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Piedra de toque

Clement Maddox grabó un círculo blanco perfecto en la ventana del dormitorio haciendo girar el cortavidrios alrededor del eje central como si fuera la mina de un compás. Con la ventosa todavía pegada al centro del círculo, movió el mango para extraer el disco del cristal que lo rodeaba. Una vez que lo hubo sacado, metió el cortavidrios en su riñonera, junto al escáner de códigos de seguridad que había empleado para atravesar la puerta principal, y cerró la cremallera del bolso.

Agachado tras los arbustos que recorrían el muro del dormitorio, Maddox echó un vistazo a las casas de los alrededores en busca de testigos. Eran las tres de la madrugada pasadas, y todas las ventanas estaban a oscuras. Como era un día entre semana, la mayoría de la gente debía de estar descansando para trabajar al día siguiente, aunque en Los Ángeles nunca se podía contar con ello.

Al no percibir ninguna amenaza inmediata, Maddox introdujo la mano por el agujero en el vidrio y abrió el pestillo interior. Con una experta agilidad, abrió la ventana, saltó por encima del alféizar y cerró con cuidado la ventana tras él en menos de veinte segundos.

Rodeado de la oscuridad del dormitorio, cogió una linterna de bolsillo de un gancho de su cinturón y comenzó a buscar una piedra de toque adecuada. Desplazó el pequeño círculo de luz hacia el armario abierto, pero siguió buscando: la mitad de las perchas estaban vacías, y no podía llevarse ropa porque abultaba. Además, Clem prefería un objeto más personal para sus fines: algo de mayor resonancia.

No había podido conseguir un objeto adecuado en la casa de Lucinda Kamei después del asesinato. Demasiados polis alrededor. Por suerte, tenía un compacto que ella le había autografiado en una tienda de discos un par de años antes. No era lo ideal, pero tendría que servir.

Sin embargo, de ahora en adelante haría planes con antelación y se llevaría lo que necesitara por adelantado. Por ese motivo había conducido toda la noche hasta Los Ángeles. Las manos le temblaban debido al efecto del exceso de Red Bull y las pastillas para no dormir, y antes de poder volver a conciliar el sueño tendría que conducir más lejos.

El haz de la linterna danzó sobre las cabezas calvas de maniquíes colocadas en el tocador, y su brillo de luciérnaga se reflejó en la penumbra del espejo. Un objeto de plata emitió un destello con el resplandor fugaz, y Maddox enfocó el collar que había colgado con el haz de la linterna. Sonrió.

—Pronto, Amy. Muy pronto.

Cogió el colgante de las serpientes en la palma de la mano y lo frotó para que le diera suerte.