18
Simon
Cuando llegaron al bloque de pisos de McCord a la mañana siguiente una llovizna gris había caído sobre Seattle.
El edificio de seis plantas, una torre cuadrada funcional en el distrito de Capitol Hill, suponía todo una mengua para un hombre de la prepotencia de McCord. Según Natalie, era propietario de un rancho de ocho hectáreas en el norte de Nuevo México, donde formaba a los violetas cuidadosamente escogidos a los que se refería como sus «discípulos». Sin embargo, él y un par de estudiantes suyos habían viajado a Seattle para ayudar a la policía local a investigar los asesinatos de varios prostitutos, y la ciudad había alquilado la planta superior entera de la torre como piso franco para el grupo de McCord.
Al entrar en el vestíbulo del edificio, Dan y Natalie se vieron ante la puerta gris abollada de un viejo ascensor.
Dan se secó las gotas de la cara.
—¿Y bien?
Natalie contempló la puerta deteriorada por un momento.
—Reservaré mi atrevimiento para los tiovivos —dijo, y pasó resueltamente por delante de la puerta.
Dan la siguió a la escalera de emergencia sonriendo.
Cuando llegaron al pasillo de la sexta planta, un hombre corpulento con el copete ralo dobló el periódico que estaba leyendo y se levantó de su silla para detenerlos. El revólver del calibre 45 que llevaba en la cadera les informó de quién era antes de que se presentara.
—Si hubieran llegado un poco antes, lo hubieran cogido —dijo cuando le pidieron que querían ver a Simon McCord.
El hombre, un agente de seguridad del cuerpo llamado Bender, hablaba con acento de Brooklyn, con los pulgares enganchados bajo la presilla de sus pantalones de poliéster.
—Él y sus estudiantes se han ido a un cementerio.
Natalie se puso alerta.
—¿Un cementerio?
—Sí. Para practicar cómo resucitar a los muertos. Ya saben cómo son esos bichos raros.
Dan vio que Natalie se ponía rígida, pero no dijo que ella era uno de «esos bichos raros».
—El señor McCord sabe que su vida corre peligro, ¿verdad? —preguntó él a Bender.
—Oiga, eso mismo le hemos dicho nosotros, pero está obsesionado con su entrenamiento.
Natalie se rio entre dientes.
—Ese es Simon.
—¿Puede decirnos a qué cementerio han ido? —le preguntó Dan.
—¡Mierda! ¿Cúal era? —Bender se frotó la frente tratando de recordar la respuesta—. He olvidado el nombre, pero es donde está enterrado Bruce Lee.
—Gracias. Seguro que podemos encontrarlo.
Natalie lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada hasta que estuvieron de nuevo en la escalera.
—¿Quieres conocer a Simon en un cementerio? ¿Por qué no me haces caminar por un campo de minas?
—O eso o nos quedamos aquí con Bender a esperarlo. Además, ¿qué importancia tiene?
Ella suspiró mientras recorrían el rellano del cuarto piso y seguían bajando la escalera.
—Verás…
• • •
El cementerio de Lake View se hallaba un poco más al norte de Volunteer Park, y servía de última morada a Doc Maynard, Henry Yesler y muchos otros de los fundadores de Seattle. Allí, los imponentes mausoleos y las lápidas simbólicas del pasado compartían terreno con los anodinos marcadores incrustados del presente.
Dan y Natalie recorrieron el camino de asfalto que serpenteaba por el cementerio; el aire estaba lleno de rocío y olía a hierba mojada. La grisura del día había apagado el vivo color verde del césped ondulante y los árboles altos, lo que hacía que el paisaje pareciera llano y monocromático, como una polaroid subexpuesta.
Dan escudriñó la necrópolis en busca de Simon McCord.
—¿Dónde puede estar?
Natalie señaló un grupo ecléctico de obeliscos y sarcófagos con aspecto de lecho situado a su izquierda.
—Entre las tumbas más antiguas; es menos probable que tengan ataúdes forrados de metal. Un violeta solo puede usar un cuerpo enterrado como piedra de toque mientras no haya metal de por medio. El alma salta del cadáver al canal como una chispa.
