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Una noche tranquila
John Ruehl, agente de seguridad del Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano, dobló el lomo roto de su libro de Tom Clancy y volvió a centrar sus ojos en la página que había estado leyendo. Al releer el párrafo en el que lo había dejado, se vio incapaz de mantener los ojos abiertos hasta el final. Tampoco resultaba de ayuda que la única fuente de luz de la habitación fuera un candelabro eléctrico cuyas bombillas brillaban tan tenuemente como las llamas de las velas que imitaban.
Ruehl se sacudió para despertarse, arrojó el libro a la mesa que tenía al lado y bebió el último trago de café frío de su termo de plástico. Lo habían puesto arbitrariamente en el turno de noche en la casa de Kamei después de haber estado trabajando por las mañanas durante una semana, y lo había pasado fatal para adaptar su horario de sueño. Afortunadamente, aquellas sillas del siglo dieciocho eran terriblemente incómodas; de lo contrario, es posible que se hubiera quedado dormido una hora antes.
Se levantó y se paseó por el suelo de parquet del salón para que le volviera a circular la sangre, y deseó poder bajar a la cocina a por más café. El reloj de pie del rincón indicaba que eran casi las dos y media de la madrugada. Todavía le quedaban más de tres horas. A lo mejor llamaba a Hawks, el agente que estaba de servicio abajo, y le pedía que encargara una pizza y unas botellas de refresco.
Ruehl había dejado la puerta del salón abierta con una cuña para poder vigilar la entrada del dormitorio principal. Era evidente que Kamei dormía allí como un bebé, pues no había hecho ningún ruido desde que se había ido a la cama.
—Debe de estar bien —murmuró.
Con cuidado de pisar suavemente las tablas del suelo que crujían, recorrió el pasillo hasta el rellano de la segunda planta para estirar las piernas.
• • •
Al otro lado de la puerta del dormitorio, Lucinda Kamei se hallaba tumbada en medio de la suntuosa opulencia de su cama de columnas con dosel. Pese al lujo, no dormía bien. Respiraba de forma rápida y superficial, hecha un ovillo entre las sábanas de satén, y daba vueltas asediada por terrores nocturnos. Su boca se abrió, pero el grito se quedó atrapado en su garganta como si fuera un trozo de hueso. Hizo esfuerzos por expulsarlo, hinchando los músculos abdominales.
Entonces una calma pesada alisó el tejido arrugado de su piel. Abrió los ojos con una fría determinación, sacó los pies de la cama y los puso en el suelo.
Las sábanas se deslizaron por su cuerpo desnudo cuando se incorporó en el colchón. Sonrió ante la desnudez azulada de sus pechos en la oscuridad y se tocó suavemente la cavidad de piel situada entre ellos. Sin embargo, su sonrisa no tardó en desvanecerse y se vio sustituida por una expresión ceñuda de fría eficiencia.
Se desplazó de la cama a la puerta que daba al pasillo con un sigilo felino. Abrió la puerta hacia dentro con cuidado, milímetro a milímetro, hasta que abrió una rendija lo bastante ancha para mirar con un ojo. La rendija le permitió ver fragmentos de Ruehl, que caminaba de un lado a otro por el pasillo.
Cerró la puerta empujándola suavemente y dejó que sus ojos volvieran a adaptarse a la oscuridad. La luz anaranjada de una farola de vapor de sodio se filtraba a través de las cortinas de encaje de las ventanas del rincón. Allí, en el centro de la torre cilíndrica, había una serie de escalones de metal que giraban alrededor de un poste y ascendían hasta una trampilla situada en el techo.
Sin molestarse en vestirse, Kamei cruzó la habitación y subió la escalera, y una vez en lo alto se detuvo a levantar la trampilla hasta que quedó derecha sostenida por las bisagras. Salió a la estancia de arriba y bajó la portezuela hasta colocarla de nuevo en su sitio.
Ahora estaba en la habitación superior de la torre, un cuarto totalmente redondeado revestido con entrepaños de secoya de California pulida. Apenas visible por encima de ella, una pirámide de vigas de madera sostenía el tejado cónico. En el centro de la habitación había una silla, un atril para hojas de partitura, una guitarra acústica de doce cuerdas en su soporte, una funda de una flauta y una grabadora de cuatro pistas que Kamei usaba para registrar las maquetas de las canciones que componía en su tiempo libre. Repartidas a intervalos de noventa grados alrededor del círculo, había una serie de ventanas que daban afuera. Las dos ventanas situadas más cerca de la farola proporcionaban la escasa iluminación de la habitación, mientras que las otras brindaban una vista del cielo nocturno despejado.
Una de las ventanas que daban al cielo estaba oscurecida por una silueta negra.
Como una novia ansiosa por fugarse, Kamei se apresuró hacia la ventana, retiró el pestillo y levantó el bastidor de la ventana. La figura oscura que había estado en cuclillas en el tejado se metió por la abertura con una agilidad simiesca. Una vez dentro, se alzó hasta erguirse en toda su estatura ante Kamei; su cabeza y su cuerpo eran un rectángulo indefinido de ébano.
Ella sonrió y cogió sus manos enfundadas en látex entre las suyas, y tiró de él mientras se tumbaba, desnuda, sobre el suelo de madera noble.
• • •
En el salón, el agente Ruehl se dejó caer nuevamente en la incómoda silla del siglo dieciocho y abrió su libro.
A las tres y media, Hawks subió con la pizza de pepperoni y aceitunas negras y un par de botellas de refresco, que consumieron mientras se quejaban del plan de salud del cuerpo entre susurros. Stephanie Corbett relevó a un ojeroso Ruehl a las seis y ocupó su puesto en el salón.
• • •
Al ver que esa mañana Lucinda Kamei no aparecía a las diez en punto, Corbett se planteó llamar a la puerta de su habitación, pero se lo pensó mejor: teniendo en cuenta lo poco que le gustaban las interrupciones a la señora Kamei, Corbett prefería no despertarla de un sueño agradable. Además, John la había informado de que había sido una noche tranquila y aburrida.
Regresó al salón junto a su ejemplar de la revista Magazine y la leyó de cabo a rabo.
Llegó el mediodía. Kamei seguía sin aparecer.
Tras acercarse a la puerta del dormitorio, Corbett vaciló un solo instante antes de llamar.
—¿Señora Kamei? ¿Va todo bien?
No hubo respuesta.
Volvió a llamar, esta vez más alto.
—¿Señora Kamei? ¿Se encuentra bien?
El silencio se intensificó.
—No quiero asustarla, señora Kamei, pero voy a entrar.
Corbett sacó su revólver del 45 de su pistolera y abrió la puerta.
La habitación seguía sumida en una penumbra gris; la luz del sol del mediodía se veía atenuada por las cortinas corridas. La cama con dosel estaba deshecha y vacía.
Corbett observó la puerta que daba al cuarto de baño contiguo. Se dirigió hacia ella cuando oyó un goteo.
Plic… plic… plic…
Unas gotitas oscuras caían en el suelo formando un charco opaco junto a la escalera de caracol. Corbett siguió con la mirada el hilo de gotas hacia arriba y vio la mancha escarlata que se extendía por el techo.