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Dudas

El monitor del electrocardiograma emitía un pitido regular, aunque desganado, para indicar que el hombre de la habitación 6 de la UVI seguía vivo. Con el hombro y la pierna vendados y un gota a gota conectado al brazo, no había abierto los ojos ni se había movido por sí mismo desde que había llegado al Centro Médico Sueco. A pesar de todo, un policía de Seattle armado montaba guardia en la habitación, pues el paciente de la cama era Clement Everett Maddox, el asesino de violetas.

Dan estaba repantigado en una silla enfrente de la cama, con los dedos entrelazados por delante de la boca, y contemplaba la cara de palidez cadavérica de Maddox. Llevaba allí sentado casi dos horas, desde que el presunto asesino había salido del quirófano.

Harv Rollins cruzó la puerta contoneándose, con la gabardina todavía mojada del aguacero que estaba cayendo fuera, y señaló la cama con la cabeza.

—¿Cuál es el pronóstico?

—Todavía es crítico. Conmoción causada por la pérdida de sangre. El doctor calcula que tardará una semana en recuperar el conocimiento, si es que lo recupera.

Rollins resopló.

—Si no lo recupera, nos ahorrará un montón de problemas.

Dan arrugó la nariz al oír el comentario del detective y se levantó de la silla.

—¿Qué habéis encontrado?

—Qué no hemos encontrado, más bien. Un rollo de cuerda de piano, un cuchillo, una caja de guantes de látex, un montón de materiales para fabricar bombas, trofeos de varias víctimas… Nuestros hombres todavía están metiendo en bolsas las pruebas, incluido esto.

Sacó una polaroid de su bolsillo y se la mostró. El cuadrado satinado mostraba un armario abierto de la tienda de Maddox. En su estante había una máscara aplastada de crespón negro: mitad velo de luto, mitad capucha de verdugo.

—Buen trabajo, Harv —dijo Dan monótonamente.

Rollins volvió a guardarse la foto en la chaqueta y dio unos golpecitos en el bolsillo.

—Si algún día se despierta, lo encerraremos de por vida. Pena de muerte, si lo juzgan en California.

—Sí. —Dan lanzó otra larga mirada a Maddox y soltó una risita seca.

—¿Qué te parece tan gracioso? —preguntó Rollins.

—Gracioso, no. Solo irónico. —Dan señaló al paciente comatoso—. Si por lo menos estuviera o vivo o muerto, podría hablar en su propia defensa.

Hizo caso omiso del ceño de Rollins y salió por la puerta.

• • •

Dan evitó llamar a Natalie esa noche, temiendo que ella percibiera el dejo pesimista de su voz al darle la «buena» noticia. Intentó llamarla a la mañana siguiente, pero uno de los agentes del Departamento de Policía de San Francisco que habían estado vigilando su habitación del motel contestó en lugar de ella. Dijo que Natalie y Serena habían salido a almorzar para celebrar la detención.

Desmoralizado, Dan colgó el teléfono y se puso el bigote postizo y las gafas antes de salir del motel. No quería responder a ninguna pregunta sobre los asesinatos de los violetas y, sobre todo, no quería que nadie le felicitara por atrapar al asesino. Cuando llegó al edificio de Seguridad Ciudadana de Seattle pasó desapercibido entre la multitud de reporteros que esperaban fuera y fue a esconderse en su despacho temporal sin ni siquiera detenerse a coger un bollo de hojaldre.

Earl Clark le estaba esperando dentro.

—¿Es eso un disfraz —preguntó el agente especial al mando— o una exhibición de moda?

—Ninguna de las dos cosas. —Dan se arrancó el bigote de un tirón—. Es una forma de vida.

Clark le dio una palmadita en la espalda.

—¡Anímese! Es usted el hombre del momento. Por cierto… le he reservado un ejemplar.

