27

Autoabducción

Natalie se despertó a oscuras.

El hecho de no poder recordar que se había quedado dormida la sobresaltó y la puso en estado de alerta, y sus ojos se esforzaron por distinguir las sombras. El polvo se arremolinaba en un rayo de luz cónico delante de ella, y oyó el zumbido tenue de un proyector.

—Como pueden ver, la octava víctima estableció la pauta que desde entonces hemos llegado a reconocer como la firma del asesino de violetas. —Era la voz de Dan, procedente de algún lugar al otro lado del rayo de luz—. Fíjense en la puesta en escena del cuerpo, la colocación de los intestinos extraídos…

Natalie miró a su izquierda, donde el cono de luz proyectaba una escabrosa foto de Arthur McCord tomada en la escena del crimen sobre una pantalla rectangular.

—Vemos el patrón repetido en la mutilación y degradación de la novena víctima.

La pantalla se fundió en negro, y el proyector cambió de diapositiva con un sonido mecánico. El rayo de luz se volvió de color rojo rubí y salpicó la pantalla con una foto de Lucy tumbada desnuda en un charco de sangre. Aunque Dan le había descrito la escena en el camino de vuelta del aeropuerto, Natalie se quedó boquiabierta ante la masacre.

Buscó las reacciones de otras personas en la habitación, pero no logró distinguir ninguna cara. ¿Estaba en la jefatura de policía de San Francisco? Lo último que recordaba era que Dan la llevaba hacia allí. ¿Se había adormecido con el movimiento suave del coche? ¿Había acudido a una reunión sonámbula sin darse cuenta?

Algo goteaba a su derecha. Seguramente era el vaho de un aparato de aire acondicionado.

Dan prosiguió su discurso con la misma pedantería desapasionada.

—Podemos hacer un seguimiento de la creciente ira del sujeto a través de la audacia cada vez mayor que se aprecia en la profanación de los cadáveres, empezando por la primera víctima…

La diapositiva cambió de nuevo, y de repente apareció un primer plano de la cara sin ojos de Jem tomado en el depósito de cadáveres.

—Su costumbre de coger los ojos como trofeo nos indica que nos enfrentamos a un asesino muy organizado y obsesivo.

La piel arrugada de Jem había palidecido y había pasado de un vivo color caoba a un espantoso gris verdoso. Natalie se estremeció. ¿Acababan de descubrir su cuerpo? ¿Era el motivo por el que habían fijado esa reunión?

El ritmo del goteo se aceleró. El aire acondicionado debía de haber estado funcionando más tiempo del debido, pues la habitación se había enfriado mucho y se hallaba impregnada de un olor rancio a moho.

—Con cada nueva víctima, el asesino ha embellecido sus atrocidades…

Las fotos de las autopsias de Gig, Sondra, Russell y Sylvia se sucedieron unas a otras con la regularidad de un mecanismo de relojería.

—¡Espera! No lo entiendo —dijo Natalie bruscamente—. ¿Cuándo habéis encontrado…?

—Las marcas de cuchilladas del torso, que al principio eran fortuitas, han evolucionado hasta convertirse en parte del ritual del asesino: el mensaje de sus asesinatos. —Dan continuó con sus áridos comentarios como si no la hubiera oído.

—Tranquila, Boo —le susurró una voz de género indeterminado—. No sufrieron.

El aliento le acarició el oído como la exhalación de un congelador abierto. Se sobresaltó y miró a su alrededor, pero la persona que había susurrado se hallaba oculta en la oscuridad. El goteo se veía acompañado ahora de un sonido de chorreo irregular, como el de unos zapatos empapados de agua al rezumar líquido.

La cara de Evan apareció ante ella en la pantalla. Ni las cuencas oculares vacías ni la raja roja que le atravesaba el cuello podían destruir la conmovedora dulzura de su frente alta y sus labios gruesos. Llevándose los puños a la boca, Natalie reconoció las peculiares inflexiones de la voz que le había susurrado.

Dan estaba elaborando monótonamente un detallado análisis del destripamiento de Laurie Gannon, y el proyector arrojó otra diapositiva.

