9
Discursos iniciales
Natalie vio la sesión de apertura del juicio por el asesinato de los Hyland en Court TV, junto con otros diez millones de espectadores. Inez le había dicho que Lyman Pearsall no iba a prestar declaración hasta el segundo día como muy pronto, y Natalie no quería arriesgarse a que el Cuerpo la viera en el juzgado antes de ese momento. En lugar de ello, se pasó la mañana dando sus clases particulares a Callie.
Su hija estaba tumbada boca abajo en el suelo de la sala de estar, con la barbilla apoyada en el borde de un cuaderno de matemáticas mientras garabateaba en la página abierta con un lápiz grueso.
—¿Después podremos ver Bob Esponja?
—No. No hasta que hagas los ejercicios. —Sentada con las piernas cruzadas en el sofá, Natalie observaba a Callie con su visión periférica mientras mantenía la mirada fija en la televisión—. Y siéntate derecha mientras trabajas. No es bueno tener los ojos tan cerca del papel.
Callie protestó y se levantó apoyándose con las rodillas, y se encorvó sobre sus deberes como si fueran una máquina de coser en un taller.
En la televisión, la cámara se centró en Inez, que se hallaba de pie ante el jurado pronunciando el discurso inicial de la acusación.
—Como hijo único, Prescott Hyland hijo fue el destinatario exclusivo de las atenciones y el afecto de sus padres —les comunicó—. Creció disfrutando de todo lo que un hijo podía pedir. Pero eso no bastaba para Scott Hyland. Cuando Elizabeth y Prescott Hyland padre se negaron a satisfacer su creciente codicia, Scott se volvió contra ellos y destruyó despiadadamente las vidas que concibieron la suya.
»La acusación pretende demostrar que el elegante joven de voz suave que ven aquí —señaló la mesa de la defensa situada detrás de ella, donde se hallaba sentado Scott Hyland con un traje y una expresión de solemnidad puritana— tramó y llevó a cabo sistemáticamente y a sangre fría los asesinatos de sus padres y luego intentó hacer pasar su horrible crimen por el trabajo de un vulgar ladrón para escapar de la justicia.
Siguió pregonando el testimonio y las pruebas irrefutables que iba a presentar contra Scott, adoptando poses de férrea certeza al mirar a cada miembro del jurado a los ojos. Natalie sonrió cuando la cámara captó el brillo plateado de la cruz colgada de una cadena alrededor del cuello de la fiscal. Como buena católica, Inez siempre llevaba su crucifijo, pero nunca lo exhibía de forma tan visible como cuando aparecía en el juzgado.
Callie cogió su libreta por una esquina; el cuaderno se balanceaba en su pequeño puño como la piel de un conejo cazado.
—¡Ya he terminado! ¿Quieres ver cómo lo he hecho?
—Luego, cielo. Empieza con la caligrafía.
Con una lánguida seguridad, Malcolm Lathrop se levantó para pronunciar el discurso inicial de la defensa y dio un apretón compasivo a Scott Hyland en el hombro.
—En primer lugar, quiero darles las gracias a todos por sacar tiempo de sus trabajos y sus familias para estar aquí. —Inclinó la cabeza ante los miembros del jurado, avergonzado, como si los hubiera interrumpido durante la cena—. Sin personas como ustedes, puede que Scott no tuviera jamás la oportunidad de defenderse contra estos cargos.
»Como ya les ha dicho la acusación, Prescott Hyland padre y Elizabeth Hyland fueron víctimas de un asesinato brutal, calculado y premeditado. Eso es verdad. Pero ¿fue Scott Hyland el asesino? —Movió una mano en dirección a su cliente, que se quedó mirando boquiabierto al jurado como un cervatillo asustado—. Eso no es verdad en absoluto.
Lathrop levantó las manos y se encogió de hombros con gesto hastiado.
