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Scott libre

El día que se publicó el artículo, Scott Hyland se despertó en torno al mediodía, después de haber estado de fiesta en Westwood hasta casi las tres de la noche. Últimamente había salido mucho, con o sin Danielle. Necesitaba estar activo: le permitía mantener la cabeza ocupada en… otras cosas.

Holgazaneando entre las modernas sábanas Tommy Hilfiger arrugadas de color rojo, blanco y azul, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, examinó con soñolienta satisfacción las comodidades de su nuevo dormitorio diseñado por encargo, que los obreros habían acabado de redecorar tan solo un día antes: espejos en el techo, una barra entera en el rincón, una televisión de plasma con pantalla plana y un equipo de sonido e imagen, un jacuzzi en el cuarto de baño; todo como él quería.

Hasta hacía poco esa habitación había servido de salón y biblioteca a sus padres, y a Scott le costó un dineral transformarla. Pero valió la pena. Aunque ahora era el dueño legal de la mansión de los Hyland, Scott no usaba el dormitorio principal. De hecho, nunca pisaba esa habitación, pese a que cada centímetro de la moqueta manchada de sangre había sido arrancado y cambiado por tripe nuevo con olor a poliéster, blanco como la conciencia de una monja.

Mientras seguía remoloneando en la cama, Scott cogió el teléfono inalámbrico del soporte de la mesilla de noche, marcó el número de Danielle y lo sujetó sobre su cara para no tener que levantar la cabeza de la almohada. Él había querido pasar la primera noche en su nuevo colchón de matrimonio extragrande con ella, pero su padre no le había dejado. A decir verdad, el señor Larchmont detestaba a Scott y se servía de cualquier excusa para apartar a Danielle de él, pero ella había prometido reunirse con él ese día y tal vez comer a última hora en Jerry’s Deli.

El teléfono sonó una vez antes de que una voz grabada le informara de que le había sido bloqueado el acceso a ese número.

Molesto, volvió a intentar llamar al número para asegurarse de que había marcado bien. El mismo resultado.

«Seguramente ha sido su viejo», pensó, y marcó el número de móvil de Danielle.

Oyó la misma voz de mujer enlatada diciéndole que aquel número también le había sido bloqueado.

Scott se incorporó maldiciendo y volvió a marcar, pero no logró contactar con ella. A la porra. Se pasaría por su casa más tarde si ella no le llamaba antes.

Dejó el teléfono en la cama sin hacer y bajó sin prisa a la planta baja en calzoncillos, frotándose la ceja izquierda en la zona donde ahora sobresalía un pequeño aro de plata. Scott había estado tanto tiempo sin el aro que habían tenido que volver a perforarle la ceja, y le picaba la piel. Después de servirse un cuenco de cereales en la cocina, se llevó el desayuno a la sala de estar y encendió la televisión de pantalla grande.

Mientras levantaba los pies en el sofá con reposapiés y se metía cereales en la boca, en el canal Entertainment Sports Network terminaron los anuncios y continuó la retransmisión de la final de un campeonato de póquer: dos tipos se miraban fijamente a través de una mesa con fieltro verde. ¿Por qué no grababan cómo se secaba la pintura? Scott pulsó el mando a distancia colocado sobre el brazo del sofá para pasar al canal Entertainment Sports Network 2. Una competición de leñadores. Mejor una competición de ordeñadores.

Riéndose de su chiste hasta que la leche estuvo a punto de salirle por la nariz, empezó a recorrer los treinta y tantos canales por satélite que había entre las cadenas de deportes y la MTV. Como una bola de una ruleta que cae en el número equivocado, dio la casualidad de que la televisión se detuvo en la CNN, donde Scott vio su cara sonriente en un recuadro sobre el hombro izquierdo de la presentadora.

