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Entrega especial

Horace Rendell, que todavía no se había curado la tos que amenazaba con convertirse en bronquitis, dormía en el sofá del salón del piso franco del Cuerpo cuando sonó el timbre.

«Serán los malditos mormones», pensó cuando el timbre sonó por tercera vez. Se incorporó y se olió la axila de su camisa de manga corta. Por el olor se podía saber que la había llevado tres días seguidos, pero se dirigió a la puerta sin preocuparse por ello.

Al mirar por la mirilla, vio a un mensajero achaparrado de la empresa UPS con gafas de espejo delante de la puerta, con una caja plana envuelta en papel debajo de un brazo y una tablilla electrónica debajo del otro. La camisa marrón de su uniforme parecía quedarle dos tallas más pequeña, y las costuras estaban a punto de estallar con la abultada barriga del hombre.

«El muy idiota debe de haberse equivocado de dirección», pensó Rendell refunfuñando, todavía medio dormido. Sin quitar la cadena ni el pestillo de seguridad, abrió la puerta lo justo para gritar por la rendija.

—Se equivoca de sitio. Pruebe en la puerta de al lado.

—La dirección es correcta, señor. —El mensajero levantó la caja—. Un paquete para la señora Lindstrom.

—Debe de estar bromeando.

Quejándose entre dientes, Rendell retiró la cadena y el pestillo. Se suponía que el Cuerpo remitía todo el correo dirigido a los ocupantes de los pisos francos a través de la oficina local para que fuera entregado más tarde por agentes de seguridad. Sin embargo, no era la primera vez que la burocracia metía la pata.

—Déjeme verla.

Rendell cogió la caja y leyó la etiqueta de envío. Iba dirigida a Callie Lindstrom de parte de Natalie Lindstrom, para entregar al Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano, Washington, D. C., con un desesperado «REMÍTASE AL DESTINATARIO» escrito en mayúsculas rojas. Otra etiqueta indicaba el cuartel general del Cuerpo en Washington como dirección de devolución y remitía el paquete al piso franco de Silverlake. Era evidente que la madre había pagado para que el envío se hiciera de la noche a la mañana, de modo que el paquete había rebotado de una costa a la otra y había vuelto de nuevo en dos días.

Rendell observó la caja como si fuera un bloque de explosivo C4. De haber sido por él, habría hecho que se la devolvieran a la remitente y se la habría lanzado a la cara al mensajero, pero los burócratas del Cuerpo, en su infinita sabiduría, insistían en que sus bichos raros recibieran correo autorizado de sus familias inmediatas «para mantener la moral del canal». Era parte de las relaciones públicas: aparentar que no estaban oprimiendo a nadie. ¿A quién pretendían engañar?

—Está bien. Me lo quedaré.

El mensajero le entregó la tablilla electrónica y un lápiz óptico con forma de bolígrafo.

—Firme en el rectángulo negro.

Rendell garabateó su nombre de forma invisible en la alfombrilla táctil y se molestó cuando vio su firma convertida en un garabato de alumno de primer curso en la pantalla de cristal líquido que había encima.

—Tome.

El mensajero volvió a meterse la tablilla debajo del brazo.

—Gracias, amigo.

Regresó pesadamente hacia el camión marrón que había aparcado junto al bordillo, y Rendell dio un portazo y cerró la puerta principal con cerrojo.

Tras llevar la caja a la mesa de formica, el agente apretó, golpeó y sacudió el paquete como un niño tratando de adivinar su regalo de cumpleaños. Dudaba que Lindstrom hubiera mandado una bomba cuando existía la posibilidad de que su hija la abriera primero, pero valía la pena ser precavido.

En lugar de desenvolverla de la forma convencional, Rendell cogió un cuchillo para la carne, atravesó el cartón en el centro de la tapa y cortó un disco del tamaño de una moneda en la parte superior de la caja. Al ver que no desprendía ningún gas venenoso, miró a través del agujero y vio unos hilos multicolores entrelazados con una rejilla de hebras ásperas.

Tras decidir que el contenido parecía inocuo, hizo un corte en la tapa y sacó el único objeto que contenía la caja: un anticuado bordado en un grueso marco de madera. Como los que las señoras tenían colgados en sus salones, llenos de animales y querubines cursis, proclamando eternas perlas de sabiduría como «Hoy es el primer día del resto de tu vida» y «Para convertir una casa en un hogar hace falta mucho amor». Menuda sarta de chorradas.

Había una nota mecanografiada pegada a la parte delantera del objeto, firmada con un par de iniciales apenas legibles:

A quien corresponda:

Por favor, entregue esto a mi hija.

