11
La habitación negra
Era la última sesión de espiritismo de la noche, y Arthur McCord estaba deseando que acabara.
La cliente era una mujer mayor llamada Beatrice Rose, a la que no conocía. A sus sesenta y tantos años, se encontraba en la frontera entre la madurez y la vejez, después de que la carne empiece a perder vigor pero antes de que el fuego del alma se consuma en cenizas. A pesar de que tenía los hombros encorvados del cansancio y una incipiente osteoporosis, se hallaba sentada con atención en el borde de su silla, con los ojos brillantes y el cabello plateado con una permanente propia de una joven.
Había entrado el día anterior para pedir hora, y Arthur había tenido poco tiempo para prepararse. Normalmente habría pagado a Bonner, el universitario, para que le hiciera el trabajo de investigación: consultar los archivos del condado, las secciones necrológicas de los periódicos locales, incluso el historial crediticio del sujeto y su difunto marido; cualquier cosa que le ofreciera datos convincentes que dosificar en la sesión. Tal como estaban las cosas, tenía que documentarse en frío, haciendo conjeturas educadamente e incitando a la señora Rose a que le proporcionara la información que necesitaba. «Arrancándole las plumas», como se decía en el sector de los falsos violetas.
—Sé por qué has venido, Bea. —Él sonrió y le acarició la mejilla—. Sé lo que quieres preguntarme.
—¡Oh, Davey! —Ella le acarició y le besó la mano—. Pero ¿cómo…?
—He estado contigo todo el tiempo. Sé lo duro que ha sido para ti… lo duro que has trabajado desde que me marché.
En realidad, no eran más que tonterías. Encerrados en su habitación negra, los muertos solo podían ver a los vivos a través de la ventana de un violeta. Pero Arthur supo que la señora Rose se encontraba en apuros económicos por la forma en que regateó el precio de la consulta. Los callos que notó en sus palmas debían de ser producto de las largas horas dedicadas a pasar la fregona o el aspirador, y el hecho de que hubiera acudido a él a las diez de la noche le indicó que seguramente hacía horas extra.
—Sí, ha sido duro. —Las lágrimas de la mujer se colaron entre los dedos de él—. Te he echado mucho de menos.
—Pero algo está a punto de cambiar, ¿verdad?
Ella apartó la cara de él repentinamente avergonzada, mientras se sorbía la nariz. Arthur adivinó fácilmente su dilema.
—Hay alguien nuevo, ¿verdad? Otro hombre.
Ella no dijo nada, pero agachó la cabeza más y se puso a toquetear su alianza en la mano izquierda.
—Bea, ¿recuerdas lo que te dije en nuestra luna de miel?
—¿En Hawaii? —La señora Rose frunció el ceño—. ¿Cuándo?
—Recuerda. En la playa.
—¿Que… que me querías?
—Que siempre te querría —la corrigió Arthur—. Para siempre. Pasara lo que pasase. Después de todo, eres mi «abejita[2]».
Se arriesgó con el nombre cariñoso. Si se equivocaba, probablemente ella le restaría importancia como algo irrelevante; si acertaba, ella se convencería de que era su marido.
Mereció la pena arriesgarse. Ella se llevó las manos a la cara, temblando.
—¡Davey! Dios mío, lo siento…
—No lo sientas. Quiero que seas feliz, aunque eso signifique que te cases con otro hombre.
Arthur se preguntaba si el verdadero David Rose sería tan comprensivo. Esperaba que así fuera.
Ella saltó de su silla y se desplomó encima de él, sollozando.
—¡No te he dejado de querer! ¡Nunca te he dejado de querer!
—Lo sé. —Dándole palmaditas en la espalda mientras la mecía, Arthur decidió que era un buen momento para poner fin a la sesión—. Tengo que irme, mi abejita. Pero siempre estaré cerca, velando por ti, envolviéndote con mi amor.
Arthur la besó en la frente, dejó caer su cuerpo en la silla y empezó a respirar aceleradamente como si hubiera corrido un maratón. Con los ojos cerrados, oyó que Beatrice Rose lloraba y notó cómo se estremecía contra él.
