4
Laurie
Dan llegó a la sala de interrogatorios justo cuando García estaba terminando de atar a Lindstrom a la silla. Sin embargo, cuando la detective empezó a desenredar los cables de los electrodos de un aparato SoulScan, la violeta se opuso.
—No será necesario —soltó.
García miró a Dan en busca de ayuda.
—¿Está segura? —preguntó Dan a Lindstrom.
Ella se pasó una mano por entre los cabellos de su peluca.
—Me acabo de arreglar el pelo.
—No tendremos acceso al botón del pánico.
—Puedo soportarlo. Y lo cierto es que no me entusiasman las descargas eléctricas.
—Como desee.
Dan despachó a García con la mano, y la detective enrolló de nuevo los cables en un pulcro ovillo. Después cogió una videocámara colocada sobre un trípode en un rincón de la sala y la situó delante de Lindstrom, pero Dan le dijo que la volviera a poner en su sitio.
García no cedió.
—Las normas exigen que todas las declaraciones de los canales sean grabadas en vídeo.
Dan esperó a que Lindstrom también protestara; al ver que no lo hacía, se acercó lentamente a García y bajó la voz.
—Detective, estamos a punto de sacar a una niña de la oscuridad de la muerte y a pedirle detalles íntimos de su asesinato. Bastante asustada estará ya sin necesidad de tener el objetivo de una cámara encima de la cara. ¿No le parece?
La detective vaciló por un momento en su conducta oficiosa y retiró la cámara.
Lindstrom hizo un leve gesto con la cabeza a Dan.
Él colocó dos sillas plegables delante de la violeta mientras García le entregaba la bolsa que contenía la Barbie de Laurie Gannon. Lindstrom deslizó las puntas de los dedos sobre la cara de la muñeca, pero parecía reticente a sacarla de la bolsa.
—¿Quiere que la saque yo? —le ofreció García.
—No. Yo puedo hacerlo.
Lindstrom abrió el plástico rompiéndolo, mientras emitía un susurro rápido y repetitivo.
Con una brusquedad espasmódica, su mano se cerró alrededor de la cintura de la muñeca, y su antebrazo se convirtió en un bajorrelieve de tendones y venas en tensión. Un caleidoscopio de sombras se deslizó sobre su cara al tiempo que los músculos de sus pómulos y su frente se ondulaban y cambiaban de forma.
Dan pensó en la niña con el pelo cobrizo y los dientes de leche mellados y notó una nauseabunda sensación de terror en los intestinos. Se apoyó contra el respaldo de una silla y se dio cuenta de que hacía casi un minuto que no respiraba.
García le lanzó una mirada de compresión.
—¿La primera vez?
—Sí y no. —Dan se lamió los labios secos—. Cada vez parece la primera. Vuelvo en un momento.
Salió de la sala y se aflojó el nudo de la corbata de un tirón. La puerta insonorizada se cerró tras él y apagó el gemido plañidero de una niña que gritaba con la voz de Lindstrom. Dan suspiró y recorrió el pasillo sin prisa hasta un rincón situado a la derecha donde había unas máquinas expendedoras de botellas de refrescos y envases de aperitivos. La sangre le volvió a la cara tiñéndola de rubor. Se estaba comportando como un completo novato.
Se frotó los ojos con la parte inferior de las manos, sacó un dólar de su cartera y lo insertó en una de las máquinas. El aparato escupió una tableta de chocolate junto con el cambio. Cogió las monedas y la chocolatina y regresó a la sala de interrogatorios antes de detenerse delante de la puerta para hacer de tripas corazón.
—Tranquila, tranquila —repetía García en tono maternal cuando Dan entró—. No vamos a hacerte daño…
Lindstrom estaba encorvada en su silla, y los largos mechones de la peluca le caían sobre la cara como si intentara esconderse tras las cortinas de cabello cobrizo. Se chupaba el pulgar de la mano izquierda mientras agarraba la Barbie contra el pecho con la derecha.
Manteniendo contacto visual con ella, García hizo las presentaciones.
—Laurie, yo soy Yolena, y este es mi amigo Dan. Esperamos que puedas ayudarnos.
