13

Un momento vulnerable

Natalie no abrió la boca durante todo el viaje de vuelta al hotel, ni siquiera cuando Dan paró en un restaurante de comida rápida para comprar la cena. Aunque ella no pidió nada, él le compró una ensalada de pollo, figurándose que era lo más próximo a la comida sana que había en el menú. Una vez en el hotel, ella insistió de nuevo en subir los ocho tramos de escaleras hasta su habitación, pero se hundió en su cama sin ni siquiera quitarse los zapatos.

Sentado con las piernas cruzadas en su cama, Dan observó su figura comatosa con preocupación mientras comía una hamburguesa con queso. Miedo, dolor, agotamiento; ella había pasado un calvario y tenía todo el derecho a desvanecerse durante unas horas. Pero ¿ocurría algo más? ¿Debía llevarla a un hospital?

—Esa comida te matará, ¿sabes? —murmuró con voz soñolienta.

Dan sonrió y masticó una patata frita.

—Es mejor que morirme de hambre. ¿Quieres un poco de ensalada?

Ella bostezó.

—No. Pero gracias por pensar en mí.

—La meteré en el minibar. A lo mejor te apetece de desayuno. —Él dejó su hamburguesa—. ¿Qué tal estás?

—¿Ahora mismo? No muy bien. —Su cara adoptó una expresión demacrada, como debido a un dolor repentino—. Dan, cuéntame algo de tu vida. Algo bonito… algo que te guste.

La petición sorprendió a Dan.

—Bueno… hay muchas cosas…

Sin embargo, al principio no le vino nada a la cabeza. Desde luego, los dos últimos años no habían dado de sí muchas experiencias de las que presumir: el juicio, el traslado a Quantico, el divorcio de Susan… y el resto. Hizo memoria hasta que recordó la última cosa buena que recordaba.

—La pasada primavera estaba viviendo una mala época, entre el divorcio y todo lo demás. —Se aclaró la garganta y deseó que su lengua no tuviera sabor a cebolla—. Me había mudado a un piso en Virginia, y no conocía a nadie de la zona salvo a la gente del trabajo. Mi hermano Sam sabía que iba a pasar solo la Semana Santa, así que me invitó a pasar el fin de semana con su familia en su casa a la orilla del lago Clear, en el norte de California.

»Cuando llegué, descubrí que también había invitado a mis padres. Supongo que quería darme una sorpresa. —Dan se rio entre dientes—. Como mamá y papá se quedaron con la habitación de invitados, a mí me colocaron en el sofá del salón. Pero no me importó: me recordó cuando me quedaba a dormir en casa de mis abuelos.

»De todas formas, llegué tarde (solo pude conseguir un vuelo a Sacramento el sábado por la tarde, y la casa de Sam está a unas dos horas de trayecto desde el aeropuerto), pero mi sobrina Tina se había quedado levantada para esperarme e insistió en que decoráramos los huevos de Pascua esa noche. —Se rio y se frotó el ojo con el dorso de la mano—. Así que Tina, mamá y papá, Sam y su mujer Liz, y yo nos pusimos a pintar huevos duros a las once de la noche el día antes de Pascua. Creo que después de eso tuve los dedos morados una semana.

»A la mañana siguiente, me dejaron durmiendo cuando se fueron a la iglesia. Más tarde, Liz me dijo que a Tina le había dado la risa tonta al pasar de puntillas por delante de mí mientras roncaba en el sofá. Me levanté cuando volvieron, y todos fuimos a desayunar a la pequeña cafetería del pueblo. Después, me dediqué a seguir a mi sobrina con la cesta mientras recogía todos los huevos de plástico que Sam le había escondido en el jardín.

»Por la tarde, papá y yo nos quedamos en el muelle de mi hermano pescando. No hablamos mucho, y no picó ni un solo pez, pero a mí no me importó. Luego celebramos la cena de Pascua, y nadie me preguntó por el divorcio ni por el nuevo trabajo. —Dan tragó saliva y se dio cuenta de que tenía la boca seca y pegajosa—. Y entonces supe que, hiciera lo que hiciese, por mucho que me equivocara, esas personas siempre me aceptarían.

Se quedó mirando el aire vacío, con su hamburguesa a medio comer olvidada sobre las bolsas de papel aplastadas que tenía delante.

—Debe de ser bonito. —Los muelles de la cama de Natalie chirriaron cuando cambió de posición—. La Pascua. ¿Crees en eso?

—¿Mmm…? ¿A qué te refieres?

