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Conversación en la jaula

Pasada la medianoche, Dan colocó el SoulScan al lado de su silla plegable y volvió a salir del armario forrado de aluminio para ir a buscar a Serena. Ella lo estaba esperando en el pasillo, con la cabeza descubierta, dialogando en susurros graves con Stuart Yee.

—¿La has encontrado? —preguntó Dan al detective, aunque ya sabía la respuesta.

Yee negó con la cabeza.

—Todas sus cosas siguen en la habitación, pero ella no está.

—¿Qué te han dicho en el motel?

—La recepcionista no recuerda haberla visto irse. Claro que es difícil pedir a un testigo una identificación positiva cuando no sabes el color del pelo o de ojos de la persona que estás buscando.

—¿Vio algo raro la recepcionista?

Yee se echó hacia atrás las solapas abiertas de la chaqueta de su traje.

—Por lo visto, una mujer morena en una silla de ruedas se quedó dormida o se desmayó mientras estaba sentada en el comedor del motel. Un joven con el pelo castaño corto, las cejas pobladas y la cara sin afeitar le dijo a la recepcionista que iba a meter en la cama a la mujer, y la sacó del vestíbulo. Pero hemos interrogado a otros empleados y ninguno recuerda que se registrara una mujer minusválida.

A Dan se le encogió el corazón.

—¿Cuánto hace de eso?

—Unas tres horas.

Las palabras del detective contenían una disculpa tácita, como las de un cirujano cuya operación ha salido mal.

Dan miró a Serena, quien tenía el ceño fruncido igual que él.

—Entonces más vale que empecemos —dijo.

Mientras Yee permanecía en la entrada de la caseta, listo para cerrar las puertas, Dan condujo a Serena al armario y la ató a la silla de madera. Se puso a manejar torpemente los cables del SoulScan para sujetarlos a su cuero cabelludo a la pobre luz de la linterna y se le cayó un electrodo en el regazo de ella.

—Procura que no se separen —lo reprendió Serena—. No serás de ayuda si te entra el pánico.

Dan respiró hondo y terminó de conectarla a la máquina, y sacó el colgante de las serpientes de Evan Markham del bolsillo.

—No lo voy a necesitar —dijo Serena—. Sondra es una vieja amiga de la CIA, ¿recuerdas? Puedo usarme a mí misma como piedra de toque.

Dan asintió con la cabeza y guardó el collar. Se sentó y encendió el monitor del SoulScan mientras Serena cerraba los ojos, murmurando a modo de silenciosa invocación.

Las líneas inferiores del monitor empezaron a ondear con un temblor sísmico, pero se nivelaron hasta detenerse nuevamente.

Serena frunció la boca, decepcionada.

—Oh, no.

—¿Qué? —Dan se encorvó hacia delante—. ¿Qué pasa?

—Recibo una señal ocupada.

—¿Una qué?

—¡¿Ya la tiene?! —gritó Yee a través de la puerta situada tras él.

—¡No! Espera. —Dan se inclinó hacia Serena de nuevo—. ¿Qué quieres decir con una señal ocupada?

—He captado fragmentos de Sondra, pero tiene otra mente a la que aferrarse y se me escapa todo el tiempo. Eso significa que está ocupando a otro violeta.

A Dan se le aceleró el pulso.

—¿Natalie?

—No lo sé. —Serena frunció el entrecejo—. Quien esté al otro lado está presionando mucho para librarse de Sondra. Dame un minuto y puede que consiga sacarla.

Incapaz de dejar de moverse de la impaciencia, Dan desplazaba la vista de la cara en calma de Serena a la obstinada uniformidad de las líneas que se veían en la pantalla del SoulScan. Consultó el reloj a su pesar. La reluciente pantalla azul marcaba las 12. 38, y su pánico se convirtió en desesperación.

Entonces oyó jadear a Serena, y las líneas del monitor del SoulScan brotaron repentinamente en forma de rayas irregulares de color verde.

—¡Las puertas! —gritó a Yee.

La puerta del armario se cerró con un ruido sordo mientras Serena enseñaba los dientes y gruñía. Dan reconoció su expresión cuando lo miró de forma colérica.

—Bienvenida, Sondra.

Ella sonrió sin el más mínimo rastro de humor.

—Dan. Me imaginaba que serías tú el que me ha interrumpido.

¿Interrumpir? Entonces había una posibilidad…

—¿Dónde está Natalie, Sondra?

Ella se rio entre dientes.

—Camino del paraíso.

—Déjate de chorradas. —Él señaló el botón del pánico—. Dime dónde está o pasarás el resto de la eternidad en esta caja.

La sonrisa de ella se arrugó como una fruta podrida.

—¿Crees que me importa? ¿Crees que me importaría estar sola por primera vez en mi miserable existencia? Sin muertos que me zumbaran en los oídos… Sería un alivio.

Dan levantó la voz.

—Ya sabemos que Evan es el asesino de violetas. Es cuestión de tiempo que lo cojamos. Si nos ayudas, podremos evitarle la pena de muerte.

Sondra continuó como si él no hubiera dicho nada.

—No sabes la suerte que tienes. Tú solo tienes que morir una vez.

—Estamos perdiendo el tiempo. —Dan alzó la voz hasta gritar—. ¡¿Dónde está Natalie?!

