15

Transmisiones lejanas

El hombre del Camaro gris esperó hasta bien pasadas las tres de la madrugada, una hora después de que el último pandillero se hubiera marchado, antes de salir de su coche.

Mientras aguardaba el momento adecuado, reclinó el asiento del conductor para que su perfil no resultara visible y giró el espejo retrovisor para que reflejara la entrada de la tienda abandonada del otro lado de la calle, llena de tiras de cinta amarilla rota en las que se leía «CORDÓN POLICIAL, NO PASAR». Equipado con unos auriculares Panasonic, sacó el extremo largo y negro de un micrófono direccional por la esquina de la ventanilla bajada y lo giró hacia un lado y otro, escuchando a escondidas la vida nocturna de Vine Street.

Clement Everett Maddox era un hombre precavido, y el problema de entrar en la antigua residencia de Arthur McCord no planteaba ningún desafío para él. Después del asesinato, la policía había cerrado la puerta con una cadena y había precintado el lugar como una escena del crimen. Clem podría haber sorteado esos obstáculos solo, pero le preocupaba que la policía vigilara la tienda, al menos durante la primera semana aproximadamente. Decidió que era mejor dejar que otra persona hiciera el trabajo sucio y sacara a los policías que pudieran estar observando.

La noche después de que la policía recogiera las pruebas y se marchara, Clem había ido a comprar unas piedras de crack a uno de los camellos de Hollywood Boulevard, un fornido bulldog llamado Pedro. Clem no consumía droga —tiró las piedras por el retrete cuando volvió a su motel de mala muerte—, pero la operación le brindó una excusa para charlar con el camello.

—Eh, ¿has oído lo que le pasó a ese médium de Vine? Muy fuerte, ¿verdad?

—Sí.

El asesinato apenas tenía interés en el negocio de Pedro. El camello no hizo caso a Clem y echó un vistazo a la calle en busca de su próximo comprador.

—El asesino debía de buscar el dinero de ese tipo.

—Sí. —Pedro seguía sin mirarlo—. ¿Y tú cómo lo sabes?

—Solía llevarle la compra. —Era una mentira, pero despertó el interés de Pedro—. Menudo chalado. Nunca salía de su tienda, así que me pagaba para que se lo llevara todo. Siempre en efectivo. Y sé a ciencia cierta que no iba al banco. Si yo tuviera cojones, iría a por la pasta.

El camello se volvió hacia él; sus ojos resultaban impenetrables tras sus gafas de sol negras.

—¿Qué te hace pensar que sigue allí?

—Que la policía no ha encontrado un móvil para el asesinato. Eso han dicho en la frecuencia de la policía; lo he oído con mi radio. Si hubieran robado la casa, habrían dicho que era un ciento ochenta y siete y un cuatrocientos sesenta: homicidio y allanamiento. —Era otra mentira, pero Pedro no lo sabía—. Pero no importa. Dentro de un par de días, los polis desmantelarán la casa y todo pasará a ser del Estado.

—Sí. Qué putada. —Pedro se marchó sin mirar atrás.

Clem no sabía si Pedro se había tragado aquella patraña, de modo que hizo planes para entrar en la tienda él mismo si el camello le fallaba. No obstante, a la noche siguiente, Maddox se situó enfrente de la casa de McCord por si acaso. Contaba con que los camellos de crack suelen ser también adictos, y a Pedro le costaría dejar pasar una oportunidad de conseguir dinero para su próximo chute.

Clem estaba a punto de perder la esperanza cuando, en torno a las dos de la madrugada, Pedro apareció por fin. Él y dos compinches avanzaron por la calle tranquilamente y se pararon delante de la tienda de McCord, donde se toparon con una pareja de camaradas que caminaban en la dirección contraria. A Clem le pareció admirable su actuación. Se chocaron las manos con el entusiasmo de unos amigos que se encuentran por pura casualidad.

Pedro y sus dos compinches, que eran más altos y anchos de espaldas que él, encendieron unos cigarrillos y empezaron a hablar entre ellos, tapando la puerta de la tienda de forma despreocupada. Vestidos con unas chaquetas anchas demasiado pesadas para la calurosa noche que hacía, los dos amigos más pequeños desaparecieron detrás de ellos. Clem oyó un crujido amortiguado por sus auriculares cuando perforaron el cristal situado en la base de la puerta.

Los hombres que irrumpieron en la tienda debieron de tener problemas para abrirse paso entre las capas de tela metálica y material aislante, pues los tipos apostados en la entrada se fumaron un paquete de cigarrillos entero mientras esperaban a que acabaran de registrar el interior. Finalmente, los dos hombres más pequeños aparecieron detrás de sus fornidos amigos, pero sus caras no revelaban la más mínima emoción. Clem apuntó hacia ellos con el micrófono.

—¿Lo habéis conseguido? —preguntó a uno de ellos Pedro, cuya voz sonaba distorsionada y tenue por los auriculares de Clem.

—Aquí no, tío. Luego te lo cuento.

En caso de estar enfadado por no haber encontrado nada de dinero, no lo mostró. «¿Quién sabe? —pensó Clem—. A lo mejor Arthur tenía realmente unos cuantos pavos escondidos».

Pedro y sus amigos apagaron las colillas de sus cigarrillos con el pie, se chocaron las manos otra vez y se separaron con la misma tranquilidad con que habían llegado, dejando un enorme y oscuro agujero en la parte inferior de la puerta de la tienda.

