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Luces apagadas, luces encendidas

El avión de Natalie no llegó a Los Ángeles hasta las once de la noche, pero eso no le impidió llamar al timbre de la oscura casa de Inez pasada la una de la madrugada. Tenía que llevarse a Callie enseguida.

El timbre no emitió su característico fragmento de la Sinfonía n.º 40 de Mozart. A Natalie se le puso la carne de gallina. Probó a llamar al timbre otra vez, luego dio unos golpes en la puerta y a continuación la aporreó. No obtuvo respuesta.

A lo mejor no la oían. Probó con el pomo de la puerta, pero estaba cerrada. Tras rodear el perímetro de la casa, entró en el jardín trasero de los Mendoza a través de la verja y fue a llamar a la ventana del dormitorio principal.

Alguien gimió al otro lado del cristal.

—¿Inez? Soy yo, Natalie.

—Socorro —gritó la voz débilmente.

Si hubiera tenido un ladrillo en la mano en ese momento, podría haberlo arrojado por la ventana para entrar en la habitación. Así las cosas, rodeó la casa corriendo hacia la puerta trasera y tiró en vano de su pomo cerrado con llave.

—¡CALLIE! —chilló, lanzando su peso contra la puerta.

El cristal de la puerta tembló, pero no cedió. Retrocedió tambaleándose para volver a intentarlo cuando reparó en que la ventana contigua estaba abierta. La malla de su mosquitera había sido cortada del marco, y había un círculo perfecto cortado en el cristal justo debajo de donde debía de estar el pestillo.

Sin preocuparse por las pruebas que podía estar contaminando, Natalie cruzó el alféizar arrastrándose, entró en la sala de estar y avanzó a tientas por el pasillo hasta el dormitorio principal donde había oído la voz. Dentro vio a Inez luchando por levantarse del suelo. En la cama, un bulto que debía de ser Paul se dio la vuelta gimiendo.

Natalie corrió junto a Inez y la ayudó a incorporarse, apoyándole la espalda contra el lado de la cama. Pulsó el interruptor de la lámpara de noche, pero no se encendió.

—Linterna —masculló Inez frotándose la frente—. Cajón de arriba.

Natalie sacó la linterna, que Inez debía de haber metido en la mesita de noche durante la última ronda de apagones que se había producido en California. Le quedaban pocas pilas, y arrojó una débil luz amarilla sobre la cama y el suelo cuando Natalie recorrió la habitación con su haz.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. —Inez cerró los ojos con fuerza, pues le molestaba la luz tenue—. Cuando las luces se apagaron, oí gritar a Paul y entré aquí corriendo. Intenté llamar al teléfono de emergencias, pero la línea estaba cortada.

El haz de la linterna se posó sobre el teléfono tirado en el suelo.

—Sí. ¿Y…?

—Noté que algo me daba aquí.

Inez se tocó la piel de debajo del cuello abierto de su chándal. Tenía un cardenal del tamaño de una moneda con un agujero de aguja en el centro del que goteaba un hilillo de sangre endurecida por su pecho, como el mordisco de un vampiro con un solo colmillo.

Natalie desplazó el haz de la linterna de la clavícula de Inez al suelo. Allí había lo que parecía un misil en miniatura, con la aguja manchada de color borgoña.

Natalie cogió el dardo tranquilizante vacío con los dedos temblorosos y examinó su brillo a la luz de la linterna.

—¿Dónde está Callie?

—¿Callie? Estaba en la habitación de Lance… —Inez miró el dardo boquiabierta—. Dios mío, Natalie, lo siento.

Natalie dejó a su amiga a oscuras y corrió a registrar el resto de la casa llamando a Callie. Sin embargo, sabía que era inútil. Él la tenía.

Cuando volvió al dormitorio principal, Paul Mendoza se había dado la vuelta y estaba sentado, e Inez lo estaba abrazando mientras él se quejaba del dolor de cabeza que le había provocado el tranquilizante. Un punto rojo en la barriga de su camiseta extragrande rodeaba el agujero donde había penetrado el dardo.

—¿Dónde está tu móvil? —preguntó Natalie.

Inez señaló la puerta que tenía detrás.

—En mi bolso. En el cuarto de baño.

—¿Estáis bien, chicos? —dijo al tiempo que iba a buscar el teléfono y marcaba el número de emergencias.

Inez levantó el faldón de la camiseta de Paul para examinar la herida del pinchazo.

—Creo que sí.

