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Rechazando ofertas

El día después de llamar a Inez, Natalie lo arregló para que una canguro cuidara de Callie por la tarde y pidió hora con Liv, su peluquera. Ella misma habría podido hacer el trabajo en casa con unas tijeras y su máquina de afeitar, pero pensó que podía donar sus mechones de seis centímetros al programa local de «cuidado capilar», que hacía pelucas para los niños sometidos a tratamientos contra el cáncer.

«A alguien le servirá», pensó malhumoradamente mientras observaba su reflejo en el espejo de la peluquería. Liv ya le había colocado la sábana de nailon alrededor del cuello y ahora le estaba recogiendo el pelo en dos gruesas trenzas.

—Es tu última oportunidad de cambiar de opinión.

Arqueando sus cejas perforadas con piercings, Liv cortó el aire con sus tijeras.

—Adelante. Venga.

Liv cortó la primera trenza con la cruz de sus tijeras, y Natalie cerró los ojos. No volvió a abrirlos hasta que el cráneo dejó de zumbarle con el sonido de la maquinilla para el pelo.

Naturalmente, ya había pasado por eso antes. En la escuela le habían rasurado la cabeza a los doce años para que la doctora Krell pudiera localizar sus puntos nodales. Ocultos por el pelo durante cinco años, los veinte puntos tatuados seguían repartidos por su cuero cabelludo, mostrando dónde había que conectar los electrodos del SoulScan. Mientras Liv quitaba los últimos pelos con un cepillo, Natalie contempló su reflejo calvo y se alarmó al comprobar cómo los años habían endurecido sus facciones. ¿Tendría el mismo aspecto Callie cuando pasaran treinta años: una mutante con cara de calavera que solo servía de portavoz de los muertos?

«Si papá pudiera verme ahora…».

—Hola, cielo —dijo él, como en respuesta a su deseo.

Natalie vio por el espejo que Liv se volvía en dirección a la voz, y allí, junto a ella, estaba Wade Lindstrom, tímido como un vendedor de aspiradores novato en la primera puerta a la que llamaba. Había adelgazado desde la última vez que lo había visto, y le caían pliegues de carne flácida de la cara. Filamentos plateados se mezclaban con el pelo de color ámbar de su coronilla, mientras que sus sienes habían encanecido por completo.

Natalie reprimió un gemido.

—Papá, ¿cómo has…?

—He pasado por tu casa. La canguro de Callie me ha dicho dónde te podía encontrar. —Sus manos parecían pegadas a los bolsillos de su chaqueta de sport—. Espero que no te moleste.

—¿Por qué me iba a molestar? Así puedes admirar mi nuevo peinado.

Se acarició su cuero cabelludo desnudo.

—¿Vas a volver a trabajar para el Cuerpo?

Su padre no logró ocultar un dejo de esperanza en su voz.

—Ya te gustaría.

Seguro que su padre estaría encantado si hiciera las paces con el CCUN: desde que ella había abandonado el Cuerpo, ya no tenía acceso a todos los jugosos contratos con el gobierno de los que antes disfrutaba.

Guardando un silencio diplomático, Liv retiró la sábana de nailon con un movimiento brusco, y Natalie hurgó en su bolso de macramé para buscar el dinero para pagarle.

—¿En qué puedo ayudarte, papá?

—Mi invitación a cenar sigue en pie, por si te interesa. Me imaginé que estarías… demasiado ocupada para llamar. Por eso he venido a verte.

—Ajá. —Entregó dos billetes de veinte dólares a Liv y rechazó el cambio con un gesto—. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?

—Solo hasta el martes. Pero si consigo un contrato que tengo entre manos, puede que viaje regularmente a Los Ángeles.

—Hum… —Natalie abrió la caja de pelucas que había dejado en el mostrador y sacó un rollo de cinta de doble cara. Arrancó unas tiras del rollo y se las pegó a la frente y las sienes—. ¿Has visitado ya a mamá?

