3

Violetas muertos

A Dan se le erizó el vello de la nuca.

—¿«Ellos»?

Ella entornó los ojos.

—Ya sabe a quiénes me refiero.

Él se mordió el labio inferior.

—¿Con cuántos de «ellos» ha hablado?

—Hasta ayer, con siete.

Dan se levantó y empezó a pasear por la habitación, buscando una excusa para evitar su mirada violeta.

—Si no actuamos pronto, puede que hable con muchos más.

—Hum. ¿Y si me niego a ayudarle?

Él fingió que examinaba el brillo de sus zapatos.

—Entonces tendré que ponerla en detención preventiva. Al fin y al cabo, es usted un objetivo principal.

Ella suspiró.

—No creía que tuviera opción, pero siempre me gusta asegurarme. —Apartó los pies del sofá y se incorporó—. ¿Le importa si me cambio?

—Depende de en quién se convierta. —Dan sonrió, pero Lindstrom le lanzó una mirada glacial. Él carraspeó—. Sí, haga lo que tenga que hacer.

Ella abrió la cremallera de un bolso de viaje que había junto a lo que parecía una sombrerera colocada sobre una mesa. Sacó un conjunto doblado y lanzó una mirada por encima del hombro a Dan.

—Esto… ¿podría salir un momento?

—Me temo que no. El FBI quiere tenerla vigilada las veinticuatro horas del día.

—¿Quiere decir que tienen miedo de que me vaya a escapar?

Él se encogió de hombros.

—Oiga, el asesino podría estar escondido al otro lado de esa puerta.

—O incluso aquí, delante de mí.

Dan soltó una risita.

Touché. Aunque, como seguramente «ellos» ya le habrán contado, el asesino nunca deja que sus víctimas le vean la cara.

—Cierto. Pero si me matan, le denunciaré a los federales personalmente. ¿Le importa darse la vuelta?

—Mmm… claro. —Dan se situó de cara a la pared y se cruzó de brazos—. He leído mucho sobre usted —dijo con la alegría forzada de alguien que habla con un enfermo mental.

—Me lo imagino.

Detrás de él, la ropa susurraba contra la piel de la mujer. Buscó más palabras para evitar visualizarla sin más ropa que la lencería.

—Hizo un trabajo estupendo en el caso del asesino del acueducto.

—Mi trabajo nunca es «estupendo». ¿Y el suyo?

Dan se alegró de que ella no pudiera ver su mueca.

—Tiene sus más y sus menos.

—Ya puede darse la vuelta.

Él adoptó la expresión más afable de la que fue capaz y se dio la vuelta. Ahora Lindstrom llevaba una blusa blanca sin mangas y unos tejanos azules que realzaban su figura delgada pero bien proporcionada. Se puso sus botas negras Doc Marten y se las ató, y a continuación cogió la camisa de manga larga y los pantalones que se había quitado y los metió en el bolso. Tras rebuscar en su bolso, sacó un espejito de maquillaje y un estuche de unas lentes de contacto.

—¿Cuánto hace que trabaja para los federales? —le preguntó mientras se colocaba una lente de color en cada ojo.

—Cinco años. Antes fui detective aquí, en Los Ángeles.

—Debe de ser usted masoquista.

Tras sacar un rollo de cinta de doble capa del bolso de viaje, arrancó unas tiras del plástico adhesivo y se las colocó en forma de arco en el cuero cabelludo hasta las sienes. A continuación, abrió la sombrerera y sacó una peluca cobriza larga y lisa, que se puso cuidadosamente en la cabeza.

—Bueno, ¿adónde vamos ahora?

—A la oficina del Departamento de Policía de Los Ángeles. Le hemos concertado una reunión allí para mayor comodidad. Podemos coger mi coche para evitar a la prensa.

—No. Vamos andando. —Examinando su reflejo en el espejo, Lindstrom se colocó la peluca en su sitio y desenmarañó los enredos con los dedos—. No me reconocerán.

Puso una nota de color en su cara pálida con el carmín y el lápiz de labios de su bolso. El cambio que se operó en su aspecto fue asombroso. El pelo largo ocultaba la esquelética severidad de su cuero cabelludo tatuado y suavizaba las superficies planas de sus mejillas y su mentón, mientras que las lentes de contacto aclaraban el color morado oscuro de sus ojos y los teñían de un azul cristalino. No quedaba ni rastro de Rosa Muñoz.