Desplegó el New York Post de esa mañana y se lo enseñó. «VIOLENTO ASESINO ABATIDO A TIROS —proclamaba el titular—. EL HOMICIDA HA SIDO CAPTURADO A PESAR DE LA INCOMPETENCIA DEL FBI». En la foto principal aparecían unos auxiliares sanitarios transportando a Maddox a la parte trasera de una ambulancia; debajo había una imagen más pequeña de Dan cayéndose a la acera junto a su paraguas y el asesino escapando al fondo.

—No es mi mejor ángulo —reconoció Dan.

Clark se rio y tiró el periódico a la papelera que había al lado del escritorio.

—Relájese. He informado a la agencia de que fue usted el que nos llevó hasta Maddox.

—Sí… fui yo.

Al director se le heló la sonrisa en los labios.

—No parece muy contento. El detective Rollins me ha dicho que tiene dudas sobre la detención.

—Sí, señor.

—Vaya, se dirige a mí con demasiado respeto. Ahora sé con seguridad que pasa algo. —Se apoyó en el escritorio—. Suéltelo, muchacho. ¿Qué es lo que le preocupa?

Dan respiró hondo y sacudió la cabeza.

—No encaja, Earl.

—¿Cómo puede decir eso? Por el amor de Dios, usted vio la tienda de ese hombre: es el santuario dedicado a los violetas de un maníaco. La policía de Seattle ha encontrado armas y una máscara en el local, además de todos los recuerdos de las víctimas.

—Ya lo sé…

—¿Sabía esto? —Cogió una serie de impresos del escritorio—. Han encontrado unas zapatillas de deporte Nike que concuerdan con las huellas de la alfombra de Gannon. Una muestra de fibras tomada de la suela de una de las zapatillas coincide con las fibras de la alfombra.

—Mire, reconozco que Maddox es un chalado. Como mínimo, es culpable de múltiples cargos de allanamiento de morada y hurto. Pero si es el asesino, ¿por qué iba a arriesgarse a volver a la escena del crimen a recoger sus trofeos? ¿Por qué no llevárselos después de cada asesinato?

—Tal vez sea su forma de revivir los asesinatos, de disfrutar una y otra vez. No sería el primer psicópata en hacerlo, ¿sabe?

Dan reconoció de mala gana que tenía razón. Algunos sociópatas obtenían una perversa satisfacción volviendo a los lugares de sus asesinatos.

—Muy bien —dijo—, pero ¿qué hay del ADN de Maddox? Según los resultados iniciales, no coincide con las muestras tomadas del postizo rubio que Natalie y Serena encontraron en el bolso de deporte.

Clark se encogió de hombros.

—Seguramente el postizo era otro trofeo de una de las víctimas. ¿Qué mejor forma de recrearse en la muerte de alguien que llevando una parte de él en la cabeza todo el día? Puede que Maddox lo considerara una forma de robar los poderes mentales del violeta asesinado. Encaja con el perfil que usted elaboró, ¿no?

—Sí. Mi perfil.

El hecho de que estuviera dando razones en contra de su propia lógica hizo que Dan se sintiera aún más tonto.

—Y todavía no ha contestado a la pregunta más evidente. Si Maddox no es el asesino, ¿puede decirme de dónde han salido la máscara y las armas?

Touché.

—No lo sé —confesó Dan—. Alguien debe de haberlas colocado allí.

—Claro. Supongo que todo esto también está relacionado con el asesinato de Kennedy.

A Dan se le encendió la cara del disgusto.

—No me trate con condescendencia, Earl. ¿Y qué hay del alma muerta que ayudó a matar a Lucinda Kamei? Conocía su mantra. ¿Cómo explica eso?

—Sencillo: no ocurrió. Seguramente Kamei lo soñó todo o tuvo una alucinación. Creemos que Maddox debió de drogarla para llevarla hasta la habitación de la torre. Utilizaría alguna sustancia que no detectamos en el análisis toxicológico de la autopsia.

