32
Mala recepción
La lluvia de Seattle salpicaba de manchas refractantes la ventanilla trasera de la furgoneta de vigilancia, impidiendo a Dan ver el sombrío taller de reparaciones de televisión del otro lado de la calle. Sin embargo, podía ver el viejo Camaro bastante bien. Situado en el bordillo de la acera delante del taller, parecía que el coche de color niebla hubiera caído del cielo encapotado.
—Nuestros chicos lo vieron llegar alrededor de medianoche —dijo Harv Rollins. El corpulento detective de Seattle se agachó junto a él y ajustó el cable pegado con cinta a la espalda de Dan—. Desde entonces no se ha movido.
—Hum. Debe de haber conducido sin parar. —Dan movió los hombros, acostumbrándose al cable; parecía como si una parra hubiera echado raíces en su espalda—. ¿Listos?
—Cuando tú digas, Dan. Tenemos a cuatro agentes de paisano situados delante del taller y a tres cubriendo la parte de atrás. Pero eso no tiene por qué servirte de ayuda si Maddox se pone hecho una furia.
—Lo sé. —Dan se puso la camisa y se la abotonó para ocultar el aparato de escucha—. Si encuentro suficientes pruebas, intentaré convencerlo para que salga y lo detengamos. Si me oís decir «Ya he visto suficiente», preparaos para actuar. De lo contrario, quedaos en vuestro sitio.
—Entendido.
Rollins hizo una seña al conductor, que dobló la esquina con la furgoneta y la aparcó fuera del alcance de la vista del taller de reparaciones. Mientras Dan se ponía la chaqueta del traje y la gabardina, Rollins se sentó en un taburete bajo situado delante del equipo de comunicaciones que usaría para comunicarse con sus agentes de paisano y para grabar la conversación de Dan con Maddox.
—¿Seguro que no quieres llevar una pistola? —preguntó el detective mientras Dan salía de la furgoneta armado únicamente con un paraguas.
—Sí. No quiero asustarle —respondió Dan, aunque ese no era el verdadero motivo.
Al salir a la acera, abrió el paraguas negro y dobló de nuevo la esquina andando. Escrudriñó la acera y reparó en que una pareja de treintañeros bien vestidos, ambos rubios, seguían sus movimientos a través de la ventana de la parte delantera de un café. Un Camry azul había aparcado en el espacio situado detrás del Camaro, ya medida que Dan se aproximaba, el conductor del Toyota se encorvó hacia el lado del pasajero y empezó a revolver el contenido de la guantera. En el exterior de la tienda de guitarras contigua al establecimiento de Maddox, había un hombre con un impermeable gris que se puso a mirar el escaparate, con la cabeza cubierta por la capucha. La joroba que tenía en los hombros indicaba la presencia de una mochila bajo el impermeable, y la capucha se ladeó hacia Dan conforme se acercaba a la tienda de artículos electrónicos.
En el letrero de encima de la tienda se podía leer «Taller de Clem», y unas letras chapuceras pintadas en el escaparate rezaban «Televisiones Vídeos Estéreos Comprados Vendidos Reparados». Detrás del cristal, altas torres de televisores, amplificadores y reproductores de casete se apoyaban unas contra otras; una metrópoli de pantallas, botones y mandos.
Una hoja de libreta amarillenta pegada con celo al cristal de la puerta anunciaba que la tienda estaba «Cerrada temporalmente». Dan pulsó el botón de plástico de la pared de su derecha, pero no oyó más que la percusión de las gotas de lluvia en su paraguas, que sonaban como palomitas de maíz. Intentó usar el botón otra vez y luego llamó a la puerta por si el timbre estaba estropeado.
Nada.
Protegiéndose los ojos para reducir el resplandor, Dan miró a través de la puerta, pero retrocedió tambaleándose cuando su reflejo se transformó súbitamente en otra cara. Un hombre sin afeitar vestido con un uniforme militar gritó a Dan a través del cristal.
—¡Ya hemos cerrado! —Señaló el letrero de papel moviendo el dedo bruscamente para enfatizar.