Una vez que la señora Rose dejó de llorar a lágrima viva y se sonó la nariz, Arthur la acompañó a la puerta. Ella le dio las gracias efusivamente e insistió en que aceptara diez dólares de más como muestra de gratitud. Él declinó la oferta educadamente y le dio las buenas noches.
«Menuda vida —pensó con amargura mientras cerraba con llave la puerta de la tienda y apagaba las lámparas de camping de la entrada—. Hilando una sarta de mentiras como en un número de mentalismo de Las Vegas».
Naturalmente, no habría tenido que recurrir a semejante fraude si se hubiera limitado a invocar a los muertos como aseguraba que hacía. Pero Arthur atesoraba la soledad de su alma, ganada a duras penas, y se negaba a renunciar a ella por un solo momento.
Volvió a la sala de las sesiones de espiritismo arrastrando los pies y empezó a apagar las velas. Tal vez debería haberse marchado del país después de su «desaparición»… aunque había oído que algunas naciones del extranjero eran todavía más implacables con sus violetas que el CCUN. Si te negabas a cooperar en Estados Unidos, el cuerpo podía ponerte en la lista negra, embargarte el coche y revisar las cuentas de tu familia; en Paraguay, el gobierno te mandaría por correo uno a uno los dedos de tu esposa hasta que volvieras al trabajo.
Arthur tampoco se hacía a la idea de dejar a la única familia que había conocido en su vida: Jem y Gig, Evan y Boo, Lucy… incluso Simon. Eran las únicas personas en las que confiaba lo suficiente para revelar la verdadera identidad de «Yuri», el único violeta genuino de West Hollywood.
Ahora la mitad de la familia estaba muerta.
El círculo de luz de la habitación se encogió hasta el tamaño de la mesa central, donde la lámpara de aceite todavía emitía un aro parpadeante de luz ambarina. Arthur cogió la lámpara del asa, salió con ella por la puerta trasera con su cortina de cuentas y entró en lo que antaño era el despacho de la tienda. Lo había convertido en su vivienda instalando una pequeña ducha en el cuarto de baño —todo tuberías de plástico, como el resto de las cañerías— e incorporando una cama plegable, una cómoda, varios estantes con libros (la mayoría de filosofía oriental) y un hornillo de propano. Se las arreglaba sin nevera subsistiendo principalmente a base de conservas, fruta fresca, tubérculos y comida preparada que encargaba regularmente. Al igual que en el resto de la tienda, las paredes relucían con el reflejo apagado del papel de aluminio arrugado.
El único aparato eléctrico que había en la habitación era una linterna colocada en el suelo junto a la cama y, como de costumbre, Arthur encendió la luz para asegurarse de que las pilas seguían funcionando. Con la luz ambiental de la calle tapada por las ventanas cubiertas de papel de aluminio, la tienda se volvía oscura como una cueva cuando las lámparas estaban apagadas, y Arthur detestaba tener que ir a tientas al cuarto de baño en plena noche.
Al lado de la linterna había un revólver de calibre 45 sin registrar que había comprado a un camello del Boulevard.
Arthur dejó la lámpara de aceite en la cómoda y se puso el pijama. Tras cepillarse los dientes en el lavabo, se quitó las lentes de contacto de exagerado color violeta y las guardó en una solución salina para el día siguiente. A continuación se metió en la cama, levantó el tubo estriado de la lámpara y apagó la llama.
En el preciso instante en que la gruesa mecha de cuerda se apagó, se oyó un susurro procedente de la habitación de las sesiones de espiritismo: un tintineo suave y metálico cuya resonancia se detuvo súbitamente.
Envuelto en una oscuridad palpable, Arthur se quedó completamente inmóvil, tratando de convencerse de que la presión atmosférica había empujado la puerta de la habitación contra la campanilla que había colgada encima. Pero eso no explicaba el repentino silencio, como si unos dedos hubieran agarrado la campanilla para amortiguar su vibración.
Moviéndose a tientas y de memoria, Arthur cogió el revólver y la linterna. Retiró el percutor de la pistola y encendió la luz con la ligera esperanza de hallar al asesino delante de él. La rápida trayectoria del haz de la linterna le confirmó que estaba solo en la habitación.