—¿Le han dicho alguna vez que le queda bien el pelo rojo? —preguntó él con una tímida sonrisa.

No era un pobre intento de romper el hielo. Lo decía en serio. Si ella no fuera una violeta…

Puede que la cara de Lindstrom hubiera cambiado, pero seguía teniendo una expresión de resentimiento, resignación y cierta tristeza.

—Tome. Écheme una mano. —Le tendió el bolso de viaje y la caja de la peluca—. Salgamos por la parte de atrás.

Dan siguió actuando con discreción y cortesía, pero tuvo mucho cuidado de asegurarse de que sus dedos no rozaban los de ella cuando le entregó el equipaje. Sabía que los violetas podían emplear a las personas como piedras de toque, y a diferencia de Héctor Muñoz, Dan no tenía el más mínimo deseo de hablar con fantasmas de su pasado.

«Solo serán unos días: una semana o dos, como mucho —se recordó a sí mismo—. Mientras ella no me toque…».

• • •

Salieron del palacio de justicia por la zona restringida del edificio: los pasillos reservados exclusivamente para los jueces, los agentes de policía y los acusados. Si hubieran usado el ascensor, habrían llegado a la planta baja en menos de cinco minutos, pero Lindstrom insistió en que descendieran por la escalera.

Dan arqueó una ceja.

—¿Tiene claustrofobia?

—Es un ejercicio saludable —fue todo cuanto ella dijo cuando salieron a la escalera de emergencia del noveno piso.

—Para usted es fácil decirlo. Usted no es la que lleva el bolso.

Los reporteros y los fotógrafos aficionados seguían esperando en el exterior del palacio de justicia, sin duda con la esperanza de sacar fotos de la violeta con el extraño aspecto que le daba su cabeza calva y sus ojos morados. Pero ninguno de ellos se molestó en mirar a Lindstrom cuando ella y Dan salieron del edificio y avanzaron tranquilamente por Temple Street en dirección a Los Angeles Street.

En la esquina había un punto de control donde solo se permitía la entrada a vehículos autorizados, pero la calle estaba abierta a los peatones, que avanzaban hasta la mitad de la manzana en dirección a un glaciar de cemento apuntalado por unas columnas de hormigón cilíndricas: la monolítica entrada del Centro Parker, la oficina del Departamento de Policía de Los Ángeles. Después de caminar bajo el calor asfixiante del exterior, Dan disfrutó del frío refrescante cuando pasaron por debajo del glaciar y entraron en la jefatura de policía.

Condujo a Lindstrom hasta la segunda planta y llamó a la puerta de una pequeña sala de conferencias. Un hombre de rostro adusto con la piel de color café y el pelo moreno muy ondulado les hizo pasar. Llevaba el nudo de la corbata suelto bajo el cuello desabotonado de una camisa blanca planchada con precisión militar.

—¡Ya era hora! Estaba empezando a preguntarme si teníamos que añadirlos a los dos a la lista de víctimas.

—Permítame que le presente a mi jefe, Earl Clark —dijo Dan a Lindstrom mientras Clark se apartaba para dejarles pasar—. Es el agente especial encargado de este caso. Earl, Natalie Lindstrom.

El agente especial Clark le tendió la mano, y ella la estrechó sin entusiasmo. Dan hizo una mueca. Se preguntó si en ese breve instante de contacto ella llegó a vislumbrar a las personas muertas del pasado de Clark. ¿Le molestaba a Earl que ella pudiera verlas?

Tras dejar el bolso de viaje de Lindstrom y la caja de la peluca junto a la puerta, Dan señaló a una mujer morena con un traje de chaqueta y pantalón beige sentada tras una larga mesa llena de carpetas archivadoras abiertas, fotografías y pruebas diversas.

—Y esta es Yolena García, detective de policía de la división este de Los Ángeles.

García se levantó y tendió la mano a Lindstrom.

—Encantada de conocerla.

Al igual que Lindstrom, García no parecía sonreír nunca, y se comportaba con la extrema profesionalidad de alguien que ha tenido que luchar para ser respetada por sus iguales.

—La detective García está al mando de la investigación local —explicó Dan—. Natalie… ¿puedo llamarla Natalie…? Natalie dice que ha estado en contacto con algunas de las víctimas.

