3
Escuchar a un quién
Natalie dejó a Callie en el suelo.
—Me he retirado, Inez.
Su vieja amiga, la actual fiscal auxiliar de Los Ángeles, asintió con la cabeza.
—Lo sé. Por eso te necesito. No quiero que el Cuerpo se entere de esto.
Callie agarró la pierna de su madre, mirando tímidamente a la extraña, y Natalie le acarició el pelo.
—Si no le incumbe al Cuerpo, ¿por qué debería incumbirme a mí?
Inez Mendoza agitó el sobre.
—¿Conoces el caso Hyland?
—Solo lo que he leído en los periódicos. Me parece bastante claro.
—A mí también. Las pruebas que tenemos contra Scott Hyland son tan contundentes que no nos molestamos en apuntarnos a la lista de espera de tres meses para conseguir un violeta. Pero de repente Hyland se ha juntado con Malcolm Lathrop.
Natalie resopló.
—No me sorprende.
—La semana pasada Lathrop presentó discretamente la lista de testigos de la defensa para el juicio. El nombre de Lyman Pearsall era el primero de la lista.
—¿Lyman? —Natalie hizo una mueca de desagrado. Solo había visto a Pearsall un par de ocasiones y le había parecido un hombrecillo zalamero con tendencia a los pequeños cumplidos—. ¿Cómo ha acabado en el caso?
—Al parecer, Lahtrop pidió la declaración de un canal. Concretamente, la declaración de Lyman.
—Pero ¿qué espera conseguir invocando a las víctimas en el tribunal? Cualquiera pensaría que es lo que menos le conviene.
—Cualquiera lo pensaría. Pero a lo mejor Lathrop quiere confundir a las víctimas ante el jurado, sorprenderlas con preguntas que les hagan contradecir sus declaraciones, introduciendo así una duda razonable. Por eso quiero averiguar lo que saben los padres de Hyland antes de que vayamos a juicio… sin que Malcolm se entere. —Miró a Natalie expectante.
—Me he retirado.
—Lo sé. Por eso eres la única persona que puede ayudarme. El Cuerpo se ha negado a darme acceso a nadie que no sea Pearsall.
Natalie negó con la cabeza.
—Ya tengo bastantes problemas con el CCUN. De todas formas, me parece que no tienes por qué preocuparte. Si estás convencida de que Hyland lo hizo, interrogar a sus padres no hará más que beneficiar tus argumentos.
—Lo sé, pero… hay algo más. —Mendoza metió la mano en el sobre acolchado y extrajo un artículo de un periódico doblado—. He trabajado con Lyman Pearsall en varios casos; desde que te marchaste, él ha sido el violeta más importante de la sección criminal de Los Ángeles. Nunca nos hemos caído bien, pero hacía su trabajo. Y el año pasado pasó esto.
Desdobló el recorte sacudiéndolo y se lo entregó a Natalie.
«RIES ES PUESTO EN LIBERTAD —decía el titular—. EL ASESINO ERA HISPANO, DICE LA VÍCTIMA». Debajo, una foto de Avram Ries mostraba al atractivo rubio abrazando a su abogado en el momento en que el jurado emitió el veredicto de inocencia.
—Cielo, ¿por qué no vas a jugar un rato?
Natalie empujó distraídamente a Callie, y la niña se fue con una reticencia cargada de desconfianza.
—Teníamos un montón de pruebas contra Ries —dijo Mendoza mientras Natalie echaba una ojeada al artículo—. Incluso el ADN coincidía con las muestras de esperma tomadas del cadáver de Samantha Winslow. Y, de repente, Lyman Pearsall apareció como canal de la defensa. Invocó a Winslow en el juzgado, y ella dijo al jurado que en realidad la había estrangulado un mexicano. El abogado de Ries reconoció que su cliente había mantenido relaciones sexuales con Winslow, que era prostituta, pero convenció al jurado de que la coincidencia del esperma no demostraba que Ries hubiera tenido algo que ver en su muerte.
»Tres meses después de que fuera puesto en libertad, unos policías que estaban de patrulla en Griffith Park pararon detrás de lo que les pareció una pareja de adolescentes dándose el lote en un coche. Encontraron a Ries en el asiento trasero encima de un cuerpo desnudo. Había rodeado el cuello de la mujer muerta con su sostén. Incluso usó el mismo tipo de nudo que hallaron en el sostén que rodeaba la garganta de Samantha Winslow.
