28
Reuniones
Serena no se molestó en taparse los pechos antes de inclinarse hacia Natalie con la venda.
—Levante los brazos.
Sumida todavía en el estupor de la sorpresa, Natalie hizo lo que le indicó. Serena enrolló la tira de tela alrededor del estómago de Natalie y la sujetó con el imperdible. El tejido beige de la tira elástica se oscureció hasta tornarse morado al absorber la sangre de debajo.
—Ya está. Esto debería aguantarle hasta que se la pueda coser un médico. —Se sentó en cuclillas y se abotonó la camisa.
Olvidándose momentáneamente de su ropa, Natalie miró boquiabierta a su rescatadora, demasiado asombrada para expresarle su gratitud.
—¿Qué hace usted aquí?
—Simon estaba preocupado por usted. Pensó que el asesino podía tener un cómplice al otro lado, y no le pareció que la poli estuviera preparada para esa posibilidad. —Serena se metió la barba postiza en el bolsillo y cogió la pistola inmovilizadora—. Simon puede ser un tirano a veces, pero en el fondo es un sentimental.
—Sí. Me lo imagino. —Natalie hizo una mueca, recordando que lo había tomado por el principal sospechoso.
—Mmm… ¿No tiene frío? —Serena señaló la ropa de Natalie.
—Oh… sí.
Ruborizada, Natalie agarró su camisa, colocó el lado correcto hacia fuera y se la puso sin el sostén. Mientras se mantenía en equilibrio sobre un pie para introducir la otra pierna en los tejanos, oyó a Serena silbar desde algún lugar detrás de ella.
—Parece que nuestro amigo nos ha dejado un regalo.
Natalie soltó los pantalones y se acercó con las piernas descubiertas a Serena, que estaba arrodillada junto a un bolso de deporte Adidas. La mujer negra se quitó la chaqueta de hombre de negocios y la enrolló alrededor de su mano, que utilizó para separar la cremallera abierta del bolso. La luz iluminó un montón de ropa arrugada.
Metido en un extremo de la bolsa había un postizo desgreñado del que asomaban unos cuantos rizos rubios.
Por un momento, Natalie pensó que Laurie Gannon estaba llamando. Una vez más, vio la imagen contemplada por la niña del hombre rubio con mono agachado junto al depósito de combustible, con la cara demacrada y angustiado por la indecisión.
—Eso es. Es la que llevaba en la escuela.
Serena alzó la vista hacia ella.
—¿Qué?
—La peluca.
—Entiendo. —Dobló la chaqueta alrededor del bolso como si estuviera envolviendo a un bebé—. Tal vez los del departamento forense puedan decirnos algo de nuestro hombre misterioso. Tenemos que llevar esto a su amigo del FBI.
—Dan… ¡Dios mío! —Natalie se apresuró a acabar de vestirse.
Tan pronto como estuvo lista, dejó que Serena la condujera escalera abajo hasta detrás de los escalones de hormigón, donde había una voluminosa Harley negra apoyada en su soporte.
Natalie miró la motocicleta como si fuera un rinoceronte.
—¿La ha metido dentro?
—Esto es el Tenderloin, un barrio peligroso. No podía dejarla ahí fuera. —Serena enganchó la pistola inmovilizadora en su cinturón y metió el bolso de deporte envuelto en uno de los compartimentos traseros de la moto—. Tenemos suerte de que nuestro hombre enmascarado no la haya visto al salir. ¿Se siente con ganas de montar detrás?
—Supongo…
—Bien. Ábrame la puerta, ¿quiere?
Ella asintió con la cabeza y mantuvo la puerta abierta mientras Serena sacaba la Harley empujándola a la acera. Tras montarse a horcajadas en la parte delantera de la moto, entregó a Natalie su casco.
—Será mejor que coja esto.
Natalie se puso el casco y se montó en la parte de atrás del asiento de piel, y rodeó con los brazos la cintura dura como el acero de su rescatadora.
La mujer negra levantó el soporte con el pie.