—… revelación de la falsificación de los testimonios ha supuesto un escándalo para el sistema penal y el Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano —recitó la atractiva mujer morena, que llevaba unas gafas que le daban un aire de bibliotecaria guapa—. A principios de este mes, un jurado declaró a Hyland inocente del asesinato de sus padres basándose principalmente en el dramático testimonio de las víctimas en la sala de justicia; testimonio que parece haber sido falsificado para garantizar la liberación de Hyland.

Scott bajó la cuchara, con la boca llena de cereales a medio masticar.

—El engaño ha salido a la luz en un artículo de primera plana publicado en el New York Post de esta mañana —continuó la presentadora, mientras aparecían imágenes de un quiosquero vendiendo periódicos sensacionalistas con el titular «¡SCOTT NOS MATÓ!, DICEN LOS PADRES ASESINADOS» en letra gigantesca—. Al ser invocadas por la antigua canal del CCUN Natalie Lindstrom, las víctimas Prescott Hyland padre y Elizabeth Hyland acusaron a su hijo de dispararles, lo que contradice las declaraciones atribuidas a ellos durante el juicio.

Una antigua fotografía familiar mostraba a los padres de Scott sonriendo orgullosamente, rodeando con los brazos a su hijo de tres años.

—El Cuerpo se ha dado prisa en hacer público un comunicado en el que niega cualquier delito y ha puesto en duda la credibilidad de la señora Lindstrom, pero varios miembros del Congreso ya han exigido una investigación completa. Inmune a futuras acusaciones gracias a las leyes que impiden un segundo procesamiento, Prescott Hyland hijo no ha sido localizado todavía ni ha realizado ninguna declaración, pero es de suponer que se aloja en la residencia de Bel Air que ha heredado…

Una imagen aérea, como la deslumbrante mirada de Dios, apareció en pantalla, y a Scott se le puso la carne de gallina. Allí, en lo alto del camino de entrada, se hallaba la verja de seguridad que había hecho instalar la semana pasada para mantener a los curiosos y los fotógrafos a raya. Detrás de ella se agitaba una multitud de equipos de reporteros, palpitando como una sanguijuela sedienta.

Scott saltó del sillón escupiendo improperios y volcó el cuenco con cereales en la alfombra. Corrió hacia una de las ventanas de la parte delantera y miró al exterior. Un montón de teleobjetivos lo enfocaron con el zoom. No habían podido contactar con él porque desde el juicio había desviado todas las llamadas que recibía a un contestador automático. Pero sabían que tenía que salir en algún momento, y esperaban en la verja con la paciencia de buitres, cargados de preguntas que hacerle.

Una fría certeza se instaló en Scott, como la quietud punteada por las gotas y el humo que sigue a un estruendoso choque frontal. Se dirigió atropelladamente a la agenda que había en el estudio al lado del teléfono y llamó a todos sus conocidos, empezando por sus amigos íntimos y terminando por aquellos cuyos nombres apenas recordaba. La misma grabación respondía cada vez que llamaba: una persona más que le daba la espalda.

Colgó el teléfono y alzó la vista del escritorio de su padre a la vitrina de las armas. Ese mueble también había sido restaurado, y su parte delantera destrozada había sido sustituida por un cristal prístino. Una de las muescas del soporte permanecía visiblemente vacía, pues la policía se había quedado la escopeta como prueba. Pero al padre de Scott todavía le quedaban muchas armas, todas ellas cargadas y listas para la acción.

Scott cruzó la estancia hacia la vitrina y presionó el resorte escondido en el borde de madera tallado que abría la puerta «cerrada con llave». El ojo de la cerradura solo era de adorno. Como le había dicho su padre en una ocasión: «Si hay un asesino en casa, no te interesa enredarte con llaves».

Toqueteó varias de las armas sujetas a la pared de la vitrina como si estuviera escogiendo un ejemplar de un armario lleno de trajes. Sin embargo, Scott sabía la que quería. El reluciente revólver Magnum 44 siempre había sido su favorito cuando él y su padre iban a practicar al campo de tiro. Ahora que lo pensaba, disparar era la única actividad que realmente había disfrutado compartiendo con él.

