26

Viejos amigos

Dan se despertó con un sabor a mocos en el aliento y una capa de baba cubriéndole la boca. Se pasó la lengua por los dientes y lanzó un gemido al darse la vuelta y ponerse boca arriba, con el recuerdo de la noche anterior todavía confuso debido al sueño.

Al notar que una mano le acariciaba la frente, abrió los ojos y vio que Natalie lo estaba mirando.

Sorprendido por el sol radiante que entraba por la ventana de la habitación del motel, se incorporó de golpe como si fuera una ratonera.

—¡Dios santo! ¿Qué hora es?

Natalie le impidió que saltara de la cama.

—Relájate. Solo son las nueve.

Todavía llevaba la peluca ligera que le llegaba hasta los hombros, pero se había quitado las lentes de contacto que teñían sus pupilas de un tono castaño a juego. Unas hebras de capilares rojos adornaban el blanco de sus ojos, y sus párpados parecían amoratados debido a la fatiga. Dan echó un vistazo a la cama de al lado, cuyas sábanas se hallaban intactas.

—No me digas que has…

—De todas formas, no podía dormir. —Ella recorrió las arrugas de sus pómulos con los dedos—. ¿Qué tal te encuentras?

Él debería haber tenido una respuesta rápida a la pregunta, pero no era así. ¿Exprimido? ¿Agotado? ¿Entusiasmado? Todo eso y más. Recordar la noche anterior era para él como ver la cinta de vídeo de su propia operación a corazón abierto: casi no parecía real.

—Mejor —dijo finalmente—. Me siento mejor. —Levantó la mano hacia la mejilla de Natalie, pero se echó atrás y en lugar de ello le tocó el brazo—. Gracias.

Sin apartar aquellos ojos violeta de su cara, ella agarró su mano entre las suyas y se la llevó a los labios. El beso se posó en su nudillo con la delicadeza de una mariposa.

A Dan se le aceleró el pulso de deseo y aprensión.

—Será… será mejor que nos vayamos…

A pesar de sus palabras, solo ofreció una resistencia simbólica cuando Natalie se inclinó para depositar un beso suave como un susurro en sus labios.

Entonces le acarició la mejilla.

—¿Natalie? ¿Eres tú de verdad?

—Sí. Soy yo. —Ella se retiró un poco—. ¿Te molesta?

—No. —Él soltó una risita nerviosa—. Seguramente debería molestarme, pero no es así.

Olvidándose por un instante de que el cabello de ella no era auténtico, deslizó sus dedos entre los mechones castaños y ondulados y por primera vez se permitió apreciar la belleza de aquella piel de porcelana y el brillo de luz negra de aquellos ojos oscurísimos. Una fuerza gravitacional lo atrajo hacia ella. Y en el anhelo de su soledad, ambos se besaron como si se devoraran el uno al otro.

Dan se apartó bruscamente, avergonzado.

—Lo siento. Soy un desastre. —Se masajeó la mejilla áspera y miró la ropa con la que había dormido, que para entonces olía a taquilla—. No me he duchado ni afeitado…

—Yo tampoco.

Ella se lanzó hacia delante para abrazarlo, y él la apretó contra su pecho y acarició con la boca, agradecido, la carne tierna de su cuello para saborear su sudor salado. Su barba incipiente dejó un sarpullido rosado en la piel pálida de Natalie, pero ella no se quejó, ni siquiera cuando él siguió descendiendo con sus besos. Él tampoco se quejó de la aspereza de sus piernas cuando Natalie le envolvió con ellas los muslos desnudos e hicieron el amor. Después, ella se quitó la peluca y se duchó con él, mientras Dan acariciaba la superficie tersa de su cuero cabelludo con una silenciosa adoración.

Una permanente sensación de irrealidad lo invadió cuando los dos se vistieron y se acicalaron. Natalie se puso su peluca castaña y sus lentes de contacto, mientras que Dan se puso sus gafas falsas y su bigote postizo. Ninguno de los dos habló de lo que había ocurrido; o bien se negaban a reconocer lo que habían hecho, o no querían echar por tierra la magia que los había unido. Todo volvió a ser como antes, pero todo había cambiado.

