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Llamadas de teléfono y quebraderos de cabeza

Esa noche, por primera vez desde hacía casi una semana, Natalie volvió a casa. O, mejor dicho, regresó al feo inmueble donde vivía, ya que todo lo que hacía de él una casa había desaparecido. No fue hasta entonces que se dio cuenta de que nunca antes había disfrutado de un verdadero hogar, puesto que nunca antes había tenido una verdadera familia.

Hasta que llegó Callie.

Se pasó la mayor parte de la mañana siguiente en la cocina, llamando al CCUN en un vano intento por obtener información sobre el lugar donde tenían a su hija.

—Me temo que es información clasificada —le dijeron—. Pero si desea escribirle una carta, estaremos encantados de remitirle todo el correo dirigido a ella al cuartel general del Cuerpo en Washington.

Al final, pidió hablar con Delbert Sinclair, el autoritario director del departamento de seguridad del Cuerpo.

La edad no había suavizado ni su humor ni sus modales.

—La última vez que conversamos, señora Lindstrom, me dio a entender que no nos quedaba nada que decirnos. ¿Por qué me molesta ahora?

—Mi hija.

—¿Sí? ¿Qué pasa con ella?

Natalie apretó los labios, como para precintar las palabras en su boca. Aun así, las escupió.

—Si la sueltan, volveré.

Sinclair se rio entre dientes.

—Creo que los dos sabemos que el plazo de esa oferta expiró hace mucho tiempo. Aunque, si desea volver a ser admitida como miembro, podríamos arreglarlo para que tuviera derecho de visita…

Ella colgó.

Más tarde, cuando se le pasó la ira y volvió a caer en la desesperación, Natalie llamó a su padre a New Hampshire para explicarle por qué no iba a llegar a las exequias de Sheila.

—Haz lo que sea necesario —le dijo Wade—. Atrapa al hombre que mató a Sunny. Y aleja a Callie de esos buitres.

—Lo haré. De alguna forma.

—¿Natalie?

—¿Sí?

—Cuídate. Tú y Callie sois lo único que me queda.

Era el momento idóneo para decirle a su padre que lo quería, y ella deseaba hacerlo. Pero después de treinta años de amarga separación, sospechaba de su propia sinceridad y temía decir algo que en realidad no quisiera decir cuando las emociones de la pasada semana se enfriaran y se convirtieran en recuerdos.

—Tendré cuidado —dijo con la esperanza de que bastara por el momento—. Cuídate tú también, papá.

—Lo haré. Gracias, cariño.

Natalie colgó el teléfono lanzando un gemido y miró el contestador automático que había al lado. La pantalla digital le indicó que tenía treinta y dos mensajes aguardando, el máximo permitido por la máquina. Treinta y uno resultaron ser de reporteros. Uno era de Inez.

—Soy yo —dijo la fiscal, y Natalie apartó el dedo del botón que hacía saltar los mensajes—. Sé que seguramente soy la última persona con la que quieres hablar esta mañana, pero tengo información sobre Pearsall y Thresher y creo que deberías saberla. Llámame o pásate hoy a cualquier hora por mi despacho si puedes. —A continuación, se oyó un siseo en blanco—. Por lo que respecta a Callie… no puedo decirte…

Pero Inez había hecho una pausa demasiado larga, y el contestador la cortó.

Natalie se dirigió a la ventana delantera de su casa y descorrió la cortina. Fuera, una manada de fotógrafos y equipos con minicámaras se apiñaba en la calle, fumando cigarrillos y bebiendo sorbos de café en vasos de plástico. De vez en cuando, uno de ellos lanzaba una mirada a la casa como un gato observaría la jaula de un canario.

—Bueno, chicos —murmuró ella—, esta es la imagen que buscáis. Preparados, listos…

La puerta que daba al garaje le permitió llegar a su coche sin ser acosada. Bien encerrada dentro del Volvo, pudo abrirse paso lentamente entre la masa parloteante de reporteros sin mayores problemas. Unas cuantas camionetas de informativos intentaron seguir el coche, pero gracias a George, Natalie había adquirido mucha práctica a la hora de dar esquinazo a un vehículo y, después de unas cuantas curvas y unos oportunos semáforos en rojo, se deshizo de todos. Tan solo el LeBaron color canela paró a su lado cuando estacionó el coche en un aparcamiento de pago situado delante del centro penal de Los Ángeles.

La ventanilla automática del lado del pasajero del LeBaron se bajó.

Tu es une conductrice diabolique, mon amie —dijo George cuando Natalie bajó su ventanilla para oírle—. Casi te deshaces de mí.

Merci.

Ella no pudo por menos de sonreír.

—Me he enterado de lo de Callie. Quiero que sepas que no me parece bien.

No la miró, bien por vergüenza o bien por miedo a que alguien los estuviera observando.

Natalie no tenía ningún miedo, y le clavó la mirada.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Lo mantienen en secreto.

—¿Puedes averiguarlo?

La expresión de George se agitó como la lava al moverse.

—Oh, qué demonios. De todas formas, me apetece cambiar de trabajo. —Sus ojos cubiertos por las gafas de sol se desplazaron hacia ella—. Veré lo que puedo hacer.

Ella logró esbozar una sonrisa, si bien pequeña y triste.

—Gracias. La próxima vez invito yo a la pizza.

—Más te vale.

Él sonrió.

La sonrisa de ella se ensanchó un poco, y salió del coche.