Pese a llevar el pelo hasta el cuello y la mandíbula cubierta de barba incipiente, Dan reconoció la cara de los archivos del Departamento de Tráfico.
—¿Señor Maddox? ¿Clement Maddox?
Otro grito amortiguado.
—¿Quién lo pregunta?
—Me llamo Tate… Julius Tate, del Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano. —Sacó la documentación falsa que Delbert Sinclair le había proporcionado y la mostró—. ¿Puedo hablar con usted?
Maddox examinó el carnet con un recelo lleno de malhumor.
—¿Qué quiere? —preguntó, tapando la entrada.
—Se trata de su trabajo. Nuestras recientes investigaciones confirman la posibilidad de establecer contacto con las almas por vía electrónica, y el cuerpo está interesado en su contribución.
—Conque sí, ¿eh? —Una sonrisa de engreimiento que parecía decir «Ya os lo dije»—. Lógico.
—Esto… ¿le importa que pase? —Dan lanzó una mirada hacia el cielo para recordar a Maddox que estaba lloviendo.
—Oh… claro.
Él abrió la puerta y se hizo a un lado, manteniendo la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta del ejército.
Dan cerró el paraguas y lo sacudió antes de entrar. El interior de la tienda constaba de poco más que un mostrador, una caja registradora y estanterías atestadas de aparatos electrónicos desmontados de los que salían entrañas de cable aislado. Dan notó un picor en las membranas mucosas con la mezcla acre de soldaduras calientes, tarjetas de circuitos quemadas y polvo que se respiraba en el aire. Un silbido procedente de algún lugar situado en lo profundo del edificio hacía que pareciera que el local respiraba.
—Me temo que el cuerpo le debe una disculpa, señor Maddox —dijo Dan—. No teníamos ni idea de las consecuencias trascendentales de su investigación.
—No me diga.
Maddox se encontraba ahora entre él y la salida. Cuando sacó la mano del bolsillo de su chaqueta, la tela se hundió con un objeto oculto de forma angular.
Dan fingió que no se había fijado, pero evitó dar la espalda a Maddox.
—Naturalmente, ahora nos damos cuenta de que usted podría ser una persona muy valiosa.
—¿De veras? —Maddox se cruzó de brazos; un jugador de ajedrez seguro de poder dar mate—. ¿Qué me ofrecen?
Dan inspeccionó la habitación y no vio nada fuera de lo común. Miró detenidamente la puerta abierta oscura que había detrás del mostrador.
—Será recompensado generosamente por su contribución… si puede demostrar lo que afirma.
La sonrisa de Maddox desapareció.
—No se trata del dinero. —Cubrió la distancia que los separaba hasta que sus narices estuvieron a punto de tocarse—. Nunca ha sido así.
Dan lo miró a los ojos sin parpadear.
—Entonces, ¿de qué se trata, señor Maddox?
—De control. —La palabra se quedó flotando en el aire como si fuera pesticida—. Quiero control total del proyecto.
Un temblor gélido recorrió la columna vertebral de Dan.
—Por supuesto —dijo, manteniendo un tono calmado y formal—. Si puede demostrar lo que nos ha dicho.
Maddox soltó una risita de regocijo.
—Oh, ya lo creo que puedo demostrarlo.
Levantó la trampilla del mostrador de madera e indicó a Dan con un gesto que pasara por la puerta situada detrás.
Dan avanzó hasta el cuarto interior de la tienda manteniendo a Maddox en su visión periférica. El silbido que había oído antes aumentó; parecía brotar de varias bocas, como un coro de áspides. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio un colchón con sábanas sucias y arrugadas tirado en el suelo al lado de una nevera gastada. A su derecha, una puerta abierta dejaba a la vista un cuarto de baño roñoso. Un brillo tenue y grisáceo emanaba de la izquierda, vibrando en la oscuridad sin mitigarla. Dan se volvió hacia la fuente de luz y descubrió más de treinta televisores apilados en estantes alrededor de un extremo de la habitación. En todas las pantallas oblongas relucía la nieve de los canales mal sintonizados, y sus altavoces emitían ruido blanco.
