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Desaparecido

Después de lo que Lucy le había contado, Natalie sabía con certeza que no podía permitirse el lujo de dormir. Para asegurarse de que no se quedaba adormilada, recurrió a dos cosas que jamás creía que haría. Se bebió una taza grande de café, que probablemente le provocaría cáncer de colon al cabo de veinte años, y reservó un asiento al lado de la ventanilla en el vuelo a San Francisco. Cuando el efecto de la cafeína empezó a disminuir, se obligó a mirar los puntitos de luz de San José que se veían abajo. Al recordarse que estaba viajando por el aire en una cajita de metal a seis mil metros de altura, se sobresaltó de puro terror y se despertó de golpe otra vez.

Bajó la persiana y se pegó al respaldo de su asiento, respirando aceleradamente. El pasajero situado al otro lado del pasillo, un hombre negro y delgado con una barba muy bien cuidada, sonrió y se llevó una mano a la boca para susurrarle.

—¡No se preocupe! Llegaremos.

Ella se rio de su nerviosismo. En realidad, debería estar orgullosa de sí misma. Era la primera vez que volaba sola.

Aunque no es que Lipinski no hubiera amenazado con ir con ella. De hecho, había obligado a Natalie a llamar por teléfono a Delbert Sinclair, quien había insinuado de forma siniestra las represalias que aguardarían a su familia si renunciaba a la protección del departamento de seguridad.

—Tengo entendido que la empresa de su padre acaba de firmar un importante contrato con el gobierno —murmuró—. Sería una lástima ver que ese contrato se cancelara. Y también está el seguro de dependencia a largo plazo de su madre…

Natalie colgó antes de que pudiera cambiar de opinión. Solo lamentó no tener la mano de Dan para agarrarla durante el trauma del despegue y el aterrizaje.

Cuando el avión llegó por fin a su puerta Natalie salió por el pasillo y registró la zona en busca de la cara de Dan. A medianoche, la terminal del Aeropuerto Internacional de San Francisco era un lugar desierto. Las pocas personas que todavía languidecían en los bancos acolchados parecían tan abandonadas como los vasos de refresco y los periódicos antiguos que llenaban los asientos que tenían al lado. Natalie sintió una punzada de pánico al no ver a Dan entre ellas.

Su avión solo se había llenado hasta la mitad, y los pasajeros salieron en tropel y se dispersaron como las burbujas de una botella de refresco destapada. Cuando la hilera de pasajeros disminuyó, Natalie vio a un hombre con gafas de concha y un fino bigote castaño situado cerca, con el nudo de la corbata aflojado y el cuello de la camisa desabotonado. El hombre levantó un cartel escrito a mano que rezaba «JOSIE MITCHELL».

Ella no pudo evitar reírse mientras se acercaba a él sin prisa.

—El doctor Mitchell, supongo.

—¡Ah, Josie! No sabes cuánto te he echado de menos, cielo. —Dan se metió el cartel debajo del brazo y sonrió ampliamente—. Por cierto… ¿te han dicho alguna vez lo bien que te queda el pelo castaño?

—Pues no. —Ella se ahuecó los mechones ligeros de su última peluca—. Pero gracias por fijarte, Ken, querido. Por cierto, me gusta el bigote, pero tendremos que deshacernos de las gafas. —Lo rodeó con los brazos y le dio un tímido abrazo—. Te he echado de menos.

Él le frotó la espalda con las manos.

—Yo también te he echado de menos.

Se soltaron el uno al otro con aire de culpabilidad.

—¿Tienes más equipaje? —preguntó Dan señalando el bolso de viaje que llevaba al hombro.

—Sí. Una maleta. Tuve que facturarla.

—¿Has tenido buen viaje?

—El avión no se ha estrellado, si es a lo que te refieres. Creo que nunca me acostumbraré…

Natalie no terminó su queja. Después de bajar por la escalera mecánica hacia la zona de recogida de equipaje, habían entrado en un pasillo bordeado de puestos de comida rápida, tiendas de regalos y quioscos, la mayoría de los cuales ya habían cerrado por ser de noche. Un murmullo frenético procedente de la derecha llamó la atención a Natalie, pero tardó un instante en entender lo que decía la voz.