—Por supuesto, él es el principal sospechoso. ¿Acaso no es evidente que la persona que más posibilidades tenía de salir ganando con la muerte de los Hyland era su hijo y único heredero? ¿Y no es evidente que Scott tenía problemas de disciplina y se peleó con sus padres repetidamente? ¿Qué adolescente no tiene esos problemas? —Sonrió, y varios miembros del jurado se rieron entre dientes—. Sin duda, la policía se alegró de que el caso pareciera tener una solución tan evidente.
La expresión de Lathrop se tornó seria.
—Pero la solución evidente no siempre es la correcta. Prescott y Elizabeth Hyland eran personas ricas y poderosas, y las personas ricas y poderosas se granjean enemigos. Cualquiera de esos enemigos podría haber cometido los crímenes de los que ha sido acusado Scott Hyland. —Lathrop señaló a los miembros del jurado—. Su deber consiste en descubrir la verdad, no un montón de conjeturas apresuradas y prejuicios flagrantes… La verdad. La vida de un joven inocente depende de ello.
Volvió a escudriñar a los miembros del jurado, dejando la última frase en el aire como si fuera humo, y a continuación volvió a situarse tras la mesa de la defensa. Su discurso había sido breve y prácticamente no daba pistas de cuál iba a ser la estrategia de la defensa.
—Mamá, tengo hambre. ¿Podemos comer ya?
—Claro, cielo.
Natalie fue corriendo a la cocina y preparó un par de sándwiches de mantequilla de cacahuete con mermelada para las dos, mientras escuchaba el murmullo disperso del televisor. Ella y Callie volvieron a la sala de estar con los sándwiches en platos de plástico y unas tazas de leche en la mano cuando Inez estaba empezando a interrogar al agente del Departamento de Policía de Los Ángeles Eric Tanaka, el primer testigo de la acusación.
Con el escudo pulido de su placa reluciendo contra el azul marino de su uniforme, Tanaka contestó a las preguntas de la fiscal con elocuente precisión militar. Relató cómo él y su compañero, el agente Jordan Hooper, habían sido enviados a la residencia de los Hyland en Bel Air después de que el teléfono de emergencias recibiera una llamada del ama de llaves vietnamita de la familia, Mai Phan, el lunes 23 de agosto del año anterior a las 8.32 de la mañana.
La señora Phan se reunió con ellos cuando llegaron a la escena del crimen y dijo que esa mañana, cuando había llegado a trabajar, se había encontrado la puerta principal cerrada con llave. Después de llamar al timbre varias veces y telefonear a la casa con su móvil sin obtener respuesta, dijo, se dirigió al patio trasero para ver si podía abrir una puerta. Fue entonces cuando descubrió que la ventana del estudio estaba abierta y vio cristales rotos esparcidos por el suelo. Temiendo que un intruso estuviera en la casa, llamó a la policía.
—¿Les enseñó esta ventana rota? —preguntó Inez a Tanaka, señalando el punto adecuado en un gran diagrama que mostraba el plano del suelo de la mansión de los Hyland.
—Correcto.
—¿Y estaba rota toda la ventana?
—No. Habían roto un cristal cerca del pestillo de la ventana y habían abierto el marco levantándolo.
Inez mostró unas fotos ampliadas de la ventana y los fragmentos de cristal de debajo.
—Según su propia experiencia, ¿concuerda con otros casos de allanamiento de morada que usted ha presenciado?
—No. El hecho de que los fragmentos de cristal estuvieran fuera de la ventana implica que el golpe que rompió el cristal se hizo desde dentro.
Debido a ese dato, dijo Tanaka, sospechó que el daño pudo haber sido accidental y no intencionado. Sin embargo, cuando enfocó con su linterna a través de la ventana abierta, vio que la vitrina de las armas de Prescott Hyland también había sido hecha añicos. En ese momento, él y su compañero se tomaron la amenaza de un posible intruso más en serio. Pidieron refuerzos y sacaron sus armas. Considerando que tenían una causa probable para sospechar que se estaba cometiendo un crimen y que las vidas de los Hyland podían correr un peligro inmediato, decidieron entrar en la casa y advertir a gritos a los ocupantes.