Las oficinas de los fiscales auxiliares del distrito de Los Ángeles se hallaban en el piso diecisiete del centro penal, y Natalie tuvo que pedir al vigilante del mostrador del vestíbulo que llamara a Inez para que le diera permiso para subir. Aunque no era dada a las muestras de afecto público, la fiscal saludó a Natalie dándole un abrazo.

—Bienvenida al purgatorio —dijo manteniendo abierta la puerta de su despacho.

Pese a la aparente importancia del cargo de Inez, su despacho era angosto y funcional. Cada centímetro de su mesa de nogal falso y de las estanterías de alrededor estaba lleno de montones de papeles y carpetas, y una de las paredes se hallaba cubierta con un enorme tablero de corcho, con un mosaico de fotos de la escena del crimen, fichas y Post-it amarillos.

Inez señaló una silla vacía al pasar y volvió a su sitio detrás de la mesa.

—¿Alguna noticia?

Natalie se quedó de pie.

—Callie está viva, bajo la tierna y cariñosa custodia del Cuerpo. No podría ser peor. ¿Cómo te va a ti?

—Mejor que a ti. La verdad es que Paul y yo nos sentimos un poco ridículos yendo al hospital, porque los dos estábamos bien cuando llegó la ambulancia. —Sacudió la cabeza—. Lo siento. Deberíamos haberla llevado a otra parte.

Natalie no contestó y se paseó hacia el rincón opuesto del despacho, de modo que Inez no viera el arrebato de ira que se reflejó en su rostro. Aunque deseaba eximir a su amiga de la culpabilidad, no podía evitar pensar que toda su vida había empezado a desmoronarse la tarde que la fiscal había aparecido en la guardería de Callie.

—¿Qué tienes para mí?

—Al Cuerpo no le gusta nada la mala publicidad, ¿sabes? Si consiguieras un buen abogado y hablaras con la prensa de Callie…

—¿Qué has averiguado?

—Lo siento. Solo intentaba ayudar. —Inez cogió un montón de carpetas de manila del papel secante de la mesa y lanzó un sobre grueso de la empresa de mensajería FedEx delante de ella—. No he conseguido gran cosa sobre Pearsall, ya que no tenemos suficiente información contra él para ir a un juez a pedir una citación. Y, además, el fiscal del distrito está furioso con el caso Hyland y quiere procesar a Avery Park por los asesinatos antes de las elecciones de este año, así que me ha relegado al papeleo en el futuro próximo. Mi trabajo aquí pende de un hilo, pero he hecho todo lo que he podido por ti.

»Intenté llamar al piso de Pearsall en Los Ángeles, pero no me contestaron. Qué sorpresa. Cuando me puse en contacto con el CCUN, me dijeron que había pedido permiso para ausentarse una semana por el calvario del juicio de los Hyland, y ellos le concedieron generosamente cuatro días.

Inez señaló la pila de papeles.

—No he encontrado ninguna pista acerca del lugar donde puede estar, pero si él y Thresher van a por ti, seguramente todavía esté en la zona. He pedido a unos amigos de la policía de Los Ángeles que controlen sus tarjetas de cajeros automáticos y de crédito y que hagan circular el número de matrícula de su Ford Escort, el único coche que he encontrado matriculado a su nombre. No obstante, sí que he encontrado algo interesante en el expediente del Cuerpo sobre Pearsall. A principios del año pasado pidió un préstamo de setenta mil dólares de sus prestaciones por jubilación. No se indica adónde fue a parar ese dinero; el motivo expuesto en la solicitud es «gastos personales».

—Debió de recibirlo justo a tiempo para el juicio de Ries —meditó Natalie—. ¿Qué hay de Thresher?

—Eso tampoco ha sido fácil. Los de Quantico no quieren prestar ninguno de los objetos del caso de asesino del bordado porque la última vez que lo hicieron no recuperaron una de las principales piezas de su colección: una navaja que Thresher llevaba cuando lo detuvieron. ¿Adivinas quién la tuvo por última vez?

El nombre acudió a la lengua de Natalie.

—Lyman.

—Sí. Después de que invocara a la víctima hallada en el Bosque Nacional de Los Ángeles, Pearsall visitó los archivos de Quantico para llevar a cabo una «investigación» que, según dijo, podía conducir al descubrimiento y la identificación de otras víctimas de Thresher. Más tarde, el archivista descubrió que el cuchillo había desaparecido de entre los artículos que Pearsall examinó. Naturalmente, Pearsall negó incluso haber visto el cuchillo. Desde entonces, el archivista no deja que nadie toque los objetos que quedan. Sin embargo, sí que nos ha enviado esto.

Inez abrió el sobre de la empresa de mensajería y lo volcó. Una blusa con estampado de flores doblada cayó en la mano de la fiscal, envuelta en un plástico muy fino, como recién salida de la tintorería.

—Es la que llevaba tu madre cuando invocó a Margaret Thresher.

Natalie no hizo el menor intento por coger la blusa cuando Inez se la ofreció.

—Gracias. Guárdala en el sobre y me la llevaré.

—Está bien. Pero ten cuidado con ella, o el tipo de Quantico vendrá en persona de Virginia a retorcerme el pescuezo.

—Lo tendré —dijo Natalie, sin saber si sería capaz de cumplir la promesa.

Se metió el sobre debajo del brazo y, tras despedirse de Inez, se dirigió a casa con una vaga idea de cómo iba a usar la blusa para encontrar a Vincent Thresher… y la certeza creciente de que si no lo encontraba pronto, él la encontraría a ella.