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Una puerta abierta

No llegaron a la tienda de McCord hasta después del mediodía. Para entonces, Dan estaba muerto de hambre y Natalie tenía un aspecto terrible.

Habían vuelto de New Hampshire en un vuelo nocturno y no habían llegado a su hotel hasta casi la una de la madrugada. Dan consiguió echar una cabezada en el avión, pero sabía que Natalie había estado temblando de miedo, completamente despierta, durante todo el viaje. Naturalmente, el agente Clark insistió en que se reunieran con él en la jefatura del Departamento de Policía de Los Ángeles a las siete en punto, y se pasaron toda la mañana revisando el caso.

El desayuno de Dan solo le había permitido aguantar hasta las diez aproximadamente, y ahora notaba en las sienes un dolor de cabeza causado por el hambre.

—¿Seguro que no quieres volver más tarde? —preguntó a Natalie, que se hallaba tapada en el asiento del pasajero como una alfombra enrollada—. No te vendría mal un poco de comida y de sueño, por ese orden.

—No. Tengo que avisar a Arthur de lo que está pasando. —Agarró el mango de la puerta y se irguió—. Será un momento.

—Como quieras.

Dan salió del coche y rodeó el vehículo rápidamente para juntarse con ella en la entrada de la tienda. La puerta no estaba cerrada con llave, pero cuando penetraron en el establecimiento la entrada todavía estaba a oscuras.

—El señor McCord tarda hoy en encender las lámparas. —Cuando la puerta principal bloqueó la luz del sol procedente de la calle, Dan encendió su linterna—. ¿Puede que haya salido a alguna parte?

—Arthur no sale. —La voz cansada de Natalie se vio repentinamente teñida de miedo—. Algo no va bien.

Cuando abrió la puerta de la habitación de las sesiones de espiritismo, la campanilla tintineó con una alegría incongruente en la oscuridad absoluta. Antes de bajar el haz de la linterna hacia el suelo, Dan notó algo pegajoso debajo de los pies y percibió un hedor que apestaba a sudor rancio y óxido. Natalie retrocedió tambaleándose y se agarró a la puerta cuando el tenue círculo de luz iluminó la figura situada delante de ellos.

A Dan se le revolvió el estómago vacío.

—Santo Dios…

En el centro de la habitación, había sangre esparcida por la mayor parte de las esteras de goma. Arthur McCord yacía en medio del charco de sangre coagulada, con los pies descalzos apuntando hacia la puerta. Tenía la parte delantera de la camisa del pijama rasgada y una pintada roja grabada en la piel lívida de su pecho:

UNA PUERTA ABIERTA

ENTRA

Debajo de la inscripción, la enorme barriga de McCord había sido rajada del esternón al ombligo y sus manos habían sido colocadas a ambos lados de la herida, como si estuviera separando los colgajos de piel para permitir el acceso a sus entrañas. El asesino había desenrollado cuidadosamente el intestino delgado del cadáver y lo había sacado por la herida para formar con él un círculo talismánico alrededor del cuerpo. El cuello de McCord presentaba heridas de ligaduras y puñaladas, y sus ojos violeta habían sido extraídos de sus cuencas.

—Natalie…

Dan acudió a sacarla de la habitación, pero se quedó inmóvil cuando el haz de la linterna se posó sobre su rostro. Observó que Natalie tenía los ojos prácticamente en blanco, las córneas ocultas bajo los párpados que no dejaban de moverse, y estaba apoyada contra la puerta como si se encontrara en el antepecho de un rascacielos.

Sacudió la cabeza dos veces, y sus iris giraron hasta aparecer de nuevo.

—Boo… gracias a Dios que estás aquí.

Dan se puso tenso al oír el registro grave y sonoro de su voz. Cuando ella echó a correr en dirección a la puerta, le cerró el paso.

—El señor McCord, supongo.

Natalie se abalanzó sobre él gruñendo:

—¡DÉJEME SALIR!

—Todavía no. —Se situó en la puerta, y ella gruñó de frustración: saltaba a la vista que McCord no estaba acostumbrado a tener un cuerpo tan ligero. Dan agarró a Natalie de la muñeca—. ¿Quién lo ha hecho?

—¡No lo sé!

—¿Qué vio?

McCord dejó de forcejear.

—No vi nada. Me sacó los ojos con un cuchillo.

—¿Por qué querría alguien matarle?

—¡He dicho que no lo sé!