Wade carraspeó.

—No he tenido ocasión. He tenido reuniones toda la semana.

—Claro. No podías faltar, ¿no?

Natalie sacó su vieja peluca rubia de la caja, la sacudió y se la colocó en la cabeza como si se pusiera una corona. Pese a ser unos cuantos tonos más clara que su color natural, era la versión más aproximada a su pelo real de todas las pelucas que tenía. No quería asustar a Callie con un cambio radical de imagen.

—Yo también estoy bastante ocupada —dijo mientras se arreglaba ante el espejo.

—Ya sé que te he avisado con poca antelación, pero ha pasado mucho tiempo, y como hoy es sábado, he pensado que a lo mejor…

Wade se encogió de hombros.

El labio superior de Natalie se curvó.

—Me imagino que Sheila también vendrá.

—Sí, Sunny y yo seguimos casados. Siento decepcionarte.

Ella lo miró a la cara por primera vez.

—Casi no me has visto en veinticinco años y ahora quieres invitarme a cenar. ¿Por qué te molestas?

—Ahora tengo una nieta. Me gustaría conocerla.

—También tienes una hija. Deberías conocerla.

Los ojos de color azul blanquecino de él no se apartaron de su cara en ningún momento. Por una vez, Natalie deseó haberse quitado las lentes de contacto. A su padre siempre le costaba mirar sus iris violeta: le recordaban demasiado a la madre de Natalie. Seguro que esa era una de las cosas que le gustaban de Sheila: sus bonitos ojos apagados, marrones como su pelo teñido. Su querida «Sunny» nunca acabaría en un manicomio, con su psique vacía tan inmaculada como el suelo de su cocina.

Natalie cogió su bolso y la caja de la peluca y dijo adiós a Liv con la mano.

—Hasta dentro de unos años, amiga mía.

La voz de Wade la siguió hasta la puerta principal del salón de peluquería.

—Yo podría ayudar a que no entrara en la escuela.

Ella se detuvo con la mano en el pomo de la puerta y le lanzó una dura mirada. Los ojos empañados de él parecían sinceros pero perspicaces. Wade Lindstrom, que era un experto negociador, siempre se llevaba la mejor parte de un trato comercial.

—Si quieres hablar de Callie, deberíamos vernos sin que ella esté delante —dijo Natalie—. Y solo voy a tener a la canguro esta tarde.

Wade sacó un billete de cien dólares de su cartera y se lo tendió.

—Una colaboración a su fondo para la universidad. Estoy seguro de que se quedará unas horas más.

Natalie no hizo el más mínimo movimiento para coger el dinero. Si iba a hacerlo, sería con sus propias condiciones.

—El Spicy Thai. En la esquina de Lemon con Orangethorpe. —Eligió el restaurante porque sabía que daría ardor de estómago a su padre—. Allí a las seis.

Salió de la peluquería sin esperar a que él contestara.

• • •

Natalie se planteó seriamente no presentarse. Tal vez así su padre aprendería lo que era esperar una atención que nunca llegaba: la respuesta a todos los fines de semana que él había estado demasiado ocupado con sus «negocios» para visitarla en la escuela. Únicamente deseaba poder estar allí para ver la expresión triste de su cara cuando él y Sheila se quedaran solos en el restaurante vacío mientras los camareros colocaban las sillas sobre las mesas. Natalie había tenido esa expresión bastantes veces en su vida.

Pero tenía que pensar en Callie. Tal vez su padre podía mantenerla. Desde luego, había ganado bastante dinero en la vida.

Sin embargo, Natalie quería dejar clara su postura, de modo que volvió a casa y cambió la peluca rubia por una de un artificial tono obsidiana brillante. «Negro rebelde», lo llamaban en los años ochenta. Sustituyó su blusa blanca y sus tejanos azules por un minivestido negro y unas medias de rejilla, y sus zapatillas de deporte por unas botas Doc Martens. Como últimos toques, se quitó las lentes de contacto, se puso abundante rímel, lápiz de ojos, sombra de ojos de color morado iridiscente y pintalabios negro. No le dio tiempo a pintarse las uñas, pero lo compensó poniéndose todas las cadenas de plata baratas y las pulseras de plástico que encontró en su cajón de las joyas.

