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La invocación de testigos
Aquella mañana había atasco en la autopista de Hollywood, y Dan no pudo asistir al comienzo del juicio por asesinato de Muñoz. Cuando llegó al centro penal, la acusación ya se disponía a llamar a la víctima para que testificara.
Como llegaba tarde, decidió aparcar en una de las plazas privadas del centro en lugar de buscar el garaje destinado a las autoridades. El FBI podía tragarse los catorce dólares de la tarifa. Sin embargo, antes siquiera de haber recorrido media manzana se arrepintió de su decisión, pues notó que la camisa se le estaba empapando de sudor bajo la chaqueta de sport.
A pesar del sofocante calor, los espectadores y los equipos de los noticiarios de televisión se apiñaban a la entrada del juzgado; un cordón formado por guardias uniformados de la oficina del sheriff mantenía a raya a la multitud. Ese día tenía que prestar declaración un violeta, un acontecimiento tan extraordinario que generaba titulares. Normalmente, la simple amenaza del testimonio de un violeta servía para forzar un acuerdo entre el fiscal y el abogado defensor, pero Héctor Muñoz había insistido en su declaración de inocencia y había pedido su comparecencia en el juzgado.
Dan se abrió paso a codazos entre la multitud hasta la zona acordonada que rodeaba la entrada y mostró su placa al agente con camisa beige, que le indicó que se dirigiera a la puerta.
Aliviado de estar en el fresco interior del edificio, Dan enseñó la placa del FBI en el punto de control del vestíbulo.
—Está bien, agente… Atwater. —El agente con camisa blanca, un fornido hispano, leyó la documentación y se la devolvió—. Si quiere, puedo guardarle la pistola hasta que pase por el detector…
Dan le dedicó una sonrisa tensa.
—No hace falta. No voy armado.
Depositó el contenido de sus bolsillos en una caja de madera y atravesó pausadamente la cabina con forma de puerta sin hacer sonar la alarma.
El guardia sonrió.
—En ese caso, que tenga un buen día.
Dan se llevó dos dedos a la frente a modo de saludo de boy scout y recogió el dinero suelto y las llaves de su coche.
Un letrero colocado junto a los ascensores advertía de que TODAS LAS PERSONAS SERÁN REGISTRADAS EN EL PISO NOVENO, y descubrió que ni siquiera su placa del FBI podía evitarle más retrasos. Sin embargo, a Dan le daba igual. Los violetas le inquietaban, y durante los siguiente días iba a pasar tiempo de sobra con aquella violeta en concreto. No hacía falta que se diera prisa.
Cuando Dan abrió con cuidado una de las puertas dobles de la sala 9-101 del Tribunal Superior y entró, del interior salió una corriente fría de aire acondicionado. La sala estaba casi llena, pero Dan localizó un sitio en la parte de atrás de la tribuna mientras la jueza terminaba de pronunciar la preceptiva advertencia al jurado.
—La declaración de la víctima deberá ser tenida en cuenta con la misma prudencia y escepticismo que las del resto de los testigos cuando decidan el veredicto.
La jueza, una madura y corpulenta mujer negra, miraba a los miembros del jurado con ojos de miope por encima de sus gafas, con una expresión severa en su cara llena de arrugas.
—Deberán confrontar el testimonio del difunto con las otras pruebas presentadas tanto por la acusación como por la defensa para determinar lo que consideran la verdad. ¿Entienden sus responsabilidades como se las he descrito?
Los miembros del jurado murmuraron su aceptación, aunque varios de ellos parecían inquietos. Mientras tamborileaba compulsivamente con los dedos sobre la mesa de la defensa, Héctor Muñoz se removió en su silla y se inclinó para susurrar algo a su abogada. Ella se limitó a sacudir la cabeza con una expresión tensa en el rostro.
—Muy bien. —La jueza hizo una señal con la cabeza al ayudante del fiscal del distrito, un hombre alto y atento con el cabello moreno perfectamente peinado—. Señor Jacobs, puede llamar a su siguiente testigo.
—Gracias, señoría. —Jacobs se levantó de su silla—. Alguacil, ¿quiere hacer pasar a la señora Lindstrom?
Un fornido hombre de uniforme abrió una puerta situada a la izquierda del banco de la jueza e hizo entrar en la sala a una joven delgada y pálida con la cabeza rasurada. Dan estiró el cuello para ver mejor a la violeta con la que iba a tener que vivir durante las siguientes semanas.
Llevaba una camisa de manga larga y unos pantalones; ambas prendas parecían demasiado grandes para ella y le daban un aspecto frágil con la iluminación antiséptica de los fluorescentes del juzgado. No obstante, cuando el alguacil le tomó juramento, la mujer habló con un vigor lleno de serenidad y sencillez.