Entonces Arthur apuntó con la linterna y la pistola hacia las sartas de cuentas moradas que cubrían la puerta a modo de cortina. Los sonidos imaginarios hacían que las orejas se le movieran nerviosamente, pero no oía nada.
No supo el tiempo que permaneció allí, escuchando, sin apenas atreverse a parpadear. Parecía que hubiera pasado más de una hora. Pensó que podía prolongar aquella situación toda la noche: después de todo, él tenía ventaja, pues el intruso —si es que había alguno— no podía entrar en la habitación sin recibir un disparo. Al día siguiente tenían que venir algunos clientes, y Arthur podía hacer que llamaran a la policía disparando el revólver, en el supuesto de que el intruso no hubiera escapado para entonces.
Se le empezaron a agarrotar los músculos de los brazos, y se reprendió a sí mismo por su cobardía. El hombre que había asesinado a Jem y los demás podía estar escondido en aquella habitación. Si Arthur le dejaba escabullirse por donde había entrado, su próxima víctima podría ser Lucy o Boo.
Por primera vez en seis años, Arthur McCord deseó tener teléfono.
Bajó el haz de la interna hacia el suelo, debajo de la cortina de la cama. No había ningún pie.
Flexionando el dedo sobre el gatillo de la pistola amartillada, Arthur se levantó y se dirigió a la puerta sin hacer ruido. Se apretó contra la pared de la derecha y apartó unas sartas de cuentas con el cañón de la pistola para poder iluminar la habitación de las sesiones de espiritismo. Partiendo de la pared más próxima, se dedicó a recorrer el perímetro de la estancia haciendo zigzag con el haz de la linterna. Constelaciones y signos del zodíaco aparecían y desaparecían flotando del círculo del luz, que se volvió más grande y tenue al llegar a la pared del fondo del cuarto. Se apoyó en el marco de la puerta lo justo para poder dirigir el haz hacia todos los rincones de la habitación.
No encontró a nadie.
Enfocó la puerta con la luz en diagonal. Estaba entornada, y su lado superior tocaba el borde delantero de la campanilla. ¿Todavía estaba el intruso detrás de la puerta, ocultándose en la entrada? ¿Cómo había entrado por la puerta principal, que estaba cerrada con llave?
Con idéntica preocupación, Arthur observó la mesa cubierta con un mantel que había en el centro de la habitación. Allí debajo había mucho espacio para esconderse. Pero ¿cómo podía mirar debajo de la mesa o detrás de la puerta sin exponerse a que lo cogieran por sorpresa desde el otro punto?
Arthur avanzó hacia la mesa como si fuera un león que estuviera dormido. Sin apartar el círculo de la linterna de la puerta, tiró la mesa dándole una patada rápida con el pie derecho. La mesa cayó sobre el borde redondeado y fue rodando hasta que se detuvo, con el mantel colgando alrededor de las patas de madera.
En el suelo no había nada.
Arthur se lamió el sudor del labio superior. El haz de la linterna se hallaba suspendido sobre la puerta; un foco a la espera de un actor. ¿Había aumentado la anchura de la rendija de la puerta desde que la había visto por primera vez? ¿O la había dejado entornada él mismo cuando había cerrado la tienda?
Rodeó furtivamente la puerta hasta el lado de las bisagras y echó un vistazo a través de la malla metálica de la ventana. Nada. Sin embargo, no podía estar seguro, a menos que…
Mientras sujetaba la linterna con el pulgar, curvó los dedos de la mano izquierda debajo del pomo de la puerta. Agarró la pistola con más fuerza y abrió la puerta de un tirón.
Detrás de él oyó un susurro de tela ondeante.
«Los estandartes», comprendió Arthur antes de darse la vuelta. El intruso estaba detrás de uno de los estandartes.
Un alambre fino como una navaja se clavó en la piel de su cuello y le hundió la tráquea.
Arthur se sacudió hacia atrás, abriendo la boca pero incapaz de respirar. El dedo del gatillo se crispó en un acto reflejo, y disparó a la pared. Aunque consiguió agarrar la pistola, se le cayó la linterna de debajo del pulgar y rebotó en el suelo, creando un foco inútil de luz a sus pies.