Lindstrom alzó la vista hacia Dan con unos grandes ojos acuosos. A él le recordó la timidez de su sobrina cuando veía a extraños por primera vez. «Menudo trago para una niña», pensó, pero sonrió en actitud tranquilizadora al tiempo que se sentaba en la silla que había al lado de la de García.
—Hola, Laurie. Me alegro de conocerte por fin. Toma, te he traído una cosa… —Le mostró la chocolatina—. ¿Te gusta el chocolate?
Ella asintió con la cabeza.
Dan desenvolvió la tableta y partió una de las barritas de galleta recubiertas de chocolate para dársela.
—¿Quieres un poco?
Ella miró la chocolatina que le ofrecía, pero no hizo el más mínimo movimiento para cogerla. Sus ojos escudriñaban la sala.
—¿Mamá está aquí?
Dan tragó saliva para aliviar la tensión de su cuello.
—No, cielo. Pero nos ha pedido que te dijéramos que te quiere y que piensa en ti a todas horas.
—Ah. —Decepción. Como su madre no estaba esperando para darle un abrazo, se sacó el pulgar de la boca y señaló la barrita de chocolate—. ¿Puedo comérmela?
—Claro.
Ella cogió la barrita, se la metió en la boca y empezó a lamer la capa de chocolate de la galleta apelmazada. Le empezó a caer saliva por los dedos, y su boca pintada se manchó de chocolate derretido. Seguía aferrando la muñeca junto a su corazón.
—¿Laurie? —García se inclinó hacia delante—. ¿Puedes decirnos lo último que recuerdas? Lo último que viste… antes de…
—¿Antes de morir?
Se quedó mirando a la detective con la mirada dura y severa de una violeta, lo que recordó a Dan que aquella niña había sido privada de la reconfortante ignorancia de la mortalidad de la que gozaban la mayoría de los niños. Había tenido conciencia de la muerte todos los días de su breve vida.
—Sí, Laurie —dijo Dan—. ¿Puedes decirnos cómo moriste?
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué no? ¿Estabas dormida?
—Más o menos. —Ella mordió un trozo de galleta sin chocolate y la masticó—. Alguien estaba dentro de mí.
—¿Alguien estaba dentro de ti? ¿Alguien muerto? —García cogió un bolígrafo y un pequeño bloc del bolsillo de su chaqueta—. ¿Quién era?
—Jem. Era uno de mis profesores. —Terminó la barrita de chocolate y se lamió los dedos—. Era el que me habló del hombre sin cara.
Señaló tímidamente el resto de la chocolatina que Dan sujetaba con la mano. Él le partió otra barrita.
—¿Viste al hombre sin cara?
Ella asintió con la cabeza y pegó los codos a los costados como si se encogiera ante una corriente de aire frío.
—Él vino, como Jem dijo.
—¿Qué quieres decir con que no tenía cara?
—Era como un bulto negro. Sin ojos ni nariz ni boca ni nada.
—Una máscara —comentó García—. El mismo modus operandi que en los demás casos.
—¿Cuándo viste al hombre sin cara por primera vez?
—Cuando se me echó encima. Me asusté e intenté escapar.
—¿Qué pasó entonces?
—Llegó Jem. Quería ayudarme, pero era demasiado tarde.
—¿Es todo lo que recuerdas?
—Eso, y estar muerta.
Su mirada se desenfocó, y sujetó sin vigor la barrita con la mano, olvidada.
Dan le tocó el antebrazo.
—¿Laurie? ¿Laurie? ¿Puedes decirnos por qué te sacó tu madre de la escuela?
—Porque Jem dijo que él estaría allí. —Su voz sonaba distante, débil y triste—. El hombre sin cara.
—¿Jem te habló de él cuando todavía estabas en la escuela? ¿Alguna vez lo viste cuando estabas allí?
Ella meditó la pregunta, y su boca se abrió. A continuación negó con la cabeza.
García garabateó algo en su bloc.
—¿Puedes decirnos algo más sobre el hombre sin cara? ¿Sabes por qué quería hacerte daño?
—No.
—¿Y Jem? —preguntó Dan—. ¿Sabía él por qué ese hombre iba a ir a por ti?