—Ya sabes, el renacimiento, la renovación, lo que sea.

Dan notó el culatazo de su revólver del 38 en la mano, vio la cazadora acolchada sobre el pecho sangrante del hombre y la cara de desconcierto que lo miraba desde abajo.

—Dios, eso espero. —Miró hacia ella y la vio tumbada de lado con los ojos cerrados—. ¿Tú que opinas?

Ella tardó un largo rato en contestar, y Dan pensó que se había quedado dormida.

—He oído historias —dijo por fin—. Sobre personas a las que no se puede hacer volver. Almas y violetas que no se pueden invocar, que pasan a un sitio más allá de nuestro alcance.

—¿Crees en esas historias? —Dan examinó las palmas de sus manos, como si estuviera intentando leer su propio futuro—. Quiero decir que tiene que haber almas felices en alguna parte, ¿no?

—No lo sé. —La pregunta pareció inquietarla—. Nunca llego a hablar con las almas felices.

Dan no supo qué contestar, de modo que envolvió la hamburguesa y las patatas fritas sin hacer ruido y las tiró a la basura. Justo antes de que entrara en el cuarto de baño para cepillarse los dientes, ella lo llamó de nuevo.

—Gracias por compartir conmigo tu Semana Santa.

Él se detuvo en la puerta para devolverle la sonrisa.

—Gracias a ti por recordármela.

Cuando volvió ella roncaba suavemente. Aun así, le dejó la luz encendida.

• • •

Más tarde, Dan se movía nerviosamente al compás de una pesadilla.

En el sueño, se encontraba en el callejón. La bombilla rodeada de alambre sobre la puerta brillaba con una incandescencia artificial, y su blancura resplandecía de forma cegadora pero fría. No se veía a Phillips ni a Ross por ninguna parte: la calle estaba vacía a excepción de una figura situada de espaldas a Dan con la cabeza agachada.

Dan bajó la vista y vio que la figura se encontraba en medio de un charco de sangre. El extraño llevaba una cazadora sucia y unos tejanos como los del hombre que había matado, pero cuando levantó la cabeza, la luz iluminó la piel blanca de su cuero cabelludo sin pelo.

Aunque el instinto de Dan le dictaba que escapara, el carácter inevitable de la pesadilla lo impulsó a acercarse a la figura. Los ecos del callejón convertían sus pisadas en acusaciones susurradas.

La figura se volvió; era Natalie. Sus facciones lucían la huella de otra cara, y sus ojos brillaban de un resentimiento glacial. Dan se detuvo cuando ella levantó el brazo para apuntarle con una pistola. Era su revólver del 38.

—Me has robado la vida —dijo ella en un tono tenue que él no había oído antes. Pero supo quién había hablado antes de que ella vaciara el cargador en su pecho…

Dan se despertó de una sacudida, agitando las extremidades como si la cama se estuviera cayendo debajo de él. Se hundió de nuevo sobre la almohada y se llevó las manos a la cara, deseando que los latidos acelerados de su corazón disminuyeran de velocidad.

—¿No puedes dormir?

Parecía que las palabras hubieran brotado del sueño. Dan se incorporó de un brinco y lanzó una mirada a la cama de al lado.

Todavía faltaba mucho para que amaneciera, y la luz sombreada de la lámpara sumergía la habitación en un manto de color amarillo rancio. Natalie estaba sentada en el borde de su cama, vestida únicamente con su camiseta grande. Debía de haberse desvestido después de que Dan se durmiera, pues también se había quitado la peluca y las lentes de contacto, y ahora lo observaba con una anhelante intensidad en sus ojos.

—Pareces tenso. —Manteniendo las piernas separadas, se pasó las puntas de los dedos por la piel de la cara interior de sus muslos de arriba abajo—. Tal vez yo pueda ayudarte.

Haciendo gala de un ágil desparpajo, se levantó y se acercó a él sin hacer ruido.

Con el recuerdo del sueño todavía presente en su cabeza, Dan se estremeció cuando ella le acarició la mejilla. «La noche es un momento muy vulnerable para mí», le había dicho ella.

—Tú no eres Natalie. ¿Quién eres?

La comisura izquierda de la boca de ella se curvó en una sonrisa torcida.

—Natalie está dormida. Déjala dormir. —Apartó un mechón de pelo de los ojos de Dan.

—Seas quien seas, tienes que marcharte. Ahora. —Sin saber qué hacer, Dan se tiró un farol—. Tengo una pistola inmovilizadora en mi maleta. Si no me queda más remedio, la utilizaré.

