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Consecuencias

Hay hombres que recurren al alcohol o la heroína para negarse a sí mismos. Dan Atwater utilizaba la televisión por cable.

Tumbado en la cama de la habitación de su hotel, dejó que la opiata de un programa especial de monólogos cómicos de la HBO anestesiara sus neuronas doloridas. No se reía, y en realidad ni siquiera escuchaba lo que decían los cómicos; lo único que importaba eran las figuras cambiantes y relajantes del tubo de imagen.

Los días siguientes al tiroteo que había tenido lugar dos años antes, cuando lo habían suspendido sin paga y había tenido que ir a juicio por asesinato, cuando dedicaba todos los momentos de pensamiento consciente a evocar los recuerdos de la sangre filtrándose en la cazadora y la cara de incomprensión del hombre preguntando «porquéporquéporqué», Dan se había felicitado por no haber buscado refugio en una botella como había hecho Ross o recurriendo al tipo de negación hipócrita tras la cual se escondía Phillips. Descubrió que la visión de una cantidad suficiente de absurdos programas de entretenimiento le adormecía el cerebro y evitaba que se atormentara. La televisión le ayudaría a superarlo, había pensado entonces. Salvaría su salud, salvaría su matrimonio y salvaría su cordura.

Había estado viendo la cadena Cartoon Network durante treinta y ocho horas seguidas cuando Susan le había dicho que lo dejaba.

El programa especial de comedia terminó y empezó una película de Al Pacino. Donnie Brasco. Ya la había visto. Quería cambiar de canal, pero para ello tendría que alargar la mano hasta la mesita de noche, donde estaba el mando a distancia atornillado a la madera.

Escapar de la prensa había sido toda una treta. Habían rodeado la jefatura del Departamento de Policía de Los Ángeles, todos listos para seguirlo adonde fuera. Como los habían visto entrar a él y a Natalie, sabían la ropa que llevaba y cómo era su coche, de modo que pidió un vehículo nuevo a Clark y tomó prestada ropa de paisano, un bigote postizo y unas gafas del departamento de operaciones clandestinas. Acabó pareciéndose a su profesor de química del instituto. «Ahora sabes cómo se siente Natalie», pensó mientras examinaba el disfraz en un espejo de los servicios antes de salir de la comisaría.

Ahora todo el atuendo se hallaba amontonado en la otra cama del hotel. Dan se había quedado en calzoncillos nada más llegar a la habitación y apenas se había movido durante… ¿qué hora era?… diez horas como mínimo. Durante ese tiempo, casi se había olvidado del artículo del Post y de los fotógrafos y de Delbert Sinclair y del resto.

Pero no conseguía olvidarse de Natalie.

La imagen remanente de su múltiples caras parecía rondar delante de la pantalla de televisión: la Natalie pelirroja y su sarcasmo socarrón, la Natalie rubia y su ceño pensativo, la Natalie morena y su sonrisa de reticencia. A través de sus ojos secos y pegajosos que se morían por dormir pero se negaban a cerrarse, la veía cenando con él en Verdi’s, haciendo yoga en su habitación de hotel y montando triunfantemente a lomos de su corcel en el carrusel. Sobre todo la veía en el caballo, sonriendo al viento.

También veía la mirada de horror que le había lanzado después de leer que había matado a un hombre inocente. Aparecía ante él, inesperadamente, una y otra vez.

Dan todavía no había comido ni dormido cuando sonó su móvil a las dos de la tarde. Hicieron falta doce pitidos para convencerlo de que la persona que llamaba no iba a colgar.

—Recoja sus cosas —ordenó Clark, cuya voz sonaba intermitentemente cuando por fin Dan cogió el teléfono—. Vuelve a estar en el caso.

Dan se sorbió la nariz con incredulidad.

—Qué rápido. ¿Ha muerto Sinclair o algo parecido?

—No. Ha muerto Lucinda Kamei.

Dan se incorporó.

—¿Cuándo?

—Anoche, y delante de las narices de los agentes de seguridad del cuerpo.

—¿Cómo?

