16
BM
Las calles del distrito de Pacific Heights, en San Francisco, parecían los estantes abarrotados de una panadería, con casas de estilo victoriano apiñadas tejado contra tejado a lo largo de las aceras como una multitud de dulces de pan de jengibre. La casa de Lucinda Kamei compartía la arquitectura ecléctica de las de sus vecinos. Decorada con una torre redondeada en la esquina izquierda de la fachada y cubierta de color borgoña y una cenefa blanca de tarta nupcial, lograba parecer al mismo tiempo ostentosa y encantadora.
Los bordillos de la calle ya estaban repletos de coches, de modo que Dan y Natalie tuvieron que aparcar su Buick de alquiler a varias manzanas de distancia. Aunque ese día había descansado mejor, Natalie todavía parecía afectada y fue andando a la casa con la mirada baja. Que Dan supiera, ella no se había permitido llorar por la muerte de Arthur. Ni tampoco por la de Evan.
«Entonces eran solo unos críos… Ya debe de haberse olvidado de él», pensó Dan, preguntándose por qué su pasada vida amorosa de repente le resultaba tan importante.
Trató de descifrar la pétrea inexpresividad de su rostro por el rabillo del ojo.
—¿Te encuentras bien?
Ella espiró y se puso derecha.
—Acabo de caer en la cuenta… de que hace casi seis años que vi a Lucy por última vez. Cuando daba clases en la escuela era como mi hermana mayor. No sé… No puedo creer que haya pasado tanto tiempo.
—Sí. El tiempo pasa volando incluso cuando uno no se lo pasa bien.
Había un hombre con el pelo moreno cortado al rape sentado en una tumbona en el porche de la casa, y cuando se acercaron se levantó y bajó la escalera para recibirlos.
—¡Hola! —Sonrió ampliamente—. ¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos?
Dan se fijó en la camiseta hawaiana holgada que llevaba el hombre por encima de su camiseta blanca. Habría apostado a que llevaba allí un arma automática enfundada.
—Nos gustaría hablar unos minutos con la señora Kamei.
—Hoy está un poco ocupada. ¿Les importa decirme quiénes son?
—Dan Atwater, del FBI. —Entregó su placa al hombre—. Y esta es Natalie Lindstrom, del CCUN.
El hombre examinó la placa y se la devolvió.
—Ah, sí… He oído que iban a venir. —Les tendió la mano, y Dan y Natalie se la estrecharon—. John Ruehl, del departamento de seguridad del cuerpo. A ver lo que está haciendo la señora Kamei.
Ladeó la cabeza para dirigir la voz hacia el cuello de su camisa hawaiana y se llevó la mano a la oreja derecha.
—Oye, Steph, tengo aquí a Atwater y Lindstrom. ¿Te importa si entran? —Se rio entre dientes de una respuesta que ellos no oyeron—. Sí, se lo advertiré. ¡Hasta luego, nena!
Hizo señas a Dan y Natalie para que subieran la escalera tras él.
—Ahora mismo la señora Kamei está trabajando, y no se sabe cuándo va a acabar. Si la interrumpen, lo hacen por su cuenta y riesgo.
La casa los recibió con el aroma a esencia de limón de la madera pulida. Unas alfombras chinas de varios tamaños formaban senderos acolchados sobre el suelo de parquet, y había armarios de cerezo y nogal de estilo victoriano y mesas con la superficie de mármol que exhibían tallas exquisitas de jade y marfil.
Dan silbó elogiosamente cuando Ruehl cerró la puerta tras de sí.
—Desde luego, tu amiga Lucy sabe cómo decorar una casa.
—Es una de las ventajas de trabajar en el departamento artístico. Cobra derechos de autor por cada canción que transcribe.
Dan detectó un dejo de envidia en la voz de Natalie. Le dio un codazo y sonrió.
—El dinero no compra la felicidad, ¿no?
—Puede ser, pero hace la desgracia mucho más llevadera.
Comenzaron a avanzar contemplando boquiabiertos las antigüedades que había a su alrededor, todas ellas dignas de un museo, pero una mujer robusta con unos tejanos y una chaqueta de traje negra se dirigió hacia ellos corriendo con la mano levantada.
—¡Alto!
Dan y Natalie se cruzaron una mirada de perplejidad.
La mujer les señaló los pies.
—Descálcense.
Un tanto desconcertado, Dan se quitó los zapatos y los recogió, y al hacerlo reparó en que la mujer también estaba descalza. Señaló una estera de goma situada a la derecha de la puerta, donde reposaban unas zapatillas deportivas de mujer.