Gracias. Atentamente,

NATALIE LINDSTROM

Rendell se vio sorprendido por un ataque de tos que le hizo expectorar flema y escupirla en un vaso de café vacío que tenía a mano para tal fin. Después de beber otro trago de jarabe para la tos de la botella que había sobre la mesa, arrancó la nota de la labor, hizo una bola con ella y la arrojó a la papelera colocada junto a la pared, pero rebotó en el borde y cayó entre los pañuelos de papel empapados que había esparcidos por el suelo.

En la labor aparecían dos ositos de peluche, uno grande y otro pequeño, rodeados de flores y mariposas que revoloteaban. El oso grande, evidentemente la madre, tocaba cariñosamente con la pata la cabeza de su cachorro, y las letras de vivo color rojo situadas encima rezaban: «SIEMPRE ESTARÉ CONTIGO». Rendell rozó con los dedos la maraña prieta de bultos, los puntos cosidos de hilo que formaban el dibujo. Un buen trabajo, tenía que reconocerlo: Lindstrom debía de haberse quedado levantada toda la noche para acabarlo tan rápido.

Palpó el ancho marco y dio la vuelta al cuadro para examinar la parte de atrás y asegurarse de que no había armas, ganzúas u otras herramientas de fuga pegadas al regalo. No es que tuviera mucho que temer de una niña de cinco años, pero no pensaba correr ningún riesgo estando en juego la bonificación de cuatrocientos mil dólares.

Convencido de que el cuadro era inofensivo, entró en la habitación de la niña sin llamar a la puerta y lanzó la labor al pie de la cama.

—Toma. Un regalo de tu mamá.

Ataviada con un vestido que no era de su talla y unos zapatos que le había conseguido Rendell, Callie alzó la vista de los libros baratos para colorear que le había comprado para mantenerla ocupada, con un brillo de esperanza que le iluminó la cara.

—¿Mamá? ¿Qué ha dicho? ¿Va a venir?

Pero Rendell cerró la puerta a sus preguntas, tosiendo espasmódicamente mientras echaba el cerrojo.

• • •

Cuando el hombre malo la dejó sin decirle lo que había dicho su mamá, Callie se sumió de nuevo en el abatimiento. Ya que su madre no estaba allí para abrazarla, avanzó gateando por la cama para mirar el cuadro. Nunca había visto una labor de costura como esa; era bonita. Sobre todo le gustaban los osos y las mariposas. ¿Se lo había hecho su mamá?

Callie hizo varios intentos frustrados por leer lo que decían las palabras, pronunciando cada letra lo mejor posible. Su mamá quería decirle algo y ella tenía que averiguar qué era, porque el hombre malo no iba a decírselo. Como solía hacer con sus libros de lectura, puso su pequeño dedo índice sobre la gran S del principio del mensaje para enterarse de qué letra estaba diciendo.

Tan pronto como su piel tocó la maraña de hilo, un rayo de voluntad pura penetró en su cerebro. Se desplomó encima de la labor, retorciéndose y echando espuma por la boca como si hubiera sufrido un ataque epiléptico.

Empezó a recitar el abecedario mentalmente de forma vacilante, pero no se acordaba de todas las letras. «A-B-CA-B-C-DD-E-F…».

La invadió un aluvión de imágenes, teñidas de color negro y rojo y blanco azulado pálido, visiones tan atroces que afortunadamente su mente inocente no comprendía por falta de conocimiento. Un odio frío como el nitrógeno líquido congeló su conciencia y la dejó frágil y helada.

Aquel era un quién malo. El peor que Callie había conocido. Tenía ganas de vomitarlo como si fuera veneno, pero el alma se aferraba a sus pensamientos y la oprimía; una mano aplastando una flor por su fragancia.

Se quedó tendida sin moverse un instante, como la pausa expectante en que una máquina de discos cambia de vinilo. Luego recobró la claridad de visión; incluso un asomo de picardía infantil. Se limpió la saliva de la boca, se levantó sobre la cama y se puso a estirar su menudo cuerpo y a botar sobre el colchón con el entusiasmo de la mañana de Navidad.

Sin embargo, cuando miró la labor, su expresión adquirió una extraña madurez llena de determinación. Echó un vistazo cargado de aprensión a la puerta cerrada, se colocó el cuadro entre las rodillas y tiró de la parte de arriba del marco con las dos manos, gruñendo de decepción ante la debilidad de sus tiernos músculos. Finalmente, haciendo palanca con su escaso peso, separó la esquina superior izquierda del marco, que estaba unida por un fino clavo.

Allí, perforado en el corte diagonal situado en lo alto de la tabla lateral del marco, había un agujero profundo aproximadamente del diámetro de una pluma estilográfica. Callie dio la vuelta al marco, y una pequeña jeringuilla salió del conducto y cayó en la áspera manta del catre. Los salientes para los dedos de la jeringuilla habían sido cortados para que cupiera en el agujero, y la aguja había sido tapada con un capuchón para evitar que el líquido transparente que contenía —una solución barbitúrica especialmente potente— se escapara.