Clem se quedó en el coche esperando. No vino ningún policía. Inspeccionó la calle con el micrófono lo mejor posible, pero no captó ninguna conversación que pareciera de la policía. Un dependiente de una tienda de donuts salió a la acera a fumar un cigarrillo. Un cliente que llevaba un buñuelo y un café se juntó con él, y se pusieron a hablar de la próxima temporada de los Lakers. Maddox llegó a la conclusión de que no eran policías de paisano.

Cuando consideró que no había peligro, Clem apartó el micrófono y salió del Camaro. Aunque a esas horas podría haber atravesado la calle despreocupadamente, se dirigió al cruce más próximo e hizo uso del paso de peatones. Con el pelo desgreñado, la cara sin afeitar y sucia, y su enorme chaqueta del ejército, podría haber pasado perfectamente por un veterano sin techo. Si un poli lo pillaba en la tienda, diría que simplemente estaba buscando un sitio para pasar la noche.

Los amigos de Pedro habían roto la mayor parte del cristal que había al pie de la puerta, luego habían atravesado la tela metálica y el material aislante, y los habían desprendido hacia delante para protegerse de los bordes puntiagudos del agujero al entrar a gatas. Al no ver ninguna amenaza inmediata en la calle, Clem se deslizó por la abertura y penetró en la oscuridad de la tienda.

Una vez dentro, sacó una linterna de uno de los bolsillos de su chaqueta y la usó para escudriñar las paredes cubiertas de papel de aluminio de la entrada. Se levantó sonriendo. La jaula de Faraday que McCord había construido fascinó a Clem, y acarició la idea de hacerse una igual.

Al entrar por la puerta que daba a la habitación de las sesiones de espiritismo, Maddox se sobresaltó ligeramente cuando sonó la campana unida a un muelle y acto seguido sonrió ante su nerviosismo. No había nada por lo que preocuparse.

Recorrió la habitación con el haz de la linterna. Los chicos de Pedro habían hecho un buen trabajo. Los estandartes de tela habían sido arrancados de las paredes, y el material aislante de debajo estaba cortado.

Cada vez más excitado, Clem sujetó la linterna con los dientes mientras sacaba una radio barata Sony de otro bolsillo y se ponía los auriculares. Encendió la radio y recorrió el dial lentamente con el sintonizador. La jaula de McCord funcionaba bien: Clen solo oía estática, como si estuviera debajo de un puente de metal.

Sin embargo, no estaba buscando música. Cuando llegó a un extremo del dial cambió de dirección y volvió a recorrer el espectro radiofónico, registrándolo detenidamente en busca de un atisbo de inteligencia entre el zumbido del ruido blanco. Y luego una vez más, caminando por la habitación y girando la radio de un lado a otro como una varilla de zahorí o un contador Geiger. Nada.

Parecía que el genio había escapado de su botella. Qué lástima.

De todas formas, Clem no podía marcharse con las manos vacías. Aunque normalmente buscaba un objeto personal del fallecido, sabía que en este caso obtendría algo mucho más efectivo.

Tras quitarse los auriculares, Maddox se arrodilló en el suelo y enfocó con la linterna el charco de sangre seca que cubría las esteras de goma en el centro de la habitación. La policía había tomado múltiples muestras como prueba, pero todavía quedaba mucha.

La sangre era perfecta para los fines de Clem. La sangre era resonante.

Guardó su Walkman, metió la mano en otro bolsillo de su chaqueta y sacó una navaja suiza, una ficha de siete por doce centímetros y un sobre de papel transparente. Sujetó la linterna con la boca y utilizó una de las hojas para despegar unas láminas de sangre de las esteras. Recogió un pequeño montón de polvo herrumbroso con la tarjeta y lo echó en el sobre, que cerró con cuidado y volvió a guardar en el bolsillo.

De repente se le ocurrió una idea y cogió su Walkman y levantó la tapa trasera con el destornillador de la navaja. Recogió más polvo de color coñac amarronado con la ficha, lo espolvoreó sobre los circuitos descubiertos de la radio y volvió a poner la tapa.

—Pronto, Amy —susurró—. Ya no falta mucho…

Clem se metió la radio y el resto de sus pertenencias en los bolsillos y se quedó únicamente con la linterna en la mano para encontrar el camino de vuelta hasta el agujero de la puerta principal. Quería probar la recepción de la radio en cuanto saliera de la jaula de McCord y estuviera al aire libre en Vine Street, pero se obligó a esperar hasta estar de nuevo al abrigo del Camaro.

Se recostó en el asiento del conductor con los auriculares puestos y volvió a registrar el dial. En esta ocasión, estallidos de música y parloteos de pinchadiscos inundaron sus oídos en cada emisora por la que pasaba. Sin embargo, no se detuvo en ninguna de esas emisoras, sino en los espacios llenos de interferencias que había entre ellas, escuchando el ruido confuso de la estática.

Casi había llegado a la otra punta del extremo radiofónico cuando un murmullo apenas audible penetró en el susurro de ruido blanco, como una emisión procedente de una estrella lejana.

Clem levantó el pulgar del sintonizador de la radio con una sonrisa de satisfacción, como si estuviera escuchando los acordes de su melodía favorita.