—Agárrese.
—¿Serena?
—¿Sí?
—Gracias.
—No me las dé todavía. Mi trabajo acaba de empezar.
Pisó el pedal de arranque, aceleró, y se marcharon con gran estruendo Turk Street abajo.
• • •
Mientras conducía el Toyota Accord de Sid Preston por Geary Boulevard, Dan apenas parpadeaba, fijándose en todos los Buick azules y todas las motocicletas negras con las que se cruzaba. Su vigilancia estaba motivada por algo más que la entrega al deber. Al no apartar los ojos de la calle, no podía ver el reloj del salpicadero, ni pensar obsesivamente en el tiempo que había pasado desde la última vez que había visto a Natalie.
Después de dar parte al boletín de búsqueda y captura, había conducido por las avenidas del centro en una espiral cada vez más grande, y había iniciado su búsqueda en el momento en que el coche y la moto habían desaparecido. Cada pocos minutos se cruzaba con uno de los coches patrulla de la policía de San Francisco dedicados a la búsqueda, y rezaba para que de repente uno de ellos hiciera girar sus luces, y su sirena proclamara que Natalie estaba a salvo y de regreso junto a él. Pero todos los coches pasaban por delante de él en silencio y con las luces apagadas, y a Dan se le encogía el corazón con una esperanza agónica.
Cuando le sonó el móvil estuvo a punto de no contestar. Preston le había llamado tres veces para reclamar su coche. Sin embargo, el teléfono no dejaba de sonar, de modo que Dan lo cogió del asiento de al lado con irritación.
—¿Sí?
—¿Dan?
Las luces traseras rojas de los coches de delante se encendieron, pero él estuvo a punto de olvidarse de frenar.
—¿Natalie? ¿Estás bien?
—Sí, sí, estoy bien…
—¡Cielo santo! Tengo a la mitad de los policías de la ciudad buscándote. ¿Dónde estás?
—En el teléfono público de un McDonald’s.
—Dime dónde. Haré que la policía esté allí dentro de dos minutos.
—No hace falta. Ya les he llamado. Escucha, ¿puedes reunirte conmigo en la sala de urgencias del Saint Francis Memorial?
—¿La sala de urgencias? —La preocupación, como un jarro de agua fría, salpicó toda su alegría y su alivio—. Dios mío, no estarás herida, ¿verdad?
—No, estoy bien… No es nada, en serio. ¿Puedes venir?
—Voy para allá. Oye, Natalie, yo…
El coche que tenía detrás hizo sonar el claxon, apremiándolo a que avanzara.
—… te veré allí.
Colgó y pisó el acelerador.
• • •
Como muchas salas de urgencias de los hospitales de ciudad, el departamento de urgencias del Saint Francis era un caos con emergencias de lo más diverso. Los ajetreados internos y enfermeras entraban y salían a toda prisa por las puertas giratorias del quirófano, atendiendo los casos más graves, mientras todos los pacientes que podían permitirse esperar permanecían sentados en bancos acolchados en la sala exterior de visitas. Dan se alegró de ver a Natalie sentada entre ellos cuando llegó.
La cara de ella reflejó un alivio similar, y saltó del banco y se lanzó a sus brazos. Dan pegó su nariz y sus labios a la piel de melocotón de su mejilla, confirmando la presencia real de Natalie con el tacto y el olfato y el sabor.
—Gracias a Dios…
—No pasa nada. —Ella le rodeó fuerte la espalda con los brazos—. Estoy bien.
Él no pudo evitar echarse a temblar, y sus ojos empezar a llenarse de lágrimas.
—Lo siento mucho.
—No pasa nada. No ha sido culpa tuya.
Dan habría estado abrazándola de ese modo durante una hora o más, pero ella se apartó y se volvió hacia la derecha.
—¡Serena!
Con su visión periférica centrada en Natalie, él no se había fijado hasta entonces en que el detective Yee se encontraba cerca, conversando con una mujer negra alta y esbelta vestida con un traje de hombre de negocios. Al oír su nombre, la mujer se disculpó ante el detective y se acercó a conocer a Dan.