Los dos agentes abrieron a golpes la puerta trasera que daba al lavadero con un ariete y, por ese motivo, activaron el sistema de seguridad de la mansión. Cuando la alarma empezó a sonar, recorrieron con cautela todas las habitaciones del piso de abajo, llamando al señor y la señora Hyland.
—¿Encontraron algún objeto desordenado en las habitaciones del piso de abajo? —preguntó Inez.
—Solo la vitrina de las armas —contestó Tanaka.
La fiscal colocó una foto ampliada del tamaño de un póster en su caballete.
—¿Fue así como la encontraron?
—Sí, señora.
Se trataba de una vitrina de porcelana victoriana reformada que constaba de un marco de madera de cerezo y un cristal delantero con una puerta central y las esquinas redondeadas. Dentro había media docena de rifles de varios calibres apoyados en una percha vertical, mientras que unos soportes colocados en la pared del fondo sostenían veintiocho pistolas distintas cuyo estilo abarcaba desde un clásico revólver Colt a una Luger alemana pasando por una Magnum 44 Desert Eagle. La puerta de la vitrina todavía estaba bordeada de fragmentos de cristal puntiagudos, y una de las muescas de la percha de los rifles estaba vacía.
Inez movió una mano en dirección a la foto.
—¿Cuánto calcula que valdrían en la calle las armas de esta vitrina?
Tanaka reflexionó acerca del arsenal de Prescott Hyland.
—Quince mil dólares. Como mínimo.
—¿Vio alguna señal de que la persona que forzó la vitrina intentara llevarse alguna de las armas que vemos aquí?
—No, señora.
Convencidos de que el piso de abajo estaba seguro, los agentes subieron por la escalera de mármol. Mientras Hooper cubría el pasillo, Tanaka registró las habitaciones del piso de arriba de una en una.
—¿Se acuerda de esta habitación?
Inez colocó otra foto ampliada en el caballete: el dormitorio de Scott Hyland. Las paredes estaban decoradas con pósters de Eminem y modelos en bañador, y el suelo y la cama se hallaban llenos de ropa arrugada.
—Sí, señora.
—¿Algún objeto de esta habitación parecía estar desordenado o haber sido robado?
—Era un poco difícil de saber. —Tanaka sonrió, y el público del palacio de justicia se tronchó de risa—. Pero no, no creo que la habitación hubiera sido desvalijada. Como puede ver, no sacaron ningún cajón de la cómoda.
—¿Encontró algo fuera de sitio en alguna de las otras habitaciones de arriba?
La expresión del agente de policía se volvió seria.
—Solo en el dormitorio principal.
Unos cuantos miembros del jurado emitieron un grito ahogado cuando Inez colocó otro cartel en el caballete.
—¿Es así como encontró el dormitorio principal?
—Sí, señora.
El cartel contenía dos ampliaciones. En la imagen tomada con gran angular, Prescott Hyland padre yacía sobre la cama de matrimonio extragrande, apoyado en una mala postura contra la cabecera, con los ojos abiertos, la mirada ausente y la piel teñida de verde. Llevaba la parte superior del pijama que Natalie había empleado como piedra de toque, y las sábanas de percal que había debajo de él tenían una mancha magenta allí donde sus heridas habían impregnado el colchón. La escopeta que lo había matado se encontraba en el suelo al lado de la cama, entre papeles y documentos esparcidos.