—… Dos por dos, cuatro. Dos por tres, seis. Dos por cuatro, ocho…

Era como si un fantasma le hubiera rozado el hombro. Se volvió y vio a un vagabundo sin afeitar junto a los servicios de caballeros. Le salían unos rizos morenos grasientos de debajo de su gorro de lana, y tenía las arrugas de la frente manchadas de suciedad. Se hallaba encorvado bajo su abrigo de lanilla azul y se tapaba las orejas para no oír un clamor imaginario. Pareció percibir que lo estaban observando y entró cojeando en los aseos y desapareció.

Dan siguió la mirada de ella en dirección a la puerta de los servicios de caballeros.

—¿Qué pasa?

—¿Has oído lo que estaba diciendo ese hombre?

—¿El vagabundo? Me sonaba como un galimatías.

—Sí. Supongo que tienes razón. —Natalie observó la entrada de los servicios, pero el hombre no salió. Se cogió del brazo de Dan—. ¿Podemos tomar un café antes de irnos?

Él se la quedó mirando como si le hubiera pedido que fueran a hacer paracaidismo.

—Claro… lo que tú digas.

Resultó que él necesitaba cafeína todavía más que ella. Estuvo a punto de quedarse dormido al volante cuando conducía de vuelta al motel.

Ella le frotó el antebrazo.

—¿Cuánto hace que no duermes?

—Oh… cuarenta y ocho horas, más o menos. Nada que no haya hecho en la universidad.

Ella suspiró y contempló las rayas blancas de los carriles de la autopista a través del círculo de los faros.

—Lo siento. Me ofrecería a ponerme al volante, pero no sé conducir.

—Tranquila. Tú dame un codazo en las costillas si empiezo a despistarme.

Ella observó su cara a la luz reflejada procedente de la carretera: el gesto de determinación de su mandíbula cubierta de barba incipiente, las arrugas de preocupación en las comisuras de la boca, los ojos aferrados al mundo de lo visible, temerosos de cerrarse.

Podría haber sido la cara de un violeta.

Cuando llegaron al motel Walkright de San Francisco, un establecimiento que no se caracterizaba precisamente por su lujo, automáticamente Dan cogió las maletas y se dirigió pesadamente a la escalera de emergencia.

—Lo siento —dijo por encima del hombro—. Si hubiera sabido que venías, habría reservado una habitación en la planta baja.

—Tranquilo. —Natalie introdujo la mano por el pliegue de su codo—. Tomemos el ascensor.

Él parpadeó con sus ojos legañosos.

—No tienes por qué hacerlo… Solo son dos pisos…

Ella se encogió de hombros y sonrió.

—Eh, ¿qué posibilidades hay de que se produzca un terremoto durante los próximos tres minutos?

Él vio que hablaba en serio y se rio.

—Bueno, no hace falta que me retuerzas el brazo. ¡Adelante!

Natalie logró mantener una apariencia de serenidad durante el breve trayecto al tercer piso, aunque contuvo la respiración durante todo el recorrido y cruzó las manos para evitar que le temblaran.

—¡Hogar, dulce hogar! —exclamó Dan cuando entraron en su habitación. Dejó el equipaje en la cómoda y se quitó la chaqueta—. Había pensado darme una ducha antes de acostarme. ¿Quieres ir tú primero?

—No, adelante. —Natalie respiró hondo y se sentó en una de las dos camas—. Dan… ¿me lo contarás?

Él se quitó la corbata y se desabotonó la camisa.

—¿El qué?

—Ya lo sabes.

Dan se sentó en el borde de la otra cama y se puso de espaldas a ella.

—Quiero oír tu versión de la historia —dijo Natalie al ver que él no podía o no quería responder.

—Sí. Supongo que te lo debo.

Se alisó el pelo de nuevo, pero no se volvió para mirarla.

No le llevó mucho tiempo. La redada de drogas, la sospecha fugaz, la silueta en el callejón, el hombre equivocado muriendo en el suelo; se notaba que había contado aquella historia muchas veces. Cuando terminó, tenía la voz ronca y bajó la vista hacia sus manos como si no las reconociera.

—¿Quién era? —preguntó Natalie en voz baja.

—Alan Pelletier. —El simple acto de pronunciar el nombre parecía provocar dolor físico a Dan—. El conserje de noche de la lavandería. Tenía mujer y dos hijos.