Llegó al restaurante media hora tarde a propósito. Wade y Sheila Lindstrom la estaban esperando dentro, sentados en unos taburetes tapizados de vinilo rojo junto a la caja registradora. La palidez que tiñó sus caras cuando Natalie les sonrió burlonamente hizo que todo el esfuerzo mereciera la pena.

—Espero no haberos hecho esperar —dijo Natalie de pasada.

Ellos tardaron unos instantes en levantarse.

—No pasa nada, cielo. —Wade soltó una risita forzada—. Acabamos de llegar.

—Hola, Sheila. —Natalie le tendió la mano, haciendo sonar las pulseras—. Me alegro de que hayas venido.

—Natalie. —Su madrastra le dio un suave apretón en los dedos, con la boca tan estirada como si estuviera enseñándole los dientes al dentista—. Tienes… buen aspecto.

—Eres muy amable. —Escrutó la falda hasta las rodillas de Sheila, su chaqueta de hombros cuadrados, su pelo corto invariablemente moreno—. Y tú estás tan elegante como siempre.

—Vamos a la mesa.

Wade las empujó en dirección al anfitrión del establecimiento, que estaba esperando con las cartas en la mano para indicarles su sitio.

Durante los primeros quince minutos, hablaron solo de la comida que iban a pedir. Natalie hizo varias recomendaciones: panang, moo phad prik-pao, fideos borrachos. Los platos más picantes.

—Adelante. —Wade cerró su carta—. Estoy perdido pidamos lo que pidamos.

Su camarera, una adolescente tailandesa que tenía el pelo negro con reflejos castaño rojizo, anotó las sugerencias de Natalie en su bloc, arrancó la hoja y la pasó a la cocina por una larga ventana rectangular.

Mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa como si estuviera tocando los bongós, Wade examinó las paredes del restaurante, que tenían pósters enmarcados de Tiger Woods jugando al golf.

—No es la típica decoración oriental.

Natalie se recostó y cruzó las piernas.

—¿Esperabas farolillos de papel y pagodas?

—Callie es una niña preciosa —terció Sheila con una estridente alegría—. Ha crecido mucho desde la última vez que la vimos. ¡Y es muy lista!

—Gracias. —Natalie dirigió su respuesta a Wade—. Ya sabéis, ventajas de la educación en casa.

Él se mordió el labio y asintió con la cabeza.

—Wade siempre está diciendo que le gustaría pasar más tiempo con ella. —Sheila le dio unas palmaditas en el hombro en señal de camaradería conyugal—. Por eso se está esforzando tanto para conseguir ese contrato con la empresa de la Costa Oeste.

—Eso he oído. ¿Cómo van los negocios, papá?

—Hay poco movimiento. Las cosas están difíciles en el sector privado, pero gracias a los sistemas de climatización que hemos instalado tenemos garantizados ingresos a largo plazo, y si este año hace calor en verano puede que las ventas aumenten. —Exprimió un trozo de limón en su agua helada—. Claro que ya no hay tratos con el gobierno.

La boca de Natalie se torció.

—Eso significa el Cuerpo para ti. Olvidas los favores rápidamente, pero te cuesta dejar de guardar rencor.

A pesar de que ella había ayudado a cazar al asesino de violetas y a decenas de asesinos más, el CCUN había optado por escarmentarla a ella y a toda su familia por su decisión de abandonar el servicio. Querían darle un castigo ejemplar: una advertencia para cualquier otro violeta que quisiera desertar.

La camarera llegó con su comida y se inclinó sobre ellos para dejar unos pesados platos oblongos de comida en la mesa.

—¿Desean algo más?

Wade se rio.

—Un extintor.