En la tribuna de los testigos había colocado un sillón reclinable con el respaldo alto para que ella prestara declaración. Del respaldo y las patas del sillón colgaban pesadas tiras de nailon.
—Por favor, diga su nombre para que conste en acta —ordenó Jacobs a la mujer una vez que estuvo sentada.
—Natalie Lindstrom.
—¿Es usted miembro del Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano?
—Correcto.
—¿Va a prestar servicio al tribunal con total sinceridad y lo mejor que pueda?
—Sí.
Jacobs se volvió hacia un hombre corpulento con gafas que se hallaba a la derecha del tribunal de los testigos.
—Señor Burton, prepare el canal para el testimonio.
Burton sacó una pequeña linterna del bolsillo interior de la chaqueta de su traje y enfocó con la luz a los ojos de Lindstrom para asegurarse de que no llevaba lentes de contacto de colores. Aunque existían formas más sofisticadas de verificar la autenticidad de un «canal», ese método se había convertido en el tradicional, pues, como su sobrenombre indicaba, todos los violetas nacían con los iris de color violeta.
Burton empujó un carrito que contenía un aparato SoulScan hasta la tribuna de los testigos y conectó a Lindstrom al artefacto pegando con esparadrapo una serie de electrodos en su cabeza pelada. Como la mayoría de los violetas, tenía los veinte puntos de contacto tatuados en el cuero cabelludo como una constelación de puntitos azulados.
Jacobs explicó al jurado que aquel sofisticado electroencefalógrafo podía detectar la presencia del alma de la víctima al invadir el cerebro del canal.
—Podrán ver con sus propios ojos el momento exacto de la ocupación —dijo, señalando un gran monitor verdoso fijado en la pared encima de la silla de Lindstrom.
Dan reparó en que Jacobs no mencionó la función del gran botón rojo de la consola SoulScan. Conocido como el «botón del pánico», enviaba una potente descarga eléctrica a través de los cables a la cabeza del violeta y expulsaba a la fuerza a las almas que se volvían violentas o se negaban a abandonar el cuerpo del canal. Mediante una rigurosa disciplina mental, los violetas normalmente podían despedir a un alma rebelde en cualquier momento, pero el botón del pánico servía de protección, pues los muertos siempre eran impredecibles.
Burton se apartó de la tribuna de los testigos y dejó a Lindstrom con una maraña de cables que le brotaban de la frente. Los cables se enroscaban en un manojo parecido a una cuerda que serpenteaba hasta una salida del aparato. Burton encendió la máquina, y una serie de líneas verdes aparecieron en el monitor. El pequeño zigzag rítmico de las tres líneas superiores representaba las ondas alfa del pensamiento consciente de Lindstrom. Las tres líneas inferiores permanecían planas, a la espera de que la entidad ocupara su cerebro.
—¿Está lista, señora Lindstrom? —preguntó Jacobs.
—Sí.
La joven se recostó en su asiento y cerró los ojos, mientras Burton le abrochaba las tiras de nailon alrededor de las piernas y el torso y le ataba las muñecas con una cinta de plástico.
«Es por su propia seguridad», se recordó Dan a sí mismo, pero la idea no le tranquilizó. Por muy dolorosas que fueran las medidas de control, dentro de poco Lindstrom sufriría más.
Jacobs abrió una de las bolsas de plástico transparentes de las pruebas de la acusación y sacó un babero de bebé estampado con ositos de peluche. Lo mostró al jurado y a continuación lo depositó en las manos de Lindstrom.
Dan hizo una mueca y movió la cabeza con gesto de disgusto. Ese fiscal no se andaba con miramientos. Podría haber escogido como piedra de toque prácticamente cualquier objeto que la víctima hubiera tocado o hubiera llevado puesto. Un cepillo para el pelo, una llave de casa, un carnet de conducir; todos esos objetos conservaban un vínculo cuántico con la mujer muerta, y el canal atraería su esencia electromagnética como un pararrayos. Sin embargo, Jacobs había decidido usar la prenda de su hijo por el impacto emocional que tendría sobre los miembros del jurado. Lo que Dan no podía entender era por qué Muñoz quería pasar por la tortura del testimonio de un violeta. Mirar aquellos ojos y ver la vida que había arrebatado mirándola de nuevo fijamente…
Lindstrom pronunció unas palabras en silencio moviendo los labios, y las ondas alfa que se movían en la parte superior del monitor se volvieron más lisas y acompasadas. Dentro de poco se sumiría en su subconsciente y cedería el control de su cuerpo.
Jacobs lanzó una mirada al público de la galería por encima del hombro.