—¿Y bien? —Maddox señaló los televisores como un padre orgulloso—. ¿Las ve?
Dan no veía más que una tempestad de puntos negros y blancos en las pantallas.
—Me temo que no comprendo…
—A veces hay que esperar un rato. —Maddox se agachó hasta situar los ojos a la altura de una de las televisiones y se quedó mirando la nieve, con la cara bañada de una luz de luna de puntos fosforescentes—. Vienen y van. Depende de la receptividad de la piedra de toque.
Golpeó con la palma de la mano la parte superior de la televisión junto a la antena de cuernos. Por primera vez, Dan reparó en que había un reloj de pulsera de hombre sujeto a una de las barras telescópicas de metal con un trozo de cable. De hecho, entonces vio que cada televisión tenía un objeto incongruente atado a su antena: un medallón que contenía una foto desvaída de un bebé, un peine con cabello rubio atrapado entre sus púas, un guante de mujer aplastado como una piel de serpiente desprendida.
—Escuche.
Maddox giró la rueda del volumen de otro aparato e inclinó el oído hacia el altavoz mientras el chirrido de la estática aumentaba hasta convertirse en un rugido de cascada.
—¡Ahí está! ¿La oye?
Dan contuvo la respiración y escuchó. Parecía que hubiera una voz detrás de aquella cortina de estática: un grito lejano y quejumbroso, como el de un niño atrapado en lo hondo de un pozo. «Interferencias de otra cadena», se dijo Dan, pero se le puso la carne de gallina en los brazos.
Maddox le sonrió.
—¡Ah! La oye, ¿verdad?
Sin esperar una respuesta, se dirigió a toda prisa a una larga mesa de madera colocada a lo largo de la pared de enfrente. La mesa, que estaba cubierta de soldadores, alicates de punta fina y vasos de plástico llenos de resistencias variadas, transistores y circuitos integrados, tenía nueve televisores más salpicados de nieve.
—Ahora mismo la recepción no es lo bastante buena para permitir una comunicación fiable. Estoy convencido de que las frecuencias resonantes son la clave. —Temblando de entusiasmo, Maddox dio unos golpecitos en la parte superior de una aparato parecido a un osciloscopio que había conectado al televisor del centro con cables telefónicos—. ¡Imagínese poder sintonizar con su difunto abuelo tan fácilmente como 60 minutos o Friends!
Dan observó la línea verde brillante que se movía por la pantalla redonda del osciloscopio. Parecía exactamente igual que la lectura del SoulScan. Se mojó los labios secos.
—¿Y cómo hace… para encontrar esas frecuencias resonantes?
Maddox echó un vistazo a su alrededor e hizo un gesto a Dan para que se acercara. Bajó la voz hasta hablar en susurros, como si temiera que los propios televisores pudieran oír lo que decía.
—Estoy estudiando las almas de los violetas muertos.
Señaló un tablón fijado a la pared detrás de la mesa de trabajo. Docenas de recortes de periódico, secos y quebradizos como hojas de otoño, se hallaban sujetos con chinchetas a la superficie de corcho del tablón y exhibían titulares como «UN CANAL CULPA AL ASESINO DE LAS HERIDAS DE LA VÍCTIMA», «UN VIOLETA CONFIRMA LA AUTENTICIDAD DE UN VERMEER RECIÉN DESCUBIERTO», y «LA ARTISTA DE MÚSICA CLÁSICA Y CANAL KAMEI ES ASESINADA EN SU CASA». Dan reconoció las fotos de Jem Whitman, Gig Marshall, Russell Travers, Sylvia Perez… y Natalie.
—Sus almas son más resonantes que las nuestras. —Maddox contempló los recortes con un asombro lleno de envidia—. Por eso pueden abrirse a los muertos. Si consigo reproducir esa resonancia electrónicamente, todos podremos compartir su poder.
Dan tocó la televisión conectada al osciloscopio. Tal vez solo fuera el poder de la sugestión, pero cuanto más miraba la pantalla, más se concretaban los dibujos cambiantes de los puntos en manchas definidas de luz y oscuridad. Dos borrones elípticos a modo de ojos, una O abierta con forma de boca.