—¡Venga ya! Nadie quiere hacer daño a Natalie. Y yo menos que nadie. —Había un dejo afectado en su voz, un tono de diversión cargada de hastío—. Soy un viejo amigo de su madre.

Antes de que Dan pudiera levantarse o desplazarse al otro lado de la cama, ella colocó la pierna derecha sobre su cintura y se puso a horcajadas sobre él. Mientras trataba de hacer caso omiso del calor de sus caderas, él se esforzó por recordar los nombres de los expedientes de los violetas desaparecidos.

—¿Gig Marshall?

Una vez más, la sonrisa torcida se dibujó en la comisura izquierda de los labios de ella.

—Chsss…

Ella le puso un dedo en los labios para regañarle y a continuación, levantándose de su regazo, le retiró la sábana del cuerpo. Cuando volvió a colocarse, su vello púbico rozó la piel de Dan.

Su pene se puso rígido sin su permiso, y una oleada de excitación y repulsión recorrió todo su ser.

—¿Sylvia Perez?

Sin hacer caso a la pregunta, ella extendió las manos sobre su torso y le masajeó los músculos pectorales, inclinándose lo bastante para que él notara su aliento en la mejilla.

Dan la agarró de las muñecas y la mantuvo a raya mientras comparaba su expresión con las de las fotos de las víctimas. No parecía coincidir, a menos que…

Se quedó boquiabierto. Había visto aquella media sonrisa antes.

—Russell Travers.

Él se rio disimuladamente como un colegial al que hubieran pillado imitando a su profesor.

—Tranquilo. Ahora soy una chica.

Mientras volvía a retorcerse contra la cabecera de la cama, Dan se esforzó por superponer las gafas abultadas y las mejillas caídas del hombre de cincuenta y tres años sobre el rostro de porcelana de Natalie. Entonces recordó haber leído que Travers era gay.

—A ella no le importará —prometió Travers con la voz de Natalie—. Tú le gustas. Lo sabes, ¿verdad? Lo he visto en su cabeza.

Dan comenzó a respirar tan deprisa que empezó a marearse. Soltó las muñecas de Natalie.

Ella deslizó sus brazos alrededor de su pecho y tiró de él contra sus senos. No llevaba sostén, y él podía ver sus pezones endurecidos marcados en la tela de la camiseta. La sonrisa torcida se desvaneció.

—Por favor —suplicó Travers—. Donde yo estoy no hay nadie a quien tocar. Por favor, tócame.

Lo besó en la boca, pero Dan frunció los labios y la apartó.

—Vamos, Natalie. ¡Despierta!

—Por favor. —Mientras se retorcía contra él, ella deslizó las manos por debajo de su camiseta, abrasando su piel con sus palmas—. He pasado tanto frío y tanta soledad…

Dan le levantó la barbilla suavemente para mirarla a los ojos.

—Lo siento.

Entonces le dio una bofetada en la mejilla. Un cachete con la mano abierta, suficiente para que le doliera. Ella parpadeó sorprendida y sacudió la cabeza como un perro al que le hubieran picado las pulgas. Sus músculos faciales se contrajeron y se movieron, y el deseo de sus ojos se apagó hasta convertirse en desorientación. Retrocedió ante él, secándose las manos en su camiseta como si quisiera limpiárselas, y desplazó la mirada del cuerpo de él al suyo presa del pánico.

Dan le tendió la mano.

—Natalie…

Ella se apartó a toda prisa del pie de la cama, como un cangrejo, y se tapó la cara con las manos.

—¡¿Qué has hecho?!

Dan no sabía a quién le gritaba la pregunta.

—¡Tranquila! No ha pasado nada.

Se apartó de él retorciéndose, entró corriendo en el cuarto de baño y cerró la puerta de golpe.

Dan suspiró y se dejó caer nuevamente contra la cabecera. «Otra brillante maniobra de Atwater».

Esperó varios minutos antes de cruzar la habitación para llamar a la puerta del cuarto de baño.

—¿Natalie? ¿Quieres hablar?

No hubo respuesta.

Dan se quedó junto a la puerta un minuto más, pero regresó a la cama sin volver a llamar. Mientras miraba fijamente el techo, observó cómo el tono amarillo orín de la habitación daba paso a la luz azulada previa al amanecer que se filtraba por las ventanas tintadas del hotel. Al final, el teléfono que tenía al lado sonó a la hora que había solicitado que lo despertaran.

No hacía falta.