—Por favor, no hagan ruido —los reprendió.
No hacía falta que se hubiera molestado. El silencio hizo que pareciera como si todos los presentes en la sala hubieran dejado de respirar.
Lindstrom se quedó completamente inmóvil durante varios minutos, con el babero apretado entre las palmas de las manos. La tensión de la sala de justicia disminuyó a medida que la gente se aburría del suspense no resuelto. Arrastraban los pies. Las sillas crujían. Alguien tosió. Solo Muñoz permaneció quieto, con los ojos clavados en la mujer del tribunal de los testigos.
El sudor de Dan se secó hasta convertirse en una humedad pegajosa con el aire acondicionado de la sala, que hizo que el calor de su piel desapareciera. Cuando aparecieron los primeros garabatos en la parte superior del monitor, estaba temblando. Se le erizó el cabello, y se imaginó que toda la sala estaba cargada de la electricidad estática de las almas muertas.
El cuerpo de Lindstrom se puso rígido, arqueó la espalda y empezó a hacer presión con la barriga contra las correas que la sujetaban al sillón. Sus manos huesudas oprimían el babero, y se sacudía y retorcía con una furia epiléptica.
«Esta es de las malas», pensó Dan. Si la piedra de toque invocaba a más de un alma, el canal tenía que luchar para evitar a las demás entidades de forma que la persona deseada la ocupara. Había violetas inexpertos que se arrancaban la lengua de un mordisco durante tal arrebato.
Mientras agitaba la cabeza de un lado a otro, Lindstrom lanzó un grito salvaje y desgarrador, y Dan vio que varios miembros del jurado palidecían. Sin duda, la mayoría de ellos solo habían visto violetas en las películas o los programas de televisión sobre policías. En la vida real, era una experiencia totalmente distinta. Seguramente Dan había tenido ocasión de verlos cincuenta veces o más durante su carrera, y cada vez parecía peor que la anterior. Sobre todo durante los dos últimos años.
Los ojos de Lindstrom se abrieron de golpe, y empezó a mirar boquiabierta la sala de justicia como un conejo en una madriguera de lobos. Pese a no haber experimentado el más mínimo cambio físico, los músculos de su cara se habían reconfigurado hasta hacer pensar en un nuevo rostro, frunciendo el ceño, sacando la barbilla e inflando los carrillos. Se puso a gemir e intentó soltarse de las ataduras del sillón. Entonces clavó los ojos en Héctor Muñoz y se quedó callada, mirándolo fijamente.
Muñoz se llevó las manos temblorosas a las sienes, incapaz de apartar la vista.
—Rosa…
Jacobs avanzó para dirigirse a la mujer de la tribuna de los testigos.
—¿Se acuerda de mí? —le preguntó.
Ella le lanzó una mirada y asintió con la cabeza. Sin duda, la acusación había citado anteriormente a la víctima para interrogarla.
—Por favor, díganos quién es —le ordenó Jacobs.
—Rosa Muñoz. —Cuando pronunció el nombre con acento español su suave voz de soprano bajó a un áspero tono de contralto.
—Que conste en acta que la testigo se ha identificado como la víctima. —Jacobs trató de restablecer contacto visual con ella—. ¿Sabe dónde está?
Ella mantuvo la mirada fija en Héctor Muñoz al tiempo que negaba con la cabeza.
—¿Reconoce a alguien más de los presentes en la sala?
La mujer que se había apoderado del cuerpo de Natalie Lindstrom no respondió, pues estaba mirando el babero que sujetaba entre las manos.
—¡Dios mío… Pedrito!
—Pedrito… era su hijo, ¿verdad? —apuntó Jacobs—. Háblenos de Pedrito.
—Él lo mató. El cerdo de mi marido. —Estiró las manos atadas para señalar a Muñoz—. ¡Él mató a mi bebé!
Muñoz se desplomó sobre la mesa de la defensa como si le hubieran disparado. Su abogado le dio una palmada en el hombro, pero no le dedicó ninguna palabra de ánimo.
Jacobs se volvió hacia el jurado.
—Que conste en acta que la testigo ha identificado al acusa…
—¡Tú y la maldita velocidad! —Temblorosa, la mujer de la tribuna de los testigos miró coléricamente a Muñoz con los insondables ojos violeta de Lindstrom, arrugando la cara de desprecio—. Siempre la maldita velocidad. Y Pedrito lloraba y te sacaba de quicio. «¡Callate! ¡Cállate!». —Imitó un movimiento tembloroso con las manos—. Bueno, al final conseguiste que se callara, ¿verdad, Héctor?
Muñoz no alzó la vista.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Jacobs.
