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Noticia

El móvil de Dan empezó a sonar antes de que volvieran al aparcamiento del cementerio. Era Clark, y no perdió el tiempo con cháchara.

—Se está armando la gorda. Traiga a Lindstrom aquí ahora mismo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Dan.

—Hemos descubierto quién alquiló el coche en San Francisco.

Dan miró a Natalie, que seguía pálida después de caminar entre las tumbas.

—Sí. Le llamaré cuando lleguemos.

—No llame. Limítese a venir. Estaremos aquí.

—Sí… de acuerdo.

Colgó e inmediatamente marcó el número de teléfono de la compañía aérea.

Natalie se frotó los brazos como si quisiera protegerse del frío.

—A ver si lo adivino. Vamos a tener que volver a volar.

Dan se llevó el teléfono al oído.

—Oye, creía que a estas alturas ya estarías acostumbrada.

—Así es, pero me gustaría pasar más de dos noches en la misma ciudad para variar.

—Puede que tengas ocasión —contestó Dan, pero no dio más explicaciones.

• • •

Cuando llegaron a la jefatura del Departamento de Policía de Los Ángeles esa noche, los equipos de reporteros provistos de minicámaras ya se arremolinaban alrededor de las barreras de hormigón al final de Los Angeles Street. Las furgonetas de las cadenas de televisión emitían las últimas noticias en directo al mundo a través de las antenas parabólicas.

—¡Dios mío! ¿Han matado al Papa? —exclamó Dan mientras él y Natalie se acercaban al punto de control.

Cuando paró en la garita de vigilancia para enseñar su documentación, un enjambre de fotógrafos se apiñó en torno al coche. Él y Natalie parpadearon y se protegieron los ojos mientras una docena de flashes de cámaras inundaban de luz el interior del Ford. Las ventanillas subidas atenuaban el estruendo de voces del exterior hasta convertirlo en un rugido apagado, como un disturbio oído desde el interior de un acuario, y los policías uniformados hicieron retroceder a los paparazzi lo bastante para que Dan entregara su placa al guarda del punto de control. El guarda los dejó pasar a la relativa serenidad de la calle cortada, donde estacionaron el coche en el aparcamiento del edificio administrativo.

Dentro del Parker Center, muchas de las oficinas administrativas ya estaban cerradas. Dan y Natalie subieron a la sala de conferencias, donde Clark los esperaba según lo prometido. Sentado a la mesa con él había un hombre canoso con unas severas gafas de montura metálica al que Dan no conocía. Detrás de ellos había un individuo con la constitución de un defensa de fútbol americano y una mujer alta y enjuta, ambos con trajes y cortes de pelo de estilo militar. Los extraños no se presentaron.

—Dan. Señora Lindstrom. —Clark rezumaba la ansiedad de un hombre que espera una revisión de hacienda—. Siéntense.

Dan y Natalie acercaron un par de sillas al otro lado de la mesa. Intuyendo que no era momento para cháchara, Dan decidió empezar con la pregunta evidente. Natalie se le adelantó.

—¿Quién era?

Clark respiró hondo.

—El coche fue alquilado por un tal Sidney R. Preston, un reportero del New York Post.

A Dan se le revolvió el estómago.

—¿Lo han averiguado a través de los archivos de la compañía Hertz?

—No ha hecho falta.

Clark desdobló un periódico sensacionalista colocado sobre la mesa y lo arrojó delante de ellos.

«¿QUIÉN ESTÁ CAZANDO A LOS VIOLETAS?», proclamaba la primera plana.

Aunque el titular había sido impreso en una letra de al menos dos centímetros y medio de altura, los editores habían encontrado espacio para incluir una fotografía grande de Dan y Natalie saliendo de la casa de Laurie Gannon, junto con una foto de una Natalie calva en la tribuna de los testigos del juzgado. «¿Podría ser la mujer sin identificar vista con el agente especial del FBI Daniel Atwater (izquierda) el canal Natalie Lindstrom, cuyo dramático testimonio fue el punto más destacado del juicio por asesinato de Muñoz?», especulaba el pie de foto.

—Mire dentro —dijo Clark—. La cosa mejora.