Clark y García se cruzaron una mirada.

—Interesante. —Clark cogió una fotografía de la mesa y se la entregó a Lindstrom—. ¿Ha tenido noticias de ella?

Por primera vez desde el juicio, la expresión pétrea de Lindstrom vaciló: los ojos le brillaron y la boca le tembló. Dan miró por encima del hombro y vio que en la foto aparecía una niña con el pelo rubio cobrizo y los ojos violeta. A su amplia sonrisa le faltaban dos dientes superiores del lado izquierdo, y sostenía en los brazos un gato atigrado de color anaranjado casi tan grande como ella. Dan reconoció la fotografía del informe que García le había entregado esa mañana.

Lindstrom devolvió la foto a Clark.

—No, no me ha llamado. ¿Es que ella ha…?

—Esperábamos que usted nos lo pudiera decir. Desapareció ayer. Todavía no hemos encontrado ningún cuerpo, por si sirve de algo. Claro que tampoco hemos encontrado ninguno de los otros. —Clark arrojó la foto junto a las carpetas abiertas—. Traslada los cuerpos una vez que están muertos para que ni siquiera las víctimas puedan decirnos dónde están.

—¿Quién era ella?

El uso del pasado por parte de Lindstrom hizo que Dan se estremeciera.

—Laurie Gannon —contestó García—. La canguro que tenía que cuidar de ella se había quedado dormida en la casa cuando oyó gritar a Laurie en el jardín. Cuando llegó fuera, Laurie había desaparecido. La canguro vio cómo alguien vestido con ropa oscura saltaba la valla del jardín y escapaba. Por la estatura y la pose de la persona, está convencida de que era un hombre. —La detective frunció el ceño—. Llevaba una bolsa de la basura abultada al hombro.

—¿Han encontrado algo en la escena del crimen? —preguntó Dan.

—Ni huellas dactilares ni fibras; ese tipo no dejó rastro. Prácticamente lo único que tenemos es esto. —La detective mostró un vaciado en yeso de una suela de calzado—. Unas zapatillas de deporte del número cuarenta y uno. Totalmente nuevas, por su aspecto. Encontramos las huellas en algunas zonas de tierra del césped.

—Estupendo. Eso reduce las posibilidades a varios millones de sospechosos. ¿Qué hay del coche del asesino?

García apartó el molde de la zapatilla y sacudió la cabeza.

—Creemos que aparcó allí, en el callejón que hay detrás de la valla trasera de la residencia de los Gannon. —Dio unos golpecitos con el dedo sobre un diagrama esquemático de la escena del crimen y sus alrededores—. Hemos interrogado a los vecinos, pero nadie recuerda haber visto entrar o salir un coche de ese callejón. La mayoría de las personas de la zona están fuera durante todo el día. Prácticamente la única buena noticia que tenemos es que no hemos encontrado ningún rastro de sangre de la niña, por si sirve de algo.

—¿Por qué no estaba en el colegio?

La pregunta de Lindstrom pilló a Dan y a los demás por sorpresa.

—Es curioso que lo pregunte —dijo Clark—. Su madre la sacó de la escuela la semana pasada, antes incluso de que nos planteáramos que los niños fueran posibles objetivos del asesino. Ahora la señora Gannon está convencida de que nosotros le hemos quitado a su hija.

—¿Y se la han quitado?

Lindstrom había recuperado su fría serenidad, y a Dan le pareció ver que sus iris violeta resplandecían a través de las cubiertas azules de sus lentes de contacto.

Clark le lanzó una mirada colérica.

—Nosotros no hemos tenido nada que ver con esto.

—Seguro que ahora el cuerpo tiene al resto de los niños bajo custodia.

—Por su seguridad —respondió el agente especial en tono de superioridad.

Dan intervino para aliviar la tensión existente entre los dos.

—¿Por qué no nos dice cuáles de esas personas se han puesto en contacto con usted?

Señaló con el dedo las carpetas abiertas, y García las empujó hacia delante para que Lindstrom las examinara. Dentro de cada carpeta había una foto de cada violeta desaparecido sujeta con un clip, junto con una hoja de antecedentes que contenía datos personales, información familiar y el número de registro del Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano. Todas las polaroids eran insulsas y de carácter institucional, y parecían fotos de criminales en las que aparecía un hombre o una mujer con la cabeza pelada y los ojos violeta.

