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Horas de visita

Como el vástago ilegítimo de una fábrica de municiones y una penitenciaría, el Instituto de Salud Mental de Los Ángeles conservaba una grisura nublada incluso a la luz radiante del sol de una mañana despejada en el sur de California. Natalie se encorvó sobre el volante del Volvo y contempló el manicomio, pensando todo tipo de motivos para no entrar. Iba a llegar tarde a la cita con Inez, la visita no iba a hacer más que deprimirla y, de todas formas, su madre no iba a acordarse de ella.

«Estás empezando a pensar como papá», se recriminó Natalie a sí misma, Cogió la bolsa de la compra del asiento de al lado y salió del coche.

Una sensación de superioridad moral la había impulsado a realizar el viaje al manicomio. ¡No iba a abandonar a su madre como lo había hecho su padre, ni hablar! Le daba igual el hecho de no haberla visitado durante casi tres meses; simplemente había perdido la noción del tiempo en la lucha diaria por ganarse la vida. Aprovechando que ahora tenía que ir a Los Ángeles, podía pasar a ver a su madre. Le demostraría que le importaba.

Sin embargo, al entrar en la recepción de la clínica, su sentido del deber se vio mermado por grandes oleadas de temor. Lo cierto era que Natalie apenas conocía a Nora Lindstrom.

¿Eres mi mejor amiga?, preguntó una voz chillona en falsete dentro de su cabeza. El calcetín, al que su madre había bautizado Yo-Yo, ladeó su cabeza de lana blanca y la miró con sus ojos móviles. Tanto la marioneta como la mujer que la movía se quedaron esperando una respuesta.

—había contestado su yo con cuatro años—. Las mejores amigas para siempre. —Había mirado los posos de leche y azúcar en su taza de té de plástico y había preguntado—: ¿Podemos tomar más?

Ahora no —había contestado la marioneta—. Tengo que irme un rato, pero volveré pronto.

Y había sellado la promesa con un beso de felpa.

Natalie no volvió a ver a Nora hasta el día que Wade la llevó al hospital casi nueve años más tarde.

La fiesta del té era uno de los pocos recuerdos que Natalie tenía de su madre; de la mujer que había sido antes de que el Castigador le destrozara la cabeza. Ese recuerdo contrarrestaba de forma ridícula con la realidad del fantasma susurrante que ahora andaba arrastrando los pies por los pasillos del instituto.

El vestíbulo era blanco y radiante, con el suelo cubierto de linóleo beige. Una joven con los ojos marrones y la tez color café atendía en el mostrador de recepción, y saludó a Natalie con afabilidad profesional.

—Hola. ¿En qué puedo ayudarla?

No la reconoció por su nombre como normalmente hacía, lo que recordó a Natalie que la recepcionista nunca la había visto con su peluca rubia.

—Hola, Marisa. He venido a ver a mi madre.

—¡Ah! Señora Lindstrom… Sí, esta mañana hemos recibido su llamada. —Pulsó un botón de la centralita, sonriendo a Natalie mientras se colocaba el auricular en la oreja derecha—. Me parecía que era usted. Ha cambiado de peinado.

—Se podría decir que sí.

—Le queda muy bien… ¿Hola? Natalie Lindstrom ha venido a ver a Nora. ¿Está…? —Marisa asintió con la cabeza ante una respuesta inaudible—. Sí. Vale, se lo diré.

Apretó otro botón y alzó la vista.

—Su madre está todavía con el doctor. Tardará unos minutos, si prefiere esperar allí.

Natalie le dio las gracias y fue a sentarse en uno de los bancos de madera dura que Marisa le señaló. Los «pocos minutos» se convirtieron en más de media hora, y Natalie se maldijo por no haber llevado un periódico para leer. En lugar de ello, se vio obligada a mirar la ancha puerta blanca de enfrente, que no tenía pomo ni tirador, únicamente la chapa lisa de un cerrojo de seguridad.

«Es una lástima que no pueda permitirse tenerla en ese sanatorio privado —dijo Arabella Madison en tono de burla en su cabeza—. Los psiquiátricos públicos pueden ser muy deprimentes…».

Cuando Natalie había sido destinada a la sección criminal del Cuerpo en la Costa Oeste a los veintipocos años, había trasladado a Nora a una casa de reposo en Ventura, pues sabía que si ella no visitaba regularmente a su madre, nadie más lo haría. Para tratarse de un centro de salud mental, era un lugar agradable, con cortinas de encaje en las ventanas y reproducciones de cuadros impresionistas en tonos pastel en las paredes. A Nora le gustaban especialmente los jardines privados, adonde Natalie la llevaba las tardes soleadas a ver cómo los colibríes bebían a sorbos de las trompetas de los jazmines de Virginia.