—¿Este es uno de ellos? —inquirió, aunque ya sabía la respuesta a la pregunta.
Un tigre de peluche con el pelo de poliéster enmarañado colgaba de la barra de una antena de la televisión como si fuera un cebo.
«Laurie…».
—Sí. —Maddox acarició el tubo de imagen—. Estoy seguro de que con el equipo adecuado podré perfeccionar la tecnología.
Dan desplazó la mirada del tigre a los objetos atados a las otras antenas de televisión.
—¿De dónde ha sacado las piedras de toque?
Maddox se puso tenso, súbitamente receloso.
—Ya sabe… tiendas de segunda mano, mercadillos, cosas así.
—Debe de ser difícil encontrar piedras de toque de violetas muertos en las tiendas de la caridad.
Un resplandor como el brillo de una espada desenvainada.
—Hay que saber dónde buscar.
Dan aligeró el tono.
—Sin duda el cuerpo podrá ayudarle con eso. ¿Y esta de aquí…?
Se dirigió a una televisión apartada de las demás, pero Maddox le cerró el paso.
—Esta es especial.
—Mmm… —Dan se fijó en el anillo de compromiso de diamante que había enroscado alrededor de la antena—. Bueno… a menos que haya otra cosa que quiera enseñarme…
Un objeto pequeño y reluciente colocado sobre la mesa de trabajo le hizo detenerse: un colgante con dos serpientes entrelazadas con la forma del símbolo del infinito. Solo había visto dos como aquel. Uno estaba a buen recaudo en los archivos de pruebas del palacio de justicia de San Francisco. Y el otro…
Dan respiró para que su voz sonara tranquila.
—Creo que ya he visto suficiente, señor Maddox.
—Entonces, ¿financiarán mi investigación? —El hombre lo sondeó lanzándole una mirada de reojo.
—Sí. De hecho, si quiere acompañarme ahora mismo a nuestra oficina del centro, podrá exponernos sus condiciones.
Maddox se masajeó la barba incipiente de la mejilla mientras rumiaba la propuesta.
—Incluso le presentaré a Simon McCord —añadió Dan como quitándole importancia—. En este momento está en Seattle. Podría ayudarle.
El entusiasmo se reflejó en la cara de Maddox: la emoción de un fan a punto de conocer a una superestrella.
—Sí… tal vez.
—Claro que si está ocupado, lo entenderé. Podemos citarnos otro día…
—No. —La mirada de Maddox se posó en el televisor del anillo de compromiso—. Cuanto antes, mejor. Vamos.
Se dirigió a la puerta sin molestarse en apagar los televisores. Dan se quedó atrás. El ruido blanco se había diferenciado hasta convertirse en una fuga de susurros contrapuestos, como si fuera una habitación llena de sordomudos que estuvieran intentando desesperadamente hablar entre ellos. El asomo de una cara brotó de la niebla de motas de cada pantalla como si fueran fantasmas luchando por materializarse; las fosas de puntos fosforescentes de los ojos reclamaban su liberación, y sus bocas se movían frenéticamente emitiendo gritos ininteligibles…
Dan se apresuró a reunirse con Maddox. Cuando salieron por la puerta y se vieron bajo la lluvia, tragó el aire fresco del exterior, aliviado.
Mientras Maddox cerraba la tienda, Dan abrió su paraguas y echó un vistazo al otro lado de la calle. La pareja sentada junto a la ventana del café abandonó repentinamente su mesa. El Camry seguía aparcado en el bordillo, pero su conductor había desaparecido, al igual que el hombre del impermeable con capucha.
—Mi coche está allí.
Dan señaló un Cadillac granate situado en el bordillo de enfrente, a escasa distancia de la puerta del café por donde acababa de salir la pareja rubia.
Maddox se ajustó bien su chaqueta holgada sobre los hombros, parpadeando para evitar que le entrara la lluvia en los ojos.
—Bueno, vamos allá.
Mientras inclinaba el paraguas para proteger a Maddox del aguacero, Dan lo condujo hacia el bordillo y esperó a que el tráfico se detuviera. La pareja seguía delante del café, y la mujer sacudía el paraguas cerrado como si no fuera capaz de abrirlo.