Natalie le devolvió el recorte de periódico, procurando que Inez no la viera haciendo una mueca.
—El SoulScan confirmó la ocupación de Lyman, ¿no?
Inez reconoció el dato asintiendo con la cabeza.
—Entonces tal vez la primera víctima dijo la verdad. Tal vez Ries solo mató a la segunda mujer.
—¿Tú te lo crees?
Natalie no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros. A ella también le parecía muy poco probable la coincidencia.
—¿Tienes una explicación mejor?
—Todavía no, pero estoy tan segura de que Avram Ries cometió los dos asesinatos como lo estoy de que Scott Hyland disparó a sus padres. Y no voy a permitir que Pearsall logre que ese chico se libre del castigo ni en broma.
Con su mandíbula cuadrada apretada en actitud de gran determinación, Inez parecía Patton en las primeras líneas de combate. Natalie reprimió una sonrisa. Era evidente que los años no habían ablandado a la fiscal.
—Si crees que Lyman está detrás de esto, ¿por qué no pides al Cuerpo que lo investiguen?
—Ya lo he hecho. Me han dicho que tiene un historial impecable y que lo deje correr. Obviamente, no tienen en mucha estima a quien pone en duda la credibilidad de los violetas del Cuerpo. Por eso he venido aquí en lugar de ir a tu casa.
Inez echó un vistazo por encima del hombro, convencida de que había agentes de seguridad del centro espiándolas. Utilizar a una violeta que no era miembro del Cuerpo en una investigación criminal constituía un delito grave, y tanto Inez como Natalie podían ir a la cárcel si las pillaban.
«Menos mal que no ha visto a George», pensó Natalie irónicamente.
—Confío en ti —dijo Inez—. Si pudieras invocar a los Hyland…
Dejó que sus ojos concluyeran la propuesta.
Natalie miró a su vieja amiga y luego a Callie, que estaba enfurruñada en el borde del carrusel, mirándolo con un aburrimiento lleno de ansiedad.
—Lo siento.
—Pensé que opinarías eso. —Inez volvió a meter la mano en el sobre y sacó una bolsita de plástico transparente—. Así que he traído esto.
Natalie cogió la bolsa por una esquina, como si le hubieran dado una rata muerta. Dentro había una pulsera amuleto hecha una bola.
—Era de Marcy Owen, la segunda víctima de Ries. No habría muerto si hubiéramos logrado condenarlo. A lo mejor ella te convence. —La fiscal señaló la etiqueta de la bolsa, que tenía un número de teléfono—. Si cambias de opinión, llámame y dime que te gustaría aprovechar nuestra oferta especial. Yo sabré a qué te refieres.
Se marchó antes de que Natalie pudiera protestar. Natalie gruñó y se metió la bolsa en el bolso, colocada entre los pliegues del folleto de la escuela.
—¡Inez!
La fiscal miró hacia atrás.
—Buena suerte.
Inez formó bocina con la mano para amplificar su respuesta.
—¡La suerte no existe!
Se dirigió a su Subaru Legacy azul —sin duda, el mismo que tenía seis años antes— y se marchó.
Callie regresó junto a su madre.
—¿Quién era esa mujer, mamá?
Natalie se agachó para cogerla en brazos.
—Una amiga con la que trabajé.
—¿Tiene trabajo para ti?
—No. —Llevó a su hija hacia el Volvo—. No quería nada.
• • •
Cuando llegaron a casa con la pizza, Natalie llevó a Callie dentro y puso un par de porciones con pepperoni y aceitunas negras en un plato de plástico, cogió una lata de Coca-Cola de la nevera y salió a la acera de enfrente de su vivienda, donde se encontraba el omnipresente LeBaron. George giró la cabeza hacia ella, arqueando las cejas por encima de sus gafas de sol, y bajó la ventanilla del lado del pasajero.
—Hola, Nat. ¿Qué es esto?
—Un pequeño aperitivo, ya que te toca trabajar otra vez a la hora de la cena. —Le ofreció la pizza y el refresco.
—Gracias. Creo que si no fuera por ti ya me habría muerto de hambre.
Una sonrisa se dibujó en su cara de isla de Pascua. Cuatro años antes, Natalie había usado un aperitivo parecido para romper el hielo con el hombre al que el Cuerpo había encargado intimidarla, y desde entonces se habían hecho amigos rápidamente.
Ella se apoyó en la ventanilla y miró dentro.
—¿Qué libro estás escuchando? ¿Otro de Clive Cussler?