—Ciertamente, podemos ver la culminación de la psicopatología del asesino en su tratamiento de la décima víctima…

Otro cadáver lívido, otro par de cuencas oculares rojas y abiertas. Pero esta vez era la cara de Natalie.

Trató de gritar, pero fue incapaz de coger suficiente aire. El asesino le había rodeado el cuello con el intestino a modo de soga rudimentaria, como el cordón umbilical en un parto de nalgas.

—… De modo que, como podemos apreciar, es probable que el asesino se vuelva todavía más salvaje y depravado en sus crímenes hasta que lo atrapemos. Un conocimiento mejor de sus métodos nos ayudaría a conseguirlo. —La exposición de diapositivas concluyó con la pantalla en blanco—. Luces, por favor.

La habitación permaneció negra como boca de lobo, aunque a Natalie le parecía ver sombras más oscuras bullendo a su alrededor en las tinieblas opacas. El frío le aguijoneaba la piel, y el olor a hierro y moho saturaba el aire.

—¿Puede alguien encender la luz, por favor? —preguntó Dan con irritación.

Por todas partes se oía el sonido de algo goteando y chorreando y arrastrándose.

—Me temo que se equivoca. —Era la voz de Arthur, inconfundible pero extrañamente gutural y cuajada de flema—. Aquí no hay luces.

El rectángulo blanco de la pantalla del proyector desapareció como el contorno de una puerta al cerrarse, las sombras que se arrastraban se cernieron sobre Natalie, y unos dedos invisibles se acercaron a tientas para darle la bienvenida…

El terror sacó a Natalie de una oscuridad y la metió en otra; la transición de la pesadilla a la conciencia fue tan imperceptible como el despertar de los ciegos.

Sus ojos se abrieron, pero no podía ver nada. ¿Acaso era otro sueño? ¿O ya estaba muerta?

Buscaba alguna sensación de su cuerpo, pero no experimentaba ninguna. Sin embargo, su alma seguía rebotando en las paredes de su carne, como una luciérnaga atrapada en un bote. Era evidente que alguien había llamado mientras estaba dormida, confinándola en las regiones inferiores de su mente.

Instintivamente, Natalie invocó el Salmo 23. A lo largo de años de meditación, había condicionado su cerebro y su cuerpo para que le devolvieran el control cada vez recitaba el mantra de protección. Pero entonces su voluntad topó con una imprevista tensión superficial, y sus pensamientos quedaron encerrados en una burbuja impenetrable.

«Me cogieron mientras dormía».

El miedo recorrió todo su ser. Si lo que había dicho Lucy era cierto, el asesino podía estar abriéndole el vientre en aquel preciso instante.

«Ni siquiera vi el final…».

Natalie examinó detenidamente sus recuerdos en busca de una vía de escape. ¿Qué más había dicho Lucy? «Sabían mi mantra y lo usaron contra mí». Imitando el mantra del violeta anfitrión, el alma invasora debía engañar al cuerpo para que le cediera el control. Si se había dado el caso, ¿cómo podría volver a conectar con su carne?

«Todas las casas tienen una puerta trasera —pensó—. Tiene que haber otra entrada».

Interrumpió el Salmo 23 en medio de un verso y pasó al mantra de protección que Jem le había enseñado cuando solo tenía siete años. Se trataba de un fragmento de un blues que la madre de él le cantaba como canción de cuna:

Oh, Jesús, dulce Jesús, ven a abrazarme cuando muera.

Y tiéndeme en el lecho del gran cielo nocturno.

La oscuridad se iluminó en forma de dos puntos de luz borrosos como los de unos prismáticos desenfocados. A medida que Natalie repetía el estribillo mentalmente, los puntos aumentaron y se definieron hasta que se fundieron en una sola imagen, que aun así parpadeaba en doble visión.

Vio que todavía estaba en el coche de alquiler de Dan, solo que ahora iba en el asiento del conductor. El viejo mantra también le devolvió cierta sensación física, aunque notaba las extremidades como si fueran de esponja; únicamente la presión débil del volante en sus manos y el acelerador bajo su pie le confirmaron la solidez de su forma.

