la habitación a toda prisa.
Lindstrom, que estaba observando desde fuera del cuarto, se movió para ocupar el lugar de Gannon.
—¿Qué es esto?
Dan le hizo señas para que no se acercara. Procurando dar el menor número de pasos posible, trazó un amplio círculo alrededor del pie de la cama, arrimándose a la pared hasta que se acercó a la única ventana de la habitación. Se apoyó contra la pared contigua y se inclinó para examinar el bastidor de la ventana. En el marco metálico corredizo, alrededor del picaporte, había unas rozaduras. Una mancha de goma negra empañaba la pintura blanca del alféizar.
—Ha debido de querer tener un trofeo —murmuró Dan, al tiempo que se erguía.
Cuando Gannon regresó, su perplejidad se había tornado en inquietud.
—No lo encuentro por ninguna parte.
—No creo que vaya a encontrarlo. ¿Ha pasado hoy el aspirador en esta habitación?
—No.
—Bien. No lo haga. Puede que encontremos huellas de zapatos o muestras de fibra. ¿Ha dejado entrar a alguien en la casa después de que la policía se marchara ayer?
Ella dijo que no con la cabeza de forma rotunda.
—Entiendo. Mire, voy a tener que pedir que venga otro equipo para que busque pruebas. —Cogió su móvil del cinturón y marcó el número de la detective García—. ¿Quiere que le busque un sitio para pasar la noche?
Gannon se quedó boquiabierta.
—No lo sé. —Se tapó la boca con las manos.
Lindstrom le rodeó los hombros con el brazo y la condujo con delicadeza hacia el dormitorio principal.
—¿Por qué no se echa un rato? Nosotros nos encargamos de esto.
Dan conversó con García, y veinte minutos más tarde un par de agentes de policía acudieron a vigilar la escena del crimen hasta que llegara el equipo de las pruebas. Gannon se retiró al dormitorio principal; Lindstrom le llevó el encendedor y los cigarrillos de la mesita a petición de ella.
Lindstrom permaneció en silencio y pensativa mientras Dan daba instrucciones a los policías.
—¿Así que piensa que se ha llevado el tigre de peluche como recuerdo? —preguntó una vez que salieron de la casa y regresaron a su coche.
—Eso parece.
—Pero ¿por qué no se lo llevó el día del crimen? ¿O por qué no se llevó otro juguete? ¿Por qué iba a arriesgarse a volver?
Dan miró por la ventanilla la triste fachada del número 247 de Crescent Street.
—Es difícil de saber. A veces al asesino le excita sádicamente volver a visitar la escena del crimen. Coger uno de los objetos personales de la víctima le ayudaría a revivir el asesinato.
—Si usted lo dice.
Sonriendo con una alegría forzada, Dan arrancó el coche y se marcharon de allí.
—Bueno, señora Lindstrom, creo que nos hemos ganado la cena. ¿Dónde le apetece comer? Recuerde que los gastos corren a cargo del FBI, así que el dinero no es problema.
—Sorpréndame.
—¿Qué le parece un restaurante italiano?
—Estupendo. ¿Podemos parar primero a recoger mis cosas?
—Cómo no.
Ella lo observó un instante, como si se estuviera fijando en un rasgo facial que hubiera pasado por alto hasta entonces.
—Lo que ha hecho ha sido todo un detalle.
El cumplido pilló a Dan desprevenido.
—¿Perdón?
—Lo del gato. Y antes, lo de la chocolatina.
Dan se encogió de hombros.
—Bah. No tiene importancia.
—Más de la que usted cree. Por cierto, puedes llamarme Natalie.
• • •
Sid Preston apartó la anticuada cortina de encaje para enfocar con su cámara Nikon al individuo del traje y a la pelirroja.
Hizo un zoom sobre las caras del hombre de la chaqueta azul y la mujer pelirroja mientras salían de la casa de Gannon y se metían en su Ford Taurus blanco. «Clic-brrr, clic-brrr, clic-brrr», hizo la cámara. Preston ya había garabateado unas descripciones escuetas de la pareja en el cuaderno que tenía apoyado en el regazo, y ahora, mientras ellos se alejaban del bordillo, apuntó con el objetivo de la cámara el número de matrícula, que añadió a sus notas.
Cuando el coche hubo desaparecido, Preston se repantigó de nuevo en su sillón y se puso a hacer garabatos en el cuaderno, masticando un chicle en la actitud reflexiva con que un toro rumia su bolo alimenticio. El número de matrícula que había anotado empezaba por la letra E rodeada por un octágono, y dibujó unas flechas apuntando al polígono y añadió «gobierno» debajo.
Vaya, vaya, vaya. Su inversión por fin había dado sus frutos. Cierto, la casa en la que residía nunca aparecería en la portada de una revista de decoración: la alfombra apestaba a los pedos del viejo cocker de los caseros, y el alféizar de la ventana estaba salpicado de moscas muertas. Pero la encantadora pareja de clase baja que vivía allí estaba más que encantada de dejarle usar la vivienda durante el día por unos modestos cincuenta dólares al día, sin hacer preguntas, y la casa tenía una bonita vista de la puerta principal de Amelia Gannon, al otro lado de la calle.
Preston repasó las palabras clave del cuaderno con su bolígrafo. El hombre del traje era bastante fácil de identificar; evidentemente era un federal. «Pero ¿quién es su bonita compañera, señor agente?». Tal vez sus informantes del Departamento de Policía de Los Ángeles pudieran investigar el número de matrícula y decirle algo sobre los invitados de la señora Gannon.
Preston estiró el chicle con la lengua e hizo un globo rosa hasta que explotó.