—Ah, ¿sí? ¿Y cuando Natalie condujo hasta el Tenderloin? ¿Eran las drogas?

A Clark no le quedó más remedio que rumiar aquel dato por un momento.

—Tal vez. Tal vez hipnosis. —Vaciló—. O tal vez Maddox tiene una relación más estrecha con su esposa muerta de lo que nos gustaría creer.

—Puede que tenga razón en eso.

Dan pensó en la televisión con el anillo de compromiso en la antena; el aparato al que Maddox no le dejó acercarse.

—Sea cual sea el caso, Maddox es el hombre que ha tenido el móvil, el método y la oportunidad. ¿De acuerdo?

Dan levantó las manos en señal de rendición.

—¡Está bien, está bien! Lo único que digo es que es prematuro bajar la guardia hasta que hayamos revisado todas las pruebas.

—Revise todo lo que quiera. Yo me voy a casa. Gracias a usted, Charisse no me matará por faltar a nuestro aniversario. —Clark puso una mano en el hombro de Dan—. Sé que está preocupado por el tiroteo, pero esta vez ha atrapado al hombre correcto.

Dan hizo una mueca.

—Lo que usted diga.

El agente especial al mando suspiró y se dirigió a la puerta del despacho.

—¡Ah! Casi me olvido. —Señaló un sobre grueso de manila que había sobre el escritorio—. La situación económica de Evan Markham, por si todavía le interesa. Si averigua dónde está escondido, dígale que ya puede salir sin peligro.

Clark volvió a dar una palmada a Dan en la espalda y lo dejó para que se enfrentara a sus dudas a solas.

• • •

Esa noche el sobre seguía sin abrir en la esquina de la cama del motel de Dan, mientras hurgaba entre las hojas sueltas con notas, los documentos fotocopiados, las fotos de las escenas del crimen y los informes de las autopsias, en busca de algo concreto en lo que centrar sus vagas dudas. Por milésima vez, releyó la carta del «amo de las puertas», registró el interior de la tienda de Arthur McCord con su jaula de almas, escudriñó el cuerpo desfigurado de Lucinda Kamei, con la esperanza de poder hallar un detalle revelador que hubiera pasado por alto.

Finalmente, con la espalda totalmente agarrotada y los ojos doloridos, descartó el último informe que había hojeado y consultó su reloj.

Eran las 6. 23 de la tarde. Tal vez Natalie ya hubiera vuelto al motel.

Estiró sus piernas entumecidas y alargó el brazo para coger el teléfono del estante que había junto a la cama. A esas alturas ya no necesitaba buscar el número antes de marcar: había llamado cuatro veces durante las últimas cuatro horas.

—Motel Walkright —contestó la recepcionista—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Con la habitación ciento veintidós, por favor.

—Espere mientras le paso, por favor.

La recepcionista debía de haber reconocido su voz de las llamadas anteriores, pues su tono revelaba un fastidio lleno de cansancio.

Se oyeron dos pitidos en el auricular y luego un clic.

—¿Diga?

La voz de Natalie alivió el dolor de cabeza de Dan como un ungüento sobre una quemadura. ¿De verdad solo habían pasado dos días desde que la había visto por última vez?

Sonrió.

—¡Hola!

—¡Dan! Estaba empezando a preguntarme si volvería a tener noticias de ti. ¿Qué ocurre?

—Sí… Siento no haberme puesto en contacto contigo. Las cosas se han desmadrado por aquí.

—Me lo imagino. No te han herido, ¿verdad?

—Solo me he hecho un par de cardenales por torpe. ¿Te has enterado de la detención?

—Solo de lo importante, pero aquí todo el mundo parece tener buenos argumentos contra Maddox.

Dan respiró hondo.

—Sí. Aquí, también.

—¿Vivirá?

—Es delicado, pero sí, creen que se repondrá.

Se hizo una larga pausa al otro lado de la línea.

—¿Crees que podrá llevarlos hasta los cuerpos de Jem y los demás?