Natalie se desplazó de su cama a la de él y le puso la palma de la mano en la espalda.

—Eres un hombre bueno. No querías hacer lo que hiciste.

Él se sorbió la nariz y se la frotó.

—No sirve de nada saberlo.

—¿Serviría de algo hablar con Pelletier?

Dan se apartó de ella.

—No. Ni hablar… Es una locura…

Ella le agarró el brazo.

—Me dijiste que has estado viviendo en una caja durante dos años. A lo mejor es la forma de salir.

Dan se apretó las cuencas de los ojos con las manos.

—¿Qué podría decirle?

—Dile lo que sientes. Lo mucho que lo lamentas. Pídele perdón. Todo lo que desearías haber hecho aquella noche.

Ella le tomó la mano. Estaba temblando. Cuando él alzó la vista hacia ella, Natalie vio que se le habían pegado las pestañas en el rabillo de los ojos por culpa de las lágrimas contenidas. Dan le apretó los dedos entre los suyos.

—Hazlo.

Natalie asintió con la cabeza y cerró los ojos.

«Rema, rema, rema en tu barca…».

Todavía no había acabado la primera ronda de su mantra de espectadora cuando el alma empezó a provocarle una comezón en los dedos. Bullía de actividad por las arrugas de la palma de Dan y le erizó el vello del dorso de la mano. Era evidente que Alan Pelletier había estado esperando ese momento.

«… la vida no es más que un sueño…».

Los recuerdos sensoriales de Pelletier atravesaron su mente: dio palmadas con unas callosas manos negras cuando un niño ataviado con un casco y un jersey de vivo color rojo llevó una pelota de fútbol americano hasta la zona de tanteo; acarició con la nariz la mejilla de una mujer sonriente con la piel color chocolate, aspirando la fragancia a lavanda de su perfume; se rio mientras una niña pequeña con pañales corría por el suelo detrás de un pequeño dinosaurio de cuerda.

Entonces experimentó la fuerza de la personalidad de Pelletier como si fuera un ciclón.

Natalie luchó por evitar que su cara revelara el torrente de su dolor y su ira. Dolor por el mundo que Pelletier había conocido, todavía reciente y hermoso pero ya muerto para él, como una rosa cortada marchitándose en un jarrón. Y la ira —una ira avasalladora y asesina— hacia el hombre que le había robado el futuro.

¿Daría una oportunidad a Dan de reparar su falta? ¿O simplemente lo estrangularía con las manos de ella?

Con los músculos de la mandíbula doloridos de apretar los dientes, Natalie pensó en Arthur y sus falsas sesiones de espiritismo, en la madre que lloraba de gratitud por las palabras de consuelo que su hijo no había pronunciado nunca. «Les digo lo que quieren oír —había dicho Arthur—. De todas formas, ellos lo prefieren a la verdad».

Adoptando una expresión como una máscara inmóvil de meditación, Natalie pasó del mantra de espectadora al Salmo 23.

«El señor es mi pastor…».

El alma de Pelletier gritaba con una furia silenciosa. Daba zarpazos en vano para aferrarse mientras ella lo apartaba de los recovecos de su mente, maldiciéndola por privarlo de la vida por segunda vez.

Natalie contuvo el estremecimiento que notó en la boca. Por suerte no estaba conectada a un SoulScan.

—No está —dijo.

Dan levantó la cabeza y se tragó la saliva que se había acumulado en la boca.

—¿Qué?

—No puedo invocarlo. Ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Sí.

Natalie lo meció suavemente cuando rompió a llorar en su hombro. Vio mentalmente a Lucy tocando la Stratocaster quemada. «Me da esperanza», había dicho Lucy.

Dan temblaba entre sus brazos como había temblado aquel día… con esperanza.

¿Había hecho lo correcto? ¿Se habría mostrado clemente Alan Pelletier si ella le hubiera dado la oportunidad? Natalie no estaba segura. Pero con una vida arruinada bastaba. Tal vez ahora Dan podría vivir la suya.

Tras animarlo con delicadeza a que se tumbara en la cama, Natalie dejó que Dan llorara a lágrima viva hasta que se sumió en un sueño plácido. Pasó el resto de la noche al lado de él, observando el reposo infantil de su rostro y acariciando de vez en cuando los mechones de su pelo revuelto con las puntas de los dedos.