—Allí.
Una vez que él y Natalie hubieron dejado su calzado en el lugar indicado, la mujer se relajó.
—Lo siento. No se imaginan lo antiguas que son algunas de estas condenadas alfombras. —Les estrechó la mano—. Stephanie Corbett, del departamento de seguridad. La señora Kamei está en el salón.
Los llevó hasta unas puertas corredizas lacadas que había a la izquierda. En la habitación situada al otro lado, alguien estaba tocando el piano, repitiendo el mismo tema confuso en clave menor una y otra vez con cambios sutiles de tempo y fraseo.
—Si ella pregunta, ha sido idea de ustedes —susurró Corbett al tiempo que llamaba a la puerta.
La melodía concluyó con un estruendoso acorde disonante que resonó con la furia de la intérprete.
—Mein Gott!
La voz gutural siguió maldiciendo en alemán durante más de un minuto antes de callarse. Corbett se inclinó hacia la puerta.
—¿Señora Kamei?
Levantó el puño para volver a llamar, pero la puerta se abrió unos centímetros y dejó a la vista la figura recortada de una mujer. La luz perfilaba la superficie pálida de su calva.
—¿No le tengo dicho que no me moleste? —soltó la mujer en perfecto inglés mientras se quitaba el Soul Leash de la cabeza.
Similares a unos auriculares en miniatura, el Leash electrónico tenía la misma función preventiva que el botón del pánico de un aparato SoulScan.
—¡Por si no tenía suficiente con que invadierais mi casa, ahora ni siquiera puedo trabajar en paz!
—Lo siento, señora, pero han venido los del FBI.
Corbett dio un paso atrás y dejó que Kamei viera a sus invitados.
—¿Boo?
—Hola, Lucy. —Natalie alzó una mano a modo de saludo—. Ha pasado mucho tiempo.
—¡Dios santo, lo siento! Pasad, pasad.
Kamei les abrió la puerta de dos hojas. Dan lanzó una mirada de agradecimiento a Corbett mientras ella se disponía a salir de la habitación.
Él y Natalie entraron en una sala rectangular con paneles de roble dorado. Unas cortinas de encaje atenuaban la luz del sol que entraba por las ventanas con forma de arco, situadas en la base de la torre redondeada que formaba una de las esquinas de la habitación. Se notaba que allí hacía más fresco que en el resto de la casa, y en una mesa de un rincón había un humidificador que despedía vapor frío. El motivo de aquel control del ambiente era evidente. El salón albergaba como mínimo media docena de instrumentos musicales antiguos. La atestada habitación contenía un viejo piano con una caja triangular y un clavicémbalo todavía más antiguo incrustado de nácar y marfil y decorado con pan de oro. En una vitrina había expuestos una viola y dos violines; Dan supuso que eran Stradivarius o modelos de valor igualmente inestimable. En eléctrico contraste con el resto de artículos de la habitación, una guitarra Stratocaster carbonizada con el cuello roto dominaba la pared más próxima a la puerta, flanqueada por dos grabados del hombre danzante de Keith Haring y un retrato serigrafiado de Marilyn Monroe creado por Andy Warhol.
Las dos violetas se abrazaron como dos gemelas que hubieran estado mucho tiempo separadas.
—Arthur me lo ha contado —dijo Kamei cuando Natalie abrió la boca para hablar.
Al igual que su casa, Lucinda Kamei era una interesante amalgama de aparentes contradicciones. Después de haber leído su expediente, Dan sabía que tenía cuarenta y seis años, pero viendo su cabeza calva y su piel tersa y lechosa no habría adivinado su edad. Sus facciones japonesas hacían sus ojos violeta todavía más llamativos, pues lo esperable era que fueran marrones. Pese a estar rodeada de elegancia finisecular, llevaba una camiseta de un concierto de Led Zeppelin sin mangas y unos pantalones de chándal negros.
—Disculpe las molestias, señora Kamei —dijo Dan—. Por desgracia, tenemos que hacerle unas preguntas urgentemente.
—Lo entiendo. Y ustedes tendrán que perdonar a Ludwig por su genio. A veces se pone muy gruñón.
El comentario informal de la mujer lo dejó impresionado por un instante. Señaló el piano, sobre el que reposaba una pluma anticuada, un tintero y las páginas esparcidas de una partitura incompleta.
—¿Se refiere a…?
—Sí. Ahora que puede volver a oír música, le gusta seguir con su obra. Ese piano fue suyo… Lo uso como piedra de toque cuando colaboramos. Usted debe de ser el agente Atwater. —Sonrió ante la sorpresa de Dan—. Arthur dijo que seguramente me haría una visita.