Arrugó la nariz cuando los aromas del curry, el jengibre y la guindilla le subieron humeando a la cara. Natalie se fijó con pícara satisfacción en que se metía en la boca una pastilla Rolaids para la acidez de estómago antes de que hubieran acabado la mitad de la cena, mientras Sheila intentaba ventilarse el agua helada dando multitud de delicados sorbitos.

Natalie exhibió un trozo de ternera empapado en curry con el tenedor.

—¿Os gusta la comida?

—Oh… sí. —Sheila picó un poco de cerdo—. La salsa está muy… sabrosa. La verdad es que no le hago justicia.

Dio otro mordisquito de arroz y apartó el plato.

Wade se llevó una madeja de fideos a la boca.

—¿Cómo te va a ti?

Ese era el momento que Natalie siempre temía. Cuando Wade Lindstrom preguntaba «¿Cómo te va?», quería saber cuánto dinero ganabas. Según la aritmética de su padre, seguridad financiera era igual a satisfacción e igual a felicidad. Todos los problemas se podían resolver con la cantidad de dinero suficiente. Todos los problemas, claro está, menos la locura de su primera mujer y la amargura de su única hija.

—Estupendamente. —Natalie hizo ver que se sorprendía de que él hubiera pensado otra cosa—. Solo trabajo por mi cuenta, pero me permite pagar la hipoteca. Además, puedo quedarme en casa y cuidar de Callie la mayor parte del tiempo.

—Eso está bien. Ojalá yo hubiera podido hacer lo mismo.

—Pudiste hacerlo.

Wade tosió y escupió un trozo de cartílago de ternera contra su servilleta.

—Te veía todo lo que podía. Todo lo que me permitían en la escuela.

—Si no me hubieras mandado allí, podrías haberme visto todas las noches.

Las arrugas de la sonrisa de Sheila se curvaron hacia abajo.

—Tu padre siempre ha hecho lo mejor para ti. Nunca te ha faltado de nada.

—Solo una familia.

—¡Eso no es justo! Siempre hemos estado ahí. Si no hubieras sido tan terca…

—Cálmate, cielo. Natalie tiene razón.

Sheila lo miró con el entrecejo fruncido, pero cerró la boca apretándola.

—Sé que piensas que te abandoné —dijo Wade—, pero tu madre y yo lo hablamos cuando naciste y consideramos que lo más seguro para ti sería que te formaran en la escuela cuando fueras lo bastante mayor. Nora pasó exactamente por lo mismo que tú y le pareció que era lo mejor. Fue una decisión tanto de ella como mía.

Natalie estudió su expresión como un jugador de cartas que calibra el farol de un adversario.

—Me metiste allí incluso después de ver lo que le pasó a ella.

—Lo sé. Estaba abrumado por la crisis nerviosa de Nora. Me dije que no quería que la vieras así, y yo no tenía fuerzas para cuidar de una niña y una enferma mental.

Cogió otra pastilla para la acidez de estómago del paquete y se la puso en la lengua.

—Lo cierto es que no sabía cómo cuidar de ti. Me convencí de que en la escuela lo harían mejor.

—A lo mejor tenías razón.

—A lo mejor me equivoqué. —Se inclinó hacia ella—. Sé que es demasiado tarde para ser un padre, pero todavía puedo ser un abuelo. Dame una oportunidad, por favor.

El tintineo de platos que venía de la cocina llenó la pausa en la conversación. La camarera pasó a ver cómo iba todo, percibió la tensión y se retiró discretamente.

Natalie miró fijamente a Wade sin que sus ojos color violeta pestañeasen ni una sola vez.

—Callie es una de las nuestras. Si no fuiste capaz de ocuparte de mamá o de mí, ¿qué te hace pensar que serás capaz de ocuparte de ella?

Los ojos de él parpadearon, como si se estuviera esforzando por ganar una competición de miradas y, a continuación, se desplazaron hacia Sheila en busca de apoyo.