En cuanto Natalie abandonó el Cuerpo, el CCUN, como represalia, les retiró a ella y a su madre los privilegios sanitarios de que gozaban, y el centro de Ventura le informó de que no podían seguir manteniendo a Nora como paciente.

Deberías habértelo imaginado, pequeñaja —la reprendió Wade cuando ella lo llamó para pedirle ayuda—. Ninguna aseguradora querrá saber nada de tu madre en sus condiciones, y Sunny y yo no podemos permitirnos pagar ochenta mil dólares al año para que cuiden de ella. Estás esperando una hija y has dejado un buen trabajo con muchas ventajas… ¿En qué estabas pensando?

Natalie se llevó las manos a la cara. Estaba pensando en Callie, papá —volvió a decirle, como había hecho aquel día—. Tu ve que hacerlo por ella.

Un ruido metálico y el chirrido de unas bisagras de muelles le hicieron alzar la vista. Andy Sakei, un celador japonés estadounidense de baja estatura pero corpulento, se asomó por detrás de la puerta y sonrió.

—¿Natalie? ¿Eres tú?

—La misma que viste y calza.

Ella atravesó el vestíbulo para acudir a su encuentro.

—Has cambiado…

—… de peinado. Sí, ya lo sé. ¿Cómo te van las cosas?

—Movidas, como siempre.

Una vez que ella entró en el pabellón, él cerró la puerta y sacó la llave de la cerradura. El carrete de su cinturón absorbió el llavero como si fuera un espagueti.

—Cindy y yo estamos esperando el segundo para un día de estos.

—¡Enhorabuena! ¿Niño o niña?

—Le hemos pedido al médico que no nos lo diga. Siempre nos ha parecido que la ecografía era hacer trampa.

Soltó una risita de chiquillo; su aguda voz de tenor presentaba un contraste encantador con el bíceps abultado que hinchaba las mangas cortas de su uniforme blanco.

La condujo por un pasillo bordeado de idénticas puertas beige sin pomo hasta una habitación situada en el rincón del edificio. Alguien gritó en algún lugar de la sala; la acústica ahuecaba el chillido y hacía que resultara imposible determinar si la persona era hombre o mujer, si estaba histérica, furiosa o angustiada.

Andy hizo oídos sordos.

—Tu madre está recibiendo su medicación, pero puedo traerla cuando haya acabado.

Natalie atravesó la puerta que él le abrió.

—¿Está… bien?

Él se encogió de hombros.

—Se pone un poco nerviosa de vez en cuando. Ya sabes cómo es.

—Sí. —Natalie sacó un ramo de margaritas de la bolsa de la compra—. ¿Puedo dárselas?

—Claro. ¿Has traído algo para ponerlas?

Ella volvió a meter la mano en la bolsa y sacó un vaso de plástico grande. Los recipientes de cristal estaban prohibidos en el hospital porque los pacientes podían romperlos y hacerse daño.

Andy sonrió.

—Eso sirve. Hasta ahora.

Se marchó y cerró la puerta tras él. Natalie suspiró y dejó la bolsa en la larga mesa del centro de la habitación. Colocó el ramo en el vaso de plástico y le echó agua con una botella que había llevado. Mientras lo estaba haciendo, su mirada se desvió hacia los cuadernos de dibujo que había delante de todas las sillas de plástico dispuestas alrededor de la mesa.

Las páginas superiores de cada bloc todavía se hallaban salpicadas de los restos de una sesión de arteterapia, con lápices de cera sin punta esparcidos por encima como cerillas quemadas. Los dibujos oscilaban entre lo realista y lo abstracto; algunos contenían delicados retratos, y otros monigotes hechos con palos y caricaturas. Mientras se paseaba alrededor del perímetro de la mesa, Natalie echó un vistazo a cada dibujo y se fijó en que, a pesar de sus estilos diferentes, todos compartían un tema común.

Las familias.

Y ninguno era alegre.

En uno, un pequeño bebé blanco casi desaparecía en las fauces de una enorme cuna negra mientras una inmensa sombra fantasmal se cernía en lo alto. En otro, la reja roja y furiosa de unos dientes apretados formaba la boca de un padre. En todos los casos, los padres empequeñecían a los hijos, a algunos de los cuales les faltaban los ojos, la boca o la cara entera.

Los dibujos recordaron a Natalie los bocetos que había hecho de niña… y que seguía haciendo de vez en cuando. ¿Había realizado su madre alguno de esos dibujos? Y si era así, ¿estaba representando su propia infancia o la del Castigador, el hombre que imaginaba que la estaba invadiendo?