Dan se detuvo en el borde de la hierba.
—¿Ese es el motivo por el que…?
—No me pasará nada.
Ella respiró hondo y enderezó la postura, sumida en una concentración yóguica. Mientras pronunciaba unas palabras para sí moviendo mudamente los labios, empezó a atravesar el césped, poniendo especial cuidado en rodear todas las tumbas que encontraba a su paso.
Tal vez solo fuera el poder de la sugestión, pero Dan se mostró igual de reacio a pisar encima de los difuntos. Cuando atravesó sin querer el pie de una tumba, retrocedió como un niño con miedo a pisar una grieta de la acera.
Tras rodear un grupo de pinos, se encontraron con una amplia extensión de hierba bordeada de unas hileras exactas de lápidas. Luciendo un brillo espectral en medio de la tarde gris, tres figuras blancas pasaban por entre los monumentos, como fantasmas de dibujos animados con sábanas. Al acercarse, Dan vio que las sábanas eran en realidad túnicas monásticas. Una de las figuras caminaba majestuosamente por delante de las otras, conduciéndolas a paso rápido a través de una serie de tumbas.
—Es él —dijo Natalie, y reanudó sus silenciosas murmuraciones.
McCord y sus dos aprendices tenían las cabezas afeitadas y llevaban las manos juntas por delante. Sus expresiones se crispaban debido a unos tics faciales, y sus voces subían y bajaban en un extraño coro de exclamaciones aparentemente aleatorias, como si fueran unas radios sintonizando distintas emisoras.
Dan comprendió que eran las almas. McCord y sus discípulos se ponían y quitaban a los muertos como si fueran sombreros viejos.
Una mujer con un traje de chaqueta y pantalón oscuro se acercó para impedir que Dan y Natalie llegaran hasta el grupo de McCord.
—Lo siento, amigos, pero esta parte del cementerio está cerrada temporalmente. ¿Han venido a visitar a un ser querido? Dentro de poco les dejaremos el camino libre…
Se oyó un grito brusco detrás de ella. Uno de los estudiantes de McCord tropezó y cayó de bruces detrás de una losa de granito tallada. McCord esperó a su protegido con la impaciencia de un maestro altanero.
El estudiante, un joven de cara aniñada con la piel pálida y rosada y las cejas rubias tan claras que parecían casi invisibles, se levantó tambaleándose y gritó con una voz aguda y aflautada:
—¡¿Margery?! ¡¿Margery?! —Se llevó las manos a la cabeza con un temor furioso y los ojos salidos de las órbitas—. Dios mío, ¿dónde estoy? ¡MARGERY!
Echó a correr por el jardín de lápidas y tropezó repetidamente con el dobladillo de su túnica.
El murmullo repetido por Natalie se aceleró, y las palabras se volvieron audibles:
—«El señor es mi pastor, nada me falta…».
McCord se volvió hacia su otro alumno, un andrógino afroamericano de rostro perspicaz y anguloso.
—Ve a por él —ordenó, en tono desdeñoso.
El aprendiz se inclinó y partió detrás del discípulo descarriado.
Distraída por aquel pequeño drama, la mujer del traje de chaqueta y pantalón se volvió de nuevo hacia Dan y Natalie.
—Parece que vamos a acabar antes de lo que creía. Si son tan amables de esperar aquí…
—Lo cierto es que queríamos hablar con el señor McCord. —Dan mostró su placa.
—¡Ah! El agente Atwater… Nos han dicho que iba a venir. —Miró con recelo a Natalie, que seguía recitando el Salmo 23 como una oradora autista—. Veré si está libre.
Se acercó a McCord e intercambió unas palabras con él. El hombre sonrió a Dan y Natalie y los llamó con señas, visiblemente encantado de tener la oportunidad de conceder una audiencia imperial.
Simon McCord no usaba lentes de color; dejaba que sus ojos violeta brillaran en todo su inquietante esplendor. Aunque Simon era enjuto y más joven que su difunto hermano Arthur, Dan reparó inmediatamente en el parecido familiar de la nariz ancha y la cara amplia y achatada. Las grandes orejas de Simon, cuyos lóbulos colgaban sueltos, sobresalían de su cabeza calva como las alas de una mariposa mutante.