El operador de emergencias contestó, y Natalie le dio la dirección de los Mendoza y le dijo que sus amigos habían sido drogados y su hija secuestrada. Pidió que vinieran tanto la policía como una ambulancia y empezó a decir que el hombre al que debían buscar era Lyman Pearsall, miembro registrado del Cuerpo de Comunicaciones Ultraterrenas Norteamericano, pero el operador la interrumpió.

—Mantenga la calma, señora —dijo en el delicado tono paternalista del personal de emergencias—. Mandaremos a unos agentes a investigar inmediatamente. Vamos a hacer todo lo posible por rescatar a su hija sana y salva, ¿vale?

Ella suspiró.

—Vale.

Pero no valía. Ella sabía que Thresher se había llevado a Callie, y sabía que los encontraría a los dos si localizaba a Lyman Pearsall. Que Inez se lo contara todo a la policía.

Sabiendo que la ayuda venía de camino, Natalie entregó el teléfono a Inez y sacó la linterna a la parte de atrás de la casa, donde se hallaban el contador de la electricidad y la caja de fusibles. Tal y como sospechaba, alguien había cortado el candado de la caja y había apagado todos los disyuntores. Los encendió de nuevo, y varias luces del interior de la casa volvieron a iluminarse.

—Tengo que irme —dijo al regresar al dormitorio—. ¿Estaréis bien?

Inez asintió con la cabeza.

—Encuéntrala.

—Lo haré.

Al salir de la casa, Natalie reprimió el miedo que invadía su mente y se concentró en la acción. Tenía más amigos en las autoridades y en el Cuerpo. Si les pedía que le devolvieran algún favor, seguro que alguno podía decirle dónde vivía Lyman, qué coche conducía, qué número de matrícula tenía, etcétera.

Estaba tan ocupada planeando su estrategia que pasó por delante de Arabella Madison, que la estaba esperando en el porche de los Mendoza.

—¿Disfrutando de la noche, señora Lindstrom? —dijo la agente de seguridad del Cuerpo a modo de saludo.

Natalie, sin mirarla, rodeó el Volvo con paso airado hacia el lado del conductor.

—Esta noche no, Bella. No estoy de humor y no tengo tiempo.

—¿De verdad? Yo pensaba que tendría curiosidad por saber qué ha sido de su hija.

Natalie cerró la puerta que acababa de abrir y miró con el ceño fruncido a Madison por encima del techo del coche.

—¿Qué pasa con ella?

—Está totalmente a salvo. —La agente sonrió—. Con nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Está en custodia preventiva hasta que averigüemos quién está asesinando a su familia.

«Custodia preventiva». Natalie sintió el incierto alivio de un polaco que ha sido liberado de las garras de Hitler para descubrir que Stalin está en el poder.

—¿Cuándo puedo verla?

Madison negó con la cabeza en actitud compasiva.

—Me temo que ahora mismo no será posible. En este momento, el paradero de Callie permanece en secreto a menos que sea necesario, por su seguridad.

—Soy su madre.

—Sí, pero también es una víctima potencial. Ese asesino tiene métodos para extraer una información tan delicada, y no querrá poner a su hija en peligro, ¿verdad?

Natalie se rio entre dientes sin el más mínimo asomo de humor.

—Gracias por preocuparte.

—Sabía que lo entendería. Por supuesto, si usted también desea contar con nuestra protección, estaríamos encantados…

—Me arriesgaré con el asesino.

La agente se encogió de hombros con felina despreocupación.

—Como quiera. —Se dirigió hacia su Acura, que estaba aparcado al otro lado de la calle.

—No hace falta que busquéis lejos para encontrar al asesino —gritó Natalie detrás de ella.

Madison se volvió.

—¿Qué?

Natalie estuvo a punto de decir el nombre de Pearsall, pero se paró en seco. Si la opinión pública se enteraba de que Lyman Pearsall había conspirado con un asesino en serie para prestar falso testimonio en el tribunal, provocaría un escándalo que podría amenazar la existencia del propio Cuerpo. ¿Decidiría el Cuerpo revelar los crímenes de Pearsall… o enterrarlos? Por no hablar del hecho de que, mientras la persona que había asesinado a Nora y a Sheila Lindstrom permaneciera suelta, el departamento de seguridad del Cuerpo tendría la excusa para mantener a Callie en «custodia preventiva» para siempre.

—No importa —dijo Natalie a la agente—. Yo me ocuparé.

Entró en el Volvo y se marchó, dejando a Madison mirándola y haciéndose preguntas.