—Entonces empecé a gritar. Llamé a Héctor asesino, que es lo que es. Lo último que recuerdo es que él me agarró del cuello y me gritó: «¡Cállate, zorra! ¡Te van a oír!». —Se llevó el babero a la cara y cerró los ojos, estremeciéndose—. Me sigue a todas partes. Soy la única persona que conoce y no me deja nunca. ¿Sabes lo que es eso, Héctor? Los dos solos, llorando en la oscuridad.
Cuando Héctor Muñoz levantó la cabeza, tenía la cara llena de lágrimas.
—¡Oh, Dios, Rosa, lo siento, lo siento! —Antes de que su abogado pudiera detenerlo, se subió a la mesa de la defensa y echó a correr hacia la tribuna de los testigos, estirando las manos en gesto de súplica hacia su difunta esposa. Dos guardias se lanzaron sobre él y lo agarraron antes de que llegara allí—. ¡Perdóname! ¡Perdóname! —gritó Muñoz sollozando mientras lo tumbaban contra el suelo.
Dan se dio cuenta de que aquel hombre sabía desde el principio que no podía ganar. Solo había querido un juicio porque era la única oportunidad que tenía de pedir perdón a la mujer que había estrangulado.
La mujer de la tribuna de los testigos se inclinó hacia delante en su sillón con esfuerzo, y Dan oyó que las correas de nailon se estiraban hasta casi romperse.
—Jamás —dijo ella en tono áspero. Su voz se elevó hasta convertirse en un chillido, y el aire vibró con la fuerza de su odio—. ¿Me oyes, Héctor? ¡JAMÁS!
En el monitor, las ondas lisas y acompasadas de la conciencia dormida de Lindstrom se volvieron puntiagudas y frenéticas. Las facciones de su cara se crisparon.
Burton alargó la mano para pulsar el botón del pánico con cara de preocupación.
Las comisuras de la boca de la violeta se estiraron hasta dejar a la vista sus dientes apretados, como si llevara una máscara demasiado ajustada. Entonces una calma melancólica se apoderó de su carne temblorosa, y Lindstrom se irguió en el sillón, respirando hondo.
Burton retiró la mano. Jacobs le hizo una señal con la cabeza, y el ayudante empezó a soltar las correas y los cables del cuerpo de Lindstrom.
Los guardias esposaron y encadenaron a Héctor Muñoz, que gemía desconsoladamente cuando lo sacaron de la sala. Al parecer, su abogada, una veterana defensora de oficio nombrada por el Estado, había previsto el resultado desde el principio, pues pidió tranquilamente un aplazamiento con el fin de disponer de tiempo para revisar la defensa de su cliente a la luz de los recientes acontecimientos. Aunque la acusación se opuso al retraso, la jueza accedió a su petición. El alguacil ayudó a Lindstrom, que estaba agotada, a salir por la puerta lateral.
Mientras las personas que lo rodeaban salían en fila por las puertas dobles de la sala de justicia, Dan descubrió que los ojos se le habían secado y se le habían quedado pegajosos de mirar fijamente durante tanto tiempo. Tenía la lengua como si fuera de trapo, y se metió un caramelo de menta en la boca para que se le formara un poco de saliva. La última palabra de Rosa Muñoz todavía resonaba en su cabeza.
«JAMÁS…».
Esperó en la sala más de cinco minutos antes de sentirse listo para conocer a Natalie Lindstrom.
«Mientras no me toque…».
Dan se dirigió a la puerta lateral de la sala de justicia mientras se arreglaba la corbata y mostró su placa al guardia allí apostado. Cruzó la puerta y fue a dar a una sala de espera privada, donde encontró a Lindstrom tumbada en un sofá, con un brazo doblado sobre los ojos. Tenía las muñecas coloradas en las zonas en las que la cinta de plástico le había rozado la piel. En la tensión de sus mejillas y su frente todavía se apreciaba un eco visual de la expresión de Rosa Muñoz, como una doble exposición fotográfica.
—¿Señora Lindstrom?
Sorprendida, la mujer se incorporó y lo miró con recelo.
—Siento molestarla. —Estuvo a punto de darle la mano, pero se la metió en el bolsillo—. Soy el agente especial Dan Atwater, de la Unidad de Apoyo para la Investigación del FBI. Ha sido… toda una actuación.
Ella volvió a hundirse en el sofá.
—Si usted lo dice.
Él se arrodilló hasta situarse casi a la altura de sus ojos.
—Sé que debe de estar cansada, pero necesitamos su ayuda en uno de nuestros casos. Cuando se entere de los detalles, creo que aceptará…
—Conozco los detalles. —La joven movió los ojos para mirar los de él—. Ellos me lo han contado.