Puede que tu madre diga cosas espantosas, tesoro, la había advertido su padre antes de la visita de su decimotercer cumpleaños. No importa lo que diga. Recuerda que es su enfermedad la que habla. El Castigador NO ES REAL.

La puerta se abrió, y Andy animó a una mujer menuda y frágil a que entrara en la habitación.

—Por aquí, Nora.

La madre de Natalie avanzó arrastrando los pies; sus zapatillas apenas se veían bajo el dobladillo informe de su camisón de franela. Sus ojos violeta vagaban por los objetos que había a su alrededor sin verlos, pero de vez en cuando se quedaban fijos en el vacío como si vieran algo más allá de las paredes. Después de retirarse del Cuerpo, Nora había dejado crecer su pelo rubio, que se había vuelto canoso y seco como la paja. Aunque los empleados del hospital habían hecho todo lo posible por taparle con él el cuero cabelludo, los puntos tatuados asomaban a través de las zonas ralas donde se había arrancado el pelo a mechones.

Nora avanzó hacia la izquierda, y Natalie se cruzó en su camino con la esperanza de entablar contacto visual con ella.

—¿Mamá?

Andy situó a Nora con delicadeza de cara a ella.

—¡Mira quién ha venido! Es tu hija.

Nora frunció el ceño con desconcierto, y su mirada ascendió sinuosamente hasta la cara de Natalie.

—¿Mi hija?

—Soy yo, mamá. Natalie.

—Natalie…

Nora dio vueltas al nombre en la boca, como un catavinos tratando de identificar una cosecha.

El olor a orina que desprendía el pañal de su madre hizo arrugar la nariz a Natalie, pero logró sonreír y le ofreció el ramo en el vaso de plástico.

—Mira lo que te he traído.

Las flores carecían de interés para Nora.

—Natalie —repitió con mayor urgencia.

Andy apartó una silla de la mesa.

—Toma, Nora. Siéntate.

Le apretó con delicadeza el hombro izquierdo con una mano mientras con la otra le empujaba la parte de atrás de las rodillas. El cuerpo de Nora se dobló en la silla, y Natalie se sentó enfrente de ella.

—¿Qué tal estás? Ya sé que ha pasado tiempo…

Los ojos de Nora escrutaron los de ella y se clavaron en ellos.

—¿Natalie?

Ella sonrió.

—Sí, mamá, soy yo. Yo…

Nora rodeó el antebrazo de Natalie con la mano como si fuera una esposa.

—¿Ha venido a verte?

Por un momento, Natalie pensó que se refería a Wade Lindstrom.

—La verdad es que vi a papá anoche. Me dijo que te diera recuerdos de su parte —añadió, preguntándose por qué estaba mintiendo por él.

Las uñas de Nora se clavaron en su muñeca.

—Vendrá. Vendrá. —Empujó hacia delante hasta que sus narices estuvieron a punto de tocarse, y a Natalie le dio la inquietante impresión de estar mirando su futuro reflejo—. No le dejes pasar.

—Vamos, Nora, cálmate.

Andy le soltó la mano y la colocó de nuevo en la silla.

Natalie suspiró y apartó la vista. «Siempre es el Castigador», pensó.

Nora giró tanto los ojos que parecía que estuviera intentando mirar dentro de su cráneo.

—Él está en todas partes.

—Mamá, por favor, no…

—Está aquí ahora.

—No está aquí. No te recuperarás hasta que te des cuenta.

—Siempre está aquí. —Su madre se acurrucó hacia delante, y sus manos subieron reptando hasta anidar en su pelo ralo—. Nunca se irá. Dios mío, Natalie, lo siento…

Se puso a temblar como si estuviera sollozando, y Natalie le tendió los brazos para consolarla, avergonzada de sentir más incomodidad que empatía.

—No pasa nada, mamá. De verdad.

Tras rechazar el contacto de su hija, Nora hizo una bola con unos mechones de pelo en los puños y chilló.

«Hoy no», rogó Natalie en silencio. Pero sabía que ya no había forma de impedirlo.

—Tranquila.

Andy frotó las muñecas de Nora para aflojarle las manos. Natalie se fijó en que los antebrazos de su madre estaban cubiertos de cardenales de huellas dactilares.

Nora susurraba con los ojos cerrados y la cara apretada en una mueca de desprecio.

—Once minutos, Nora. Estuve once minutos ahogándome, teniendo arcadas y cagándome en los pantalones. Y voy a hacerte sufrir durante años por cada uno de esos minutos.