—Te acuerdas del caso de Randolph Exeter, ¿verdad? Invoqué a su última víctima: una niña de doce años. Él le sacó todos los dientes con unas tenazas antes de meterle el pene en la boca.

—¡Basta ya! ¿Dónde está Natalie?

—Luego le cortó los párpados para que tuviera que mirarlo mientras la violaba…

—¡He dicho que BASTA!

—Pero para un violeta así es una jornada de trabajo. El deber del cuerpo y todo eso.

Dan se levantó bruscamente de la silla y la agarró del cuello.

—¿DÓNDE ESTÁ, ZORRA?

Sondra sonrió de satisfacción; sus ojos emitían un brillo de un fanatismo demente.

—Eso es —dijo con voz ronca—. ¡No hagas sufrir más a esta violeta!

Él le quitó las manos temblorosas del cuello y se enderezó, y sus palabras disminuyeron hasta convertirse en un susurro.

—Te lo preguntaré una vez más. ¿Dónde está Natalie?

—En un sitio donde no volverá a morir. —Sondra sonreía con la firme certeza de los locos—. Si de veras la quisieras, la habrías mandado allí tú mismo.

Sin pronunciar una palabra más, Dan se dio la vuelta y pulsó el botón del pánico de una manotada.

Serena empezó a dar sacudidas como un presidiario condenado en el momento en que la corriente eléctrica purgó sus neuronas de conciencia. Sus ojos se abrieron mucho, como lunas blancas en la oscuridad, y se desplomó hasta quedar inmóvil.

Dan echó un vistazo a la pantalla del SoulScan. Las líneas estaban planas. Desató las muñecas a Serena antes de que volviera en sí.

Ella se puso derecha y se frotó la frente, mientras se le formaban lágrimas en las pestañas y los músculos faciales se le contraían como los de un paciente sometido a una terapia de electrochoque.

—No hacía falta que hicieras eso.

—Lo siento. —Él se arrodilló para deshacerle los nudos de los tobillos—. Más vale que empieces a recitar tu mantra de protección. No vamos a dejarla salir de aquí.

Serena asintió con la cabeza cansinamente y comenzó a murmurar para sí misma.

—¿Has sacado algo de los recuerdos de Sondra? —preguntó Dan mientras le soltaba la pierna izquierda—. ¿Algo que pueda ayudarnos a encontrar a Natalie?

Ella gimió, y sus susurros se interrumpieron entre balbuceos.

—¿Serena?

Al alzar la vista, Dan vio que se había caído de lado y que parpadeaba con los labios temblorosos. Se volvió de nuevo hacia el SoulScan con inquietud.

Un caos de garabatos verdes se movía en el monitor.

La máquina se cayó de la caja de cartón y fue a parar al suelo con gran estruendo, y Dan notó que el manojo de cables le apretaba el cuello.

—¿Quieres encerrarme aquí? —La voz de Serena le susurraba al oído—. Pues yo quiero que me hagas compañía.

«Sabía el mantra de Serena», comprendió Dan demasiado tarde. Incapaz de gritar, empezó a agitarse de un lado a otro, golpeando con los brazos a la mujer situada tras él. Pero Sondra aguantó y empleó los músculos entrenados por la CIA de Serena para tirar más fuerte de los cables.

El cerebro de Dan se retorcía privado de sangre, y la penumbra del armario forrado de papel de aluminio se volvió todavía más oscura. Sacó el revólver de la pistolera en un acto reflejo, apuntó con él por encima del hombro y lo amartilló.

—Adelante —dijo la voz detrás de él.

A Dan le temblaba el dedo sobre el gatillo. «¡Es Serena! ¡Matarías a Serena!».

Apuntó con el cañón de la pistola al techo y disparó cuatro tiros rápidos. La quinta bala fue a parar a la pared pues Sondra le agarró el brazo y se lo retorció por detrás hasta dislocarle el hombro.

Al soltar los cables del cuello de Dan, entró oxígeno en sus pulmones. Él habría gritado, pero su garganta solo podía emitir un sonoro jadeo. Con el agudo dolor del hombro, apenas notó que Sondra le arrebató la pistola de la mano retorciéndosela.

Al recordar que ella todavía tenía el tobillo derecho atado a la silla, Dan agarró una de las patas de la silla y la volcó. Sondra gritó sorprendida y se golpeó la cabeza contra la pared al caer al suelo. Todavía llevaba pegados trozos de esparadrapo en las zonas del cuero cabelludo donde se había arrancado los electrodos. Empezó a dar patadas furiosamente para liberar la pierna del ancla de la silla volcada mientras Dan se daba la vuelta para colocarse encima de ella.

Justo entonces la puerta se abrió a su izquierda, y Stuart Yee introdujo su pistola en el armario y apuntó a Serena.

—¡Alto!

—¡No dispare! —dijo con voz áspera Dan, que seguía sin aliento.

Cuando Sondra vio la puerta abierta, hizo una perversa parodia de la característica sonrisa de Serena.

—Supongo que ya me puedo marchar. Ya nos veremos, Dan.

Levantó el revólver hasta apuntar directamente a Dan en la cabeza.

«Natalie», pensó él.

Y Sondra apretó el gatillo.