—Encantado de conocerlo, señor Atwater. —Juntó las manos por delante en un gesto afectado de piedad—. Y usted es… Lindstrom, ¿verdad?
Los labios de Natalie se movían frenéticamente, pero sus palabras se habían vuelto silenciosas de nuevo.
—Casi no la reconozco con esa peluca tan poco favorecedora. ¿Está demasiado ocupada con ese mantra para saludar a su viejo maestro? —Sin inmutarse en lo más mínimo, McCord pisó la tumba que tenía delante y se colocó justo encima del corazón del cadáver enterrado debajo de él—. Tal vez necesite un curso de repaso…
Natalie cerró la boca de golpe, y su rostro se endureció hasta convertirse en una máscara de resentimiento.
—No será necesario, profesor.
Ella pisó la tumba que tenía al lado y se puso las manos en las caderas en actitud de despreocupación burlona.
McCord se rio.
—Tal vez no haya olvidado todo lo que le enseñé. Me imagino que están aquí por la muerte de mi hermano.
—Su asesinato, querrá decir —le corrigió Dan—. Como usted es la única persona viva que conocía el escondite de Arthur, nos preguntábamos si sabría quién lo mató.
—No tengo ni idea. No me he dedicado a seguir la pista a Arthur y sus conocidos.
—«¿Acaso soy el guarda de mi hermano?» —citó Natalie de forma enigmática.
McCord le lanzó una mirada fulminante.
—No es ningún secreto que Arthur y yo nunca estuvimos… unidos. Pero seguía siendo mi hermano, y jamás traicionaría a mi propia sangre.
—No parece muy afectado por el asesinato.
Él volvió a adoptar su sonrisa de benevolencia paternal.
—Eso es porque sé que la muerte no es más que un preludio de la verdadera vida.
Natalie se estremeció de indignación, pero Dan la interrumpió antes de que pudiera expresar lo que sentía.
—¿Puede decirnos dónde estaba el viernes por la noche? —preguntó a McCord.
—Desde luego. He estado en Seattle las dos últimas semanas, soportando la protección policial en ese deprimente bloque de pisos.
—¿Y sus estudiantes?
La sonrisa de McCord se desvaneció.
—¿Qué pasa con ellos?
Dan señaló con la cabeza en dirección a sus discípulos.
—Parecen sentir una gran devoción por usted. Parecen muy obedientes.
—¿Tengo que recordarle que me dedico a enseñar a los canales a atrapar asesinos, no a convertirse en ellos?
—¿Cuántos alumnos tiene?
—Nueve, en este momento.
—¿Dónde están los otros?
—En mi rancho de Nuevo México, que yo sepa.
—¿Alguno de ellos es un hombre de raza caucásica?
—Unos cuantos. Dígame, ¿todo esto lleva a alguna parte?
—Quizá. Todavía no sabemos si los asesinatos fueron cometidos por una persona o por varias que trabajan juntas.
McCord obvió la acusación implícita con un gesto de la mano.
—Vamos, ¿por qué iba a querer yo matar a los elegidos del Señor?
—Tal vez no le parecían aptos para servir a Dios —propuso Natalie con los ojos relucientes como flechas con la punta envenenada—. Tal vez no eran sus elegidos.
Los orificios de la nariz de McCord se ensancharon.
—No me corresponde a mí poner en duda la sabiduría del Señor al elegir a sus siervos.
—Pero usted sí que condenó la decisión de su hermano de abandonar el cuerpo, ¿verdad?
McCord se llevó un dedo a los labios para elegir las palabras del mismo modo que un padre se prepararía para explicar a un hijo pequeño de dónde vienen los niños.
—¿Sabía que la mayoría de eruditos modernos creen que la bruja de Endor fue en realidad un canal, señor Atwater? ¿O que es posible que Tiresias solo pareciera ciego a la gente que vio sus ojos violeta?
—Muy interesante. ¿A qué viene eso?