—Igual que McCord. Parece que usted acertó con el perfil del asesino. ¿Cuándo puede venir?

Con el teléfono sujeto entre la mejilla y el hombro, Dan salió de la cama de un salto, cogió algo de ropa y se dirigió al cuarto de baño.

—Ahora mismo salgo por la puerta…

• • •

Estuvo a punto de salir del hotel sin ponerse el bigote postizo y las gafas, pero cambió de opinión en el último momento. Resultó ser una sabia decisión, pues un mar de reporteros había rodeado la casa de Lucinda Kamei cuando llegó a las siete de la tarde.

Blandiendo su placa del FBI, Dan ahuyentó a la prensa de su camino hasta que llegó a la barricada de la policía. Sin embargo, una vez allí el disfraz tuvo un efecto contraproducente, pues el policía de servicio no se creyó que fuera realmente Dan Atwater.

—Vaya a buscar a Earl Clark —dijo al agente, en lugar de intentar explicar el motivo de su aspecto.

El policía llamó a uno de sus compañeros para que vigilara su puesto mientras él entraba en la casa a buscar a Clark. Cuando volvió acompañado del agente especial al mando, la multitud de corresponsales bombardearon a Clark a preguntas.

—¡Agente Clark! ¿Cómo mató el asesino a la señora Kamei?

—¿Tienen a algún sospechoso ya?

—¿Es cierto que intentaron ocultar los ocho primeros asesinatos?

—¿Dónde está Natalie Lindstrom? ¿Es la próxima en la lista del asesino?

Negándose a establecer contacto visual, Clark se limitó a levantar la palma derecha, indicando en silencio a todos que no le interesaba lo que decían mientras conducía a Dan a la escalera y lo hacía entrar en la casa.

—Como tenga que aguantar muchas más gilipolleces, me voy a poner uno de esos bigotes —murmuró una vez que estuvieron a salvo en el interior.

—No, creo que le quedaría mejor una perilla.

Dan se quitó las gafas de sol falsas y se frotó el puente de la nariz. El café que había tomado en el vuelo estaba empezando a perder su efecto.

Clark lo miró frunciendo el ceño mientras subían la escalera principal, esquivando a un técnico de la escena del crimen ataviado con una bata blanca que bajaba.

—¿Ha dormido algo?

—Oh, al menos unos diez o veinte minutos durante el trayecto en avión.

Llegaron al rellano del segundo piso, y Clark señaló una puerta abierta que había a la izquierda.

—Ahí.

En el salón encontraron al agente Ruehl enfurruñado en una silla y a la agente Corbett situada de pie a su lado, cruzada de brazos, ambos con la cara pálida de terror de unos escolares esperando fuera del despacho del director.

—Señora Corbett. Señor Ruehl. Están ustedes casi tan mal por fuera como yo por dentro.

Ruehl miró la cara de Dan con los ojos entornados.

—¿Agente Atwater? ¿Qué es ese…? —Señaló su labio superior.

—No pregunte.

—Hagan el favor de contar al señor Atwater lo que vieron y oyeron anoche —dijo Clark.

Ruehl exhaló, irritado.

—¡Nada, llevo diciéndoselo todo el rato! La señora Kamei entró en su habitación a las once y media. La ducha del cuarto de baño estuvo encendida unos quince minutos después de eso, y luego… nada.

—¿Está seguro? —insistió Dan—. Era tarde. Puede que se quedara dormido…

—¡No! En absoluto.

—Podemos entender que se negara a decirnos si se quedó dormido, pero le prometo que…

—¡No! ¡Por enésima vez, no! ¡A pesar de las ganas que pudiera tener, no me dormí!

Corbett se aclaró la garganta.

—He trabajado con John muchas veces. Él nunca dejaría que algo así pasara.

Dan asintió con la cabeza como si el testimonio de la agente hubiera despejado sus dudas.

Clark desvió su atención hacia Corbett.

—¿Y por qué usted no fue a ver a la señora Kamei hasta después del mediodía?

Ella hizo una mueca, lamentando visiblemente su decisión de abrir la boca.