El cerebro de Arthur pedía oxígeno a gritos a medida que el flujo sanguíneo se atascaba en sus obstruidas arterias carótidas. Como un toro dominado por el pánico, empujó con el cuerpo hacia delante y levantó a su atacante del suelo sobre su enorme espalda.
El asesino se aferró al alambre mientras Arthur lo zarandeaba de un lado a otro. Lo estampó contra la pared más próxima y lo inmovilizó. El asesino gimió de dolor.
La visión de Arthur se difuminó en una imagen de un tablero de ajedrez, pero hizo caso omiso de la presión que notaba en la cabeza y apuntó con la pistola al hombre atrapado detrás de él.
El alambre descendió, y una mano de textura pegajosa y gelatinosa como la goma agarró la muñeca derecha de Arthur. El asesino desvió el cañón de la pistola hacia arriba en dirección al techo en el preciso instante en que Arthur pegó otro tiro. Se oyó un sonido suave detrás de él, y un cuchillo se clavó en el cuello de Arthur.
La pistola se deslizó de sus dedos entumecidos. Los pliegues de su cuello rezumaban una humedad caliente, y cuando intentó respirar, la tráquea le empezó a borbotear como un desagüe atascado. Los pensamientos conscientes se apagaron de su mente como bombillas que estallaban y dejaron una sola encendida: «Boo…».
Tambaleándose como si estuviera borracho, Arthur echó mano de la fuerza anaeróbica que le quedaba en los músculos y clavó el codo derecho en el plexo solar del asesino. Cuando el hombre se dobló, Arthur lo agarró de la cintura abrazándolo como un luchador y empleó el impulso de sus ciento cuarenta kilos de peso para empujar al suelo al desequilibrado atacante.
Al desplomarse encima del asesino, Arthur cayó inconsciente momentáneamente, pero se obligó a abrir los ojos cuando notó que el hombre estaba retorciéndose para escapar de debajo de él. La cabeza cubierta del asesino había caído dentro del óvalo de luz que emitía la linterna, y la tela vibraba con su respiración dificultosa.
Arthur agarró la tela de las sienes del hombre sin apenas notarse los dedos y empezó a quitarle la máscara. «Deja que te vea. Deja que te vea para Boo…».
El asesino intuyó el peligro y agitó la cabeza para librarse de las manos de Arthur. La base de la máscara salió de debajo del cuello de su camisa negra y dejó a la vista la piel blanca de su cuello. Arthur derramó sangre y saliva roja en la piel descubierta. La máscara se deslizó un poco hacia arriba, pero se detuvo en la barbilla del asesino. Arthur siguió tirando. «Solo un poco más…».
Entonces la punta del cuchillo lanzó un destello en dirección a la sustancia gelatinosa de sus ojos.
Los últimos retazos de su conciencia se hicieron pedazos con el dolor candente de sus córneas perforadas. Notó que la sangre se filtraba en el fluido vítreo de las cuencas de sus ojos, pero la sensación era como si quedara el último metro de película en la bobina de un proyector; el final de la experiencia golpeando repetidamente en su memoria, eternamente irresoluta.
La muerte no llegó en forma de sueño, sino de despertar. Poco a poco, Arthur cobró conciencia de la ausencia de dolor, de la ausencia de la más mínima sensación. Al intentar tocar algo, descubrió que ya no estaba limitado por los confines de la piel.
Arthur se extendió como el vapor en un nuevo y extraño vacío, una negrura que no era negra, pues carecía de toda noción de color. La sensación de libertad le provocó una vertiginosa euforia, y se preguntó si podría estirarse hasta las estrellas.
Algo lo detuvo. La barrera no lo tocó en un sentido físico, sino que ejerció un rechazo magnético sobre su mente, cercando sus pensamientos incorpóreos. Apretó su esencia contra aquella fuerza, buscando una grieta en las paredes que lo rodeaban, pero halló la misma resistencia en todas partes.
«La jaula de Faraday», recordó, y el pánico invadió su alma.
Cada vez más frenético, daba vueltas y empujaba y golpeaba su esencia inmaterial contra los lados de la jaula. Creada para evitar que las demás almas entraran, la caja confinaba ahora su alma.
Atrapado y solo, Arthur McCord buscaba a tientas inútilmente una salida de la habitación negra construida por él mismo.