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Una casa torcida

Lyman Pearsall esperó en un Burger King de Lakeport bebiendo café y observando el trasiego de cenas a su alrededor durante más de tres horas, hasta mucho después de que anocheciera. Convencido de que ninguno de los clientes del restaurante se había quedado tanto tiempo como él, salió por la puerta de atrás al lugar donde estaba aparcado su abollado Bronco del 89, en un rincón al fondo del aparcamiento.

Aunque ninguno de los otros coches del establecimiento le siguió hasta la calle, Pearsall condujo en un vagabundeo sin rumbo por las calles que serpenteaban entre las colinas situadas alrededor de Clear Lake. Como había hecho durante todo el trayecto de nueve horas desde Los Ángeles hasta el norte de California, iba mirando por el espejo retrovisor para asegurarse de que nadie lo seguía. Tenía que ir con cuidado, ahora más que nunca. El Cuerpo le había dado su apoyo en el caso Ries, pero eso no significaba que se fiaran de él.

Cuando vio que no tenía detrás ningún faro, se metió en un camino rural flanqueado de arboledas de nogales angulosos. Los baches del camino rebosaban agua de las lluvias recientes, y el Bronco se balanceaba y daba botes cada vez que sus neumáticos tocaban fondo en uno de los cráteres en miniatura. Al poco rato, Pearsall se vio avanzando a través de cinco centímetros de agua estancada.

A la derecha, el huerto dio paso a una hilera de casas, cada una de ellas rodeada por su propio foso: un archipiélago de islas hundidas. Las luces de los porches y las ventanas estaban apagadas, y las entradas de las viviendas, vacías. Aquí y allá, algún letrero de «SE VENDE» sobresalía del pantano de un jardín como una bandera blanca. El canal que avanzaba detrás de las casas se había inundado aquel invierno con el diluvio de El Niño, y los pocos vecinos que seguían viviendo en la calle habían buscado refugio en otra parte. A Lyman le parecía bien. Perfecto, de hecho.

La carretera terminaba en un callejón sin salida, donde la silueta de una casa de dos pisos se agazapaba entre una hilera de sauces que se mecían en la brisa como anémonas de mar con la marea creciente. A medida que se acercaba, los focos binoculares de los faros del Bronco aumentaron de tamaño sobre la fachada de la casa. En una de las ventanas de arriba relucía algo metálico. El interior del cristal estaba forrado de papel de aluminio, como si el ocupante de la habitación quisiera impedir que entrara la luz exterior.

Pearsall aparcó el coche en el apartado garaje y salió de un salto. Al ir a abrir la puerta trasera del vehículo, se empapó las botas de trabajo y los bajos de los pantalones con el agua estancada de la riada. Tras pasar su muñeca izquierda por las asas de plástico de varias bolsas de la compra, se metió unos rollos de tela metálica debajo del brazo y cogió una linterna fluorescente con la mano derecha. Dejó la puerta bajada, salió del garaje caminando por el agua y se dirigió al porche con su primera carga.

En el vestíbulo se respiraba un ambiente húmedo y viciado debido a la humedad, y el polvo que flotaba en la luz grisácea de la linterna hacía que toda la estancia pareciera sumergida en agua marina. Al entrar, Pearsall volvió a notar una conocida sensación de mareo mientras todos sus órganos internos se deslizaban hacia el lado izquierdo. Una inundación anterior había erosionado el suelo bajo los cimientos del edificio, y el suelo raso de madera noble se inclinaba hacia un lado como la cubierta de un barco que se hundía. «Con unas cuantas reparaciones estará como nueva», le había dicho la agente inmobiliaria cuando le había vendido la casa dos años antes. Apenas había disimulado su alegría al deshacerse de la vivienda. Sin embargo, a Lyman le daba igual el moho o la inclinación permanente de la casa. Era barata y estaba apartada, y eso era lo único que importaba.

Pearsall subió la escalera haciendo ruido y tambaleándose contra el pasamanos cada vez que la inclinación de la casa le hacía perder el equilibrio. Llegó al rellano del segundo piso, se estabilizó y dobló la esquina arrastrando los pies hacia la izquierda; a ese lado, las puertas conducían a los tres dormitorios de arriba. La del fondo a la derecha tenía una gran X de cinta aislante roja que señalaba el dormitorio cuyas ventanas estaban cubiertas de papel de aluminio. La X roja advertía que no había que entrar en la habitación, pero la cinta era innecesaria: Lyman recordaba perfectamente lo que habitaba en esa habitación y por qué no debía entrar nunca allí.