—No. Lo he dejado por un tiempo. —Cogió uno de los casetes blancos que había en el asiento de al lado—. Ahora estoy aprendiendo «Francés en cuarenta días». —Se aclaró la garganta—. Bonjour, madame! Je suis heureux de faire votre connaissance. Où est la salle de bains? —Pronunciaba cada sílaba sonriendo orgullosamente.
—¿No te sería de más utilidad el español en Los Ángeles? —preguntó Natalie secamente.
—Sí, pero entonces no tendría una excusa para llevar a Mónica a París.
Los dos se echaron a reír. Natalie sacudió la barbilla en dirección a la libreta de espiral arrugada que había al lado de él.
—¿Cómo va la novela?
—¡Bah! La terminaré cuando me jubile. —Miró el plato de pizza que ahora reposaba en su regazo, y su cara recobró su solemnidad de tiki—. Nat, no quiero parecer desagradecido, pero ya no puedo hablar contigo.
La sonrisa de Natalie desapareció.
—¿A qué te refieres?
—Te van a meter más presión. Podría perder mi trabajo. —Echó un vistazo a la calle y miró por encima del hombro: el observador temeroso de ser observado—. Me ha parecido que debía avisarte.
Natalie torció el gesto.
—¿Es por lo de Inez?
—¿Quién? No, es por tu hija. La quieren.
—Lo sé. —Las manos de ella agarraron con fuerza el marco de la puerta del coche—. No serían capaces de… llevársela, ¿verdad?
George no contestó en el acto.
—No sin alguna justificación —dijo finalmente—. Ya conoces al Cuerpo; les gusta que parezca que actúan dentro de los límites de la ley. Pero no dejarán escapar la menor oportunidad de ponerla bajo su «custodia preventiva». Eso no pasará mientras yo esté de guardia, pero no puedo decir lo mismo de Madison y Rendell.
Natalie asintió con la cabeza; estaba empezando a temblar. Arabella Madison y Horace Rendell eran los otros dos agentes de seguridad del Cuerpo encargados de seguirla las veinticuatro horas del día.
George se inclinó hacia delante hasta que ella casi pudo ver los ojos cansados que se ocultaban tras las gafas de sol.
—Garde-toi, Nat. Et attends ta fille. Vigila a tu hija.
Natalie se apartó del LeBaron y se metió en su casa sin molestarse en decir adiós. Seguro que George lo entendería.
Le alivió descubrir que Callie seguía sentada a la mesa de la cocina. Había quitado todas las aceitunas del trozo de pizza que tenía delante y las había colocado en un gran montón para comérselas de una en una.
—¿Está buena, peque? —preguntó Natalie mientras se servía un trozo en un plato de plástico.
—¡Mmm… mmm…! —Callie se metió otra aceituna en la boca abierta—. ¿Podemos ir mañana al McDonald’s?
—No. Y cómete también el queso y el pan.
Natalie miró la grasa concentrada en el pepperoni de su trozo y casi notó cómo el colesterol se acumulaba en su aorta. Vio mentalmente a Dan ofreciéndole un revoltijo de mozzarella chorreante como aquel durante una de las apresuradas comidas que habían compartido. ¡Vamos… sabes que lo estás deseando!
Esbozó un amago de sonrisa. Habida cuenta de la cantidad de veces que había sermoneado a Dan por su afición a la comida basura, a él le resultaría increíblemente curiosa su dieta actual. Hubo una época en que ni siquiera se habría planteado meterse esa bazofia en la boca. Sin embargo, Callie no tenía los mismos reparos gastronómicos, pues los anuncios de la televisión y los demás niños de la guardería le habían dado a conocer toda clase de calorías inútiles: pizzas, tacos, mantequilla de cacahuete y sándwiches de mermelada, e incluso, que Dios nos asista, los McDonald’s. Para hacerla feliz, Natalie había aprendido a comer aquellas cosas e incluso a veces había disfrutado.
Esa noche volvió a experimentar su antigua repulsión. Dejó la pizza intacta en el plato y sacó un yogur de la nevera. Sin embargo, su apetito no aumentó. Comió unas cuantas cucharadas, pero principalmente se dedicó a mirar a su hija.
Después de la cena subieron al piso de arriba, y Callie pidió a su madre que le leyera por enésima vez Horton escucha a quién, del doctor Seuss.
—¿Papá es un quién? —preguntó cuando Natalie cerró el libro y la arropó, rodeada del señor Osito y el resto de los osos de peluche.