—Él cree que ese hombre nos odia.
—¿A quiénes?
—A los que somos especiales, los que hablamos con los muertos. Por eso Jem estaba intentando avisarnos. Dijo que me visitaría todo lo que pudiera para asegurarse de que estaba bien.
—¿Te visitó alguien más aparte de Jem en la escuela?
—A mí, no. Pero otros vinieron a visitar a mis amigos.
—¿Y les hablaron de lo mismo? ¿Del hombre sin cara?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué dijeron los profesores de la escuela cuando les contaste lo que te había dicho Jem?
—Dijeron que solo estaba intentando asustarnos y que no iba a pasar nada.
«Fue el cuerpo —pensó Dan—. Evidentemente, querían tiempo para “contener el problema” antes de que los padres empezaran a sacar a sus hijos de la escuela».
—¿Fue entonces cuando le pediste a tu mamá que te llevara a casa?
—Sí.
—Entiendo. —Dan se compadeció en silencio de la señora Gannon. Al haber rescatado a su hija del gobierno, la había expuesto al asesino—. Gracias por ayudarnos, Laurie. —Miró a García—. ¿Tiene alguna pregunta más?
La detective echó un vistazo a sus notas.
—De momento no.
—¿Señor?
Dan lanzó una mirada hacia atrás y vio que Lindstrom lo estaba mirando fijamente.
—¿Sí, Laurie?
—Por favor, no deje que haga daño a mis amigos.
Dan tardó un instante en recobrar el habla.
—No le dejaremos —dijo por fin, y esperó poder cumplir su promesa.
Una vez que el interrogatorio terminó, se hizo un silencio incómodo en la sala. Dan procuró no mirar a la mujer adulta que tenía delante mientras abrazaba a la muñeca y comía la chocolatina. ¿Era consciente Lindstrom de que habían acabado? Dan sabía que los violetas con experiencia podían dominar los pensamientos de las almas que los ocupaban. ¿Cuánto tiempo necesitaba para recuperar el control? Tal vez, si el espíritu se marchaba voluntariamente…
Se inclinó hacia delante para establecer contacto visual con ella de nuevo.
—¿Laurie? Ahora tenemos que hablar con Natalie…
Ella hizo un mohín en actitud desafiante.
—No quiero volver.
Dan notó un cosquilleo de pánico en el cuero cabelludo, pero la regañó manteniendo un tono de voz sereno y calmado.
—Laurie, no puedes quedarte.
—Echo de menos a mamá. Echo de menos a mis amigos. Echo de menos a mi gatito. ¡Los echo mucho de menos!
Rompió a llorar, y cada vez que sollozaba entre hipidos le caía la baba por el labio inferior.
García miró en dirección al aparato SoulScan sin utilizar y lanzó una mirada interrogativa a Dan, pero él le mandó que esperara. Se levantó de la silla y se arrodilló ante Lindstrom.
—¿Cómo se llama tu gato, Laurie?
Ella se sorbió los mocos.
—Tigre.
—Te diré lo que vamos a hacer: le llevaré una lata grande de atún a Tigre y le diré que es de tu parte.
La respiración entrecortada de Lindstrom empezó a sosegarse.
—¿Y mamá?
—Le diré que la quieres y que la echas mucho de menos.
Ella se chupó el dedo y pegó la cara de la Barbie a su mejilla.
—¿Puedo comerme el resto de la chocolatina antes de irme?
—Claro, tesoro.
Le dio el resto de la chocolatina, y ella lo terminó emitiendo unos tristes sonidos sollozantes. Mientras se lamía el resto de chocolate de los dedos, unas sombras se posaron en las cuencas de sus ojos y envejecieron su expresión hasta convertirla en una expresión de cansancio adulto. Lindstrom se enjugó el reguero salino de una lágrima de la cara y acabó manchándose la mejilla de masa marrón pegajosa. Con una pena teñida de vergüenza, miró su mano cubierta de chocolate con irritación e impotencia.
—¿Puede darme alguien una servilleta?
—Tome. —Dan sacó un pañuelo doblado de su bolsillo trasero y lo extendió sacudiéndolo—. Puede asearse en el cuarto de baño antes del interrogatorio.