Cruzó la puerta que tenía más cerca y fue a dar a una habitación que, al igual que el resto de la casa, no tenía muebles, ni lámparas, ni siquiera una barra de cortina a modo de decoración. Lyman dejó sus provisiones dentro y se llevó la linterna de nuevo al Bronco para recoger la siguiente carga.

Tuvo que hacer varios viajes como ese por la torcida escalera antes de estar listo para empezar a trabajar. Jadeando por el esfuerzo, se dejó caer pesadamente sobre la tapa de su caja de herramientas metálica y se zampó una barra de chocolate extralarga acompañada de Coca-Cola tibia de una botella de dos litros.

«Esta es la última —se dijo una vez más—. Después de esta, lo dejo para siempre».

Pese al frío que hacía en la casa sin calefacción, Pearsall estaba sudando. Se quitó el peluquín rizado de la cabeza y se secó el sudor de la calva con la manga de la camisa.

El trabajo le llevó varias horas; su dificultad se vio agravada por el hecho de que solo contaba con la luz de sus dos linternas fluorescentes para trabajar. Primero colocó la capa de papel de aluminio inicial, que arrancó de los rollos en largas láminas y sujetó al yeso o a la madera con una grapadora. Usó esas láminas para cubrir todas las superficies vacías de la habitación: paredes, ventanas, suelo y techo. La inclinación de la casa hacía que la escalera resultara inestable, y en dos ocasiones estuvo a punto de caerse.

Encima del forro de papel de aluminio desenrolló la tela metálica y la clavó para que quedara lisa. A continuación, colocó una capa de estera de goma para que hiciera de aislante y luego, por si acaso, otra capa de tela metálica con un forro interior de papel de aluminio.

Cansado por el esfuerzo, se dejó caer sobre la caja de herramientas y examinó su obra, buscando grietas en el precinto metálico de la habitación. Ya pasaba de la medianoche, y Pearsall se planteó dejarlo por ese día. Pero no, tenía que probar la jaula y realizar los últimos preparativos cuanto antes.

Sin embargo, se entretuvo bebiendo lánguidos sorbos de la botella de Coca-Cola hasta que la vació. El miedo aumentaba su fatiga, y cuanto más esperaba, más cansado y reacio se sentía.

—Venga.

En medio del profundo silencio de la casa, el sonido de su propia voz le sobresaltó. No quería hablar en voz alta. Alerta y agitado, Pearsall se levantó murmurando su mantra de protección.

Un penique, dos peniques, tres peniques, cuatro

cinco peniques, seis peniques, siete peniques, más…

Volvió a abrir la caja de herramientas, sacó la bandeja metálica de encima y enfocó con una de las linternas el compartimento de abajo. Había tres bolsas de plástico de cierre hermético encima de un montón de destornilladores, martillos y llaves inglesas. La primera bolsa contenía un calcetín de seda negro de hombre, y la segunda un cepillo de mujer para el pelo. Sacó las dos, pero dejó la tercera bolsa dentro.

Pearsall había medido y cortado con cuidado el metal y la estera del dorso de la puerta de la habitación para que quedara herméticamente precintada al cerrarla, lo que hizo en ese momento. Sepultado en la habitación revestida de papel de aluminio, Lyman abrió la primera bolsa y sacó el calcetín mientras murmuraba su mantra de espectador.

Pasaron varios minutos sin que llamara nadie. El alma electromagnética del antiguo dueño del calcetín no podía atravesar el metal y las barreras de goma del revestimiento precintado de la habitación. La jaula era segura.

Satisfecho, Pearsall volvió a meter el calcetín en su bolsa y lo dejó en el suelo junto con el cepillo para el pelo. Abrió la puerta de nuevo y sacó todas las cosas de la habitación salvo las dos bolsas de plástico y una linterna fluorescente. En el pasillo había una estructura de madera contrachapada un poco más grande que una cabina telefónica, abierta por un lado, que también estaba cubierta de capas de papel de aluminio, estera de goma y tela metálica. Pearsall empujó la endeble cabina hasta que su lado abierto encajó perfectamente contra el marco de la puerta de la habitación y pegó cinta aislante sobre la rendija en la que se tocaban la madera contrachapada y el yeso de la pared. La entrada cerrada de la habitación parecía ahora el compartimento estanco de seguridad que había que atravesar para entrar en una cámara donde se llevaban a cabo actividades de riesgo biológico.