Plenamente consciente de la presencia de los tres extraños oficiosos que lo miraban fijamente desde el otro lado de la mesa, Dan abrió el periódico por el artículo especial. La página doble contenía fotos de la brigada de explosivos entrando en la escuela, de empleados de la escena del crimen cargando el cuerpo metido en una bolsa de Arthur McCord en una furgoneta de la policía para transportarlo a la oficina del forense del condado, y de Dan y Natalie hablando con el agente Ruehl fuera de la casa de Lucinda Kamei. Aunque era difícil conseguir fotografías de violetas, el periódico había logrado una imagen con una década de antigüedad de Russell Travers, quien había testificado en un destacado juicio por asesinato en NuevaYork a principios de los noventa, y una foto de la cara de Kamei tomada de uno de sus compactos recientes de Mozart.

En el pie de autor situado sobre el texto se leía «Sid Preston».

Natalie se acercó el periódico.

—Dios mío…

Pasó la página y descubrió unas fotos ampliadas de ella con todas sus pelucas de color, acompañadas de un pie que invitaba a los lectores a comparar las similitudes de los rasgos faciales con la foto de su aparición en la sala de justicia con la cabeza descubierta. También halló un recuadro entero dedicado a Dan.

«Un agente familiarizado con la muerte», proclamaba el subtítulo, encima de una foto de Dan, Ross y Phillips sentados tras la mesa de la defensa en su juicio por asesinato. «Absuelto por el jurado, el agente Atwater sigue siendo un hombre de gatillo fácil, y estuvo a punto de disparar a este reportero», escribió Preston, disfrutando sin duda de su venganza.

—Por lo menos es concienzudo —murmuró Dan con voz ronca.

Natalie alzó la vista del periódico, con una mirada llena de incredulidad.

—¿El hombre era inocente?

Dan no se sintió con el valor suficiente para contestarle. Bajó la vista hacia sus manos, que ahora le pesaban como si fueran de madera.

—Dan, este es Delbert Sinclair, director de seguridad del CCUN. —Clark señaló al hombre canoso—. Quieren tomar a la señora Lindstrom bajo su protección.

La ira arrancó a Dan de su acceso de autocompasión.

—¡Un momento! ¿Qué derecho tienen…?

—Teniendo en cuenta sus antecedentes, agente Atwater, me pregunto qué derecho tiene usted a estar aquí —dijo Sinclair sin alzar la voz—. Si un simple reportero sensacionalista fue capaz de acercarse tanto a la señora Lindstrom, es evidente que su seguridad se ha visto comprometida.

Dan se esforzó por seguir mostrándose cortés.

—Le aseguro que su vida nunca ha estado en peligro. He estado con ella las veinticuatro horas del día desde que me encargaron su protección.

Lanzó una mirada a Natalie en busca de confirmación, pero ella se había retirado de la conversación y tenía los ojos entornados.

—No estamos poniendo en duda su compromiso, pero ya hemos perdido a algunos de nuestros mejores canales, y no podemos permitirnos tener a un miembro del cuerpo recorriendo el país cuando hay un asesino suelto. Sobre todo si el hombre encargado de protegerla es una bomba de relojería.

Clark intervino en defensa de Dan.

—Que conste que el agente Atwater fue absuelto de todo delito.

—Que conste, señor Clark, que nuestros miembros tienen suficientes cosas en las que pensar para tener que preocuparse por si van a morir por culpa del fuego amigo.

—Director Sinclair, entiendo su preocupación por el artículo —admitió Dan—, pero la ayuda de la señora Lindstrom es crucial para la investigación.

—Y seguirá ayudando en la investigación una vez que el cuerpo se haga con el control de ella.

Dan miró a Clark asombrado.

—Tienen amigos poderosos —dijo el agente especial al mando.

Sinclair se levantó de su silla.

—Bueno, si ya está todo arreglado, los agentes Brace y Lipinski escoltarán a la señora Lindstrom hasta el piso franco del cuerpo.

—Tal vez deberían preguntar a la señora Lindstrom qué quiere ella —soltó Dan.