Betsy Hyland no se veía en esa foto. Un primer plano del suelo al lado derecho de la cama mostraba que se había caído, con un libro de tapa dura de Danielle Steel tirado boca abajo a su lado y las mantas extendidas como las alas de un pájaro muerto. Tenía el dobladillo del camisón azul subido en torno a la cintura, con las piernas amoratadas y separadas. Su ojo izquierdo seguía mirando fijamente hacia arriba; el otro había desaparecido junto con gran parte de la mitad derecha de su cabeza. El hemisferio de su cerebro que quedaba se había escurrido y había formado una masa como un pudin sobre la alfombra.
Tanaka declaró que en cuanto él y su compañero se aseguraron de que el autor no ya no estaba en el lugar del crimen, llamaron a homicidios y vigilaron la casa hasta que llegó el equipo de investigación. El examen inicial de la escena los llevó a denunciar el crimen como doble homicidio e intento de allanamiento de morada, pues los cajones de la cómoda del dormitorio principal y la mesita de noche habían sido abiertos y sobresalían lenguas de ropa desordenada como si alguien hubiera rebuscado en su contenido. El hecho de que el arma del crimen hubiera sido extraída de la colección de las víctimas y dejada en la escena también hacía pensar que los asesinatos tenían un carácter oportunista antes que premeditado.
Una vez que hubo acabado, Inez dio las gracias a Tanaka por su declaración y lanzó una mirada en dirección al juez que presidía la sesión.
—No hay más preguntas, señoría.
«Menuda suerte», pensó Natalie al reconocer las facciones patricias y musulmanas y la barba canosa del juez. Un jurista veterano con estricto sentido de la justicia, Tony Shaheen también resultaba ser un viejo amigo de Inez fuera de los juzgados.
Inez volvió a la mesa de la acusación, y el juez Shaheen señaló con la cabeza en dirección a la defensa.
—El testigo es suyo, señor Lathrop.
El abogado alzó la vista de sus apuntes como si lo hubieran interrumpido leyendo el periódico de la mañana.
—No hay preguntas, señoría.
El juez Shaheen arqueó las cejas blanquinegras ligeramente sorprendido.
—Muy bien. Puede abandonar el estrado, agente Tanaka.
A continuación, el agente Hooper subió a la tribuna de los testigos y reiteró en lo esencial la versión de Tanaka acerca del descubrimiento de los cadáveres de los Hyland. Luego Morris Eckhardt, un experto en armas de fuego, declaró que los perdigones y el taco recuperados en los cuerpos encajaban con el tipo asociado a los cartuchos encontrados en la escopeta descubierta en la escena del crimen. Aunque los perdigones no ofrecían una coincidencia balística positiva como ocurría con las balas, Eckhardt dijo que las «arrolladoras» pruebas indicaban que los disparos mortales habían sido disparados con esa arma, que estaba registrada a nombre de Prescott Hyland padre. Como la vitrina de la que había sido extraída no contenía cartuchos de escopeta, el intruso que había usado el arma debía de haber traído los cartuchos del calibre adecuado… o saber que el señor Hyland guardaba sus armas cargadas para «mayor seguridad».
Con la despreocupación de un bateador que rechaza un lanzamiento perfecto detrás de otro, Malcolm Lathrop dejó que los testigos pasaran prácticamente sin protestar. No intentó rebatir las pruebas físicas ni la manera en que habían sido recogidas, como habrían hecho la mayoría de los abogados en un caso semejante. De acuerdo, nada de lo que Inez había presentado hasta entonces implicaba automáticamente a Scott Hyland… pero estaba claro que ella estaba cavando el agujero en el que enterrarlo. Aun así, Lathrop sonreía como un jugador de póquer que ni siquiera tiene un par de jotas, pero se niega con engreimiento a perder. ¿Estaba marcándose un farol, se preguntaba Natalie, o efectivamente tenía los ases que fingía poseer?
El único momento en que dejó entrever parte de la estrategia de su defensa fue cuando interrogó al doctor Ardath Cox, el forense que había realizado las autopsias de los Hyland.
—Usted calculó la hora de la muerte entre las diez de la noche del sábado, veintiuno de agosto, y las dos de la madrugada del domingo, veintidós de agosto —dijo—. ¿Es correcto?