Sin molestarse en mirar el nombre mecanografiado en la hoja de datos que tenía al lado, Lindstrom señaló con el dedo la foto de un hombre negro arrugado con los pómulos hundidos.

—Jem me ha llamado. —Su dedo se deslizó hacia una foto de una mujer de mediana edad rolliza con un lunar en la comisura de la boca—. Y Gig. —Luego, un hombre flaco y estrafalario con unas gruesas gafas redondas y una sonrisa torcida—. Russell. —A continuación, una mujer puertorriqueña de piel cobriza—. Sylvia.

Lindstrom se detuvo súbitamente, y las puntas de sus dedos se pararon sobre la cara sin afeitar de un joven con unas tupidas cejas morenas.

—Evan…

—¿También ha tenido noticias de él? —preguntó Dan.

—No. Y debería haberlas tenido. —Lindstrom alzó la vista hacia él con un recelo lleno de indignación—. ¿Cómo saben que está muerto?

—Russell Travers lo invocó. Tenemos su declaración grabada en vídeo, por si quiere verla.

Ella puso las palmas de las manos sobre la mesa y se apoyó para mantenerse erguida, y Dan le sacó una silla. Lindstrom se hundió en el asiento.

—Siento que se haya enterado de esta forma —dijo—. ¿Eran amigos?

—Se podría decir que sí. —Se quedó mirando la foto de Evan—. Todos eran amigos míos. Todos excepto… ¿Cómo se llamaba? ¿Laurie?

—Sí. Su familiaridad con las otras víctimas fue lo que nos movió a seleccionarla para esta investigación, señora Lindstrom —dijo Clark—. Eso y su… experiencia con los crímenes violentos. —Empujó otra carpeta—. ¿Ella también era amiga suya?

—No exactamente.

Las arrugas de las comisuras de la boca de Lindstrom se hicieron más profundas al examinar la foto de una mujer de piel clara con una cara ancha en forma de corazón. La cabeza de la mujer se hallaba ligeramente desviada y sus ojos miraban hacia abajo, como si el fotógrafo la hubiera pillado desprevenida.

—Conocía a Sondra, pero ella tampoco ha acudido a mí. Lo último que supe fue que ella y Evan estaban juntos.

Dan detectó un deje de celos en su tono de voz. ¿Habían sido pareja Lindstrom y Evan Markham? Dan había trabajado con Evan el año anterior en el caso del Destripador de Filadelfia y había descubierto que el violeta era un hombre huraño y reservado.

«Harían una pareja perfecta», pensó Dan. Sin embargo, se sintió extrañamente decepcionado con Lindstrom por haber escogido a semejante misántropo como novio.

—¿Cuándo empezaron Whitman y los demás a «llamarla» como usted ha dicho? —le preguntó Clark.

—A finales de agosto. Jem fue el primero. Estaba intentando advertir al mayor número posible de nosotros. —Lanzó una mirada fría a Clark—. Sabía que el cuerpo no lo haría.

La boca del agente especial al mando se torció, pero no la contradijo.

Dan desplazó la vista de uno a otro, alarmado. Había oído comentarios desagradables sobre el Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano, pero ninguno como aquel.

—¿El cuerpo no advirtió a sus miembros?

—Por supuesto que no —dijo Lindstrom—. No querían que nos entrara el pánico y huyéramos. ¿No es así, señor Clark?

El agente especial al mando contestó sin dirigir la vista hacia la mirada inquisitiva de Dan.

—El departamento de seguridad del cuerpo quería tener la oportunidad de contener el problema antes de que se les escapara de las manos.

—Pero se les escapó de las manos, ¿no? —insistió Lindstrom—. Cuando Jem advirtió a Sylvia, ella intentó esconderse, pero el cuerpo la obligó a volver…

Dándole la espalda, Clark alzó la voz y señaló con el dedo un mapa de Estados Unidos clavado con chinchetas a un tablón de la pared.

—Whitman desapareció el veintiocho de agosto en Washington, y Gig Marshall dos días más tarde en Baltimore. Los canales tienen la costumbre de tomarse vacaciones improvisadas, así que pensamos que al final acabarían apareciendo.

—Cuando los localizara el departamento de seguridad del cuerpo —añadió Lindstrom.