La parte delantera de la cabina tenía una puerta de tela metálica, cubierta también de material aislante y papel de aluminio, que se cerraba automáticamente si se soltaba. Al entrar en la cabina, Lyman colocó una regla de plástico atada a la punta de un rollo de cuerda para que la puerta no se cerrara. Con la puerta original de la habitación también abierta, entró hacia atrás en el cuarto al mismo tiempo que desenrollaba la cuerda. Cuando llegó al lugar donde había dejado las bolsas cerradas herméticamente, cortó la cuerda y se ató la punta deshilachada a la muñeca derecha.

Con cuidado de no tirar de la cuerda, Lyman cogió el calcetín y el cepillo para el pelo envueltos en plástico. Estaba corriendo un gran riesgo. Los violetas que invocaban más de un espíritu al mismo tiempo a veces sufrían ataques, pues sus cerebros trataban de servir a demasiados amos a la vez. Ni siquiera su mantra de protección podría arrebatar a tiempo el control de su carne a las entidades invasoras.

«Este es tu billete de salida —se dijo mientras abría rompiendo las dos bolsas—. Después de esto, serás libre».

Al tiempo que recitaba su mantra de espectador, agarró el calcetín con una mano y el cepillo con la otra como si de los polos positivo y negativo de una gigantesca batería se tratara.

Las almas respondieron a su llamada. Apenas le dio tiempo a tirar de la cuerda antes de que su cuerpo se desplomara temblando.

La regla de plástico saltó, y la puerta forrada de papel de aluminio se cerró de golpe, precintando la jaula. Sin embargo, la jaula no podía contener los gritos de Pearsall, que resonaban por todas las habitaciones de la torcida casa.

Al cabo de un rato, Lyman salió gateando de la habitación y se metió en el angostos espacio de la cabina de madera contrachapada como si lo persiguieran los lobos. Cerró la puerta de golpe y se apoyó contra ella, recitando con voz entrecortada su mantra de protección. Aunque su instinto le dictaba que huyera de la casa y no volviera jamás, esperó en la cabina hasta que su corazón apaciguó la arritmia que lo hacía latir como un martillo neumático.

Tenía que asegurarse.

Se tocó los bolsillos de los pantalones y sacó el calcetín de uno de ellos, y lo apretó entre sus manos temblorosas. Nada. Luego el cepillo para el pelo. Nada.

Con el alivio de un experto en demoliciones que ha desactivado una bomba, Lyman salió al pasillo, separó la cabina de la pared y la arrastró a un lado para posibles usos futuros. A continuación, pegó una X de cinta aislante en la puerta cerrada de la habitación.

Se agachó gimiendo y se cayó al suelo, donde se quedó varios minutos inmóvil, con la cabeza dolorida por la falta de sueño. El frío húmedo de la casa le arrebataba la poca fuerza que le quedaba en las extremidades, y el hedor constante a moho hacía que notara la garganta y la nariz irritadas y cubiertas de una capa de suciedad.

—Espero no ponerme enfermo —murmuró Lyman, sorbiéndose los mocos.

La idea le hizo tanta gracia que se puso a reír histéricamente.

Sin otro deseo que tumbarse en una cama caliente de un motel de la zona, se levantó y se inclinó sobre la caja de herramientas abierta, que se hallaba en el pasillo al lado de la segunda linterna fluorescente. Todavía quedaba una bolsa en la caja, con una V oscura enfundada en su plástico. Cuando Pearsall la sacó de la caja, la navaja abierta le sonrió a la luz pálida de la linterna.

Una vez más, Lyman se planteó esperar hasta la mañana, cuando el sueño y la luz del sol le hubieran despejado la cabeza. Pero sabía que si lo aplazaba podía cambiar de opinión, y había llegado demasiado lejos para eso.

Metió la mano en la bolsa y apretó el mango de ébano entre los dedos. Aunque tampoco necesitaba una piedra de toque para invocar a aquella alma en concreto. Él era ahora la piedra de toque.

Hola, Lyman, susurró una voz en su cabeza.

Pearsall soltó el cuchillo. La velocidad de la ocupación le desconcertó, como si hubiera llamado a alguien por teléfono y hubiera resultado estar justo detrás de él. Intentó pronunciar su manta de protección, pero los labios y la lengua ya se le habían adormecido.

—Necesitas mi ayuda otra vez, ¿verdad? —oyó decir a su propia voz—. Pues ya sabes cómo contratar mis servicios.

Como un espectador en su propio cuerpo, Lyman Pearsall vio cómo él mismo se agachaba para coger la navaja del suelo. Observó cómo besaba la hoja y luego la cerraba y se la metía en el bolsillo trasero de los tejanos.