Si quieres volar los sesos a un cabrón, esta es el arma que tienes que usar, dijo de nuevo la voz de su viejo mientras Scott desenganchaba el revólver de sus soportes y apretaba la empuñadura con la mano. Las palabras recordadas sonaban ahora como una recomendación.

«No necesito hacerlo. —Hizo girar el tambor, se aseguró de que la recámara estaba llena y la cerró de golpe—. Soy rico. Los polis no pueden tocarme. Puedo irme a México o a Tahití o a donde sea. Tengo toda la vida por delante. Toda la vida…».

Danielle se puso a gimotear en estéreo desde el equipo de sonido de la sala de estar.

«No tenía alternativa. Me pegó y me dijo que si no le ayudaba, me haría lo mismo que a sus padres».

Con el revólver colgando de su brazo derecho sin fuerza, Scott retrocedió arrastrando los pies para mirar la pantalla grande, donde Danielle estaba sorbiéndose la nariz delante de las cámaras. Los reporteros gritaban preguntas, pero Malcolm Lathrop les hizo callar levantando una mano.

—Es todo lo cuanto la señora Larchmont puede decirles de momento —dijo el abogado, rodeando a la chica con el brazo en actitud protectora y hablando a los micrófonos colocados ante ella—. Está claro que Scott Hyland es un individuo perturbado que nos ha engañado a todos, y la más mínima insinuación de que la señora Larchmont deba pagar por los crímenes de él es un ultraje. Ella es igual de víctima de ese psicópata que Prescott y Betsy Hyland, y estamos dispuestos a demostrarlo en el tribunal. Gracias… Eso es todo por ahora.

Haciendo oídos sordos a la constante lluvia de preguntas, Lathrop acompañó a Danielle hasta la intimidad de su limusina, mientras la cámara suspiraba por ellos como un cachorro abandonado.

Lanzando un grito desgarrador, Scott disparó cinco tiros a la pantalla y la perforó con agujeros de bala. Sin embargo, como la televisión empleaba un sistema de proyección, no pudo evitar que la imagen de Danielle se alejara de él en el Lincoln alargado del abogado.

Su rugido degeneró en lloriqueo, y retrocedió tambaleándose hasta caer de culo en el suelo. Comprendió que no importaba lo que hiciera o adónde fuera. Se pasaría el resto de su vida como estaba ahora.

Solo.

No, solo no. Su madre y su padre nunca lo abandonarían. Ellos estaban allí ahora, a su alrededor, dentro de él. No hacía falta ser uno de esos bichos raros con los ojos violeta para oír a los muertos, pensó. Prácticamente te gritaban si escuchabas.

Scott Hyland, que nunca había escuchado a sus padres cuando estaban vivos, no podía oír otra cosa ahora. La ira estrangulada de los estertores de su padre, el chillido de su madre cuando la apuntó con la escopeta, el crujido de su cabeza al volar en pedazos…

Con la misma determinación vaga que lo había impulsado la noche del 21 de agosto, Scott se levantó y subió la escalera. Mientras ascendía, revisó el revólver y confirmó que quedaba una bala.

Una hora antes resultaba tan fácil olvidarlo todo… Fingir que otra persona lo había hecho. Un ladrón. Avery Park. Cualquiera.

Al entrar en el remodelado dormitorio principal por primera vez, Scott cruzó la alfombra de dacrón blanca hacia el bonito sofá tapizado de cuero que se hallaba donde antes estaba la cama de sus padres. Los decoradores habían hecho un buen trabajo. La habitación era luminosa, blanca y agradable, y todavía olía a pintura reciente. Scott se sentó en el sofá y amartilló la pistola.

Sus padres lo llamaban: «¡Scotty! ¡Scotty!». Su tono no era de enfado. Era alentador, como cuando lo habían animado a zambullirse por primera vez en la piscina desde el trampolín.

Deseoso de complacerlos, se puso el cañón del revólver en la boca y apretó el gatillo.