—Lo que pensaba. —Natalie se levantó de su silla, sacó un par de billetes de veinte dólares de su monedero y los lanzó sobre la mesa—. Invito yo. Que tengáis buen viaje de vuelta.

Sheila le respondió desde atrás, pero Natalie salió del restaurante sin prisa y sin molestarse en escuchar.

• • •

Conducir de noche le resultaba estresante incluso en las mejores circunstancias; esa noche el viaje de vuelta a casa fue insoportable. Tan pronto como dejó a su padre y su madrastra, la embargó una perversa sensación de culpabilidad. ¿Había sido demasiado dura con ellos? ¿Y si su padre quería de verdad ayudar a Callie? ¿Acaso estaba siendo terca, como había dicho Sheila?

«¿Por qué demonios me tienen que dar lástima? ¿Cuándo han mostrado ellos la más mínima compasión hacia mí?».

Para justificar su ira, Natalie evocó el desastre del último cumpleaños que había celebrado con su familia. Trece, el número de la suerte.

Su padre asomó la cabeza en su habitación de la residencia de la escuela y sonrió.

—¡Hola, pequeñaja!

Natalie alzó la vista de su catre, donde había estado dibujando en un bloc con un juego de tizas de colores.

—Ah, eres tú. ¿Qué haces aquí?

—¡Vamos! No pensarás que me he olvidado de qué día es hoy, ¿verdad?

—Claro que no. Es martes. —Siguió frotando la tiza sobre la hoja.

Él suspiró y se apartó de la puerta.

—Danos un minuto —murmuró a alguien situado fuera de la habitación.

Wade volvió con una caja de regalo de unos grandes almacenes adornada con una rosa hecha con el lazo de una cinta.

—Siento no haber podido venir de visita, cielo. Los de la escuela dicen que ahora mismo estás en una época de transición muy importante… Todas las visitas a los estudiantes están limitadas.

—Sí.

Ella hizo unos garabatos en la figura que había estado dibujando, arrancó la página e hizo una bola con ella, y empezó de nuevo en una hoja en blanco.

—Suerte que hacen excepciones por los cumpleaños y las vacaciones. —Su padre renovó su sonrisa y se sentó a su lado en la cama, pero su mirada nerviosa delataba su incomodidad—. ¿Cómo te va?

—Estupendamente. —Natalie se acarició la superficie lisa como una cáscara de huevo de su cabeza recién afeitada, cuyos puntos nodales tatuados salpicaban su piel como un nuevo tipo de sarampión—. ¿Te gusta?

Él respondió entregándole el paquete.

—Dijiste que en la escuela todavía no te habían dado la peluca que te habían prometido. He pensado que agradecerías esto.

Natalie apartó el bloc y desenvolvió el regalo con la rapidez mecánica de un trabajador en una cadena de montaje. Dentro de la caja había una cabeza de maniquí de espuma con una peluca muy rubia en su calva como una bola de nieve.

—Es auténtico pelo humano —señaló su padre—. Lo mejor del mercado.

—Caramba. Gracias, papá.

«A lo mejor así ya no le da vergüenza que lo vean en público conmigo», pensó, acariciando los mechones peinados con esmero.

—¿Por qué no te la pones y vienes con nosotros a cenar?

Ella frunció el entrecejo.

—¿«Nosotros»?

La sonrisa de Wade vaciló.

—Me gustaría que conocieras a alguien.

Se acercó a la puerta y se asomó al pasillo.

—¿Sunny?

Una mujer morena de aproximadamente la edad de su padre entró muy despacio en la habitación. Llevaba la ropa de oficina de una abogada y el maquillaje de una telepredicadora, con la boca pintada petrificada en una sonrisa.

—Natalie, te presento a Sheila Ferguson. Trabaja en mi oficina. Sheila… mi hija Natalie.

—Wade me ha hablado mucho de ti, Natalie.