—Supongo que sí. —Quería mostrarse más tranquilizador—. Esto… he intentado llamarte antes, pero no estabas. Los policías me han dicho que tú y Serena habíais salido a comer. ¿Qué tal ha ido?

—Fenomenal. Hemos ido a una estupenda marisquería de Fisherman’s Wharf y luego hemos ido a mirar escaparates antes de que ella se marchara al aeropuerto.

Dan se incorporó.

—¿El aeropuerto?

—Sí. Me he despedido de ella en el control de seguridad y he vuelto en taxi. —Se rio entre dientes—. Voy a tener que aprender a conducir… Esos taxistas están locos.

—¿Quieres decir que Serena no está ahí?

—Es lo que acabo de decir, ¿no? De hecho, tenía que estar de vuelta en Seattle dentro de una hora más o menos.

—¿Y la policía? ¿Todavía tienes a uno fuera de la habitación?

—No… no parecía que tuviera mucho sentido. Dan, estás empezando a asustarme. ¿Qué pasa?

—Espero que nada. Escucha, hazme un favor. Quédate en la habitación con la puerta cerrada esta noche. Intentaré conseguir un billete de avión para primera hora de la mañana y te recogeré en el motel.

—Está bien. —La alegría desapareció de su voz—. No crees que haya acabado, ¿verdad?

Esta vez fue él quien hizo una larga pausa.

—No lo sé —dijo—. Pero esta noche procura no quedarte demasiado dormida.

Un suspiro.

—Ya no hace falta que te preocupes por eso.

Su tono de voz serio entristeció a Dan.

—Todavía quiero retomar lo que dejamos la otra mañana —murmuró.

—Yo también —dijo ella en voz muy queda.

—Hasta mañana.

—Sí. Hasta mañana.

—Buenas noches.

Reticente a poner fin a la conversación, Dan esperó a que Natalie colgara primero. Parecía que ella estuviera haciendo lo mismo.

—Buenas noches —contestó por fin.

Un clic y una señal de llamada dieron permiso a Dan para volver a colocar el auricular en su soporte.

Lanzó un gemido y regresó de nuevo a las pruebas desordenadas con pavor. Cogió la carpeta de un caso prácticamente al azar y la hojeó, luego otra, y otra. Sin embargo, al cabo de media hora se dio por vencido. Había visto aquel material tantas veces que su cerebro sobrecargado transformaba el texto de la hoja en un completo galimatías.

Al arrojar el documento más reciente encima del resto, lanzó por casualidad una mirada en dirección al sobre de manila con los datos económicos de Evan Markham. Por lo menos, sería algo nuevo que mirar.

Abrió el sobre rompiéndolo como si fuera propaganda y echó una ojeada a su contenido. Los pagos con tarjeta de crédito se interrumpían después de la desaparición de Markham. Era decepcionante, pero no le sorprendía. Evan era demasiado listo para dar información al cuerpo acerca de su paradero utilizando una tarjeta de crédito. Lo mismo ocurría con las operaciones realizadas en cajeros automáticos. Eso significaba que tuvo que retirar una cantidad importante de dinero en efectivo antes de su supuesto «asesinato».

Dan examinó la copia impresa con los reintegros y depósitos bancarios de Evan, empezando por la fecha de la desaparición de Sondra Avebury. Al repasar el estado de las cuentas avanzando hacia atrás, frunció el ceño cuando vio las cifras; las arrugas de su frente se volvieron más profundas a medida que pasaba las páginas cada vez más rápido.

Se le ocurrió una idea y dejó los documentos económicos y se puso a hurgar entre el mar de papeles que tenía delante hasta que desenterró el informe de la autopsia de Lucinda Kamei. Dentro de la carpeta había varias fotografías tomadas después de la muerte sujetas con un clip. En la primera aparecía un primer plano de la cara sin ojos de Kamei y sus pálidos hombros descubiertos.