Su traje coincidía con el que llevaba el hombre de la motocicleta.
—Dan, te presento a Serena Mfume, una de las estudiantes de Simon. —Natalie cogió a la mujer del hombro en un gesto de camaradería—. Me ha salvado la vida.
Dan tendió el brazo rígido a Mfume. En su interior, la gratitud se oponía a la culpabilidad y una vena desagradable de celos. «Debería haber sido yo…».
—Gracias —dijo, al tiempo que le estrechaba la mano.
Ella le restó importancia con un gesto de la mano.
—Cualquier cosa que pueda hacer para ayudar.
—Hablando del tema, ella nos ha traído un bolso con las chucherías del asesino. —Yee avanzó para unirse al grupo—. Podría ser la oportunidad que hemos estado esperando.
—Estupendo.
«Ha salvado la vida a Natalie», se recordó Dan a sí mismo. Los dos éxitos de Mfume le molestaban. No solo era mejor guardaespaldas que él, sino también mejor detective.
En un débil intento por redimirse, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para coger el número de matrícula que le había dado Preston.
—Por cierto, Stuart, me preguntaba si podrías buscarme esto…
Antes de que pasara su libreta a Yee, una mujer con ropa de cirujano y unas gafas ovaladas con montura metálica abrió una de las puertas giratorias del quirófano y gritó:
—¡¿Señora Lindstrom? Puede pasar!
Mfume sonrió y dio un codazo suave a Natalie.
—Te toca, chica.
Dan posó la mano en la región lumbar de Natalie y la acompañó a la puerta, pero la doctora les indicó que se detuvieran.
—Lo siento, señor. Solo pueden pasar los pacientes y el personal autorizado.
Él buscó a tientas su placa en el bolsillo y la sacó.
—Esta mujer es una testigo principal de una investigación de asesinato. Tengo que permanecer con ella en todo… ¿Natalie?
De repente, ella parecía ajena tanto a él como a la médica. Tenía la cabeza girada a la derecha, como la antena de un radar apuntando a un avión enemigo.
Dan se puso tenso.
—¿Qué ocurre?
Natalie no contestó, y en lugar de ello dio un paso vacilante en dirección a uno de los bancos de espera. Allí había un hombre con aspecto de intelectual, con el pelo castaño rojizo y patillas, que se hallaba encorvado masajeándose la frente. Murmuraba algo para sus adentros, con los ojos cerrados tras unas gruesas gafas de concha. Las palabras se confundían con el rumor general de la sala de espera, pero por lo que Dan pudo distinguir, parecían una serie de números.
Al notar que alguien lo estaba observando, el hombre cerró la boca y alzó la vista hacia Natalie, y los cristales de sus gafas emitieron un destello con la luz reflejada. Aunque ella todavía se encontraba a unos metros de distancia, él se levantó y se dirigió a la salida de urgencias con los andares pausados de un fumador que sale a echar un cigarrillo.
—¡ALTO! —Ella se apresuró a cerrarle el paso.
El hombre echó a correr y apartó de un codazo a una indignada enfermera jefe al escapar por la puerta. Natalie rompió a correr tras él.
La perpleja doctora señaló en la dirección por la que se había marchado su paciente.
—Espere… pensaba que ella estaba…
Dan no se quedó a oír lo que decía. Se fue corriendo para no perder de vista a Natalie, salió del hospital a toda velocidad y se dirigió a la esquina de las calles Hyde y Bush. Mfume le seguía el paso, zancada a zancada. Los dos alcanzaron a Natalie cuando se detuvo en seco en el siguiente cruce.
—¿Qué ocurre? —dijo Dan jadeando—. ¿Quién es?
Natalie registró la calle en todas direcciones, llevándose las manos al estómago. Su mano no podía ocultar la sangre que se había filtrado en su camisa.
—Era Evan —dijo—. Está vivo.