—Ah… sí. —«Algún día me acostumbraré a que los muertos hablen de mí a mis espaldas», pensó—. ¿Qué le ha contado el señor McCord de su muerte?
—Más o menos, lo que era de esperar.
—Él dijo que usted, Natalie y su hermano eran las únicas personas vivas que sabían dónde encontrarlo.
Kamei frunció el ceño.
—¿Y…? No pensará que nosotros…
—Creo que lo que Dan quiere decir es que el asesino solo ha podido enterarse de dónde estaba Arthur por uno de nosotros —intervino Natalie—. ¿Se te ocurre alguien que podría haberte espiado al escribirle o hacerle una visita?
Kamei meditó la pregunta, pero suspiró y negó con la cabeza.
—Tal vez el cuerpo o la escuela, pero no matarían a Arthur. Lo querían vivo.
—Si lo hubieran localizado, ¿es posible que alguien del cuerpo o de la escuela se hubiera enterado? —preguntó Dan—. Un empleado, por ejemplo.
—Tal vez.
Él sacó unos papeles del bolsillo de su chaqueta y los desdobló. Eran unas fotocopias de algunas de las fotos de los empleados de la escuela que Clark le había dado.
—¿Reconoce a alguna de estas personas?
Ella examinó las hojas que Dan le entregó.
—Me acuerdo de algunas, pero ha pasado mucho tiempo. No he ido a la escuela desde que di la última clase de música hace dos años.
—¿Recuerda si algún empleado se comportaba de forma extraña? ¿Alguien que pudiera tener algo en contra del señor McCord o de los violetas en general?
—No. El cuerpo siempre hacía exámenes psicológicos y comprobaba los antecedentes de todo el mundo para evitar a los tipos raros.
—¿Le ha contado a alguien dónde estaba el señor McCord?
—Jamás.
Natalie se mordió el labio inferior en actitud vacilante.
—¿Y a Simon?
Kamei le lanzó una mirada de indignación.
—Arthur era su hermano. Él no tenía nada que ver con esto.
Dan esperó a que una de las dos diera más detalles, pero ambas mujeres parecían reticentes a hablar del tema.
—¿Tenía Simon McCord algo en contra de Arthur?
Kamei respiró hondo.
—Arthur y Simon opinaban muy distinto sobre sus carreras…
Natalie resopló.
—Y que lo digas. Simon es un fanático religioso.
Kamei hizo una mueca, pero no le replicó.
—Simon cree que los canales poseemos un don divino y que tenemos el deber sagrado de usar nuestra facultad para la iluminación humana. Se cabreó mucho con Arthur cuando abandonó el cuerpo.
Dan miró a Natalie.
—¿Cree que Simon entregaría a Arthur al cuerpo?
—No. Si acaso, Simon envidiaba la atención que recibía Arthur. Él se considera una especie de supervioleta, y siempre ha tenido la sensación de estar a la sombra de su hermano. No querría que Arthur volviera al cuerpo. —Lanzó a Kamei una mirada de recelo—. Pero… es posible que quisiera dar un castigo ejemplar a Arthur como advertencia para el resto de los violetas que quisieran escapar.
Dan suspiró.
—Eso encajaría con el perfil. Pero ¿y las demás víctimas?
—Bueno, la madre de Laurie Gannon la sacó de la escuela. Y me consta que Evan y Sondra odiaban su empleo en Quantico. El trabajo que se hace allí tiene mala fama. Se dice que vuelve locos a los canales. En cuanto a Jem, Gig y los demás, no lo sé: la insatisfacción laboral es muy elevada entre nosotros.
Kamei negó con la cabeza.
—¿Y la bomba de la escuela? ¿Por qué matar a todos esos niños?
Natalie se encogió de hombros.
—Simon nos dio clases allí, antes de que el cuerpo le dejara crear su propio programa de formación de canales en su comuna de Nuevo México. Desde entonces ha estado presionando al cuerpo para que le ceda el control de la educación de todos los violetas. Volando la escuela eliminaría a la competencia.
Kamei negó con la cabeza.
—Simon es raro, pero no creo que hiciera algo así.
—Tal vez, pero será mejor que hablemos con el señor McCord por si acaso. Sepa que hasta que detengamos al asesino corre usted un grave peligro, señora Kamei. ¿Seguro que aquí estará a salvo?
Ella sonrió con aire desdeñoso.
