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Cosas buenas

Aunque Natalie no hubiera hablado con George ese día, le habría dado miedo el diminuto paquete que la esperaba en la puerta cuando llegó a su casa. El pequeño cubo le cabía en la palma de la mano y era tan estrecho que apenas tenía espacio para su dirección entera y el sello para el franqueo. Las únicas señas del remitente que aparecían en la caja envuelta en papel eran las iniciales VT escritas en mayúsculas en una esquina.

Gracias a lo que George le había dicho, Natalie sabía que el paquete era una trampa. También sabía que no tenía más remedio que abrirla.

—Las cosas buenas vienen en paquetes pequeños —murmuró, y lo llevó a la cocina.

• • •

Había notado que pasaba algo cuando había salido a comprar el periódico de la mañana y se había fijado en que el LeBaron color canela no estaba aparcado junto a la acera.

Le pasaron por la cabeza dos posibilidades igual de inquietantes. La primera era que habían pillado a George tratando de averiguar dónde retenía el Cuerpo a Callie y lo habían despedido sumariamente… o algo peor. La segunda era que el Cuerpo simplemente había decidido que ya no hacía falta que la vigilaran. Ya tenían lo que querían, y Natalie se había vuelto prescindible para ellos. Si el Cuerpo estaba tan decidido a mantener a Callie bajo su control, significaba que era posible que Natalie no volviera a ver a su hija jamás.

La tercera posibilidad, peor que las dos primeras, no le pasó por la cabeza hasta que salió de la Biblioteca Pública Fullerton esa tarde. En cuanto cerró la puerta del Volvo, una voz enigmática brotó de detrás de su asiento.

—No te asustes y no me mires —la advirtió—. Finge que te estás maquillando o algo así.

Natalie recobró el aliento.

—¡Joder, George! Casi me muero del susto. —Inclinó el espejo retrovisor hacia ella, haciéndose la vanidosa—. ¿Qué estás haciendo ahí detrás?

El gruñido de él sonó por debajo de ella; debía de haberse acurrucado en el asiento trasero del Volvo.

—Esperándote, y créeme, no ha sido fácil. Creía que ibas a pasarte todo el día en esa estúpida biblioteca.

—Estaba investigando. —Había leído todo lo que había encontrado sobre Thresher y Pearsall en busca de alguna pista sobre el lugar donde se habían escondido—. ¿Cómo has entrado?

—He abierto la cerradura con una ganzúa. No puedo dejar que me vean hablando contigo.

Natalie trató de mantener la mano firme mientras se ponía un innecesario lápiz de labios.

—¿Por qué? ¿Has descubierto dónde tienen a Callie?

—Sí y no. El Cuerpo la ha perdido.

Ella se salió de la comisura de la boca y se manchó la mejilla de rojo.

—¿Qué?

—Ayer alguien entró en el piso franco del Cuerpo, mató a Rendell y se llevó a tu hija. Ellos lo negarán si se lo preguntas, cómo no; te dirán que ella está de fábula, pero en realidad se ha armado un buen alboroto. El propio Simon McCord va a invocar a Rendell para averiguar qué ha pasado.

Natalie dejó de escuchar a partir de «se llevó a tu hija».

—Thresher…

—Detesto traer malas noticias, pero me ha parecido que debías saberlo. —George aguardó a que ella hablara—. ¿Nat?

—Tengo que irme… Tengo que hacer… algo. —Se limpió el lápiz de labios con un pañuelo de papel sucio del bolso y buscó la llave del coche.

—Hazme un favor —dijo George antes de que ella arrancara—. Entra en la biblioteca diez minutos. Cuando vuelvas yo ya me habré marchado.

Natalie se sumió en un silencio airado, pero salió del coche tal como él le había pedido. Más tarde se sintió culpable por no haber dado siquiera las gracias a George por el riesgo que había corrido para hablar con ella.

Obligada a esperar en la biblioteca los diez minutos más largos de su vida, Natalie solo podía pensar en su fracaso a la hora de salvar a Callie. Ni siquiera sabía por dónde empezar a buscarla.

La caja que la esperaba en la puerta de su casa solucionó ese problema.

• • •

Mientras se ponía unos guantes para proteger cualquier prueba que pudiera contener el pequeño paquete, Natalie se planteó por un momento llevar la caja a la policía, pero decidió que no tenía tiempo. Sabía que fuera lo que fuese lo que había en la caja, no le haría daño directamente —Thresher quería verla sufrir—, y si existía una posibilidad infinitesimal de salvar la vida de Callie, Natalie tenía que descubrirla ya.

Reprimiendo el impulso de abrirla rompiéndola, despegó la cinta adhesiva como si el trozo de papel de embalar fuera la hoja de un bonito envoltorio que quisiera doblar y conservar para un futuro cumpleaños. Tras vacilar un instante fugaz, cogió un cuchillo y cortó la única tira de cinta que mantenía la caja de cartón cerrada. Levantó la tapa y vio que el interior estaba repleto de relleno de algodón. Envuelto en su centro blanco había un óvalo irregular de color negro azulado con rugosidades, que parecía un molusco de cuerpo blando que hubiera sido arrancado de su concha y dejado secar al sol. El objeto tenía un aspecto raro, tan extraño que Natalie no se dio cuenta de lo que era hasta que lo sacó de su nido de algodón y vio las costras de piel resecas de la parte inferior.