—A que desde el principio de la historia documentada, los canales han sido venerados como un vínculo de la humanidad con el más allá. En todas las culturas y todas las épocas, hemos sido guías espirituales y profetas: sacerdotes de Anubis en el antiguo Egipto, dalai lamas en el Tíbet, houngans en Haití, chamanes en Siberia.
McCord se sentó en la lápida que tenía al lado; un monarca en el trono de los muertos.
—Ahora, cómo no, la ciencia nos considera una anomalía genética, y la sociedad nos trata como a un producto: somos simples herramientas que explotar. Solo somos bienvenidos cuando se nos necesita; si no, ni siquiera podemos mostrarnos en público. —Lanzó una mirada despectiva a Natalie, con su peluca y sus lentes de contacto—. Pero eso no cambia el hecho de que estamos bendecidos por Dios.
—También lo estaba su hermano.
—Sí. —McCord se inclinó hacia delante—. Y rechazó el don de Dios. ¡Se burló de él, incluso, convirtiéndose en un adivino de carnaval! Es como si Jesús hubiera ido a trabajar a una bodega. Era un pecado.
—¿Lo castigó usted por ese pecado? —dijo Natalie con desdén.
Él sonrió con una satisfacción llena de superioridad.
—No hizo falta, querida. Él mismo se castigó.
Dan lanzó una mirada al imperioso violeta.
—¿Y usted, señor McCord? ¿Le molesta tener que ceder y recurrir al CCUN?
Los ojos de McCord se oscurecieron, pero se movieron rápidamente en dirección a la mujer del traje oscuro, que se encontraba al alcance del oído, con expresión imperturbable.
—Siempre he sido un miembro leal del cuerpo —dijo con el tacto de un diplomático negociando con un país enemigo.
Los discípulos ausentes volvieron entonces; el de la piel clara se apoyaba en su compañero.
—¡Ah! Lo has encontrado, Serena —dijo McCord al aprendiz de rostro perspicaz, quien al parecer era una mujer—. ¿Qué tiene que decir, señor Wilkes?
El estudiante varón, que todavía caminaba con paso vacilante, parecía incapaz de recobrar el aliento.
—Lo… lo siento, profesor. Ha… ha sido un… descuido. No… volverá a pasar.
—Eso está por ver. —McCord se apartó de la lápida—. Parece que nos queda mucho trabajo por hacer, así que si me disculpan…
Dedicó a Dan y Natalie un gesto desdeñoso con la cabeza y acudió de nuevo a llevar a sus estudiantes por entre las hileras de monumentos conmemorativos.
—¡Gracias! —gritó Dan tras él—. Por cierto, Jem me dijo que lo saludara.
McCord se detuvo, pero no se giró.
—Ha estado esperando para hablar con usted, pero usted no le ha dejado. ¿A qué se debe eso, señor McCord?
Esta vez el hombre miró a Dan a la cara.
—Mucha gente intenta hablar conmigo, señor Atwater. Yo elijo a los que dejo hablar.
—Entiendo. Pero comprenderá que, si usted no está detrás de esos asesinatos, podría ser la próxima víctima.
McCord se rio entre dientes.
—El Señor protege a los suyos. —Inclinó la cabeza hacia Natalie—. Señora Lindstrom, un placer, como siempre.
—Hasta la vista, Simon.
Ella le dio la espalda y se marchó con paso airado sin tan siquiera esperar para reparar en la expresión de agravio de su rostro.
Dan miró a McCord encogiéndose de hombros y la siguió mientras avanzaba resueltamente a través de las tumbas sin mover el más mínimo músculo de su cara de mármol. No fue hasta que hubieron rodeado el grupo de pinos y hubieron vuelto al camino de asfalto, fuera del alcance de la vista de Simon McCord, que Natalie cayó de rodillas estremeciéndose como un buzo aquejado de la enfermedad de descompresión.
• • •
Con la cara colorada, McCord esperó a que Lindstrom y el agente del FBI desaparecieran antes de dirigirse a sus estudiantes. Lanzó una mirada de desdén a Wilkes, que ahora estaba jadeando en la hierba, y a continuación miró a Serena.
—Síguela.
Ella inclinó la cabeza y, con una sonrisa maliciosa, empezó a desabotonarse la túnica.