El agente especial al mando se calmó antes de continuar.

—Sondra Avebury y Evan Markham estaban trabajando para nosotros en Quantico, y los dos informaron de que Whitman y Marshall habían acudido a ellos y les habían dicho que habían sido asesinados por un hombre con una máscara negra. Al cabo de una semana Avebury desapareció, seguida de Markham un día después. Entonces supimos que el asesino tenía una fijación por los violetas.

»El CCUN nos cedió el caso, y llamamos a Russell Travers para que invocara a todas las víctimas anteriores y les tomáramos declaración. Debido a la concentración geográfica de las primeras víctimas, pensamos que el sujeto desconocido de la investigación podía ser un habitante de Maryland o Virginia —explicó Clark—. El cuerpo tomó medidas para proteger a los miembros de la zona inmediata. Entonces el asesino mató a Travers el diez de septiembre en NuevaYork y a Sylvia Perez el doce en Miami. Los dos fueron asesinados cuando estaban durmiendo, así que no podían darnos ninguna información nueva sobre el sujeto. Ahora ha ido a la costa Oeste a por Laurie Gannon, y no tenemos ni idea de quién será el siguiente. —Hizo una pausa en busca de mayor efecto, inclinándose hacia Lindstrom—. Tal vez usted.

Dan se fijó en que a la mujer se le notaba el pulso en el cuello.

—Han hecho ustedes un trabajo admirable ocultándolo a la prensa.

Clark resopló.

—Hasta ahora, sí. Pero es cuestión de tiempo que alguien relacione las desapariciones… o que aparezca un cuerpo. Por eso tenemos que atrapar a ese chiflado ya.

—De acuerdo, pues. ¿Qué quieren de mí?

—Bueno, como puede ver, ni siquiera hemos logrado encontrar un cadáver que examinar. —El agente especial al mando señaló la avalancha de datos esparcidos sobre la mesa—. Antes, los asesinos que llevaban máscara o que escondían su aspecto nos dejaban algo con que trabajar: pruebas forenses, un móvil oculto en los recuerdos de las víctimas, incluso el lenguaje corporal que el asesino mostraba al cometer el delito. En este caso, el asesino no ha dejado ni un pelo en la escena del crimen, y ninguna de las víctimas tiene la más mínima idea de quién es o por qué mata.

—¿Qué le hace pensar que yo podré averiguar algo más sobre él que el resto de los violetas?

—Tenemos que hablar con la niña —propuso Dan—. Laurie. No parece que ella encaje en la pauta de las otras víctimas. Solo era una cría, no un miembro de pleno derecho del cuerpo. A lo mejor ella puede darnos una pista sobre el motivo por el que el asesino elige a los violetas que elige.

Lindstrom suspiró.

—Necesitaré una piedra de toque.

García seleccionó una bolsa con una prueba de entre los artículos esparcidos sobre la mesa y la levantó. Una muñeca Barbie desnuda con el pelo de nailon desaliñado sonreía a través del plástico.

—¿Servirá esto?

Pese al maquillaje aplicado con destreza, unas sombras oscuras de cansancio volvieron a aparecer alrededor de los ojos de Lindstrom.

—Sí. Eso servirá.

No hizo el menor movimiento para coger la muñeca.

—Hemos preparado una sala especialmente para usted. —Clark sacudió la cabeza en dirección a la salida—. Detective, ¿sería tan amable…?

—Claro. —Con la Barbie metida en la bolsa en la mano, García cruzó la habitación y abrió la puerta—. ¿Señora Lindstrom?

La violeta recogió su equipaje y salió airadamente acompañada de cerca por García. Dan se disponía a ir con ellas cuando Clark le puso una mano en el hombro.

—Espere. —Parecía un padre cuyo hijo hubiera suspendido un examen final—. ¿Dónde está su arma?

Dan se metió las manos en los bolsillos.

—La tengo en el maletero del coche.

—Respuesta incorrecta, agente Atwater. —La expresión de Clark se suavizó—. Mire, sé por lo que está pasando, pero no puede permitir que eso se interponga. Recuerde: usted no solo es su compañero; es su última línea de defensa.

Dan movió la cabeza con gesto de incredulidad.

—Y yo que pensaba que iba a ser un trabajo de oficina —lamentó soltando una risita, y salió de la sala.