—¿Quién más sabía que se escondía aquí además de Natalie?

Por primera vez, McCord se detuvo a reflexionar sobre la pregunta.

—Lucy Kamei… y Simon.

—¿Nadie más? ¿Está seguro?

—¡Sí, estoy seguro! Todos los demás están muertos.

McCord la emprendió a golpes de nuevo, crispando las facciones de la cara de Natalie. Dan se dio cuenta de lo fuerte que estaba agarrando a Natalie del brazo y del daño que debía de estar haciéndole. La soltó y se hizo a un lado.

McCord empujó a Natalie hacia delante y la hizo pasar por delante de Dan y salir por la puerta principal. Dan los siguió hasta la acera y vio que McCord ladeaba la cabeza de ella en dirección al sol cálido y alzaba sus brazos como un pájaro extendiendo las alas.

Natalie se mantuvo en equilibrio por un instante y a continuación se desplomó. Dan la cogió antes de que se cayera y la dejó con cuidado en el suelo, debajo del letrero con los ojos violeta de la tienda.

Mientras ella apoyaba la mejilla en el muro, Dan marcó el número de Clark con el móvil. Ya no había ninguna posibilidad de comer, pero no importaba: de todas formas, había perdido el apetito.

• • •

Saturado en el mejor de los casos, el tráfico que avanzaba por Vine Street redujo la marcha hasta el paso de un cortejo fúnebre mientras los agentes uniformados de la policía de Los Ángeles trataban en vano de ahuyentar a los mirones de la tienda de McCord. Un equipo de recogida de pruebas había entrado para fotografiar la escena del crimen y recabar pistas mientras Clark interrogaba a Dan delante del establecimiento.

—¿Quiere decirme por qué no sabíamos de la existencia de este hombre? —preguntó el agente especial al mando, que recordaba mucho al subdirector del antiguo instituto de Dan.

—Consulté los archivos sobre la desaparición de McCord por si podía existir una relación con los asesinatos —mintió Dan—. Con la ayuda de Natalie, conseguí unas pistas nuevas sobre su paradero actual, pero no quería desviar la investigación hasta que tuviera algo concluyente. Por desgracia, el asesino llegó antes hasta él.

La historia no impresionó a Clark.

—Estoy deseando leer su informe oficial, agente Atwater —murmuró, y se volvió hacia una experta en la escena del crimen que acababa de salir de la tienda—. ¿Qué han conseguido?

—Tendremos que esperar al informe del forense, pero el color morado de la piel y la insignificante descomposición del cuerpo hacen pensar que la muerte tuvo lugar ayer, posiblemente hace tan solo quince horas. —La técnica, una mujer fornida llamada Estelle Blair, bajó su carpeta y se subió las gafas de leer a la frente—. Parece que el asesino intentó estrangular a McCord y luego lo apuñaló en el cuello para rematarlo. El tamaño de la perforación indica que la herida fue hecha con un cuchillo de caza o una hoja parecida.

—¿Algún arma?

—Solo un revólver del cuarenta y cinco, que por lo visto pertenecía a la víctima. Hubo dos disparos. Hemos encontrado una bala en la pared, pero todavía estamos buscando la otra; el papel de aluminio que hay por todas partes dificulta la localización de los agujeros. No sabemos si parte de la sangre es del asesino, pero vamos a mandar una gran cantidad al laboratorio para que la analicen.

—¿Algo más?

—Unas huellas de zapato ensangrentadas que parecen coincidir con las marcas tomadas en el jardín de Gannon. Además, la cerradura de la puerta principal muestra señales de haber sido forzada. Quienquiera que entró sabía cómo abrirla con una ganzúa.

Dan lanzó una mirada a Natalie, que seguía desplomada en la acera como una vagabunda, con la cabeza apoyada en las rodillas.

—Dele tiempo hasta mañana.

—¿Qué tal las siete de esta tarde?

—Mañana, Earl.

Clark miró a Natalie, y su boca se torció.

—Está bien. Mañana por la mañana. —Él y Blair se hicieron a un lado para hablar.

Dan se agachó al lado de Natalie y le acarició la piel descubierta del brazo, como un padre que despierta a un niño de una pesadilla. Ella alzó la cabeza y entornó aquellos ojos demasiado cansados para llorar.

—¿Estás lista para irnos?

Ella asintió moviendo la cabeza de forma casi imperceptible y dejó que él la ayudara a levantarse.