—No se preocupe por mí. Hasta que todo esto acabe, estaré bajo arresto domiciliario. Incluso cuando estornudo, Steph y John vienen corriendo.
—Si usted lo dice. Pero si desea trasladarse a un sitio más seguro, llámeme —dijo Dan, y le entregó su tarjeta de visita—. Gracias por su ayuda.
Ella asintió con la cabeza; su rostro parecía repentinamente envejecido por la preocupación.
—Si hay algo más que pueda hacer…
—Estaremos en contacto.
Natalie dio un abrazo de despedida a Kamei.
—Lucy.
—Boo. —La mujer frotó la espalda a Natalie con la mano—. No hace falta que esperes a que muera alguien para tener una excusa para visitarme, lo sabes.
—Lo sé.
Se separaron, ambas con la mirada vidriosa pero acostumbradas a no llorar.
Mientras él y Natalie se marchaban, Dan posó la mirada en la Stratocaster carbonizada que había fijada a la pared.
—¿También trabaja con Jimi? —preguntó a Kamei.
Ella le dedicó otra sonrisa amarga.
—No, Jimi no coincide con el canon del cuerpo; no es un BM.
—¿Un qué?
Natalie se rio entre dientes.
—Un blanco muerto.
Kamei se dirigió a la guitarra y deslizó las puntas de los dedos por el trozo ennegrecido de la Stratocaster que Hendrix había rociado con gasolina y al que había prendido fuego.
—La compré en una subasta de Christie’s. Tuve que pujar más alto que Paul Allen y el Hard Rock Café. He intentado usarla para invocar a Jimi por mi cuenta, sin que el cuerpo lo sepa. Pero nunca viene. —Bajó la mano—. Me da esperanza.
Dan lanzó una mirada a Natalie, quien respondió a su silenciosa pregunta con los ojos: Sí, esa era una de las historias que había oído.
—Gracias —le dijo a Kamei con voz ronca.
Cuando salieron de la casa de Kamei y emprendieron el largo camino de vuelta al coche, Dan apretó los puños para que Natalie no viera que le temblaban las manos.
—¿Estás preparada para volar a Seattle? —preguntó, tratando de animar el ambiente.
—¿Acaso importa? —dijo ella.
—No. Pero al menos podemos cenar primero. Recuerdo una pequeña marisquería estupenda…
Al girar la cabeza hacia ella, Dan divisó los coches aparcados al otro lado de la calle. Había un Toyota Camry aproximadamente media manzana más abajo con la ventanilla del lado del conductor bajada. A medida que avanzaban, el resplandor del parabrisas disminuyó y permitió a Dan vislumbrar el interior del coche.
En ese momento el hombre del asiento del conductor bajó la cámara que tenía en las manos e hizo un gran globo de chicle rosa hasta que estalló.
Dan rememoró su visita a la escuela y el chicle reciente pegado a su zapato.
Natalie se puso alerta al ver que él reducía el paso.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé. —Dan evitó mirar al coche para no asustar al conductor—. Pero ¿por qué no vas a hacer compañía al agente Ruehl un momento?
La empujó de forma alentadora en dirección a la casa. Ella frunció el ceño, pero hizo lo que le aconsejó.
Manteniendo el Camry en su visión periférica, Dan cruzó la calle de manera imprudente, mirando el reloj para dar la impresión de que era un hombre ocupado con compromisos que cumplir. Cuando llegó a la otra acera, siguió andando con el mismo paso resuelto: enérgico pero no apresurado.
El coche siguió donde estaba.
Dan apretó el paso calle abajo. Estaba a menos de seis metros cuando el motor del Camry arrancó.
Dan echó a correr, sacó su placa y la abrió.
—¡FBI! ¡Salga del coche ahora mismo!
El coche retrocedió unos treinta centímetros y a continuación se apartó del bordillo. Dan intentó cerrarle el paso antes de que pudiera acelerar, pero el conductor lo rodeó virando bruscamente. El hombre situado al volante era un varón blanco poco distinguible con una gorra de béisbol.
Dan sacó el revólver instintivamente, pero se detuvo antes de apretar el gatillo. Soltó un improperio y echó a correr detrás del coche, que chirrió calle arriba mientras la goma de sus neumáticos echaba humo. No perdió el coche de vista hasta leer el número de matrícula, que recitó para sí mientras observaba cómo el coche desaparecía.
Enfundó la pistola, escribió el número en su bloc de notas y volvió a la casa de Kamei para recoger a Natalie. Su rostro debía de delatar su enfado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
—Creo que acabo de dejar escapar a nuestro principal sospechoso.