Descendieron a la planta baja en el ascensor, y Natalie insistió en que se detuvieran a tomar café en el comedor que había al lado del vestíbulo del motel. El «desayuno de obsequio» solo constaba de vasos de café quemado con crema en polvo para acompañar, pero Natalie engulló dos vasos de aquel brebaje sin apenas inmutarse.

—Debes de estar desesperada por estar despierta. —Dan tiró su vaso medio lleno a la basura.

—Sí. —Ella apuró el café que le quedaba como si se estuviera bebiendo un trago de whisky.

—¿Tanto te ha asustado Lucy?

La expresión de Natalie se tornó adusta.

—Lucy era una de las violetas con más experiencia que conozco. Podría haber expulsado de su cabeza a cualquier alma normal en dos segundos. Si ella no pudo vencerla, no sé cómo voy a hacerlo yo.

—No puedes quedarte despierta para siempre.

—Lo sé. Por eso no puedes confiar en mí. —Deslizó su mano dentro de la de él, al tiempo que echaba un vistazo al vestíbulo como si estuviera cometiendo un delito grave—. No dejes que desaparezca. Si empiezo a comportarme de forma rara, déjame sin conocimiento. Dame un puñetazo si es necesario. Lo que haga falta con tal de…

Sus ojos se fijaron en algo situado al otro lado de la sala.

—¿Qué pasa?

Dan miró en la misma dirección y vio a un hombre negro de delgadez cadavérica vestido con un traje gris que estaba sentado enfrente de ellos, ensimismado con el Chronicle de la mañana.

—A lo mejor estoy paranoica. —Ella escudriñó el rostro patricio del hombre, enmarcado por una barba negra poblada—. Juraría que ese hombre iba anoche en mi avión.

El hombre dobló el periódico y se lo metió debajo del brazo al tiempo que se levantaba y salía sin prisa del vestíbulo. Parecía totalmente tranquilo… pero ¿no había algo un tanto estudiado en su despreocupación, algo un tanto premeditado en la forma en que evitaba mirar en dirección a ellos?

Dan cogió la mano de Natalie más fuerte.

—Vamos.

Cuando llegaron a la acera del exterior del motel, no se veía al hombre por ninguna parte.

Una vez que él y Natalie entraron en el coche y se dirigieron al palacio de justicia para reunirse con Clark, Dan se dedicó a mirar detenidamente a todos los peatones con los que se cruzaban y a los conductores de todos los vehículos que había a su alrededor, desconfiando de cualquier extraño cuya mirada se detuviera en ellos demasiado tiempo. La ciudad se convirtió en una especie de campo de tiro como la calle de los gánsters de la academia de policía: una fachada llena de peligros ocultos en la que una serie de malhechores activados por resorte podían asomarse repentinamente por una ventana o una puerta en cualquier momento.

No pasó mucho tiempo hasta que reparó en el Honda Accord negro que los siguió en tres curvas distintas mientras avanzaban serpenteando por las calles estrechas del centro.

Natalie se apoyó contra la ventanilla del lado del pasajero y echó la cabeza hacia atrás como si estuviera a punto de estornudar, mientras gruñía como si le doliera algo. Los ojos de Dan se desplazaban rápidamente de la calle que tenía delante al coche reflejado en el espejo retrovisor. Sujetando el volante con una mano, le agarró el brazo y la puso derecha de una sacudida.

—¡Eh! ¿Estás bien?

Ella parpadeó y venció la fatiga.

—Sí… Estoy bien. ¿Qué pasa?

—Estoy a punto de descubrirlo.

Pasó del carril izquierdo al derecho. El Honda hizo lo mismo. A medida que se acercaban al siguiente cruce, Dan redujo la velocidad hasta que el semáforo se puso en ámbar y entonces pisó el acelerador. El Honda se saltó el semáforo en rojo para no quedarse atrás. Con el coche pegado al parachoques trasero, pudo ver al conductor por el espejo: al volante había lo que parecía un gran globo rosa con una gorra de béisbol.

Dan sonrió ampliamente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Natalie cuando se desvió de Van Ness y empezó a buscar aparcamiento en los bordillos atestados de una calle lateral.

—Voy a visitar a un viejo amigo.

Le llevó un rato encontrar el sitio perfecto; necesitaba un espacio medianamente próximo a un semáforo que tuviera otro espacio vacío detrás. Por suerte, Preston era un perseguidor tenaz e ingenuo. Dan chasqueó la lengua, lamentando no haber visto al reportero mucho antes aquella tarde en la casa de Kamei.