Una oreja.

Lanzó un grito y la dejó caer en la mesa de la cocina con una súbita repugnancia. Aunque la oreja permaneció totalmente inmóvil, Natalie se la quedó mirando boquiabierta, temiendo pestañear por miedo a que se escabullera y anidara debajo de la cocina. «¡Dios mío… Callie!».

Pero cuando el horror inicial desapareció, vio con un irónico alivio que no podía ser la oreja de su hija. Era demasiado grande. Aquella oreja pertenecía a un adulto.

Como su madre.

«Puede que no sea de ella», pensó, pero sabía que estaba negando lo evidente. Naturalmente, era la oreja de su madre. Thresher la había guardado, la había conservado exclusivamente para ella. ¿Por qué?

«Porque es una piedra de toque. Quiere entrar en mi cabeza».

La idea dejó petrificada a Natalie, como le había ocurrido aquel día en el instituto en el que Thresher la había intentado arañar con los dedos de Nora. Tanto su madre como Lyman Pearsall se habían convertido en recipientes de su voluntad monomaníaca, con la piel magnetizada como un imán por la energía de su alma. ¿Sería Natalie lo bastante fuerte para expulsarlo de su mente cuando ellos no habían podido?

Tenía que intentarlo. Pese a todo lo que había investigado, Natalie no tenía ni idea de dónde podían estar escondiendo Thresher y Pearsall a Callie. La única esperanza de encontrar a su hija se hallaba en la mente del hombre que la había secuestrado.

Natalie se quitó los guantes mientras susurraba su mantra de espectadora.

La oreja momificada pareció retorcerse entre sus dedos cuando la cogió, pero la mantuvo rodeada con la palma de la mano.

—Rema, rema, rema en tu barca río abajo…

Una sensación similar a la de un relajante muscular de mentol recorrió su cuerpo y su mente con un hormigueo, caliente y fría al mismo tiempo. Caliente de una ira inextinguible, deseosa de reducir a cenizas todo ser vivo. Fría de una psique aturdida incapaz de sentir nada que no fuera un triste goce en el sadismo. El repugnante torrente de endorfinas de un orgasmo acompañaba los recuerdos de agujas y sangre y caras crispadas por la agonía, y Natalie se dobló sobre la mesa, invadida por náuseas de asco. Apretó la oreja con el puño y siguió susurrando.

Bienvenida, Natalie. Nunca había oído la voz que sonó en su cabeza, pero reconoció su inflexión invasiva y penetrante de las visitas que había hecho a Nora. Confiaba en que esa oreja te ayudara a oírme mejor.

—¿Dónde está Callie? —preguntó examinando los pensamientos de Thresher en busca de imágenes reveladoras que le desvelaran el paradero de su hija.

Está bien, si es lo que te estás preguntando. De hecho, me he tomado todas estas molestias para invitarte a que vengas a visitarnos.

—Querrás decir a que entre en tu cámara de torturas. ¿Cómo sé que está viva?

Porque no he hecho más que empezar a disfrutar de ella. ¡Mira lo bien que nos lo hemos pasado!

Y la invitó a una película mental que mostraba cómo había matado a Horace Rendell con las manitas inocentes de Callie, cómo había danzado y saltado y dado una patada al cadáver con sus piececitos.

Natalie cerró los puños de la impotencia como si fueran cabezas de martillo.

—¡CABRÓN!

Ya sé que ahora mismo seguramente te sientes excluida. Por eso he pensado que podrías estar interesada en negociar un pequeño trato.

Ella apretó los dientes para evitar gritar más y reflexionó. ¿Debía la mangosta seguir a la cobra hasta su madriguera?

—Está bien —dijo en un susurro de cólera que superaba cualquier grito—. ¿Qué tengo que hacer?

Él le dio las instrucciones explícitas que debía seguir, mientras su alma se reía socarronamente como el cuco que se dispone a empollar en el nido de otro pájaro.

Y recuerda que es una fiesta privada, así que no invites a nadie, por favor, le advirtió. De lo contrario, Callie y yo tendremos que jugar sin ti… y nos lo podríamos pasar tan bien juntos

A Natalie le subió la bilis por la garganta, pero se la tragó.

—Entendido.

Sabía que lo entenderías. Pareces mucho más razonable que tu madre, la pobre. Estoy seguro de que vamos a ser muy buenos amigos.

Y después de eso la abandonó.

Natalie se dejó caer en una silla de la cocina, temblando, y se frotó la cara y los brazos descubiertos con el fervor de una paciente con trastorno obsesivo compulsivo, deseando poder limpiarse el hedor que le llegaba hasta el alma, pero consciente de que era imposible. La mancha de los recuerdos de Thresher la enconaba como un hierro, rojo y chisporroteante, marcándola como a una esclava.