—Sí —dijo Natalie con una media sonrisa—. Más o menos.
—¿Y nosotras somos como Horton?
Su madre pensó en el elefante que hablaba con pequeñas criaturas que nadie podía ver.
—Se podría decir que sí.
Callie asintió con la cabeza, como si eso explicara muchas cosas.
—A veces oigo a otros quiénes —confesó.
Natalie se recostó en la cama.
—¿Además de papá?
—Sí.
—¿Cuántos?
—Muchos. —Se rodeó la boca con las manos y susurró a Natalie al oído—: Algunos no son muy simpáticos.
Natalie suspiró. «Sabías que llegaría este momento», se dijo, pero la idea no le sirvió de consuelo. Había hecho todo lo posible por proteger a Callie hasta entonces. De hecho, había comprado aquella casa anodina porque estaba muy nueva y, por lo tanto, había menos probabilidades de que sirviera de piedra de toque a antiguos residentes fallecidos. Sin embargo, se dio cuenta de que su hija no estaría a salvo mucho tiempo, ya que los muertos habitaban en todas partes.
—Ya sé que me dijiste que no hablara con papá —continuó Callie—, pero él hace que se vayan los malos. Viene y los echa de mi cabeza.
—No necesitarás a papá para deshacerte de ellos. —Natalie levantó la barbilla de su hija con delicadeza hasta que sus miradas coincidieron—: La próxima vez que vengan los malos, quiero que digas el abecedario. Dilo una y otra vez sin parar hasta que los malos se vayan. Y si eso no funciona, llama a papá, ¿vale?
Callie sacudió la cabeza, torciendo la boca por la incertidumbre.
—Ya verás. Puedes impedirles entrar a todos tú sola. —Revolvió el pelo de Callie, que le caía en mechones sueltos, y la besó en la frente—. Buenas noches, cielo.
—Buenas noches.
Callie le dio un besito en la mejilla.
Antes de salir de la habitación, Natalie decidió asegurarse de que las ventanas estaban bien cerradas. Madison estaría de guardia.
—Mamá, ¿por qué te cambias de ojos?
Natalie se detuvo con las cortinas a medio correr, maldiciéndose por haberse olvidado de quitarse las lentes de contacto al llegar a casa.
—Porque la gente que no oye a los quiénes no nos entiende —dijo a Callie sin darse la vuelta—. Así que a veces tengo que fingir que yo tampoco los oigo.
—Ah.
—Pero entre nosotras no tenemos por qué fingir. —Se quitó una lentilla y le guiñó el ojo violeta a Callie—. Te lo prometo.
—Vale.
Callie estaba tumbada como una tortuga dada la vuelta bajo el caparazón de su edredón de osos de peluche. A Natalie se le encogió el corazón al ver el abatimiento que se reflejaba en su carita.
—Te quiero, mamá.
—Yo también te quiero. —Manteniendo la lente de contacto en equilibrio en la punta del dedo, se inclinó y besó a Callie en la frente de nuevo—. Que sueñes con los angelitos, tesoro.
Corrió las cortinas y salió de la habitación, dejando la lámpara de noche encendida por si Callie tenía… problemas durante la noche. Cerró la puerta con cuidado tras de sí y volvió a colocarse la lente de contacto antes de bajar la escalera.
El contestador automático del teléfono de la cocina la informó de que tenía cuatro mensajes, y a Natalie no le apetecía oír ninguno. Aun así, pulsó el botón de reproducción, pero mantuvo el dedo sobre el botón que saltaba los mensajes.
—¡Hola! Soy Errol Wingard, de la Academia de Canales Iris Semple —dijo gorjeando una voz enlatada—. Nos preguntábamos si ha pensado en la matriculación de su hija en nuestra escuela. Como ya sabe, recibirá una beca completa además de beneficios…
Natalie le dio al botón de salto. ¡El mismo rollo grabado cada día! Pese a lo mezquino que era el Cuerpo, Natalie nunca había pensado que se rebajarían a practicar el telemarketing.
El contestador rebosaba ahora la angustia de Corinne Harris.
—Farsante. ¡Cómo se atreve a decir cosas tan horribles en nombre de mi padre! Quiero que me devuelva mi dinero, zorra ladrona, o le juro que haré que Darryl…
Salto.
Natalie suspiró. Era evidente que a Corinne le resultaba más fácil creer que la habían engañado que reconocer que su padre la odiaba.