Sheila pronunciaba las palabras como si las estuviera leyendo en un letrero. Sin embargo, como la mayoría de las personas que no eran violetas, fue incapaz de mantener contacto visual con la mirada morada de Natalie, y desplazó la vista rápidamente hacia Wade.

—Estás todavía más guapa que en las fotos que tu padre me ha enseñado.

—Gracias.

Natalie sabía perfectamente que no estaba guapa. Hasta entonces, la pubertad la había estirado a lo largo sin ensanchar su figura, dándole un aspecto desgarbado, de chico. En la escuela habían empezado a afeitarle la cabeza hacía menos de un mes, y cada vez que se miraba al espejo veía un cruce entre una paciente sometida a quimioterapia y una prisionera de un campo de concentración.

—Natalie quiere ingresar en la sección de artes visuales del Cuerpo —dijo su padre al ver que nadie más hablaba—. Algún día trabajará con artistas como Rembrandt y Da Vinci.

Sheila seguía sujetando su bolso sobre el pecho como si fuera una coraza.

—¡Vaya, qué emocionante! Me encantaría ver algunos de tus dibujos.

—Toma. —Natalie pasó hacia atrás unas páginas de su bloc y se los enseñó—. ¿Qué te parece?

Sheila arrugó la boca de asombro.

—El detallismo es… extraordinario.

—¿Y a ti, papá? —Natalie inclinó el retrato hacia él—. ¿Se parece a ella?

Wade palideció.

—Sí. Se parece.

—Lo he hecho lo mejor que he podido de memoria. —Natalie examinó el boceto de su madre en actitud crítica—. No la he visto desde que tenía cuatro años, así que no estaba segura de hasta qué punto se parece.

Wade apartó la vista, pero Sheila se acercó al dibujo inclinándose, mientras su frente se llenaba de arrugas de inquietud.

—¿Qué es eso?

Señaló la figura que se alzaba detrás de la cara de conejo asustado de Nora Lindstrom. Su cabeza con forma de U recordaba la máscara de la tragedia, pero las medialunas negras de sus ojos y su boca se hallaban sesgadas de rabia en lugar de pena. Las parras sinuosas de sus brazos se enroscaban para abrazar a la madre de Natalie y sus manos compuestas de largas agujas mortales apuntaban al cráneo de Nora.

—¿Eso? Es el Castigador. —Natalie se quedó mirando el dibujo, sin aliento, y estuvo a punto de olvidarse de su padre y de la usurpadora que se hacía pasar por su madre—. Sueño mucho con él. Pero papá podrá contarte más cosas sobre él que yo.

Él torció el gesto.

—Ya está bien, Natalie.

—¿Por qué? Si Sheila va a ser miembro de la familia, debería saber dónde se mete. Y no cabe duda de que me está haciendo la pelota como si le interesara el puesto.

Enfurecida, Sheila se quedó con la boca abierta, pero la cerró al lanzar una mirada a Wade.

—Vístete —le soltó él a su hija—. Nos vamos a cenar.

—Estupendo. Que os divirtáis.

Natalie cogió su bloc y siguió dibujando.

Su padre volvió a sentarse a su lado y le puso la mano en el hombro.

—Por favor, cielo. Te llevaré a donde quieras.

Ella continuó dibujando.

—¿Me lo prometes?

—Sí.

—Entonces quiero ir a verla.

Él le sostuvo la mirada por un momento, pero sus ojos violeta lo vencieron.

—Está bien.

Su padre cumplió la promesa. Fueron en coche directamente al sanatorio privado de Manchester donde Nora estaba hospitalizada por aquel entonces. Sheila, cómo no, se quedó enfurruñada en el coche por una especie de cortesía pasivo-agresiva mientras Wade llevaba a Natalie a ver a su madre. Luego entendió por qué él había querido protegerla de la enfermedad de Nora durante casi una década.

El auténtico Castigador resultó ser mucho peor de lo que Natalie había concebido en sus pesadillas infantiles.