Con impotencia e inquietud, Natalie se miró las manos por voluntad propia y metió el coche en una calle bordeada de casas mugrientas y moteles baratos. Pese a acelerar el ritmo del mantra, no pudo evitar que su cuerpo aparcara el coche y entrara en lo que antes era un bloque de oficinas cuya puerta principal lucía un nombre que mucho tiempo atrás había sido pintado con spray hasta resultar ilegible. El olor a orina del retrete exterior se filtró en la conciencia de Natalie mientras veía cómo avanzaba por un vestíbulo cubierto de basura y subía un tramo de escaleras hasta una puerta sin pomo. Su mano la golpeó.

—La tengo. —Las palabras sonaban lejanas y huecas como el murmullo de un gramófono, y Natalie tardó un momento en reconocer su propia voz—. Prepárate —dijo.

Se oyeron las pisadas de unos pies arrastrándose hacia la puerta, seguidas de un chasquido de goma al tensarse. Tres dedos cubiertos de látex se asomaron por el agujero que debería haber ocupado el pomo y tiraron de la puerta hacia dentro.

«¡No, no, no, no!». Natalie gritó, pero su cuerpo entró en la habitación de todas formas. Vislumbró un papel de pared de flores manchado de moho antes de que su mirada girara para enfrentarse al velo negro sin facciones del hombre sin cara, que cerró la puerta detrás de ella.

—¿Has…?

—No hables —soltó la voz de Natalie—. Se está abriendo paso, y no sé cuánto tiempo podré contenerla. Démonos prisa.

El cuerpo de Natalie le quitó la camiseta y el sostén, y a continuación le abrió la cremallera de los tejanos y se los bajó hasta los tobillos. Con los pechos descubiertos balanceándose, se sentó en el suelo y se quitó los pantalones, las bragas y los zapatos y los colocó en un montón desordenado.

—Bueno, ¿a qué estás esperando? —Su voz sonaba áspera de la impaciencia, y sus ojos miraron coléricamente al hombre sin cara.

La imagen doble del hombre se separó y se fundió y se volvió a separar, como una ameba que estuviera luchando por dividirse. Tras agacharse junto al cuerpo desnudo de ella, sacó un cuchillo de acero al carbono de su cinturón —como los usados para limpiar reses de ciervo— y colocó el filo en equilibrio sobre el estómago de ella, rozando con la punta el interior de su ombligo.

«Oh, Jesús, dulce Jesús, ven a abrazarme cuando muera» —repitió Natalie con ferviente desesperación—. «Y tiéndeme en el lecho del gran cielo nocturno».

El mantra era ahora una oración.

El cuchillo tembló en la mano del asesino. La tela que cubría su boca palpitaba como un corazón latente.

—¡Venga! —Las manos de Natalie rodearon el puño del hombre sin cara y atrajeron el cuchillo hacia sí—. ¡Hazlo!

Su piel empezó a ceder ante la punta de la hoja, y una gota de sangre brotó de la muesca de su vientre. Con la petulancia de un niño decidido a demostrar que sabe atarse los zapatos, el hombre sin cara se soltó luchando y retiró el cuchillo, al tiempo que tensaba el brazo para clavar la hoja.

«Oh, Jesús, dulce Jesús…».

Como alcanzado por un rayo, el asesino se quedó agarrotado y cayó encima de ella, moviendo las extremidades de forma espasmódica.

Dos dardos de metal se habían alojado en su espalda, cada uno de ellos unido a un cable blanco y ondulado. Los cables llevaban hasta un aparato parecido a una maquinilla de afeitar eléctrica, salvo que en vez de un interruptor tenía un gatillo.

La mano que sostenía la pistola eléctrica pertenecía al hombre negro que ella había visto en el avión.

Natalie suplicó al hombre mentalmente, pero no logró hacerse oír. En lugar de ello, su cuerpo le gruñó y se abrió paso a empujones de debajo del cuerpo del asesino convulso para lanzarse a por el cuchillo de caza. Cuando sus dedos se cerraron sobre el mango, el zapato de piel marrón del extraño pisó la hoja y lo sujetó contra el suelo. A continuación retiró la tapa del arma eléctrica y dejó al descubierto el entrehierro con forma de U de una pistola inmovilizadora. Un hilillo de fuego azul saltó a través del entrehierro con un estallido eléctrico.