Sonriendo, Callie arrojó la labor con el marco desprendido al suelo haciendo el máximo ruido posible.

—¡Señor! ¡Señor! —chilló mientras cogía la jeringuilla y le quitaba el capuchón—. ¡Necesito ayuda!

Cuando oyó el ruido de una llave en el cerrojo de la puerta de la habitación, Callie se arrodilló en el borde de la cama, rodeando con su manita la punta de la jeringuilla, que sujetaba contra su muslo izquierdo.

Rendell abrió la puerta y se asomó; las bolsas de debajo de sus ojos enrojecidos temblaban de irritación.

—¿Qué pasa ahora?

—Se ha caído. —Callie lanzó una mirada triste a la labor y al marco torcido tirados en el suelo al lado de la cama—. ¿Puede arreglarlo?

—Por el amor de Dios…

Rendell se acercó gruñendo y se agachó para coger los trozos del cuadro. Con la cabeza inclinada delante de ella, Callie le clavó la aguja en un lado del cuello y empujó el émbolo con la palma de la otra mano. Su boca se ensanchó y formó la sonrisa de gárgola de un demonio.

Rendell gritó y se tambaleó hacia atrás, con la jeringuilla alojada todavía entre los pliegues carnosos de su piel. Abriendo los ojos y la boca de asombro, se sacó la jeringuilla de un tirón y la miró detenidamente.

—¿Qué demonios…? ¡Canalla!

Se abalanzó con intención de golpearla con el puño, pero sus movimientos se habían vuelto lentos y torpes. Callie lo esquivó fácilmente y saltó de la cama, soltando risitas en actitud de triunfo infantil.

Rendell sacudió la cabeza y se movió zigzagueando para interceptarla, pero tropezó con sus pies y se cayó al suelo. Se levantó, pero solo consiguió ponerse de rodillas.

Esforzándose por resistir el peso de sus párpados, intentó arañar a Callie, que brincó y se situó fuera de su alcance. Cuando el cuerpo gelatinoso del hombre se quedó inmóvil, ella se puso a reír y a burlarse cantando. Un sonido de aspiración, como el último ruido de un aspirador atascado, brotó de la boca de Rendell antes de empezar a adquirir un color azul cianótico.

Callie aguardó a la espera de señales de vida, manteniendo una distancia prudencial con su cuerpo. Avanzó lentamente, le dio una patada de prueba en la cabeza y retrocedió a toda prisa. Él no se movió. Riéndose por lo bajo, Callie pisó el cangrejo muerto que formaba su mano extendida. A Horace Rendell no pareció molestarle.

Cogió la pistola de dardos de aire comprimido de la pistolera sujeta bajo el brazo del agente y, a continuación, metió su manita en el bolsillo de sus pantalones para coger las llaves antes de salir tranquilamente por la puerta, que Rendell había dejado abierta. Aunque nadie había respondido al alboroto de la habitación, atravesó el piso franco con cuidado por si resultaba haber otro agente al acecho. Una vez que cruzó la puerta principal y salió a la calle del barrio residencial, empezó a tararear y a dar brincos delicadamente hasta el Bronco blanco abollado que Pearsall había aparcado junto a la acera.

—Has tardado bastante —murmuró él cuando la niña se colocó a su lado en el asiento del pasajero.

Ella metió la pistola en la guantera y le sonrió.

—¡Ooooooh! ¿Estabas preocupado por mí, Lyman?

Pearsall sudaba más de lo normal.

—Estoy preocupado por mí. No puedo seguir arriesgándome de esta forma.

—¿Te has deshecho del camión del mensajero como te dije?

—Sí, lo he dejado en el centro, con las luces de emergencia encendidas. ¿Cuánto crees que tardará la policía en descubrir que no tiene conductor?

—Por lo menos media hora.

Las gafas de espejo ocultaban los ojos de Lyman, pero no su inquietud.

—Por cierto, ¿qué le has hecho al conductor?

Callie se rio disimuladamente.

—Secreto profesional.

—Me lo imagino.

Pearsall se acobardó bajo la mirada de la niña de cinco años. Por lo menos se había quitado aquel maldito uniforme; le apretaba tanto que parecía que llevara la piel de un hombre muerto.

—Después de esto me largo, ¿no? Ya has acabado conmigo. Es lo que dijiste, ¿no?

—Claro, Lyman. Cuando tenga un sustituto. —La niña se abrochó el cinturón de seguridad y se relajó con una sonrisa perezosa—. Ahora conduce.

Lyman hizo lo que le dijo. Mejor tenerlo en la cabeza de la niña que en la suya, pensó, aunque fuera por un rato.