39
Washington en diciembre
Delbert Sinclair no estaba contento. Después de proferir amenazas y reproches durante casi media hora, el director del departamento de seguridad del cuerpo se había sumido en el inquietante silencio del ojo de un huracán.
—Entonces, ¿es esa su decisión definitiva? —preguntó finalmente, con la cara todavía cubierta de manchas coloradas.
Situada de pie delante de su escritorio, Natalie reprimió el impulso de agachar la cabeza como un colegial avergonzado.
—Sí, señor.
—Se da cuenta de lo que eso significa, ¿verdad? Para usted… y para su familia. —Se demoró en la última palabra.
—Sí, señor.
—La vigilaremos día y noche. Si cruza una calle sin usar el paso de peatones o no paga una mensualidad de su tarjeta de crédito, nos enteraremos. Y olvídese de conseguir otro trabajo.
—Sí, señor.
—Entonces, ¿no va a replanteárselo?
—No, señor.
—Como quiera. —Sinclair cogió el certificado de recomendación que pretendía ofrecerle por atrapar al asesino de violetas y lo rompió en pedazos—. Acompañe a la señora Lindstrom a la salida —ordenó al agente Brace, que esperaba a su derecha como un dóberman solícito.
—No será necesario. —Natalie cogió su pesado abrigo del colgador que había junto a la puerta—. Conozco el camino.
Salió con paso airado del despacho de Sinclair con el abrigo sobre el brazo y recorrió el pasillo cubierto por una moqueta granate hasta el ascensor. Pulsó el botón, pero cambió de opinión y optó por tomar la escalera de mármol hasta la planta baja. No es que el ascensor le molestara; simplemente quería recorrer tranquilamente aquel presuntuoso edificio de la época de la Depresión, con sus pilastras grecorromanas y sus ventanas abovedadas, por última vez. No había visto el interior de la sede del cuerpo desde su ceremonia de iniciación a los dieciocho años. Con suerte, no volvería a verla jamás.
Cuando descendía a la rotonda del vestíbulo, vio a Serena apoyada en la pared circular entre las pretenciosas estatuas de Iris Semple, Gideon Wicke y otros violetas que bordeaban la circunferencia.
—¡Hola! ¿Qué tal está mi chica? —Serena se adelantó para darle un abrazo.
—No esperaba encontrarte aquí —dijo Natalie cordialmente—. Washington queda muy lejos de Seattle.
Serena se encogió de hombros.
—Simon me ha dado unos días libres. Como ya te dije, en el fondo es un sentimental.
Su sonrisa carecía de su habitual arrogancia, y parecía un poco paliducha pese al maquillaje y la peluca que llevaba. Lanzó una mirada en dirección a la escalera, donde ahora estaba el agente Brace, observando a las dos mujeres tras sus gafas de espejos.
—¿Cómo van las cosas por aquí?
Natalie soltó una risita.
—Te lo puedes imaginar.
—¿De verdad lo dejas?
—Considéralo una baja por maternidad.
Serena arqueó las cejas, y Natalie le respondió con una sonrisa.
—¡Vaya! ¡Nuestra pequeña Natalie va a ser mamá! —Su boca se niveló un tanto—. ¿Lo sabe él?
Incluso después de tres meses, Serena parecía incapaz de pronunciar el nombre de Dan.
—Sí, lo sabe.
Serena asintió con la cabeza, pero su mirada se desvió.
—He oído que van a condenar a Evan a cadena perpetua. ¿Será suficiente?
Natalie suspiró.
—Lo tienen incomunicado y vigilado las veinticuatro horas del día por si intenta suicidarse. No deberíamos correr peligro durante los próximos cuarenta años. ¿Qué hay de Maddox?
—La policía de Seattle lo ha soltado. Accedieron a no procesarlo por allanamiento, y él accedió a no demandarlos por dispararle. Seguirán vigilándolo, pero parece bastante inofensivo.
Natalie vaciló.
—¿Y Sondra?
—Yee y yo la encerramos en ese maldito armario… pero esta vez, bien. Te aseguro que todavía tengo morados de esa noche. —Serena respiró largamente, haciendo acopio de valor—. Quería decirte otra vez lo mucho que lo siento. Debería haberlo evitado de alguna forma.
Sus ojos se volvieron vidriosos, y se puso firme, como un marine a la espera de un consejo de guerra.
Natalie negó con la cabeza.
—No había nada que tú pudieras hacer. Y si no hubiera pasado lo que pasó…
—Lo sé. Él me lo dijo. —Los ojos de Serena recuperaron parte de su antiguo brillo—. ¡Avísame si necesitas una madrina peleona para tu hijo!
—El puesto es tuyo. —Natalie vio por el rabillo del ojo que Brace bajaba la escalera—. Será mejor que me vaya.
Serena asintió con la cabeza y la siguió a la salida.
—Me muero de hambre. ¿Quieres que cenemos en alguna parte? Invito yo.
—Claro. Me encantaría. —Natalie se detuvo, como si se hubiera acordado de una cita que había olvidado—. Pero primero tengo que ocuparme de unas cosas en el hotel. ¿Puedes recogerme a las cinco?
—¡Hecho! ¿Dónde te alojas?
—En el Harrington. Habitación ciento diecisiete.
—Vale. ¿Quieres que te lleve?
—No, no hace falta. Te veré a las cinco.
Cuando llegaron a la entrada principal, Natalie se puso su abrigo y sacó un gorro de lana del bolsillo.
—Él tiene razón, ¿sabes? —Serena sonrió; una sonrisa grande como las de antaño—. Te queda muy bien el pelo rubio.
Natalie se rio y se pasó la mano por los pelillos rubios de la coronilla. Después de dejarlo crecer durante varias semanas, el cabello casi ocultaba los puntos nodales tatuados en su cuero cabelludo.
—Gracias. Después de tanto tiempo, me pica.
Tras ponerse el gorro, se despidió con la mano y salió por la puerta giratoria de cristal a Judiciary Square. La nieve sucia caía sobre la capital del país como si fuera ceniza, y el aire frío le picaba en las mejillas, pero disfrutó de la caminata de diez manzanas hasta el hotel. Los adornos navideños decoraban las farolas, augurando una temporada de alegría con la que entrar en el invierno que acababa de empezar.
Cuando entró en su habitación del hotel y cerró la puerta tras de sí, el calor descongeló su nariz entumecida. Con una pausada meticulosidad, corrió las cortinas, apagó todas las luces y se quitó el gorro, los guantes y el abrigo. Una vez que se adaptó a la oscuridad como si fuera un baño caliente, se tumbó en la cama y se cruzó de brazos.
—Háblame, Dan —susurró, y sonrió con ilusión cerrando los ojos.