—Sí. No pudo haber sido mucho más tarde —contestó el forense, tratando de atajar la siguiente pregunta del abogado—. El rigor mortis había desaparecido por completo cuando recogimos los cadáveres. Normalmente, eso tarda unas treinta horas en producirse. Además, las lámparas de noche se habían quedado encendidas en la habitación de los Hyland, lo que indica que la pareja se había preparado para ir a la cama pero todavía no se había dormido.
—¿No pudo haber ocurrido antes de lo que usted calculó? ¿Por ejemplo, entre las nueve y las diez de la noche del sábado?
—Sí, es posible que la muerte se produjera antes de las diez de esa noche —dijo Cox, pronunciando lentamente las palabras, suspicaz—. La hora de la muerte puede ser difícil de determinar después de las primeras veinticuatro horas. El inicio y el cese del rigor mortis pueden variar en función de las condiciones ambientales o la fisiología del fallecido.
»Sin embargo, el hecho de que los Hyland estuvieran vestidos para ir a la cama hace que resulte dudoso que fueran asesinados mucho antes de las nueve, a menos que tuvieran la costumbre de irse a la cama mucho antes que la mayoría de la gente. Además, la ausencia de ampollas en la piel de los cadáveres debido a la formación de gas bacteriano indica que no llevaban muertos más de dos días. En mi opinión, los Hyland murieron entre treinta y treinta y cinco horas antes de que sus cuerpos fueran descubiertos por la policía.
Lathrop sonrió.
—¿Un par de horas, más o menos?
La boca del forense se puso tirante.
—Sí. Un par de horas, más o menos.
—Gracias por la aclaración, doctor Cox. Y en su opinión como médico, después de haber examinado las heridas sufridas por el señor y la señora Hyland… ¿diría que alguno de los dos pudo haber conservado la conciencia tiempo después de que recibieran los disparos mortales? ¿Aunque solo fuera unos instantes?
Natalie se inclinó hacia delante en su sillón.
—Es posible —respondió el forense—, al menos en el caso del señor Hyland. Sabemos que la actividad nerviosa del cerebro continúa incluso después del cese de las funciones autónomas, a veces durante varios minutos.
—Y su cuerpo fue hallado con los ojos abiertos, ¿no?
—Sí. Así es.
Lathrop sonrió de satisfacción nuevamente.
—Gracias, doctor Cox. No hay más preguntas.
Y eso fue todo. Lathrop había preparado el terreno para que la defensa llevara a Lyman Pearsall a la tribuna de los testigos. Como la mayoría de los abogados que solicitaban el testimonio de un violeta, había puesto especial cuidado en asegurar al jurado que las víctimas habían podido dar fe de las acciones de su asesino cuando fueron asesinadas. A Natalie no le preocupaba el interrogatorio en sí, sino la confianza de Lathrop. «Nunca hagas una pregunta cuya respuesta no sepas antes», había dicho Inez en una ocasión sobre la forma de interrogar a los testigos en el juzgado. Lathrop se comportaba como un hombre que sabía todas las respuestas.
«Eso significa que sabe lo que dirán los Hyland —pensó Natalie—. Sabe que ellos pueden liberar a Scott».
Al lado del sillón de Natalie, Callie se retorcía muerta de impaciencia.
—Por favooooooooor, ¿podemos ver Bob Esponja ya?
Natalie meditó un instante más sobre el proceso que se estaba desarrollando en la pantalla y luego apuntó con el mando a distancia al vídeo de encima de la televisión.
—Sí. Vamos a verlo.
La pantalla se llenó de alegres colores de dibujos animados, y la presión del pecho de Natalie disminuyó. Era absurdo preocuparse por el juicio ahora. Ya tendría tiempo de sobra al día siguiente, cuando se sentara en la tribuna del palacio de justicia.