Allí, justo debajo de la clavícula, había una cuchillada roja con costra que se enroscaba hasta formar el número 9.

Dan se quedó mirando el número como si de repente hubiera aparecido en la piel de Kamei igual que un estigma. Con las manos temblorosas, dejó la carpeta de la autopsia y cogió el teléfono.

La recepcionista volvió a ponerlo con la habitación de Natalie, pero nadie contestó al teléfono.

• • •

En cuanto dejó de hablar por teléfono con Dan, Natalie siguió releyendo Sentido y sensibilidad, pero le resultó imposible concentrarse en la historia. La enigmática advertencia de Dan le daba vueltas en la cabeza, logrando que cristalizaran los temores que habían estado arrojando sombras en lo recóndito de su mente.

«Esta noche procura no quedarte demasiado dormida…».

El libro se cerró en su regazo. Natalie se movió hacia arriba en su sillón al darse cuenta de que estaba a punto de quedarse dormida. Una semana a base de menos de dos horas de sueño por noche había hecho mella finalmente en ella.

Se levantó de un salto y se puso a pasearse por la habitación del hotel, frotándose los brazos para despertarse y reflexionando sobre qué hacer. Se planteó encender la televisión, pero temió que la durmiera más rápido que Jane Austen.

—Ahora mismo mataría por una taza de café.

No podía creer que se hubiera oído decir eso. Sin embargo, una vez plantada, la idea del café extendió sus zarcillos dentro de su cabeza. El motel Walkright presumía de ofrecer café gratis las veinticuatro horas del día. Teniendo en cuenta lo espantoso que estaba el café de la mañana, Natalie solo podía imaginarse cómo estaría el de la noche, pero por lo menos tenía cafeína, y puede que el sabor amargo la ayudara a mantenerse despierta. El comedor estaba a pocos metros de la recepción, de modo que no estaría sola en ningún momento; podía escapar hasta allí, coger un vaso de aquel brebaje y estar otra vez tras la puerta cerrada de su habitación en cinco minutos. Y sin duda era más seguro que quedarse dormida.

Abrió la puerta y salió al pasillo con el sigilo inútil de una persona a dieta que acude furtivamente a su propia nevera. En el motel había pocos huéspedes incluso para tratarse de una noche entre semana durante la temporada baja, y Natalie no se encontró con nadie hasta que llegó al vestíbulo, donde había una mujer teñida de rubio y muy maquillada sentada detrás del mostrador de recepción leyendo una novela de V. C. Andrews.

«Hasta aquí todo bien», pensó Natalie al pasar por el arco que daba al comedor. A esa hora no había comida, salvo las patatas fritas y las chocolatinas de la máquina expendedora, pero en la barra había una cafetera de doble surtidor con una jarra medio llena de un líquido negro aceitoso. Su olor a nuez la atrajo.

Observó con recelo al resto de ocupantes de la sala. A su derecha había un hombre barrigón cruzado de brazos con unos pantalones cortos y los pies descalzos viendo las noticias de cabecera de la CNN en una televisión colocada en la esquina. A su izquierda, un hombre en silla de ruedas con el pelo ensortijado hasta los hombros jugaba con una Game Boy, pulsando furiosamente los botones con los pulgares mientras la consola zumbaba y pitaba. Ninguno de los dos mostró el más mínimo interés por ella.

Tras cruzar la estancia hacia la cafetera, Natalie cogió un vaso de plástico y le echó unas cucharaditas de azúcar y de crema en polvo apelmazada antes de añadir el dudoso brebaje. El líquido, que se aclaró hasta adquirir un color avellana, tenía un sabor amargo pero vigorizante. Suficientemente bueno.

Bebió otro sorbo y se volvió para marcharse, pero se sobresaltó al descubrir que el hombre minusválido se había acercado a ella por detrás con su silla de ruedas. El extraño la observaba con unos ojos gris pizarra.

—Hola, Boo —dijo Evan.