Aunque Natalie sabía que no era posible, se tapó la boca, entonando el Salmo 23 en su cabeza.

«Ocupación histérica», lo llamaba el Cuerpo. El esfuerzo de invocar a los muertos quebrantaba la psique de algunos violetas, que sentían la llamada de almas que en realidad no estaban allí. Antes de la invención del SoulScan a mediados de los setenta, esas ocupaciones psicosomáticas habían llegado en ocasiones a condenar por asesinato a personas inocentes.

«No me extraña que los jurados se dejaran engañar», pensó Natalie. Nora Lindstrom había sufrido su primera ocupación histérica mucho antes, en 1982, instantes después de que el Castigador hubiera dejado de retorcerse en la cámara de gas de San Quintín. Si bien desde entonces las lecturas del SoulScan habían confirmado que su madre deliraba, a Natalie no le costaba creer que el Castigador realmente hacía recitar a su madre las atrocidades que cometería para vengarse.

—Sabes mejor que nadie de lo que soy capaz —dijo Nora con voz áspera, empujando su cuerpo delgado contra la presión que ejercían los brazos de Andy—. Voy a utilizar mis artes con todos tus seres queridos mientras tú miras y lloras.

Natalie había oído amenazas parecidas salir de la boca de su madre numerosas veces, empezando por la visita de su decimotercer cumpleaños. En aquella ocasión había salido corriendo de la habitación entre lágrimas cuando el Castigador había jurado que fabricaría una colcha demencial con la piel de su torso. Desde entonces, Natalie había aprendido a ocultar su repulsión infantil bajo una condescendiente compasión adulta.

Sin embargo, ese día ocurrió algo distinto, algo para lo que no estaba preparada. Temiendo perder el control sobre su paciente, Andy cogió una aguja hipodérmica del bolsillo de su camisa, quitó el capuchón con los dientes y clavó la aguja a Nora en el brazo. En cuanto le pinchó en la piel, Nora abrió los ojos y miró a Natalie por debajo de sus cejas arqueadas. Una gran calma la invadió, y su boca se estiró hasta convertirse en una sonrisa.

—Tú eres su hija, ¿verdad? Has crecido desde la última vez que te vi. —Nora alargó las manos hacia ella con dedos ávidos—. Vamos a conocernos mejor.

Evitando su mano como si fuera la lepra, Natalie se revolvió hacia atrás y estuvo a punto de perder el equilibrio al chocar contra su silla.

«Quiere meterse dentro de mi cabeza como hace con mamá», pensó con el corazón palpitante. Si la energía del alma de él entraba en contacto con el cuerpo de ella, Natalie se convertiría en una piedra de toque del circuito cuántico del Castigador, permitiendo que su espíritu electromagnético la encontrara allí donde estuviera y la llamara cuando quisiera.

El brazo de Nora cayó a un lado.

—¿En otra ocasión, tal vez? —Se rio a carcajadas, y un balbuceo soñoliento asomó a sus palabras a medida que el sedante hacía efecto—. Estoy deseando conocer a todos los miembros de la familia Lindstrom.

La fría claridad de su mirada furiosa se apagó, y se desplomó contra Andy con una débil lasitud.

El ritmo de la respiración de Natalie se fue prolongando. «No era él de verdad —se dijo—. Era mamá en uno de sus ataques».

Pero ¿a qué se refería al decir que había crecido desde la última vez que la había visto? Natalie había visitado a su madre a menudo siendo adulta y había padecido las ocupaciones de Nora en casi todas las ocasiones. A esas alturas debía ser como una hermana para el ilusorio Castigador.

«A menos que fuera el verdadero Castigador. A lo mejor el auténtico no me ha visto desde que era una niña…».

Andy apoyó el cuerpo semiconsciente de Nora en la silla, reposando la cabeza de la mujer contra su barriga, y desenganchó el walkie-talkie de su cinturón.

—Hola, Marisa. ¿Puedes mandarme una camilla a la habitación 13A?

—Hecho —contestó la voz crepitante de Marisa cuando él soltó el botón para hablar.

—Gracias, guapa. —Volvió a colgarse el aparato en el cinturón y lanzó una mirada a Natalie—. Siento que la hayas visto en uno de sus días malos. —El celador acarició los hombros caídos de Nora—. Normalmente, no se comporta así.

Natalie seguía mirando fijamente a su madre.

«Dios santo, espero que no».

La cara de Nora se quedó impregnada de una perversidad residual, que no desapareció hasta que su expresión se relajó y se transformó en una de estupor catatónico.