—Bueno, señor, como el señor Atwater podrá decirle, a la señora Kamei no le gusta que la molesten. —Su boca se torció—. No le gustaba, quiero decir.

—¿Cómo encontró el cuerpo? —preguntó Dan.

—Al ver que la señora Kamei no respondía a mi voz, entré en el dormitorio y… —Vaciló—. Bueno, verá, intenté conservar la escena del crimen lo mejor posible, pero tuve que subir la escalera por si ella seguía viva. —Cuanto más fijamente la miraban Dan y Clark, más abatida se mostraba Corbett—. Era una posibilidad remota, lo reconozco, pero tenía que asegurarme.

—Lo entendemos, agente Corbett. Solo estamos intentando averiguar cómo ocurrió. Con permiso…

Dan dio un codazo a Clark, y pasaron de la sala de estar a la puerta contigua del pasillo. Clark saludó con la cabeza a la agente de policía que montaba guardia en el lugar, y ella les dejó entrar en el dormitorio.

—¿Cree lo que dicen? —preguntó Dan una vez que él y Clark se quedaron solos.

—Lo cierto es que sí. Deje que le enseñe por qué.

Clark le hizo rodear la cama con dosel y señaló las manchas de sangre del suelo y el techo.

—Esas manchas fueron las que llevaron a Corbett a registrar la habitación de encima. Que nosotros sepamos, el asesino no bajó aquí. Al parecer, Kamei se despertó de un sueño profundo, salió de la cama en cueros y subió esa escalera por sí misma. Hemos encontrado huellas parciales de sus pies desnudos en los escalones.

—Puede que él estuviera aquí abajo —propuso Dan—. Puede que la obligara a punta de pistola.

—Claro, siempre que no hiciera ningún ruido, que no produjera ningún indicio de forcejeo y que no dejara la más mínima huella en el suelo de madera pulido de una casa donde está prohibido llevar zapatos.

—Mmm… Ya veo lo que quiere decir.

—Espere… Todavía no he llegado a la mejor parte.

Indicó a Dan con un gesto que lo siguiera por la escalera de caracol.

—La unidad encargada de la escena del crimen ha venido y se ha marchado. El cadáver está en el depósito de cadáveres. Luego iremos allí.

—Qué alegría.

—Estamos esperando a que la autopsia lo confirme, pero en el examen preliminar no se han encontrado morados, abrasiones, rasguños ni marcas de ligaduras.

Subieron a la habitación de la torre, y Clark señaló con la mano en dirección al enorme charco de líquido rojo coagulado situado junto a la trampilla.

—Ella dejó que le sacara las entrañas sin ni siquiera darle una bofetada en la muñeca.

Dan arrugó la nariz ante el hedor a orina herrumbrosa.

—A lo mejor ya estaba inconsciente. A lo mejor la habían drogado o le habían dado cloroformo.

—Eso seguiría sin explicar por qué lo dejó entrar en casa. —Clark desvió su atención hacia la ventana de al lado, que tenía unas marcas blanquecinas en la cera del alféizar de secoya—. Entró por aquí. Algunas tablillas de madera del tejado tienen grietas recientes; las casas están tan juntas que creemos que seguramente vino por el tejado de la casa de al lado para evitar ser visto.

»Pero no forzó la ventana. Kamei se la abrió. Hemos encontrado sus huellas en el pestillo y el marco. —Clark negó con la cabeza—. ¿Por qué ayudó al hombre que venía a matarla?

—Tal vez no fue ella.

Sintiendo que se quedaba sin aliento, Dan recordó cómo lo había mirado Natalie con el deseo de Russell Travers, sentada en cuclillas en el borde de su cama del hotel.

La noche es un momento muy vulnerable para mí…

Clark le lanzó una mirada interrogativa.

—Tenemos que hablar con Lucinda Kamei —fue cuanto dijo Dan.

—¿Debemos decírselo a Lindstrom? —Clark señaló con la cabeza en dirección al charco de sangre.

A Dan se le había despegado el bigote por culpa del sudor del labio superior, y volvió a colocárselo apretando.

—Tengo la sensación de que ya lo sabe.