Cuando el asesino dejó de estar inmovilizado por la corriente de la pistola eléctrica, se arrodilló.

Natalie quería gritar para prevenir a su rescatador, pero su cuerpo obedecía a su otro amo. Empujó su peso contra la pierna del hombre negro y soltó el cuchillo de un tirón. Sin embargo, en lugar de lanzar un tajo al extraño, su mano giró la punta de la hoja hacia dentro y apuntó con ella a su corazón.

El extraño la agarró de la muñeca, esforzándose por apartar el cuchillo, y movió la pistola inmovilizadora hacia su brazo. Un nuevo estallido hendió el aire, y el sistema nervioso de Natalie se vio saturado por la descarga.

Justo antes de que se le nublara la vista, vio al hombre sin cara levantándose detrás del extraño y alargando sus manos enfundadas en goma para agarrar el cuello del hombre negro.

Tras un vacío de duración desconocida, los pensamientos de Natalie se reconcentraron de nuevo. Le picaba todo el cuerpo como si lo tuviera envuelto de ortigas, como ocurría cuando alguien pulsaba el botón del pánico en un SoulScan.

Abrió los ojos y vio el suelo de lado; el cuchillo de caza se encontraba tirado a centímetros de su cara. Natalie centró su voluntad en el arma, y su mano echó a corretear hacia ella como una araña paralítica.

Cuando recuperó la audición, cobró conciencia de un sonido de pies arrastrándose, interrumpido por gruñidos y gritos agudos. Agarró el cuchillo, se puso boca arriba y vio que el hombre sin cara había rodeado el cuello del extraño con un brazo mientras golpeaba la mano derecha del hombre contra la pared.

Al magullarse los dedos, al hombre negro se le cayó la pistola inmovilizadora y, moviéndose a la velocidad del rayo, sacudió la cabeza hacia atrás contra la cara enmascarada del asesino y le golpeó justo por encima del puente de la nariz.

Aturdido, el asesino dejó de estrangularlo con el brazo, y el extraño lanzó un codazo en el plexo solar del hombre sin cara. Adelantándose al movimiento, el asesino retrocedió un paso tambaleándose, agarró al extraño del brazo y se lo retorció por detrás de la espalda. El gemido del hombre negro disminuyó hasta convertirse en un sonido áspero cuando el asesino volvió a estrangularlo apretándole la tráquea.

Natalie se puso en cuclillas con torpeza y embistió contra el hombre sin cara blandiendo el cuchillo. Al verla, el asesino se quedó inmóvil de la indecisión por un instante y a continuación empujó al extraño contra ella. Los dos chocaron y cayeron al suelo, mientras las pisadas entrecortadas del asesino salían por la puerta y bajaban por el hueco de la escalera.

El extraño se incorporó, sin dejar de toser para recobrar el aliento.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con voz áspera.

Por primera vez, Natalie se miró el cuerpo desnudo y reparó en la reluciente mancha roja que tenía entre el ombligo y los genitales.

—Sí. Creo que solo es un rasguño. Pero…

Sin esperar a que ella acabara, el extraño cogió la pistola inmovilizadora del suelo y se lanzó tras el asesino de un salto.

Al quedarse a solas, Natalie desplazó la vista de la ropa amontonada a su vientre sangrante, sin saber qué hacer.

Un minuto más tarde, el hombre negro regresó con una actitud más relajada.

—Ha desaparecido. Veamos qué tal está usted.

Se arrodilló junto a Natalie y examinó la herida.

—Habría que vendarlo —concluyó, y se desabotonó la camisa.

Natalie se quedó boquiabierta de asombro al ver los metros de vendas que llevaba el hombre alrededor del pecho.

—Creo que usted lo necesita más que yo.

Quitó el imperdible que sujetaba la tira de tela y desenrolló la venda. Natalie abrió los ojos todavía más cuando los pechos liberados del «hombre» adquirieron todo su volumen.

—¿Quién es usted? —preguntó.

El extraño sonrió y se arrancó la barba. Tersa y lampiña, la cara de repente le resultó familiar: Natalie la había visto por última vez en un cementerio de Seattle.

—Serena Mfume, a su servicio —dijo la mujer—. Simon le manda recuerdos.