En lugar de alimentar la ira de Natalie, los recuerdos la dejaron agotada. Pisó más fuerte el acelerador del Volvo, con el único deseo de darse una ducha antes de meterse en la cama.

La figura esbelta de Arabella Madison la estaba esperando en la puerta principal de su casa con la paciencia de un aviso de desahucio.

—Esta noche no —dijo Natalie gimiendo al llegar a la entrada.

Como tenía que llevar a la canguro a su casa, Natalie dejó el coche a la puerta del garaje. Mientras salía del vehículo y se acercaba con paso airado al escalón de la entrada, Madison sonrió y lanzó una mirada divertida a la falda corta y las medias de rejilla de Natalie.

—Bonito atuendo, señora Lindstrom. ¿Ahora trabaja por las noches?

—Muy gracioso, Bella. ¿Y tú no deberías estar recogiendo ojos de tritón y dedos de rana en alguna parte?

La agente de seguridad del Cuerpo se rio. Vestida con unas mallas negras, unas botas y una chaqueta de piel negra, tenía la cadera ladeada como si estuviera posando en una pasarela parisiense.

—Seguro que los de protección al menor están deseando conocer su nuevo… empleo. Sobre todo si es un mal ejemplo para su hija.

—Si la ropa fuera un delito, tú no andarías por la calle. Y ahora, si eres tan amable de quitarte de en medio…

Apartó a la agente de un empujón.

—¿Ha disfrutado de la cena con su padre? —preguntó Madison mientras Natalie sacaba las llaves del bolso.

Acostumbrada a ser espiada, Natalie no le hizo caso y abrió la puerta con la llave.

—Él debe de estar pasándolo mal sin todas las cuentas del gobierno —reflexionó la agente—. Claro que él lo tiene más fácil comparado con su madre. Pobrecilla.

«No la mires —pensó Natalie—. No escuches».

—Es una lástima que no pueda permitirse tenerla en ese sanatorio privado. Los psiquiátricos públicos pueden ser muy deprimentes.

—Buenas noches, Bella.

Natalie abrió la puerta.

—Nosotros podemos arreglar la situación, ¿sabe? Y usted ni siquiera tendrá que volver a trabajar.

En contra de su sentido común, Natalie se volvió para lanzarle una mirada asesina.

—Está bien, voy a picar. ¿Dónde está la trampa?

—En agradecimiento a sus años de fiel servicio al Cuerpo, estamos dispuestos a concederle la jubilación anticipada. —Parecía como si se dispusiera a regalar un reloj de oro a Natalie—. Le devolveremos sus privilegios íntegros y restableceremos el seguro médico a largo plazo de su madre. Se acabaron el acoso y la vigilancia. No tendrá que volver a verme.

—Solo por eso casi merece la pena vender mi alma. ¿Qué tengo que hacer?

La agente hizo un mohín por un momento, articulando su respuesta en la jerga jurídica adecuada.

—El acuerdo depende de la inscripción de su hija en la academia.

Natalie movió la cabeza soltando una risita seca.

—¿Por qué será que no me sorprende? Ya nos veremos, Bella.

Cruzó la puerta principal y la cerró a su espalda.

—Nos la vamos a llevar de todos modos, ¿sabe? —gritó Madison desde fuera—. Tarde o temprano. Lo único que necesitamos es un motivo.

Natalie se detuvo, recordando lo que George le había dicho sobre la «custodia preventiva».

—Lo tendré en cuenta —contestó, y cerró la puerta de un portazo.

• • •

Natalie atravesó la sala de estar como un huracán, y ya se encontraba a mitad de camino del segundo piso cuando oyó que Patti Murdoch, la canguro, la llamaba.

—Esto… ya he metido a Callie en la cama. —Desde el pie de la escalera, la adolescente le dedicó una tímida sonrisa, enseñando su aparato dental—. ¿Me va a llevar a casa?