Finalmente encontró un sitio de aspecto idóneo y aparcó, y le complació ver que el Honda aparcaba dando marcha atrás en el sitio que había media manzana más atrás.

—Solo estaré unos minutos —dijo a Natalie—. ¿Estarás bien?

Ella asintió tímidamente con la cabeza. A la luz radiante del día, la mancha descolorida que tenía alrededor de los ojos le daba un aspecto frágil y enfermizo.

—¿Puedes dejar las llaves? —preguntó, con voz ronca—. Me gustaría encender el aire acondicionado.

—Oh… claro.

Él volvió a introducir la llave de contacto y esperó a que el semáforo se pusiera en rojo, con la mano en el mango de la puerta. Cuando la luz cambió, los coches se pararon en el cruce, y Dan salió de un salto y echó a correr calle abajo en dirección al Honda.

Sid Preston lo vio venir y metió una marcha, pero era demasiado tarde. Los coches de la fila avanzaban lentamente pegados unos a otros, y ninguno le dejaba meterse en medio. A través del parabrisas, Dan vio cómo Preston golpeaba el volante y maldecía con gestos insonorizados.

Dan se acercó resueltamente al Honda y dio unos golpecitos en la ventanilla del lado del conductor con una alegre sonrisa. El reportero le lanzó una mirada colérica, pero bajó la ventanilla.

—¡Señor Preston! Qué agradable sorpresa.

El periodista se caló la visera de su gorra de los Yankees por encima de la frente.

—¿Qué quiere, Atwater?

—¿Qué tal si sale del coche, para empezar?

—¿Por qué? No tengo por qué hablar con usted.

—Al contrario. Usted ha estado presente en el escenario de todos los asesinatos de los violetas, lo que lo convierte en un sospechoso principal.

—Eso no son más que chorradas, y usted lo sabe.

—Muy bien, pues. ¿Qué le parece si lo detengo por obstrucción a la justicia?

Preston resopló en tono de mofa.

—No conseguirá que tenga efecto.

—Puede que no, pero impedirá que su firma aparezca en primera plana hasta que su abogado pueda sacarlo bajo fianza.

Aplastando el chicle entre los dientes, Preston escupió una grosería y aparcó el coche. Salió y se apoyó contra el Honda con los brazos cruzados.

—¿No le han dicho nunca que no debe fastidiar al cuarto poder?

Dan se encogió de hombros.

—¿Qué puedo decir? Ya sabe lo mucho que me gusta dar titulares. Por cierto, ¿cómo me ha encontrado?

—No ha sido difícil. Me imaginé que tendría que salir de su escondite para informar a su jefe, así que seguí a Earl Clark unos días. Lo vi con él en la casa de Kamei y en el depósito de cadáveres, le quité el disfraz de Groucho Marx y… ¡bingo!

—No esta mal. ¿Y los asesinatos? ¿Cómo los relacionó?

El reportero sonrió con satisfacción enseñando los dientes.

—Eso sí que fue bonito. Estaba cubriendo un tiroteo relacionado con una banda en NuevaYork, y Russell Travers era el violeta asignado al caso. De repente desapareció, y la gente empezó a preguntarse si se lo habían cargado.

»Me pareció que podía haber un móvil secreto, así que me dediqué a dar la lata al CCUN para conseguir más información. Pero se andaban con muchas reservas y querían saber por qué me interesaba tanto Travers. Fisgué un poco y descubrí que Travers era el quinto violeta que desaparecía en unos tres meses. Y no solo eso, sino que habían cerrado la escuela donde daban clases a esos niños tan raros. Entonces supe que había encontrado algo gordo.

—Enhorabuena. ¿Ha descubierto algo que debamos saber?

La sonrisa de Preston se ensanchó.

—Tal vez. ¿Qué me ofrece si se lo digo?

Dan lo observó con la cara de concentración de un comerciante de alfombras persas.

—Depende de lo que se trate… y de lo que quiera por ello.

—Es un número de matrícula. Y en cuanto lo que quiero… bueno, seguro que lo adivina.

«Tiene un aspecto escuálido y hambriento», pensó Dan, frunciendo el ceño ante el destello de los ojos del reportero.

—Quiere la primicia.