—Hola, pequeñaja… soy yo —comenzó el tercer mensaje, con una voz de hombre nerviosa y… ¿arrepentida? Natalie tocó el botón de salto, pero no lo apretó—. Sunny y yo estamos en Los Ángeles de viaje de negocios y nos preguntábamos si te dejarías invitar a cenar. —Se aclaró la garganta—. No sé si todavía tienes mi número de móvil, pero puedes llamarme al…
Salto.
Apretando la mandíbula, Natalie estuvo a punto de borrar el cuarto mensaje sin oírlo, sobre todo cuando oyó que empezaba como otro rollo comercial de la escuela.
—Buenas noches, señora Lindstrom. Llamo para preguntarle si ha tenido ocasión de considerar nuestra oferta especial.
«Oferta especial». Las palabras hicieron recordar a Natalie. La mujer que hablaba era Inez.
—Hágame todas las preguntas que desee. Mi número es…
Natalie cogió su bolso de la mesa y sacó la bolsa de plástico que contenía la pulsera amuleto. La voz grabada repitió el número de teléfono que figuraba en la pegatina de la bolsa.
—Recuerde que es una oferta por tiempo limitado, así que, por favor, llame hoy mismo.
Un siniestro énfasis matizaba la afabilidad comercial del tono de Inez. Sin duda temía que el Cuerpo hubiese pinchado el teléfono de Natalie. Sin duda, sus temores estaban fundados.
Natalie sacudió la bolsa, y la cadena de plata de la pulsera ondeó bajo el plástico. Unos pequeños cubos de plástico, como dados en miniatura, se alternaban con los amuletos, con unas letras negras pintadas en cada uno que formaban un nombre: MARCY.
A lo mejor ella te convence.
«No puedo ocuparme de esto ahora —se dijo Natalie—. Ya tengo suficientes problemas». Acarició la idea de tirarla a la basura junto con la pizza a medio comer de Callie y aquel folleto infernal.
Le había rodeado el cuello con su sostén.
—Maldita seas, Inez.
Natalie abrió la bolsa rompiéndola y dejó caer la pulsera en la palma de su mano.
Apenas había recitado dos palabras de su mantra de espectadora cuando se le durmieron las piernas. Mareada y con náuseas, se dejó caer en una silla de la cocina mientras los recuerdos de Marcy Owen penetraban en su mente. Una adolescente que huye de un padre maltratador se va a vivir con un novio maltratador que acaba ejerciendo de proxeneta de ella para ganar dinero con que pagar el alquiler y las drogas. Una noche ella topa con el cliente equivocado, y un putero rubio de ojos azules le enrolla el sostén al cuello y la estrangula. Una historia bastante común para una prostituta asesinada; más trágica aún por resultar tan familiar. Pero Marcy tenía una cosa que la mayoría de las prostitutas asesinadas no tenían.
Un hijo.
En su mente apareció un bebé con un pijama mugriento, las manitas estiradas hacia arriba para tocar el pelo enmarañado de un osito de peluche comprado en una tienda de segunda mano y los ojos azules muy abiertos por el asombro.
—Bobby —se oyó decir Natalie.
Como si de una película casera se tratara, el punto de vista de los recuerdos se desplazó de la cuna del bebé al sofá, donde un hombre de piernas gruesas vestido con una camisa de jugar a los bolos y unos calzoncillos encendió tranquilamente una pipa de crack. Un agridulce olor químico como a circuitos eléctricos quemados inundó la habitación, y el hombre tosió, con los ojos enrojecidos parpadeando por el cansancio. Gary, el padre del niño… y ahora su único familiar y tutor.
Marcy y Natalie lloraban como una sola, igual de incapaces de salvar al pequeño. Cuando Marcy saltó de la silla para salir de la casa, Natalie pasó a recitar su mantra de protección. La pulsera amuleto se le escurrió de los dedos.
El alma de la mujer muerta se disipó de nuevo en la negrura y dejó a Natalie débil y sola. Un asesinato, dos víctimas.
No podía permitir que otro asesino anduviera suelto.
Mientras el reguero de lágrimas se secaba en sus mejillas, cogió el teléfono de la cocina, marcó un número y aguardó.
—Empresas Libra —contestó Inez—. ¿En qué puedo servirle?
—Me ha llamado antes para hablarme de una oferta especial. —Natalie echó un vistazo a la pulsera de Marcy, que reposaba en el suelo como un gusano de plata—. Me gustaría aceptarla.