—Oh… claro. —Con la ira aplacada por la vergüenza, Natalie desplazó su peso entre el escalón superior y el inferior, sin saber si subir o bajar—. Oye, ¿podrías quedarte otra hora más o menos? Te daré diez pavos extra.

Patti echó una ojeada a su reloj.

—Es un poco tarde. Si pudiera llamar a mis amigos…

—Claro. Gracias.

Natalie subió a toda prisa a su habitación y cerró la puerta.

Una vez sola, se quitó la peluca de color negro rebelde y se paseó por la alfombra, masajeándose la frente como si estuviera frotando los pensamientos que se agolpaban detrás de su cráneo. Las palabras de su mantra de espectadora borboteaban en su boca como una respiración ahogada.

—Vamos, Dan —murmuró al ver que sus invocaciones no obtenían respuesta durante varios minutos—. Sé que estás ahí.

Pero tal vez no lo estaba. Tal vez se había ido al otro lugar del que le había hablado…

Volvió a meter aquel temor en su caja correspondiente, entre las inquietudes compartimentadas de su cerebro, y siguió llamándolo, maldiciéndose mientras tanto por ser una hipócrita. Siempre regañaba a Callie por depender en exceso de Dan y, sin embargo, ¿a quién acudía Natalie cada vez que se deprimía?

—Ven a mí, Dan. No te escabullas ahora.

Finalmente, notó el grato hormigueo en los dedos de las manos y los pies. Gimiendo de alivio, se dejó caer al suelo junto a la cama y permitió que los recuerdos sensoriales de él la inundaran como si entrara en un baño caliente: saboreando el vino que él bebió en la primera cena que compartieron, percibiendo el olor a rosas y sal en la piel de ella cuando Dan le hizo el amor por primera vez.

Ha pasado un tiempo, Natalie, dijo. Ella estaba demasiado nerviosa para someterse a la ocupación completa, de modo que él le hablaba a través del pensamiento, como un eco en las cavernas de su cráneo.

—Lo sé. —La voz de su cabeza evocó la imagen de la cara de él: pelo castaño revuelto y ojos tiernos y cansados, una expresión dura y atormentada pero una sonrisa fácil—. Ya no me llamas.

Yo pensaba que querías que dejara que tú y Callie vivierais vuestras vidas. Su tono triste y acusador la hizo estremecerse.

—Así es, pero… Te echo de menos.

Yo también te echo de menos. Me paso todo el tiempo reviviendo los días que pasamos juntos, aunque fueron tan pocos…

—Por favor… no…

Lo siento. No acudiría a Callie, pero ella no para de llamarme.

—Te quiere. —Natalie se sorbió la nariz y soltó una risita—. Se parece tanto a ti que cada día me parece verte en ella. —Curvó los labios hacia abajo alrededor de los dientes y se los mordió hasta que los sollozos remitieron—. Me alegro de que pueda conocer a su padre.

Yo también. Aun así, tal vez sería mejor que yo siguiera…

—¿Tenemos que hablar de eso esta noche?

Pero es real, Natalie. El más allá. Puedo sentirlo. Está esperando a los que están listos para irse.

Ella percibió la impaciencia que bullía en el alma de Dan, más intensa que la última vez que le había hablado de ello.

—¿Estás listo para irte?

Él tardó un largo rato en contestar.

Tal vez…

A Natalie se le formó un nudo en la garganta.

—Y ese sitio… ¿Lo quieres más que a mí?

Dan se quedó tan callado que ella se preguntó si ya la había abandonado para irse al paraíso.

No.

Él no volvió a hablar del tema esa noche. En lugar de ello, se dedicó a escuchar pacientemente mientras Natalie se quejaba de los problemas que se cernían sobre ella —el caso Hyland, el Cuerpo, su padre— y le proporcionó el consuelo que ansiaba. Pero cuando se marchó salió poco a poco de ella del modo susurrante y definitivo con que la arena corre por un reloj, dejando a Natalie tan vacía como si su propia alma hubiera seguido a la de él hasta el más allá.