—Naturalmente. Una exclusiva. Quiero estar allí cuando pille al asesino y que me reconozca el mérito por ayudarle a atraparlo.

Dan asintió con la cabeza en actitud de evaluación.

—Debería servirle para conseguir un contrato por un libro.

—¿Trato hecho?

—Sí… suponiendo que su pista dé resultado. Si es falsa, no hay trato.

—Muy bien. Soy un hombre razonable.

Preston metió la cabeza por la ventanilla abierta del coche, estiró el brazo por encima del asiento del pasajero y sacó un cuaderno amarillo de debajo de un montón de latas de refresco vacías. Ofreció el cuaderno a Dan, pero a continuación se lo arrebató.

—No me haga enfadar, Atwater. —La sonrisa se había convertido en una mueca de desprecio—. Puedo convertirle en un héroe o en un pelele de este caso.

—Creo que ya lo ha demostrado.

Dan agarró el cuaderno, y Preston lo soltó con una sonrisa de triunfo.

Las páginas superiores estaban manoseadas, descoloreadas de la suciedad y llenas de descuidadas anotaciones taquigráficas. Los márgenes se hallaban repletos de toscos dibujitos de mujeres desnudas.

Preston pasó las páginas amarillentas hasta que llegó a una con una columna de combinaciones alfanuméricas.

—Anoté los números de matrícula de todos los coches que vi cerca de la casa de Gannon y el local de espiritismo. Solo dos aparecieron más de una vez: la suya y esta.

Dio unos golpecitos sobre una línea subrayada con rotulador rosa en la que ponía «WA-3APM-821, Camaro gris».

—Debería haberla investigado yo mismo, pero en la policía de Washington no tengo tantos contactos como en la de NuevaYork y Los Ángeles.

—Mmm…

A Dan se le aceleró el pulso, pero se mostró poco impresionado, incluso un poco aburrido, por la información mientras transcribía el número de matrícula en su libreta.

—Más vale que también escriba mi número de móvil —murmuró Preston, y le dictó los números—. Llámeme para el arresto.

—Si hay arresto. Y solo si no me estorba.

Tras guardarse la libreta y el bolígrafo en el bolsillo de la chaqueta, devolvió el cuaderno a Preston, quien estaba mirando detrás de su hombro y riéndose por lo bajo.

Dan frunció el ceño.

—¿De qué se ríe?

El reportero señaló con la cabeza el semáforo que había más arriba.

—¿No es ese su coche?

Mientras la risa de Preston se volvía más fuerte en sus oídos, se dio la vuelta a tiempo para ver cómo el Buick alquilado atravesaba el cruce.

Dan apartó al reportero de la puerta del Honda de un empujón y extendió la mano.

—¡Deme las llaves!

—¿Qué? No puede…

Agarró a Preston de la camisa.

—¡AHORA!

—¡Está bien! Joder…

Dan le arrebató el llavero y se colocó en el asiento del conductor del vehículo.

—¡Como me estropee el coche, me lo pagará! —oyó gritar a Preston mientras el Honda Accord se separaba del bordillo.

El semáforo del cruce cambió de ámbar a rojo justo cuando él llegó, y el tráfico del cruce empezó a avanzar. Dan tocó el claxon del Honda y pisó el acelerador. Se oyó el chirrido de los frenos y el estrépito de los cláxones mientras zigzagueaba entre los coches a su izquierda y derecha, y estuvo a punto de hacer que el Accord derrapara y perdiera el control.

Cuando se interpusieron tres coches entre él y Natalie, Dan vio a un hombre montado en una motocicleta que se colocaba detrás del Buick y lo seguía hasta el carril que giraba a la izquierda. Aunque el motorista tenía un casco negro que le ocultaba la cara, llevaba el mismo traje gris que Dan había visto al hombre del vestíbulo del motel aquella mañana.

—Dios mío.

Dan giró y se metió en el carril contiguo del tráfico que venía en dirección contraria, con la esperanza de sortear los vehículos de en medio, pero un Ford Explorer se lanzó a toda velocidad hacia él y faltó poco para que se estrellara de frente contra su parte delantera. Atrapado entre torrentes de tráfico con conductores que le gritaban por todos lados, observó con desesperación cómo el Buick y la motocicleta desaparecían por la cuesta de delante.