Cuando volvió a la sala de interrogatorios, Lindstrom había recuperado la compostura. Sin embargo, Dan se fijó en que se sentó en la silla que había ocupado él, dejándole la silla con las cintas de nailon. Él prefirió quedarse de pie.
García posó su bolígrafo sobre una página en blanco de su bloc.
—¿Qué puede contarnos?
—No mucho —respondió Lindstrom—. Sin duda el autor parece ser un hombre. Delgado pero fuerte, de entre setenta y cinco y ochenta y cinco kilos de peso. La estatura es más difícil de calcular; la perspectiva de Laurie es mucho más baja que la mía, y estaba encorvado cuando ella lo vio. Podría medir entre un metro y medio y un metro noventa. Llevaba una máscara negra, ropa oscura y guantes de látex.
—¿Dijo algo?
—No, al menos a Laurie. Pero sus recuerdos sensoriales terminaron en cuanto apareció Jem.
—Por lo menos Whitman le evitó el dolor físico. ¿Y el colegio? —García retrocedió unas cuantas páginas—. Cuando pregunté a Laurie si había visto al hombre sin cara en la escuela, no parecía muy segura.
—Había algo: el recuerdo de un hombre sentado en cuclillas ante un gran depósito de metal.
—¿Reconoció el lugar? —preguntó Dan.
—No. —Lindstrom cerró los ojos, como si quisiera recuperar la imagen—. El hombre llevaba una especie de uniforme, como un mono, y tenía una caja de herramientas. Pero no llevaba máscara.
—¿No? ¿Cómo era?
—Deme ese cuaderno y se lo mostraré.
Señaló la mesa situada junto a la puerta, donde había un cuaderno de dibujo y lápices reservados para los artistas de la policía.
Dan le llevó los utensilios de dibujo y observó fascinado cómo ella dibujaba con destreza un retrato del extraño que Laurie había visto en la escuela: un hombre caucásico con el pelo rubio rizado, mejillas y labios gruesos, y un bigote y unas cejas poblados. «Ojos azules», garabateó Lindstrom encima del dibujo en blanco y negro.
—Es lo mejor que puedo hacer. —Arrancó el esbozo terminado del cuaderno y se lo entregó a García—. Laurie no llegó a verle bien la cara; en cuanto el hombre la vio detrás de él, se levantó y se fue corriendo.
García frunció el ceño al contemplar el retrato.
—Entonces, ¿por qué iba a pensar ella que este tipo era el hombre sin cara?
—Es evidente que no lo pensaba —dijo Dan—. Por eso no lo mencionó.
—Pero sí que vio un parecido.
García lanzó una mirada a Lindstrom.
—¿A qué se refiere?
—Tenía que ver con el lenguaje corporal. —Sus manos tantearon el aire mientras se esforzaba por definir su impresión—. En los dos casos, Laurie percibió cierta… vacilación en el hombre. Más aún: reticencia… temor, incluso.
—No parece el típico psicópata. —La detective orientó el dibujo hacia Dan—. ¿Lo hago circular?
—De momento, espere. La corazonada de una niña no basta por sí sola para relacionar a ese hombre con el asesino. —Se volvió hacia Lindstrom—. ¿Qué le parecería hacer una visita a su antigua alma máter?
—¿Puedo cambiarla por una visita al dentista?
—¡Estupendo! Saldremos a primera hora de la mañana.
—¿Dónde vamos a pasar la noche?
—En mi habitación de hotel. —Dan levantó las manos para tranquilizarla—. Tiene dos camas.
—Qué bien. ¿Puedo pasar al menos por mi piso para recoger unas cosas?
—Por supuesto.
—Bien. —Lindstrom cogió su bolso y cargó a Dan con el bolso de viaje y la caja de la peluca—. Usted paga la cena.
—Vale. —Él aceptó el bolso sin rechistar y a continuación sacó una tarjeta de visita de su cartera y se la entregó a García—. Gracias por su ayuda, detective. Llámeme al móvil si tiene alguna noticia.
—Claro. —Ella se metió la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta junto con su bloc—. ¿Adónde va ahora?
—A darle a la señora Gannon una mala noticia.