Todos los presentes centraron su atención en Natalie. Sinclair extendió las manos en el aire, como para preguntar: «¿Y bien?».

Dan le rogó en silencio: «Dame una oportunidad de explicarme».

Natalie se aclaró la garganta.

—Tal vez a la larga sea para bien —dijo ella en voz baja, con los ojos relucientes.

Dan se hundió en su silla, y la tensión de sus músculos se desvaneció junto con su esperanza. Era el alivio de la derrota absoluta.

—Excelente. —Sinclair rodeó la mesa hasta situarse al lado de Natalie, acompañado de los dos gorilas del cuerpo—. Agente Atwater, si hace el favor de dejar al agente Brace las llaves de su coche, él irá a por el equipaje de la señora Lindstrom.

Dan sacó las llaves del bolsillo y las dejó en la mano extendida del tipo con cuerpo de jugador de fútbol americano.

—Es el Taurus blanco.

Brace asintió con la cabeza, y Dan empezó a preguntarse si él y su compañera poseían la facultad del habla.

Natalie se levantó de la mesa.

—Gracias, Dan. Por todo.

Se demoró un instante y a continuación se marchó con Sinclair y los otros. Clark los siguió tras detenerse a dar una palmada en el hombro a Dan en señal de silenciosa conmiseración.

Abandonado, Dan apoyó la cara en las manos y esperó a que Brace le devolviera las llaves.

• • •

El artículo de Sid Preston llamó la atención de muchos lectores ese día. Pero Clem Maddox fue sin duda su más ferviente entusiasta.

Estaba sentado con las piernas cruzadas en la cama sucia de su habitación del E-Z Sleep Inn, un motel por horas cuya decoración no se había renovado desde los años sesenta y que no mostraba una especial preocupación por si sus huéspedes se registraban con sus verdaderos nombres. Alrededor de él había varios ejemplares del New York Post de ese día, abiertos por las páginas consecutivas del reportaje sobre los violetas, y Maddox se puso a trabajar con sus tijeras oxidadas, recortando cada foto y cada columna del artículo.

Esa mañana, cuando Clem había oído hablar del artículo por la radio de su coche durante un boletín informativo, había ido inmediatamente a todos los quioscos de la zona en busca del periódico. Al tratarse de la Costa Oeste, los diarios de NuevaYork eran difíciles de encontrar, pero al final había localizado una pila de ellos en una librería y había comprado todos los ejemplares disponibles.

Maddox recortó el borde del papel de la cuarta fotografía de Natalie Lindstrom. Dios, era guapa. Sobre todo le gustaba con el pelo moreno corto, como solía llevarlo Amy. Lindstrom: estaba seguro de que ya le había dedicado un par de páginas, entre el juicio de Muñoz y todo lo demás.

Apartó los recortes y cogió una gran carpeta situada en el suelo junto a la cama. La colocó delante de él y empezó a hojear varias láminas de cartulina cubiertas de plástico. Normalmente se usaban para colocar fotos, pero aquellas estaban llenas de artículos de revistas y periódicos, muchos de los cuales habían amarilleado con el tiempo. Algunos estaban recortados del National Geographic, otros del Weekly World News, pero el contenido era siempre el mismo: las hazañas de violetas famosos.

Unas cuantas páginas también contenían necrológicas.

Maddox encontró las páginas dedicadas a Natalie Lindstrom e introdujo una lámina de cartulina en blanco entre ellas. Despegó el plástico protector y pegó las fotos de Lindstrom en la superficie adhesiva de la cartulina, colocándolas en un círculo alrededor de la imagen en que aparecía con el pelo moreno corto, su favorita.

Tras colocar de nuevo el plástico y alisarlo sobre su obra, Clem apartó la carpeta y volvió a coger sus tijeras oxidadas. Revolvió entre los papeles que tenía alrededor hasta que encontró una hoja hecha trizas de los recortes. Sin embargo, la foto de la casa de estilo victoriano de Lucinda Kamei permanecía intacta, y empezó a recortarla por los bordes sonriendo. Era un gran admirador de Lucinda Kamei, y tenía casi todos sus cedés.

Siempre se había preguntado dónde vivía…