Sin previo aviso, la puerta del pasajero del Camry se abrió, y el hombre agachado en su interior salió tambaleándose a la acera. Maddox y Dan se volvieron sorprendidos cuando el hombre se levantó y se llevó una cámara al ojo.
—Señor Maddox, ¿qué le parece ser el sospechoso número uno del FBI en el caso de los violetas asesinados? —gritó Sid Preston.
«Clic-brrr-clic-brrr-clic-brrr», hizo la cámara.
Maddox se echó atrás presa del pánico. La mujer del otro lado de la calle soltó el paraguas y sacó una pistola, mientras su compañero agitaba una placa en el aire para detener la circulación de la calle. Los dos murmuraban palabras airadas, con la boca inclinada hacia el cuello de sus camisas.
Dan habría gritado a Preston, pero no tenía tiempo. Lanzó el paraguas e intentó agarrar a Maddox del brazo.
—Solo queremos hacerle unas preguntas…
Cuando Maddox arrojó su peso contra él, se quedó sin aire en los pulmones. Dan se tambaleó de lado, tropezó con el borde del paraguas al revés y se cayó al suelo. Maddox se fue corriendo por la acera calle arriba.
«Clic-brrr-clic-brrr-clic-brrr», hizo la cámara de Preston antes de que el policía rubio y fornido de Seattle tapara al reportero, ladrándole que se apartara.
Su compañera femenina cruzó la calle corriendo en diagonal para interceptar a Maddox.
—¡Alto! ¡Policía!
Dan se levantó, con el costado magullado todavía dolorido, y vio que otros dos agentes de paisano habían salido de los coches aparcados para unirse a la persecución. Avanzó hacia ellos cojeando mientras todos se dirigían al sospechoso fugado.
Rodeado por tres lados, Maddox patinó hasta detenerse con una mirada de loco. Apoyando la espalda contra la pared de una tienda de ropa clásica, se puso a gimotear con una angustia casi digna de compasión y sacó un viejo revólver del ejército del bolsillo derecho de su chaqueta.
La mujer rubia le apuntó con su pistola.
—¡Suéltela!
Él estuvo a punto de meterse el cañón en la boca antes de que ella apretara el gatillo.
La mujer tenía buena puntería. La primera bala impactó contra el hombro de Maddox, que perdió el equilibrio y soltó la pistola al agitar el brazo que la sostenía. El segundo disparo le acertó en la parte superior del muslo, y se desplomó. El agua de lluvia que bañaba la acera se manchó de gotas de sangre.
Los tres agentes de paisano se acercaron y lo rodearon.
—Llamad a una ambulancia —dijo la mujer al micrófono que llevaba en el cuello de la camisa.
Mientras Dan se acercaba a ella por detrás, se arrodilló para presionar la herida de la pierna de Maddox.
El sospechoso se puso de lado, y le cayeron gotas de agua del pelo enmarañado en los ojos. Su cara pálida adquirió un tono azulado, y sus facciones se volvieron lisas y serenas.
Cerró los ojos esbozando una sonrisa con los labios.
La policía ejerció más presión sobre la herida sangrante.
—¡No se duerma, Clem! Hábleme de Amy. ¿Quién es Amy?
—Su mujer —dijo Dan al ver que Maddox no contestaba—. Supongo que estaba decidido a volver a verla a cualquier precio.
Los otros agentes recogieron el revólver de Maddox y montaron guardia ante la multitud de espectadores cada vez mayor hasta que llegó la ambulancia.
• • •
Con la excitación que se respiraba en la calle media manzana más arriba, nadie se fijó en el joven moreno que salió sigilosamente por la puerta del taller de Clem, murmurando para sí.
—… Nueve por tres, veintisiete. Nueve por cuatro, treinta y seis. Nueve por cinco, cuarenta y…
Interrumpió la frase y miró a su alrededor con cara de inquietud. Convencido de que nadie le había oído, levantó la capucha de plástico de su impermeable y se alejó del tiroteo con la cabeza inclinada hacia el suelo.